jueves, 30 de enero de 2025

-Relato 2B de Juan Carlos Gil

MATCH

Miguel camina al lado de Alicia por las estrechas calles del casco antiguo de Sevilla. Ella sonríe, mientras él parece inmerso en sus pensamientos.

—¿Estás bien? —Alicia inclina la cabeza. Sus ojos observan el rostro de Miguel.

—Sí, sí —responde él, fingiendo una seguridad que no siente.

Pero la realidad es otra. Miguel está concentrado en un enemigo inesperado: el solomillo con salsa roquefort que ha cenado. Una especialidad de la casa, cargada de queso. Dentro de unos años, Miguel recordará este paseo, pero ahora solo piensa en el solomillo.

Mientras caminan, él siente que el queso no solo está en su estómago, sino también en su cabeza. Se ha convertido en un tercer acompañante, indeseado, que amenaza con sabotear la velada. Por eso, el paseo es su tabla de salvación.

Para Miguel, esa caminata cumple tres funciones esenciales.

Primero, el aire libre, que disipa cualquier posible consecuencia gaseosa.

Segundo, el bullicio de la ciudad, ideal para camuflar cualquier sonido embarazoso.

Y tercero, y más importante, le otorga tiempo. Tiempo para recomponerse y no tener que sentarse en un bar con Alicia mientras lucha contra su propio cuerpo.

El culpable de todo esto son sus nervios. Porque es su primera cita con Alicia. Y ella es una chica estupenda. La conoció por una aplicación de citas, a la que se unió más por curiosidad que por convicción. Nunca fue fan de ese tipo de plataformas. Sus amores del pasado siempre surgieron de forma más espontánea: alguna compañera de clase en la facultad, alguna colega de trabajo cuando servía copas o trabajaba como dependiente en tiendas de ropa.

Alicia, unos años menor que él, le ha sorprendido. Desde el principio notó en ella una madurez inesperada. A menudo, Miguel se siente como un adolescente atrapado en el cuerpo de un adulto, por sus aficiones, por sus inseguridades. Y lo que le dejó boquiabierto durante la cena fue que ella dijo exactamente lo mismo sobre sí misma. Como si se hubieran encontrado justo en ese punto intermedio donde ambos encajan.

El paseo continúa bajo la luz dorada de las farolas, el cielo despejado los invita a perderse en las callejuelas. Alicia le propone ir a tomar algo a un bar cercano. Pero Miguel, con el estómago aun haciendo acrobacias internas, baja la mirada y responde:

—No me encuentro muy bien… creo que será mejor que me vaya a casa.

Ella lo observa, comprensiva.

—¿Quieres que te acompañe?

—No, de verdad. Estoy bien, solo necesito descansar un poco.

La despedida es torpe, casi abrupta. Y cada uno se va por su lado, bajo un cielo que de pronto parece menos acogedor.

 

Miguel abre los ojos. El reloj marca las 12:34, pero la luz que se cuela entre las persianas es aún tenue. Una punzada le recorre el estómago —¿restos del roquefort o el nudo de la vergüenza? —. Se gira hacia el móvil, abandonado en la mesilla. Dentro de una hora lo revisará. Dentro de una semana recordará este momento y reirá. Pero ahora solo quiere hundirse en la almohada.

Anoche, tras despedirse de Alicia, caminó a casa sintiéndose un idiota. Se quitó los zapatos con torpeza y se dejó caer en la cama sin ni siquiera lavarse los dientes. Solo quería que el mundo se apagara por unas horas.

Y ahora está ahí, tumbado boca arriba, mirando el techo, repasando la cita como si fuera una autopsia. ¿Por qué no supo relajarse? ¿Por qué tuvo que pedir ese maldito solomillo? ¿Por qué huyó justo cuando la noche iba tan bien?

Coge el móvil. 12:34 de la mañana. Lo desbloquea con algo de miedo, como quien entra a una habitación oscura.

Hay un mensaje de Alicia.

Lo abre con un nudo en el estómago.

“Buenos días. Espero que estés mejor. Ayer me lo pasé muy bien, aunque me dio la sensación de que estabas incómodo al final. No tienes que explicarme nada si no quieres, solo quería decírtelo.”

Miguel se queda mirando la pantalla. No sabe si sentirse aliviado o aún más expuesto. El mensaje no es frío, pero tampoco complaciente. Es honesto. Directo. Sin adornos.

Y eso, precisamente, es lo que más le impacta.

En otras ocasiones, un silencio como el de anoche habría sido el final de todo. Cada uno habría seguido con su vida, y listo. Pero Alicia le está dando la oportunidad de ser sincero.

Miguel respira hondo. Sabe que tiene que responder. Pero no lo hace enseguida. Antes se queda unos minutos tirado en la cama, mirando el techo otra vez. No porque no sepa qué decir, sino porque quiere elegir las palabras correctas.

Miguel finalmente escribe, con los dedos un poco temblorosos, intentando no sonar ni demasiado formal ni demasiado informal.

“Hola Alicia, gracias por tu mensaje. La verdad es que no estaba bien… tuve un malestar estomacal que no supe cómo manejar, y preferí marcharme para no arruinar la noche. Siento no haberte contado esto en ese momento, pero me daba un poco de vergüenza. Aun así, la verdad es que me lo pasé muy bien contigo y me encantaría verte otra vez, si tú quieres.”

Mira el mensaje, duda un segundo, y pulsa enviar.

La espera es casi insoportable, pero entonces suena la notificación.

Alicia responde rápido:

“Gracias por ser sincero, Miguel. Me alegra que me lo digas. Yo también quiero verte otra vez.”

Miguel siente un gran alivio, como si hubiera soltado una piedra enorme.

En ese momento, sabe que esta segunda oportunidad puede ser el comienzo de algo especial.

 

Miguel llega primero a la puerta del cine. Está nervioso. Revisa el móvil otra vez, como buscando una señal que calme su ansiedad, pero no encuentra nada. Recuerda el solomillo con roquefort que le dio mala espina en la primera cita, y piensa que esta vez todo tiene que ir mejor.

Alicia aparece con una sonrisa que le quita el aliento. Lleva una chaqueta ligera y un aire tranquilo que contrasta con sus propios nervios.

—Hola—saluda ella, con la mirada clara y sincera.

—Hola. —responde Miguel —Alicia me gustaría disculparme por lo de…

Es interrumpido por Alicia.

—No pasa nada, ¿entramos? — Ella le sonríe, y Miguel tímido le devuelve la sonrisa.

Entran en la sala y toman asiento justo a tiempo. Miguel observa a un señor mayor que se sienta a su lado, carraspea con insistencia, el mismo tipo de tos que no se puede controlar. Miguel se prepara mentalmente para aguantar esa melodía durante la proyección.

La película comienza, pero la tos intermitente no deja que Miguel se concentre. Alicia se inclina hacia él, y le pregunta:

—¿Quieres que nos movamos a otro sitio? —observando a un Miguel, que aparta la mirada de la pantalla para responderle al oído.

—No, no, dice que ha llamado a su mujer y que ahora le van a traer un jarabe para la tos, para que podamos ver la película sin su carraspeo de barítono.

Alicia comenzó a reírse ante el inesperado golpe de humor de Miguel, qué tímido, también se une a la risa de ella, pero sin dejar de observar atónito su forma de reírse. Durante la primera cita no compartieron un momento así, y ahora que lo ha presenciado, está embelesado. Acaba de descubrir que le encanta hacerla reír. Siente que la risa de Alicia, tan natural y efusiva es como una melodía que no querría sacarse nunca de la cabeza.

En medio de la tos y la incomodidad, Alicia propone un cambio:

—He visto que están poniendo una remasterización de Harry Potter en otra sala. ¿Te apetece que nos colemos?

Miguel la mira, sorprendido y encantado.

—¿Enserio? Vámonos.

Se levantan y caminan hacia la otra sala, dejando atrás la tos y las molestias.

Entraron en la sala casi vacía. Las luces tenues se apagaron y la pantalla cobró vida con las primeras imágenes que iban acompañadas de la inconfundible banda sonora compuesta por John Williams. Miguel se acomodó en la butaca, más relajado al ver la sonrisa tranquila de Alicia a su lado.

Mientras las escenas se desplegaban, Miguel no podía evitar robar miradas hacia Alicia. La forma en que sus ojos seguían la historia, esa mezcla de emoción y nostalgia que reflejaba su rostro, le hacía sentir algo que nunca había experimentado durante una cita.

Alicia rompió el silencio:

—¿Sabes? Esta saga siempre me ha parecido algo más que una simple aventura de magos adolescentes que viven aventuras. Es como una conexión entre generaciones.

Miguel asintió, sin apartar la vista de la pantalla:

—Yo crecí con estas películas. Tenía la misma edad que el protagonista cuando estrenaron la primera. Me parece increíble cómo ha ido creciendo conmigo.

Ella lo miró y sonrió con complicidad.

—Es bonito pensar que esas historias nos acompañan, ¿verdad?

De repente, Miguel sintió una mezcla de timidez y valentía que se entrelazaban en su pecho. Quiso decir algo más, algo importante, pero las palabras se enredaban en su garganta.

En ese instante, Alicia se inclinó y susurró:

—¿Te alegras de haberte cambiado de sala?

Miguel respondió con sinceridad, aunque ligeramente distraído:

—Sí… Aunque creo que más que la película, lo que más me alegra es haber venido contigo.

Alicia le lanzó una sonrisa y sonrojada siguió mirando la pantalla.

 

Termina la película y las luces se encienden lentamente. Miguel y Alicia salen del cine caminando juntos hacia la calle fresca de la noche. El ambiente parecía menos frío ahora, como si la cercanía con Alicia ofreciera una calidez en el aire.

Mientras caminan, comienzan a hablar animadamente sobre la saga de Harry Potter, compartiendo anécdotas y recuerdos. Miguel se sorprende de lo fácil que es conversar con ella, cómo las palabras fluyen sin esfuerzo y sin la típica incomodidad de las primeras citas.

Alicia habla sobre su relación con la saga, que comenzó un poco más tarde que él, pero que la había atrapado para siempre. Miguel, por su parte, rememora con orgullo que creció al mismo tiempo que las películas, que la primera se estrenó cuando él tenía la misma edad que los protagonistas y cómo cada entrega marcó una etapa de su vida.

Llegando a la puerta de casa de Alicia, un silencio cómplice se instaló entre ellos. Miguel sintió el impulso de prolongar el momento, pero las dudas lo asaltaron.

—Me lo he pasado muy bien, gracias por invitarme Miguel —agradeció Alicia.

—Yo también —Miguel se queda callado, no está seguro de si debe lanzarse, y, ante la duda, se despide desde la distancia y se marcha con paso ligero.

Miguel reflexiona sobre la cita mientras vuelve a su casa. Siente una mezcla de nervios y esperanza, una inseguridad dulce que no había experimentado en mucho tiempo.

Sabe que quiere seguir conociendo a Alicia, sin prisas, con paciencia y sinceridad. Y que, aunque el futuro era incierto, estaba dispuesto a recorrer ese camino, ilusionado.

 

Miguel llega a la feria del libro un poco antes que Alicia. Todo parecía vibrar con una energía especial. La propuesta de este plan ha sido idea de Alicia y él estaba emocionado por volver a verla.

Cuando llega Alicia, Miguel siente cómo se aceleraba su corazón.

—Hola —saludó tímidamente.

Ella responde con un abrazo cálido que derrite los últimos restos de inseguridad de Miguel.

Pasean entre los puestos, deteniéndose en una tienda de cerámica pintada a mano. Alicia toma un pequeño cuenco azul decorado con delicadas flores blancas.

—Es precioso, ¿no crees? —indica ella mientras le muestra la pieza.

—No soy muy aficionado a la cerámica, pero tiene tu estilo —responde Miguel con una sonrisa tímida.

—¿Mi estilo? — cuestiona Alicia.

—Sí, un estilo irrepetible que lo hace único —contesta él, intentando sonar espontáneo y sincero.

Alicia no aparta la vista de sus ojos verdes, y Miguel siente un ligero rubor.

Siguieron caminando hasta un puesto de libros usados. Alicia comienza a buscar con entusiasmo, y finalmente saca un ejemplar de El Principito.

—Lo leí en el colegio —comenta—. Creo que ahora lo entendería de otra manera.

Miguel asiente.

—Es curioso cómo los libros cambian con nosotros.

—¿Tú lo has releído? —pregunta Alicia.

—No. Tengo miedo de que no me guste tanto como la primera vez —confiesa Miguel.

—Creo que te aferras a los recuerdos, temes que la realidad no esté a la altura —argumenta Alicia con una sonrisa suave.

Miguel se queda sin palabras, sorprendido por la sinceridad y profundidad de Alicia.

Al final del paseo, se sientan en un banco junto al río. Alicia abre El Principito y comienza a leer en voz alta. Miguel, que no suele disfrutar de lecturas en voz alta, se queda hipnotizado por su voz y la forma en que pronuncia cada palabra.

Cuando termina, cierra el libro y lo mira con ojos brillantes.

—A veces complicamos demasiado nuestro estilo y nuestra forma de observar la vida cuando lo único que queremos es ser felices.

—Para mí, la felicidad está en estos momentos —dijo Miguel, sin apartar la vista del agua—. En cosas pequeñas como esta.

—Pues, si te sirve de consuelo, yo estoy siendo muy feliz ahora mismo —le dice Alicia, entrelazando sus dedos con los suyos.

—Y yo —responde Miguel, con el corazón latiendo fuerte.

—¿Puedo preguntarte algo? — cuestiona Alicia.

—Claro —con la voz entrecortada.

—¿Por qué decidiste usar esa aplicación para conocer gente?

Miguel piensa un momento la respuesta, sin saber que responder.

—Buscaba algo diferente. Sentía que estaba atrapado en una rutina y quería salir de mi zona de confort.

—Eso es valiente —sonríe Alicia.

—¿Y tú? —ahora es Miguel quien está intrigado por su posible respuesta.

—Curiosidad. Pero nunca imaginé que conectaría con alguien así.

Miguel siente cómo se relaja por dentro.

—Esta vez no voy a esperar hasta el final para preguntarte algo.

—¿Qué pasa? —pregunta él, nervioso.

—¿Me vas a besar?

Miguel comienza a reírse, más relajado que nunca.

—Los besos no se piden, se dan.

Con el río como testigo, compartieron un beso que cierra una noche perfecta.

 

Tras despedirse, Miguel siente una mezcla de emociones. La alegría por la conexión que había creado con Alicia y la incertidumbre que siempre lo acompañaba en el amor. Camina hacia su casa con una sonrisa, pero también con dudas que revoloteaban en su mente.

Al llegar, recibió un mensaje de Alicia:

“¿Te apetece que el próximo fin de semana hagamos algo al aire libre? Conozco un lugar precioso para hacer senderismo.”

Miguel respondió sin dudar:

“Me encantaría, cuenta conmigo.”

Durante la semana, los mensajes fueron escasos pero sinceros, un reflejo del ritmo tranquilo y cómodo que ambos querían mantener. Miguel cuenta los días, deseando que llegue el fin de semana para pasar tiempo junto a Alicia.

 

Llega el esperado día y ambos caminan por un prado, sintiendo el aire fresco que llena sus pulmones. La mañana es clara, y el cielo se extiende como un lienzo azul, sin una nube que lo interrumpa. El sonido de sus pasos sobre la tierra seca acompaña la conversación pausada que mantienen.

Alicia avanza con paso firme, mientras Miguel, menos acostumbrado a estas caminatas, toma pequeños descansos para recuperar el aliento. En un momento, se detiene junto a un árbol y respira profundo, intentando absorber la calma del paisaje.

El sol dibuja sombras alargadas entre las hojas, y Miguel se acuerda del solomillo con salsa roquefort que comió en su primera cita, un recuerdo que ahora parece lejano.

—¿Te traigo una bombona de oxígeno? —pregunta Alicia.

—No hace falta, lo reservo para después —responde Miguel, y ella comienza a reírse como el día del cine.

Caminan hacia una roca grande, donde se sientan juntos, y la conversación cambia de tono, en las primeras citas, ambos fueron muy correctos, algo habitual cuando comienzas a conocer a alguien, pero ellos han ido ganando confianza el uno con el otro, y Alicia comienza a hablar de su infancia, de cómo sufrió acoso cuando comenzó el instituto. Miguel la escucha atentamente, sintiendo una mezcla de admiración y tristeza, agradeciendo que ella decida abrirse con el de esa manera.

Él también siente la seguridad de que puede abrirse con ella, y le cuenta que el acoso escolar y cómo marcó algunas de sus inseguridades que permanecen hoy en día, algo muy íntimo de él y que no suele contárselo a los demás. Alicia asiente, empatizando con su situación. El silencio que sigue después de haberse sincerado es cómodo, solo interrumpido por el canto de los pájaros y el susurro del viento.

Miguel observa a Alicia mientras el sol ilumina sus rasgos, y siente el impulso de acercarse más. Piensa en ese beso que se dieron el otro día, junto al río, y observa la mirada de Alicia que tantea sus labios.

Alicia sin decir palabra, se acerca, y sus labios se encuentran en un instante que detiene el tiempo.

Después del beso, ambos se quedan sentados en la roca un momento más, sin decir nada. Miguel siente cómo la inseguridad que lo había acompañado desde que se conocieron empieza a desvanecerse. Alicia le toma la mano, la aprieta con suavidad, como si con ese gesto dijera todo lo que las palabras aún no alcanzan a expresar.

—Gracias por traerme aquí —dice Miguel, con una sonrisa sincera—. No solo por la excursión, sino por estar aquí conmigo.

Alicia le responde con una mirada tierna y un leve asentimiento.

Al regresar, caminan en silencio y Miguel recorre todo el camino con la certeza de que este es solo el comienzo de algo especial, de que la vida le está ofreciendo una oportunidad para ser feliz, pero tiene que cuidar y conservar a Alicia, la que considera un regalo caído del cielo.


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