MATCH
Miguel camina al lado de Alicia por
las estrechas calles del casco antiguo de Sevilla. Ella sonríe, mientras él
parece inmerso en sus pensamientos.
—¿Estás bien? —Alicia
inclina la cabeza. Sus ojos observan el rostro de Miguel.
—Sí, sí —responde él,
fingiendo una seguridad que no siente.
Pero la realidad es
otra. Miguel está concentrado en un enemigo inesperado: el solomillo con salsa
roquefort que ha cenado. Una especialidad de la casa, cargada de queso. Dentro
de unos años, Miguel recordará este paseo, pero ahora solo piensa en el
solomillo.
Mientras caminan, él
siente que el queso no solo está en su estómago, sino también en su cabeza. Se
ha convertido en un tercer acompañante, indeseado, que amenaza con sabotear la
velada. Por eso, el paseo es su tabla de salvación.
Para Miguel, esa
caminata cumple tres funciones esenciales.
Primero, el aire libre,
que disipa cualquier posible consecuencia gaseosa.
Segundo, el bullicio de
la ciudad, ideal para camuflar cualquier sonido embarazoso.
Y tercero, y más
importante, le otorga tiempo. Tiempo para recomponerse y no tener que sentarse
en un bar con Alicia mientras lucha contra su propio cuerpo.
El culpable de todo
esto son sus nervios. Porque es su primera cita con Alicia. Y ella es una chica
estupenda. La conoció por una aplicación de citas, a la que se unió más por
curiosidad que por convicción. Nunca fue fan de ese tipo de plataformas. Sus amores
del pasado siempre surgieron de forma más espontánea: alguna compañera de clase
en la facultad, alguna colega de trabajo cuando servía copas o trabajaba como
dependiente en tiendas de ropa.
Alicia, unos años menor
que él, le ha sorprendido. Desde el principio notó en ella una madurez
inesperada. A menudo, Miguel se siente como un adolescente atrapado en el
cuerpo de un adulto, por sus aficiones, por sus inseguridades. Y lo que le dejó
boquiabierto durante la cena fue que ella dijo exactamente lo mismo sobre sí
misma. Como si se hubieran encontrado justo en ese punto intermedio donde ambos
encajan.
El paseo continúa bajo
la luz dorada de las farolas, el cielo despejado los invita a perderse en las
callejuelas. Alicia le propone ir a tomar algo a un bar cercano. Pero Miguel,
con el estómago aun haciendo acrobacias internas, baja la mirada y responde:
—No me encuentro muy
bien… creo que será mejor que me vaya a casa.
Ella lo observa,
comprensiva.
—¿Quieres que te
acompañe?
—No, de verdad. Estoy
bien, solo necesito descansar un poco.
La despedida es torpe,
casi abrupta. Y cada uno se va por su lado, bajo un cielo que de pronto parece
menos acogedor.
Miguel abre los ojos. El reloj
marca las 12:34, pero la luz que se cuela entre las persianas es aún tenue. Una
punzada le recorre el estómago —¿restos del roquefort o el nudo de la vergüenza?
—. Se gira hacia el móvil, abandonado en la mesilla. Dentro de una hora lo
revisará. Dentro de una semana recordará este momento y reirá. Pero ahora solo
quiere hundirse en la almohada.
Anoche, tras despedirse
de Alicia, caminó a casa sintiéndose un idiota. Se quitó los zapatos con
torpeza y se dejó caer en la cama sin ni siquiera lavarse los dientes. Solo
quería que el mundo se apagara por unas horas.
Y ahora está ahí,
tumbado boca arriba, mirando el techo, repasando la cita como si fuera una
autopsia. ¿Por qué no supo relajarse? ¿Por qué tuvo que pedir ese maldito
solomillo? ¿Por qué huyó justo cuando la noche iba tan bien?
Coge el móvil. 12:34 de
la mañana. Lo desbloquea con algo de miedo, como quien entra a una habitación
oscura.
Hay un mensaje de
Alicia.
Lo abre con un nudo en
el estómago.
“Buenos días. Espero
que estés mejor. Ayer me lo pasé muy bien, aunque me dio la sensación de que
estabas incómodo al final. No tienes que explicarme nada si no quieres, solo
quería decírtelo.”
Miguel se queda mirando
la pantalla. No sabe si sentirse aliviado o aún más expuesto. El mensaje no es
frío, pero tampoco complaciente. Es honesto. Directo. Sin adornos.
Y eso, precisamente, es
lo que más le impacta.
En otras ocasiones, un
silencio como el de anoche habría sido el final de todo. Cada uno habría
seguido con su vida, y listo. Pero Alicia le está dando la oportunidad de ser
sincero.
Miguel respira hondo.
Sabe que tiene que responder. Pero no lo hace enseguida. Antes se queda unos
minutos tirado en la cama, mirando el techo otra vez. No porque no sepa qué
decir, sino porque quiere elegir las palabras correctas.
Miguel finalmente
escribe, con los dedos un poco temblorosos, intentando no sonar ni demasiado
formal ni demasiado informal.
“Hola Alicia, gracias
por tu mensaje. La verdad es que no estaba bien… tuve un malestar estomacal que
no supe cómo manejar, y preferí marcharme para no arruinar la noche. Siento no
haberte contado esto en ese momento, pero me daba un poco de vergüenza. Aun
así, la verdad es que me lo pasé muy bien contigo y me encantaría verte otra
vez, si tú quieres.”
Mira el mensaje, duda
un segundo, y pulsa enviar.
La espera es casi
insoportable, pero entonces suena la notificación.
Alicia responde rápido:
“Gracias por ser
sincero, Miguel. Me alegra que me lo digas. Yo también quiero verte otra vez.”
Miguel siente un gran
alivio, como si hubiera soltado una piedra enorme.
En ese momento, sabe
que esta segunda oportunidad puede ser el comienzo de algo especial.
Miguel llega primero a la puerta
del cine. Está nervioso. Revisa el móvil otra vez, como buscando una señal que
calme su ansiedad, pero no encuentra nada. Recuerda el solomillo con roquefort
que le dio mala espina en la primera cita, y piensa que esta vez todo tiene que
ir mejor.
Alicia aparece con una
sonrisa que le quita el aliento. Lleva una chaqueta ligera y un aire tranquilo
que contrasta con sus propios nervios.
—Hola—saluda ella, con
la mirada clara y sincera.
—Hola. —responde Miguel
—Alicia me gustaría disculparme por lo de…
Es interrumpido por
Alicia.
—No pasa nada,
¿entramos? — Ella le sonríe, y Miguel tímido le devuelve la sonrisa.
Entran en la sala y
toman asiento justo a tiempo. Miguel observa a un señor mayor que se sienta a
su lado, carraspea con insistencia, el mismo tipo de tos que no se puede
controlar. Miguel se prepara mentalmente para aguantar esa melodía durante la
proyección.
La película comienza,
pero la tos intermitente no deja que Miguel se concentre. Alicia se inclina
hacia él, y le pregunta:
—¿Quieres que nos
movamos a otro sitio? —observando a un Miguel, que aparta la mirada de la
pantalla para responderle al oído.
—No, no, dice que ha
llamado a su mujer y que ahora le van a traer un jarabe para la tos, para que
podamos ver la película sin su carraspeo de barítono.
Alicia comenzó a reírse
ante el inesperado golpe de humor de Miguel, qué tímido, también se une a la
risa de ella, pero sin dejar de observar atónito su forma de reírse. Durante la
primera cita no compartieron un momento así, y ahora que lo ha presenciado,
está embelesado. Acaba de descubrir que le encanta hacerla reír. Siente que la
risa de Alicia, tan natural y efusiva es como una melodía que no querría
sacarse nunca de la cabeza.
En medio de la tos y la
incomodidad, Alicia propone un cambio:
—He visto que están
poniendo una remasterización de Harry Potter en otra sala. ¿Te apetece que nos
colemos?
Miguel la mira,
sorprendido y encantado.
—¿Enserio? Vámonos.
Se levantan y caminan
hacia la otra sala, dejando atrás la tos y las molestias.
Entraron en la sala
casi vacía. Las luces tenues se apagaron y la pantalla cobró vida con las
primeras imágenes que iban acompañadas de la inconfundible banda sonora
compuesta por John Williams. Miguel se acomodó en la butaca, más relajado al
ver la sonrisa tranquila de Alicia a su lado.
Mientras las escenas se
desplegaban, Miguel no podía evitar robar miradas hacia Alicia. La forma en que
sus ojos seguían la historia, esa mezcla de emoción y nostalgia que reflejaba
su rostro, le hacía sentir algo que nunca había experimentado durante una cita.
Alicia rompió el
silencio:
—¿Sabes? Esta saga
siempre me ha parecido algo más que una simple aventura de magos adolescentes
que viven aventuras. Es como una conexión entre generaciones.
Miguel asintió, sin
apartar la vista de la pantalla:
—Yo crecí con estas
películas. Tenía la misma edad que el protagonista cuando estrenaron la
primera. Me parece increíble cómo ha ido creciendo conmigo.
Ella lo miró y sonrió
con complicidad.
—Es bonito pensar que
esas historias nos acompañan, ¿verdad?
De repente, Miguel
sintió una mezcla de timidez y valentía que se entrelazaban en su pecho. Quiso
decir algo más, algo importante, pero las palabras se enredaban en su garganta.
En ese instante, Alicia
se inclinó y susurró:
—¿Te alegras de haberte
cambiado de sala?
Miguel respondió con
sinceridad, aunque ligeramente distraído:
—Sí… Aunque creo que
más que la película, lo que más me alegra es haber venido contigo.
Alicia le lanzó una
sonrisa y sonrojada siguió mirando la pantalla.
Termina la película y las luces se encienden
lentamente. Miguel y Alicia salen del cine caminando juntos hacia la calle
fresca de la noche. El ambiente parecía menos frío ahora, como si la cercanía con
Alicia ofreciera una calidez en el aire.
Mientras caminan, comienzan
a hablar animadamente sobre la saga de Harry Potter, compartiendo anécdotas y
recuerdos. Miguel se sorprende de lo fácil que es conversar con ella, cómo las
palabras fluyen sin esfuerzo y sin la típica incomodidad de las primeras citas.
Alicia habla sobre su
relación con la saga, que comenzó un poco más tarde que él, pero que la había
atrapado para siempre. Miguel, por su parte, rememora con orgullo que creció al
mismo tiempo que las películas, que la primera se estrenó cuando él tenía la
misma edad que los protagonistas y cómo cada entrega marcó una etapa de su
vida.
Llegando a la puerta de
casa de Alicia, un silencio cómplice se instaló entre ellos. Miguel sintió el
impulso de prolongar el momento, pero las dudas lo asaltaron.
—Me lo he pasado muy
bien, gracias por invitarme Miguel —agradeció Alicia.
—Yo también —Miguel se
queda callado, no está seguro de si debe lanzarse, y, ante la duda, se despide
desde la distancia y se marcha con paso ligero.
Miguel reflexiona sobre
la cita mientras vuelve a su casa. Siente una mezcla de nervios y esperanza,
una inseguridad dulce que no había experimentado en mucho tiempo.
Sabe que quiere seguir
conociendo a Alicia, sin prisas, con paciencia y sinceridad. Y que, aunque el
futuro era incierto, estaba dispuesto a recorrer ese camino, ilusionado.
Miguel llega a la feria del libro un
poco antes que Alicia. Todo parecía vibrar con una energía especial. La
propuesta de este plan ha sido idea de Alicia y él estaba emocionado por volver
a verla.
Cuando llega Alicia,
Miguel siente cómo se aceleraba su corazón.
—Hola —saludó
tímidamente.
Ella responde con un
abrazo cálido que derrite los últimos restos de inseguridad de Miguel.
Pasean entre los
puestos, deteniéndose en una tienda de cerámica pintada a mano. Alicia toma un
pequeño cuenco azul decorado con delicadas flores blancas.
—Es precioso, ¿no
crees? —indica ella mientras le muestra la pieza.
—No soy muy aficionado
a la cerámica, pero tiene tu estilo —responde Miguel con una sonrisa tímida.
—¿Mi estilo? — cuestiona
Alicia.
—Sí, un estilo
irrepetible que lo hace único —contesta él, intentando sonar espontáneo y
sincero.
Alicia no aparta la
vista de sus ojos verdes, y Miguel siente un ligero rubor.
Siguieron caminando
hasta un puesto de libros usados. Alicia comienza a buscar con entusiasmo, y
finalmente saca un ejemplar de El Principito.
—Lo leí en el colegio
—comenta—. Creo que ahora lo entendería de otra manera.
Miguel asiente.
—Es curioso cómo los
libros cambian con nosotros.
—¿Tú lo has releído?
—pregunta Alicia.
—No. Tengo miedo de que
no me guste tanto como la primera vez —confiesa Miguel.
—Creo que te aferras a
los recuerdos, temes que la realidad no esté a la altura —argumenta Alicia con
una sonrisa suave.
Miguel se queda sin
palabras, sorprendido por la sinceridad y profundidad de Alicia.
Al final del paseo, se sientan
en un banco junto al río. Alicia abre El Principito y comienza a leer en voz
alta. Miguel, que no suele disfrutar de lecturas en voz alta, se queda
hipnotizado por su voz y la forma en que pronuncia cada palabra.
Cuando termina, cierra
el libro y lo mira con ojos brillantes.
—A veces complicamos
demasiado nuestro estilo y nuestra forma de observar la vida cuando lo único
que queremos es ser felices.
—Para mí, la felicidad
está en estos momentos —dijo Miguel, sin apartar la vista del agua—. En cosas
pequeñas como esta.
—Pues, si te sirve de
consuelo, yo estoy siendo muy feliz ahora mismo —le dice Alicia, entrelazando
sus dedos con los suyos.
—Y yo —responde Miguel,
con el corazón latiendo fuerte.
—¿Puedo preguntarte
algo? — cuestiona Alicia.
—Claro —con la voz
entrecortada.
—¿Por qué decidiste
usar esa aplicación para conocer gente?
Miguel piensa un
momento la respuesta, sin saber que responder.
—Buscaba algo
diferente. Sentía que estaba atrapado en una rutina y quería salir de mi zona
de confort.
—Eso es valiente —sonríe
Alicia.
—¿Y tú? —ahora es
Miguel quien está intrigado por su posible respuesta.
—Curiosidad. Pero nunca
imaginé que conectaría con alguien así.
Miguel siente cómo se
relaja por dentro.
—Esta vez no voy a
esperar hasta el final para preguntarte algo.
—¿Qué pasa? —pregunta
él, nervioso.
—¿Me vas a besar?
Miguel comienza a
reírse, más relajado que nunca.
—Los besos no se piden,
se dan.
Con el río como
testigo, compartieron un beso que cierra una noche perfecta.
Tras despedirse, Miguel siente una
mezcla de emociones. La alegría por la conexión que había creado con Alicia y
la incertidumbre que siempre lo acompañaba en el amor. Camina hacia su casa con
una sonrisa, pero también con dudas que revoloteaban en su mente.
Al llegar, recibió un
mensaje de Alicia:
“¿Te apetece que el
próximo fin de semana hagamos algo al aire libre? Conozco un lugar precioso
para hacer senderismo.”
Miguel respondió sin
dudar:
“Me encantaría, cuenta
conmigo.”
Durante la semana, los
mensajes fueron escasos pero sinceros, un reflejo del ritmo tranquilo y cómodo
que ambos querían mantener. Miguel cuenta los días, deseando que llegue el fin
de semana para pasar tiempo junto a Alicia.
Llega el esperado día y ambos
caminan por un prado, sintiendo el aire fresco que llena sus pulmones. La
mañana es clara, y el cielo se extiende como un lienzo azul, sin una nube que
lo interrumpa. El sonido de sus pasos sobre la tierra seca acompaña la
conversación pausada que mantienen.
Alicia avanza con paso
firme, mientras Miguel, menos acostumbrado a estas caminatas, toma pequeños
descansos para recuperar el aliento. En un momento, se detiene junto a un árbol
y respira profundo, intentando absorber la calma del paisaje.
El sol dibuja sombras
alargadas entre las hojas, y Miguel se acuerda del solomillo con salsa
roquefort que comió en su primera cita, un recuerdo que ahora parece lejano.
—¿Te traigo una bombona
de oxígeno? —pregunta Alicia.
—No hace falta, lo
reservo para después —responde Miguel, y ella comienza a reírse como el día del
cine.
Caminan hacia una roca
grande, donde se sientan juntos, y la conversación cambia de tono, en las primeras
citas, ambos fueron muy correctos, algo habitual cuando comienzas a conocer a
alguien, pero ellos han ido ganando confianza el uno con el otro, y Alicia comienza
a hablar de su infancia, de cómo sufrió acoso cuando comenzó el instituto. Miguel
la escucha atentamente, sintiendo una mezcla de admiración y tristeza,
agradeciendo que ella decida abrirse con el de esa manera.
Él también siente la
seguridad de que puede abrirse con ella, y le cuenta que el acoso escolar y
cómo marcó algunas de sus inseguridades que permanecen hoy en día, algo muy
íntimo de él y que no suele contárselo a los demás. Alicia asiente, empatizando
con su situación. El silencio que sigue después de haberse sincerado es cómodo,
solo interrumpido por el canto de los pájaros y el susurro del viento.
Miguel observa a Alicia
mientras el sol ilumina sus rasgos, y siente el impulso de acercarse más.
Piensa en ese beso que se dieron el otro día, junto al río, y observa la mirada
de Alicia que tantea sus labios.
Alicia sin decir
palabra, se acerca, y sus labios se encuentran en un instante que detiene el
tiempo.
Después del beso, ambos
se quedan sentados en la roca un momento más, sin decir nada. Miguel siente
cómo la inseguridad que lo había acompañado desde que se conocieron empieza a
desvanecerse. Alicia le toma la mano, la aprieta con suavidad, como si con ese
gesto dijera todo lo que las palabras aún no alcanzan a expresar.
—Gracias por traerme
aquí —dice Miguel, con una sonrisa sincera—. No solo por la excursión, sino por
estar aquí conmigo.
Alicia le responde con
una mirada tierna y un leve asentimiento.
Al regresar, caminan en
silencio y Miguel recorre todo el camino con la certeza de que este es solo el
comienzo de algo especial, de que la vida le está ofreciendo una oportunidad para
ser feliz, pero tiene que cuidar y conservar a Alicia, la que considera un
regalo caído del cielo.
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