lunes, 24 de febrero de 2025

6º trabajo Zakareya Kojalli

 

El regreso al silencio

 

 

     

        Tú, el hombre que nunca conoció la paz. Te has pasado la vida buscando algo que deseas desde siempre, y a pesar de que es sencillo y que no debería ser difícil de encontrar en este vasto mundo, tú nunca llegaste a lograrlo. Un lugar donde puedes encontrar la paz y la tranquilidad que te hacen falta. Este rincón pequeño del mundo a coger tus penas, aliviarte sin pedirte nada a cambio. No es tan sencillo como imaginas. Te desesperas, te angustias y pasas noches enteras sin dormir, sumido en pensamientos que parecen escapar entre tus dedos. A pesar de todo lo que haces por atraparlo, piensas que en ningún momento y que no hay ningún lugar donde puedes descansar tu alma al encontrarlo. Has recorrido el mundo entero, de un país a otro, así mismo de una ciudad a otra, pero nunca has encontrado lo que buscas.

      En fin, el tiempo ha pasado, y la juventud ya no está, viejo y con memoria bien cargada, caminas por las calles de esta ciudad mediterránea. Un lugar que te ha acogido como a un hijo pródigo. Ahora, a tus sesenta y cinco años, disfrutas de la paz y la tranquilidad como un turista más. Mientras caminando al azar y sin destinación exacta, saliendo de uno de estos callejones estrechos y entrelazados como un rompecabezas, de repente te encuentras frente al azul profundo del océano infinito. Cruzas el parque que se encuentra a lo largo de la orilla y que separa la avenida del susurro de las olas, donde te sientes sobre una piedra con bordes oscurecidos y el centro pulido y brillante, de la multitud de manos que han dejado sus huellas en ella para siempre, después haber usarla como sillón. Aunque la piedra no es igualada y tampoco confortable, te sientes en ella con tranquilidad como si fuera el banco más cómodo en el mundo, planteado frente al mar, donde el agua cristalina que acaricia la arena dorada. El sol te calienta la piel, y de allí surge una sensación que habías olvidado. Cierras los ojos y escuchas el sonido de las olas, y el canto de las gaviotas. Por la primera vez en tu vida te encuentras tranquilo y a gusto, en la orilla de esta ciudad costera.

    Transportando tu mirada alrededor, y la figas en el vasto azul más de agua, así dejas tu mirada se resbala hasta tan lejos para acariciar el horizonte, casi te sientes bailando con las olas del océano y, por un momento, tomas un profundo respiro, ya crees que tal vez, por fin, el mundo se detuvo a tu favor.

    Te preguntas:   ¿Ya no hay más de ansiedad, ni de preocupaciones?, ¿Ya soy libre y que no tengo de ir a ningún otra parte, eso es el final de mi destino?

     Todo lo que has vivido en tu triste pasado, las guerras, tus huidas del odio por no encontrar el amor perdido, corriendo de un país a otro, y todas estas vidas que dejaste atrás, parecen ahora muy lejos, distantes y ya no te molestan, tu nunca puedes creerlo, es casi algo imaginario.

     ¿Recuerdas aquel joven que soñaba con escapar de la tormenta? ¿Recuerdas como estabas desesperado y cansado por no poder romper tu mutismo?

¿Recuerdas como caminabas con miedo a lo desconocido, en búsqueda de respuestas que nunca llegaron?

Hoy, tú mismo, llegas a ser un otro.

Por el momento, ya no tienes rastro de aquel miedo, ni de aquella tristeza que pesaba sobre tu agobiado pecho.

Ahora te encuentras aquí, en tu nuevo hogar, en esta ciudad donde ya no hay prisa, y el tiempo parece detenerse para dejarte respirar. Si, estas aquí donde el sol calienta las piedras y los muros de las calles, para que su calor acaricie tu alma dolida, y helada de frio.

      Por supuesto, ya no hay duda, que estás aquí relajado entre los brazos de la vida que transcurre con la calma y la paz. Una cosa que nunca imaginaste alcanzar, y tampoco en ningún momento poder saborear.

      Después de tanto luchar y gritar estridentemente, correr de aquí para allá exigiendo tu existencia, ahora caminas lentamente, como quien tiene cuidado de no perturbar la calma del momento. Aquí en este orilla rocosa, tú tratas de conservar tu profundo silencio, junto al murmullo de las olas del mar agitado, quien al chocar contra las rocas, tú disfrutas de verlas estallándose en el aire y luego desplomarse como chispas cristalinas cayendo del cielo.

      Ahora desfrutas cada segundo, ya no te importa que la gente que camina a tu alrededor no te prestan atención, aunque te ignoran.

Tú dejas que el mundo sigua su curso sin que tú intervengas, eso ya no te importa, eres libre de tus angustias, ahora tú llegas a vivir con calma e indiferente.

        Ahora todo para ti es distinto. Quizás porque nunca pensaste que vivir en paz fuera algo alcanzable, tal vez por la costumbre de tu eterna lucha de sobrevivir a que te ha acompañado durante tanto tiempo, o por la tanta soledad que llevas dentro. Pero ahora, y por primera vez, el sol te parece más cálido, más luminoso y tierno, así la brisa más aromática, acariciante y suave.

       Al sentirte feliz, tú levantas y sigues caminando tranquilamente hasta de nuevo te cansas, allí te encuentras frente de un banco junto a la playa, te sientas, y dejas el sonido de las olas seguir acariciándote el oído. De repente se mezcla con una música distante que llega hasta ti, como si hubiera sido puesta allí solamente para ti.

      Es flamenco. Un guitarrista, con un aire rebelde, toca unas melodías que tienen algo de lucha y algo de nostalgia, que te hace volver atrás, atravesó de los años del pasado. Las notas se van subiendo y bajando viajan hacia ti, juegan con tus emociones, hasta que lleguen a tu interior y despierten a tu memoria somnolienta. Y entonces, sientes esta corriente de emociones te atraviesa el alma como un rayo de luz, y te invade el cuerpo con fuerte escalofrió.

La música te transporta a otros tiempos, a otros lugares.

Te ves a ti mismo de niño, jugando en las calles de tu pueblo, rodeado de amigos y familiares.

Te ves de joven, luchando por tus ideales, defendiendo tu patria.

Te ves de adulto, trabajando duro para sacar adelante a tu familia, sufriendo por la pérdida de tus seres queridos.

Pero también te ves en este presente, en esta ciudad mediterránea, disfrutando de la paz y la tranquilidad que tanto habías anhelado. Te ves rodeado de gente amable. Te ves feliz, por primera vez en tu vida.  La música sigue sonando, las lágrimas siguen brotando. No te avergüenzas de llorar, sabes que es una forma de liberar todo el dolor que has acumulado durante años. Cuando la música termina, te sientes más ligero, más libre. Te levantas del banco y caminas hacia el mar. Te quitas los zapatos y sientes la arena bajo tus pies.

      Es imposible no sucumbir ante la felicidad que brota como un suave suspiro. El sol se despide lentamente, pintando el cielo con una danza de colores cálidos. Allí en el fondo del horizonte, en ese instante de calma, los colores del alba entrelacen entre el rojo, el naranjo, y el amarillo dorado, algo en tu rostro cambia. Sientes una paz interior que nunca antes habías experimentado.

      No sabes que es, parece como una mezcla entre algo muy triste y alegre, exactamente como la mezcla entre tu presente y tu pasado. 

       Esta música tiene una manera peculiar de hacer brotar los recuerdos, de sacar a flote lo que has tratado de enterrar y hasta hace un poco con mucho éxito. El joven que alguna vez fuiste, el hombre que luchó sin descanso y que perdió y ganó tantas veces... todos esos ecos resuenan ahora en ti, y justo en este lugar tan lindo y romántico.

      ¿Te das cuenta de lo que te está sucediendo? Estás en paz, pero la paz, esa que tanto buscaste y lo disfrutas en el presente, también te enfrenta a lo que has sido años antes en el pasado.

Sabes que tu vida no ha sido fácil, pero también sabes que has sabido sobreponerte a las adversidades. Has luchado por tus sueños, has defendido tus ideales, has amado y has sido amado. Ahora, a tu edad de oro, puedes decir que has vivido una vida plena, una vida llena de experiencias, de emociones, de aprendizajes. Y aunque la música te haya hecho llorar, sabes que esas lágrimas son un homenaje a tu vida, a tu lucha, a tu resiliencia.

       Pero después todo lo que te ha pasado, quedaste como una página con muchas rayas, horizontales, verticales y en todas las direcciones. Tú eres como un roto vaso antiguo, pero alguien la restauró, muy bien, pero sin poder borrar estas fisuras, el que lleva en su superficie, como testimonio del momento en que fue quebrado.   

       Es algo que te hace llorar, pero eres tan confuso de todo lo que llevas en tu mente y en tu alma. No sabes si son lágrimas que se escapan de tus ojos, o si es la brisa salada del mar tocando tu piel. Lo que es importante en todo eso, es que a pesar de ser quebrado, con corazón lleno de heridas y penas, tienes algo bien vivo en tu alma para decirte, que nunca antes habías sido tan consciente de ti, como lo eres ahora mismo.

      Si, a pesar todo lo que te has pasado eres vivo, y eso lo que llevas por   dentro quedo como un despertador suena fuertemente en tu conciencia, diciéndote estás aquí, ahora y en este momento.

      ¿Lo sientes? Es que a veces, la vida se detiene un instante, solo para que puedas mirar atrás, solo para que puedas sentir lo que nunca antes pudiste sentir y mirar sin miedo.

     Y entonces, ¿qué haces con todo eso? ¿Qué decides hacer con este momento de tu vida que parece suspendido en el aire?

Que tu historia no termina aquí, sino que ahora comienza lo más difícil: decidir qué hacer con lo que tienes frente a ti. En lo que te queda a descubrir, sé el pasajero valiente como fuiste desde siempre, para que yo puedo también desearte lo mejor para las paradas que te quedan hasta el final de tu viaje.

-Relato 6 de Juan Carlos Gil

INPUT LAG



Estás en tu habitación, frente al espejo, repasando mentalmente los detalles de la noche que te espera. Te maquillas con cuidado, te haces el delineado del ojo, y escoges el pintalabios: ese marrón luminoso que resiste bien las noches de baile. Ajustas tu ropa, esa que elegiste entre varias opciones y con la que te sientes segura. Sabes que será una noche para el recuerdo, una de esas que, con suerte, acabará en risas y anécdotas en el chat grupal al día siguiente.
    Miras el teléfono y lees el grupo de las chicas: todas estáis emocionadas, todas os animáis a salir. Revisas el bolso mientras llega el taxi: llevas el teléfono, bolso, llaves. Todo está en su lugar. Respiras hondo y sales de casa. El taxi llega puntual. El conductor dice tu nombre, asientes, subes y le indicas el destino: la discoteca Input, una de las mejores de Barcelona.
    Durante el trayecto, observas la vida nocturna de la ciudad. Dejas el teléfono a un lado y te permites disfrutar del paisaje urbano, el ambiente de la ciudad refleja esa cultura tan diversa que ofrece una ciudad tan cosmopolita como Barcelona. Cuando quieres darte cuenta, ya estás frente a la discoteca. Le pagas al taxista y te bajas, agradecida.
  La cola para entrar es larga. Observas a los distintos grupos que esperan, algunos charlan, otros se hacen selfis, otros simplemente se quejan de que la cola no avanza o dan caladas a sus cigarrillos electrónicos. Escribes en el chat que ya has llegado, y pides que te avisen cuánto les falta para no esperar sola.

    El portero te ve en la fila y se acerca.

    —¿Estás sola? —pregunta.

    —Sí, de momento.
   Te invita a pasar, y como aún no hay respuestas del grupo, decides aceptar. Una vez dentro, el volumen de la música y los focos móviles te abruman un poco. Te acercas a la barra y, tras un rato intentando hacerte ver, el camarero te pregunta qué deseas.

    —Ginebra con tónica de frutos rojos, gracias.

    Mientras te sirve la copa, el teléfono vibra. Una de las chicas escribe: no puede venir, ha tenido que llevar a su perro de urgencia al veterinario. Pagas con tarjeta y, con la copa en mano, te diriges a la pista de baile.

    Bailas. Disfrutas. Te dejas llevar por el ritmo. Luego te haces una foto, la envías al grupo. Otra de las chicas contesta: le ha dado una migraña, tampoco irá. Te desea que disfrutes la noche. Le contestas que se recupere, pero empiezas a asumir que nadie más vendrá.

    Pasa una hora. Nada nuevo en el chat. Decides marcharte. Caminas hacia la barra para dejar la copa, pero notas algo extraño: tus pasos se sienten inseguros, todo parece más lejos de lo que está. Intentas mirar el teléfono, pero no puedes enfocar bien. En ese momento, un chico se te acerca.

    —¿Estás bien?

    No logras responder. Solo sigues avanzando hacia la barra. El chico te acompaña. Dejas la copa y, mareada, llamas a una amiga. No responde. Le dices al chico, con voz balbuceante:

    —No me encuentro bien. ¿Puedes acompañarme a la calle?

    Él acepta y te acompaña hasta la entrada. El portero te ve y pregunta si estás bien. El chico responde por ti, diciendo que estás mareada. Intentas recuperar el control de tu cuerpo, pero no puedes. Solo quieres sentarte y ver con claridad, desorientada intentas comprender que ha pasado, solo has tomado una copa y no es la primera vez, y tampoco te había afectado nunca de esa manera.

    El portero le da una botella de agua al chico, que te la ofrece. Tus manos tiemblan al sujetarla. No puedes abrirla. Él la abre por ti, pero al intentar beber, el tapón te moja la cara. Te sientes torpe. Humillada.

    Pasan los minutos. Sigues mareada. El chico —Luis, dice llamarse— intenta darte conversación. Te pregunta dónde vives y si quieres que te pida un taxi. Intentas responder, pero tu boca no coopera. Las palabras no salen.

    Intentas levantarte. Caminas sin rumbo. Luis te sigue. Buscas el teléfono. No está en tus bolsillos, ni en el bolso.

    —¿Estás buscando tu teléfono? Lo tengo yo —dice Luis—. Se te cayó cuando empezaste a andar.

    —Dámelo —le pides con un tono apenas entendible.

    —¿Para qué lo quieres?

    Luis te observa, con una actitud diferente a la que había mostrado cuando quiso ayudarte dentro de la discoteca, y niega con la cabeza la pregunta que has realizado. Con un gran esfuerzo, le respondes:
    —Para llamar a mis padres.
    Luis comienza a reírse.
    —No estás en condiciones para hablar con nadie, mira, si quieres podemos ir a mi piso, que está cerca de aquí, te tumbas un rato y cuando estés mejor te lo devuelvo —expresó.
    Niegas con la cabeza, y con el cuerpo encorvado, le das un empujón a Luis, gritándole:
    —¡Te he dicho que me lo des!
    Luis apenas pierde el equilibrio con ese empujón, te agarra del brazo con fuerza, y comienza a caminar con paso firme mientras te sujeta con firmeza, impidiendo que puedas resistirte a seguir sus pasos. Y con el rostro serio te dice:
    —Solo intento ayudarte… así que no entiendo tu actitud Lucía.
    En ese momento te das cuenta de que no le habías dicho tu nombre, y la cartera la tienes en el bolso que agarras con fuerza:
    —No te he dicho como me llamo.
    Luis siguió caminando y respondió:
    —Me lo has dicho, ¿o es que ya no te acuerdas?
    Estás segura de que no, porque recuerdas todo lo que ha sucedido desde que empezaste a encontrarte mal. Decides darle un puñetazo en sus partes, Luis se revuelve y te suelta el brazo a la par que detiene el paso, y en ese momento en el que Luis se despista por el dolor, empiezas a correr.
    No miras atrás. No ahora. Tus pies golpean el suelo con fuerza, y cada paso resuena en el callejón vacío. La noche parece haberse vuelto más oscura, más fría, como si también ella conspirara en tu contra. Respiras hondo, aunque el aire se te atora en la garganta. Sigue corriendo. Tienes que hacerlo.
    No pienses en Luis. No dejes que su sombra te alcance, aunque sientas su presencia detrás de ti, intentando cazarte. Tienes que escapar, y para hacerlo, debes mantenerte enfocada, debes centrarte en dominar tus pasos y no caerte o resbalarte, y tampoco hay tiempo para el miedo.
    Gira a la derecha en el siguiente cruce. No sigas la ruta obvia. Confúndelo. El pavimento está húmedo y resbaladizo, y casi pierdes el equilibrio. Pero te recuperas. Tu cuerpo arde, tus pulmones suplican una pausa, pero no puedes detenerte. Luis no se detendrá.
    El sonido de sus pasos retumba. Se está acercando. Puedes escuchar sus gritos, su risa impaciente. Él disfruta con esto. Para Luis, es un juego. Para ti, es una cuestión de vida o muerte, porque no sabes las cosas que será capaz de hacerte si te atrapa. Debes encontrar un lugar para esconderte. Un portal oscuro aparece a tu izquierda. Te lanzas hacia él, pegándote a la pared, conteniendo la respiración. Tus latidos son tan fuertes que temes que puedan oírlos. Te mantienes inmóvil. No te atreves ni a moverte.
    Luis pasa corriendo, su sombra deforme se estira por el callejón. Se detiene, maldice, y golpea un contenedor de basura. Lo escuchas respirar, pesado, frustrado. No respiras. No parpadeas. Eres invisible.
    Cuando finalmente se va, tus piernas están temblando, y te deslizas hasta el suelo. Pero no estás a salvo aún. Este es solo un respiro. Debes seguir adelante, encontrar ayuda. La noche sigue acechando, y Luis te sigue buscando.
    Te levantas. Caminas lentamente al principio, recuperando el aliento. Luego corres otra vez. No te detengas hasta ver luces, hasta oír voces de otros, hasta sentirte segura. Todavía puedes hacerlo. Todavía puedes escapar.
    El camino se vuelve un laberinto de callejones angostos, de sombras que parecen moverse cuando las miras de reojo. No puedes confiar en tus ojos, ni en tus oídos. Cada crujido te hace saltar el corazón, cada ráfaga de viento parece un susurro que te llama por tu nombre. Pero debes mantener la calma. Si cedes al pánico, te encontrará.
    Piensa. ¿Dónde podrías estar a salvo? No hay nadie en las calles a esta hora. Pero recuerdas un parque, uno con árboles gruesos y altos que podrían esconderte. Es peligroso, pero es tu mejor opción. Cambia de dirección.
    El asfalto da paso a tierra suelta, y las luces de la ciudad se desvanecen. La oscuridad aquí es más densa, más antigua. La vegetación te envuelve, las ramas secas arañan tu piel, pero no te detienes. Tienes que llegar al corazón del parque, donde las sombras son más profundas y el chico no podrá encontrarte. Entonces escuchas su voz de nuevo. Se ha dado cuenta de que cambiaste de rumbo. Se ríe, te llama con un tono burlón. Se está acercando, y esta vez suena más decidido.
    Tírate al suelo y arrástrate bajo un seto espeso. El barro empapa tu ropa, pero no importa. Estás inmóvil, apenas respirando. Pasa corriendo, maldiciendo, rompiendo ramas a su paso. Mientras te busca, se detiene tan cerca de ti, que contienes el aliento hasta que el dolor en el pecho se vuelve insoportable, pero aguantas la respiración más de lo que podías imaginar, el chico no se mueve, no hace ruido, ahora no habla.
    Después de un momento que parece eterno, continúa su camino. Te quedas allí, sin moverte, hasta que el frío cala tus huesos. Luego, lentamente, te arrastras hacia atrás, saliendo del parque por otro lado. No puedes arriesgarte a usar el mismo camino.

Llevas un rato caminando, tambaleándote con cada paso mientras la niebla de tus pensamientos empieza a disiparse. Poco a poco, recuperas parte de tus sentidos; la confusión da paso a una conciencia dolorosa del entorno. Sientes el aire frío golpeándote el rostro, rasgándote la piel como pequeñas espinas de hielo. Entonces, un dolor agudo surge en tu tobillo, antes insensible por la adrenalina que aún corre por tus venas. Cada paso es una punzada, una quemazón que te obliga a cojear, apoyándote torpemente en la pared cercana para no caer.
    Sigues avanzando, sin saber exactamente hacia dónde te diriges, no sabes que hora es, ni donde estás, intentas mirar los carteles con los nombres de las calles pero no reconoces ninguno. Sigues avanzando desorientada hasta que a lo lejos, unas luces rompen la monotonía de la oscuridad que invade esta barriada de Barcelona. Parpadeas, intentando enfocar la vista, y te das cuenta de que es una tienda abierta, uno de esos establecimientos que abren las veinticuatro horas, siempre iluminados, ajenos al tiempo y al mundo exterior. La visión te da un atisbo de esperanza. Sin pensarlo dos veces, aceleras el paso, casi tropezando con tus propios pies mientras ignoras el dolor del tobillo. La necesidad de llegar allí, de sentirte a salvo, es más fuerte que el malestar que recorre tu cuerpo.
    Cuando atraviesas las puertas de vidrio, el calor y la luz te envuelven de inmediato. La sensación es abrumadora, casi irreal, después de haber estado tanto tiempo en la fría penumbra de las calles. Te quedas quieta por un segundo, parpadeando ante la claridad que parece quemarte los ojos. La calefacción del local acaricia tu piel helada, despertando un hormigueo desagradable mientras tus músculos rígidos empiezan a relajarse. La música suave de fondo contrasta con el caos que aún retumba en tu mente.
    La dependienta te mira, primero con curiosidad, luego con preocupación al notar tu estado. Tu ropa está sucia, llena de barro y arañada por los setos que has cruzado en el parque, y tus ojos vidriosos reflejan un miedo profundo, inconfundible. Das un paso hacia el mostrador, con la intención de pedir ayuda, de explicar lo que ha pasado, pero cuando intentas hablar, las palabras se quedan atrapadas en tu garganta. La presión en tu pecho aumenta y antes de que puedas evitarlo, las lágrimas comienzan a caer, silenciosas al principio, luego incontrolables. Tu cuerpo tiembla, sacudido por sollozos que habías estado reprimiendo.
    Sin decir nada, la mujer rodea el mostrador y se acerca a ti con cuidado, como si temiera asustarte. Te toma del brazo con suavidad y te conduce a una pequeña sala en la parte trasera de la tienda. La habitación es cálida y acogedora, con una silla de madera junto a un radiador encendido. Te invita a sentarte y coloca un abrigo sobre tus hombros, envolviéndote con él para que entres en calor. Luego, desaparece por un momento y regresa con una taza humeante.
    Sujetas la taza con ambas manos, notando cómo el calor se transmite a tus dedos entumecidos. Te acercas el borde a los labios y tomas un sorbo intentando no quemarte. El líquido caliente recorre tu garganta y se asienta en tu estómago, expandiendo una calidez reconfortante por todo tu cuerpo. No reconoces el sabor, pero no te importa; el alivio que te proporciona es suficiente. Poco a poco, el frío que había calado hasta tus huesos empieza a desvanecerse, reemplazado por una sensación de adormecimiento.

No sabes cuánto tiempo ha pasado. Los minutos parecen haberse mezclado con las horas en un flujo constante y confuso. Estás allí, sentada, con la mirada perdida en el vapor que se eleva de la taza, cuando el sonido de unas voces te saca de tu trance. Levantas la cabeza y observas a dos agentes de policía que han entrado en el establecimiento. Se acercan a ti con paso firme, pero tranquilo. La agente se arrodilla frente a ti, poniéndose a tu altura, y con una voz suave te pregunta si estás bien.
    Te pide que la mires, que intentes concentrarte en su rostro, en sus palabras. Pero al hacerlo, notas cómo su expresión cambia ligeramente, como si hubiese visto algo que la alarma. Lo entiendes de inmediato: ha notado tus pupilas dilatadas, tu mirada perdida. La sombra de la sospecha cruza su rostro. 
    —¿Es posible que hayas consumido alguna droga? —pregunta con cautela, intentando no sonar acusatoria.
    Sacudes la cabeza, negando con desesperación, pero no puedes hablar. El nudo en tu garganta sigue ahí, apretándote hasta el punto de dificultarte la respiración. La agente coloca una mano en tu hombro, un gesto que pretende ser tranquilizador.

El tiempo avanza de forma difusa. La calidez de la habitación, las palabras amables, todo ha contribuido a que el temblor en tu cuerpo disminuya. Finalmente, encuentras el valor para hablar. Las palabras salen torpes, entrecortadas, pero logras contar lo que ha pasado. Recuerdas su nombre: supuestamente se llama Luis, y describes lo que puedes recordar de su rostro.
    Los agentes intercambian miradas antes de pedirte permiso para llevarte a comisaría. Es necesario poner una denuncia. Al salir, te vuelves hacia la dependienta, que te observa con una mezcla de tristeza y alivio. La abrazas, aferrándote a ella como si fuese un ancla en medio de la tormenta. Entre lágrimas, logras susurrar un “gracias” antes de seguir a los policías.
    Subes al coche patrulla, y mientras avanzas por las calles de Barcelona, observas las luces parpadeantes, los edificios familiares. Es la misma ciudad que viste al llegar, cuando te subiste al taxi camino a la discoteca, pero ahora todo parece diferente. La emoción, la confianza, la despreocupación que sentías al inicio de la noche han sido reemplazadas por una profunda sensación de vulnerabilidad, esta noche podría haber acabado mucho peor, y por desgracia tienes la sensación de que no serás ni la primera, ni la última chica que se cruzará en el camino con otro Luis.

-Relato 6 Katya Orozco

Pies Ligeros 


Los ríos corren en una continua marcha al lugar donde nace el Sol. Las pringas de lluvia humedecen los campos. La tierra libera su aroma a lo largo de la Sierra. Las barrancas y desfiladeros resguardan el calor también en las paredes de las cuevas que poco a poco se  convierten en abrigos rocosos durante el  frío.  El pino y el cacto permanecen cubiertos por un delicado manto de rocío y el viento sopla en un ritmo constante, claro y fresco camina hasta el árbol de manzanos donde me encuentro con mi tía, la Owiruame del pueblo y con Rita. 

Abre las manos, Rita—. Mi tía puso entre sus manos un montón de fibras de palma recién lavadas en el río.​ 

Rita tenía seis años cuando mi tía, le enseñaba a tejer wares con unas vainas de palma que parecían finos cabellos secados por el sol. 

—Para hacer un canasto, hay que atar uno de los extremos del manojo y separar el resto de hebras en tres partes. Así—. Mi tía entrelazaba con sus dedos gruesos y castaños las hebras formando una base redonda. 

—Hay que agarrar la hebra de palma y abrazarla con la otra y después con la otra. Nosotros tenemos hilos en las extremidades del cuerpo y en la mollera. Cuando trenzamos nuestros hilos se unen también con los de la Tierra—. Rita la escuchaba atenta, e inmediatamente comenzó a trenzar un ware nuevo como le había enseñado mi tía.

—Ah, y acuerdate: para que el trenzado quede firme, debes de tirar con fuerza. Necesitas que alguien sostenga el otro extremo del tejido para que quede bien sujetado. Continúo. 

Yo me senté junto a ellas a coser una cobija para después ir a venderla junto a los canastos en los andenes. 

Mi tía le contaba a Rita que los primeros abuelos, le contaron a nuestros abuelos, y nuestros abuelos le contaron a nuestros padres cómo se formó la Tierra, los ríos, la barranca y todo: El que es padre-y-madre hizo la tierra redonda como un tambor, como una tortilla muy grande, circular. Hace mucho tiempo, cuando la tierra era oscura y fría, Onorúame mandó un colibrí a dibujar con su pico los ríos y los barrancos. Después, Onorúame creó a los Ralámulis y les dio como regalo pies resistentes para andar caminos para hacer más sólida y fuerte la tierra. Después les dió las semillas,  los animales, la danza y la música para comunicarnos con él. 

—¡Owirúame! — Interrumpió  un niño gritando a lo lejos.

—¿Qué? —  Un grupo de mestizos están atravesando el río y van hacia los cultivos. Mi tía se levantó y fue corriendo para ver qué pasaba.


Cuando mi tía se fue, Rita nos mandó al niño y a mí a traer agua del manantial para limpiar más hebras de sotol. Cuando regresamos, el agua se nos salía por todos lados, no podíamos con las cubetas porque estábamos chiquitos, entonces Rita se enojó y nos pegó con un ocote. Yo le tenía más miedo a Rita que a mi tía pero aún así yo quería estar con ella porque me cuidaba sin explicación. Ella era la que tenía las ideas, bueno yo también tenía algunas, pero las que se hacían eran las de ella porque era un año mayor que yo.

 —¡Ya deja eso ahí. Ándale, córrele!, tenemos que ir por las Shibas antes de que se escapen—. Solté la cubeta y corrí detrás de Rita. Corrimos muy recio pero muchas veces no las alcanzabamos.




Todas las mañanas salía temprano hacia la choza de Rita. Mi tía abría la puerta y me decía que no sabía a dónde había ido. Los vecinos me dijeron que la habían visto correr hacia el arroyo, todos en la comunidad nos conocíamos, o al menos sabiamos de quién eramos hijos y dónde vivíamos. Fui a buscarla. 

—¿Qué haces?— escuché una voz que venía de lo alto de un pino. Era ella trepada en las ramas. 

—¿Vamos a cazar venados?— me dijo balanceándose sobre la rama. Cazar venados era una de las actividades favoritas de Rita. Todos corríamos detrás de ellos​ hasta que se cansaran y después los agarrabamos y sacrificamos. .  

—No, tenemos que limpiar los frijoles y ponerlos a remojar antes del Yumari. Además, vengo para decirte que no encontramos a una de tus chivas, la que está preñada.


Rita se bajó de un salto y corrió contra el viento hacia la parcela. El aire le volaba la falda y sus piernas morenas salían como dos pequeñas flechas portentosas aplanando firme la tierra que Onorúame(4) nos dió para forjar caminos a pesar de lo pedregoso.


Ella hacía lo que quería. Fue criada más por el río, por las piedras, los mezquites, las barrancas y la tierra más que por sus padres. Por eso a veces mi tía y ella discutían harto, Rita se molestaba cada vez que su mamá le decía lo que tenía que hacer, ella se molestaba mucho y se salía de su casa para esconderse en una cueva donde se quedaba por horas hasta que se le pasara el enojo. Las cavernas y sus chivas eran sus más permanentes compañeras. 

Los animales eran lo más valioso que tenía Rita, bueno eso decía ella. Las quería mucho. En una ocasión, estábamos cuidando las chivas, yo estaba arriba de la barda de madera, mientras Rita les daba de comer a las gallinas. Escuchamos un balido muy fuerte que venía de un rincón de la parcela. Cuando nos acercamos vimos que una de los niñas, Ignacia  le lanzó una pedrada a una chiva que estaba pariendo. La chiva saltó y salió corriendo muy asustada  dejando a la cría en el pasto. Yo corretié a Ignacia, y Rita la amenazó diciendo que si regresaba la iba a apedrear también. Nos acercamos y vimos que la cría no se movía, estaba aun cubierta de sangre y de placenta. Rita desató de su cabeza su palaqueate y con él,  la limpió. Después, pas´ó su mano sobre el lomo del cabrito y lo sobó aceleradamente. 

—¿Para qué eso?— le pregunté mientras ella​ lo seguía frotando tiernamente.

—Mi Tata me lo enseñó, me dijo que es para que la vida se mueva dentro de ellos—.  Después, tomando la cabeza de la cría y acercandoselo a su boca, le dió un  soplido sobre el hocico del cabrito. La cría se comenzó a mover y Rita, abriendole el hocico metió su dedo meñique y el chivo comenzó a succionarlo. 

—No te va a salir leche del dedo, Rita— nos miramos y nos reímos. 

—No solo necesita leche. Tata dice que para vivir también hay que resistir— dijo envolviendolo con sus brazos y pegandoselo al pecho. Lo llevó al corral de su casa, ahí buscamos a la chiva que lo había parido para que lo alimentara. Pero lo rechazó. Dijo Tata que fue porque la chiva seguía estresada. Rita se quedó con la cría, todos los días la visitaba y la alimentaba hasta que creció. 



Recuerdo cuando cumplí 18 años, mi tía siempre se despertaba primero y se preparaba para el Yúmari. Yo la veía peinarse todas las mañanas antes de comenzar el día. Dejaba caer su largo cabello sobre la espalda y sobre su pecho, como si fueran cascadas que adornan las montañas.  

—Tía, ¿por qué no se deja el cabello suelto?

Nosotros como los árboles tenemos raices en la mollera, en los brazos y las piernas. Los cabellos de la mollera son los hilos que provienen de nuestras raices de adentro, raices de nuestra fuerza y sabiduría. Por eso hay que trenzar, para que se quede aquí y no se vaya— dijo mientras se trenzaba el cabello. 


Yo también me peinaba todos los días con trenzas, pero nunca me había preguntado por qué todas las llevabamos de esa manera. Solamente las mujeres que se iban de la comunidad o la escuela o a otras rancherías cambiaban su forma de peinarse, se lo dejaban suelto también cambiaban las fajas y las faldas y ahora se parecen más como a los mestizos.


Después de trenzarse, mi tía levantó el canasto lleno de maíz, y de frijol de las últimas cosechas y salió al Yumari. Yo me quedé para cargar los demás canastos y después llevarlos para allá. 

  —¡No salgas!— entró corriendo Rufino, el hermano mayor de Rita escondiéndose detrás de las ollas de barro. En eso se escucharon tres balazos que retumbaron en el aire. Rufino era uno de los hermanos mayores de Rita quien intentó varias veces salir  de aquí a buscar un salario fuera de las rancherías. Él hablaba español, y sabía cómo vender los canastos, el pinol o los quesos en los andenes con los turistas. 


—Son los mestizos vienen por mí quieren que los guíe por la sierra hacia las rancherías para pasar droga. 

 —Cómo sabes que vienen por ti? 

—Estábamos Rita y yo cerca del arroyo cuando escuchamos balazos en el aire. Nos tiramos en unos matorrales y ahí los vimos. Una camioneta de esas que tienen una caja grande atrás. Adentro iban tres mestizos con armas como si les crecieran de los brazos. La camioneta se detuvo y uno de ellos se bajó a mear encima de los cactos. Llevaban a Lino atado de manos y pies y uno de ellos le gritó:

—¿Quien de tu gente habla más español?— Lino calló. 

— ¿Quién está fuerte para cargar costales? —él les contestó: “Rufino”. 


Después cuando el otro mestizo terminó de orinar, abrió la puerta para treparse otra vez. Rita y yo  alcanzamos a mirar lo que había en la caja. Eran un montón de cuerpos. Mestizos y ralámuli apilados. Todos muertos. Iban con los pies colgandoles de fuera de la caja. 

—¡Amonos!— gritó uno. 

La camioneta arrancó muy recio, pero la puerta de la caja se abrió… y uno, el que estaba arriba de la pila de gente, salió volando hacia los matorrales, frente a nosotros. El cuerpo del hombre voló por el aire descalzando uno de sus pies. Su cabeza azotó sobre el suelo y su sangre comenzó a correr por la tierra. 

 —Alto. Se cayó uno— dijo uno deteniendo la camioneta. 

—Ah, déjalo. Que se lo coman los coyotes— dijo el otro, y lo abandonaron dejandolo ahí. Se fueron. 

Pelé los ojos cuando mire bien el cuerpo del que habían dejado tirado. Era un Rarámuri, uno de nosotros. Rita abrió tanto los ojos que casi se le salían. Me sacudió el hombro y gritó de la impresión. Rita se dio cuenta​ que el cuerpo muerto de ese rarámuri era de nuestro abuelo. 

—¡Taataaa!¡Taaaata! 

—¡Cállate, cállate, Rita!— le tapé la boca para que no gritara más. 

Rita corrió hacia el cuerpo de Tata cuando vimos que la camioneta desaparecía entre los árboles.

—¡Tata, tatita!— Rita se hinco frente a él. y lo cargo sobre sus piernas. Con sus manos le tomó el rostro y acercandose a él, sopló sobre su boca. Owirúame nos decía que esa era la forma de devolverle el aliento a un enfermo. El chorro de sangre seguía saliendo de su frente como un manantial. Rita metió sus brazos por los costados y recargando la cabeza de Tata sobre su corazón, lo abrazó.  Pasó sus manos sobre su espalda y comenzó a sobarla con entero cariño, como él se lo había enseñado. 

 —ya la vida no habita en él Rita. Emprendió su caminata con Onorúame.

—Por eso sé que vienen por mí—. Dijo rufino con las fosas nasales dilatadas intentando respirar. 

—¿Y Rita? — se quedó en el arroyo con Tata. No quiso abandonarlo porque lo ama.  


Ese día nos quedamos mi primo y yo en la casa sin salir hasta que la tarde se apagó por completo.  


Dentro de la cueva, los músicos afinan los violines y las guitarras. Mientras el sol se hace pequeño detrás de los riscos, las voces de los niños acompañan los tambores y todos danzan como haciendo un paso cojo. Los pies de las mujeres retumban como latidos en la tierra y en las piedras. Wikaraáme el cantador, está sereno con la mirada en el horizonte esperando el momento adecuado para iniciar su canto. Mi tía se acerca al altar de piedra y cubre con un manto blanco las tres cruces: la del sol, la de luna y la de muerte. Después acerca los canastos con tortillas de maíz, de frijol y de chícharos; los favoritos Tata al rededor de la cruz para que él tenga alimento durante su ascenso con Onorúame.  

El cantador sacude la sonaja y canta con su voz más solemne un cantico que Onorúame le ha revelado en sueños​. Con su danza y su canto nos enlaza con Él -el que es padre- el que escucha desde los abismos del cielo. Rufino y los amigos de Tata firmes al rededor del hoyo rectangular que está en la tierra, sostienen lanzas de madera pintadas de cal y rayadas en rojo. Los vecinos de las rancherías traen el cuerpo de Tata en silencio sobre sus hombros. Lo recuestan sobre un petate, el mismo donde su madre lo puso donde había nacido y donde habría de ser envuelto al momento de su muerte. Sobre el petate, lo envuelven con una cobija que Rita le cosió. Es como si le hubiera tejido un último abrazo. Y así, sin prisa, mientras la música mantiene abiertos los portales, lo bajan lentamente hacia al fondo de la tierra. Mientras nuestras lágrimas las absorve las piedras.

Rita se acerca. Con su mano derecha, toma ambas de sus largas trenzas y con un cuchillo afilado las trasquila. 

—Que te acompañen mis fuerzas en tu caminata al cielo, Tata— Susurra, y abriendo la mano caen sus trenzas morenas sobre el rostro de Tata. Esa fue la única vez que vi a Rita llorar.