Las vibras de San Expedito
Nada sabía de San Expedito, hasta que una noche invadió mi vida, hizo estragos y se fue.
Era la víspera de mi primera entrevista laboral. Estaba echado en el sillón mirando un partido de fútbol, mientras mamá planchaba mi camisa en la habitación y papá lustraba mis zapatos en el baño. Entonces golpearon la puerta. Le grité a mamá que fuera a abrir –es un pecado pestañear cuando Cristiano lleva el balón en los pies–, pero no escuchó. El que sí escuchó fue papá.
–¿Tanto te pesa el culo? –rugió.
Masticando una sarta de insultos, me paré y corrí hasta la puerta. Bajo el umbral, recortada contra la noche, estaba la tía Carmen. Sus ojos mojados brillaban como dos crucecitas en el fondo de su cara rechoncha. Estiró su mano de empanada; entre sus dedos tenía una pequeña tarjeta de papel. Soltó un susurro que concluía con “mi chiquillo lindo” o algo así, pero no pude entenderlo, pues mis oídos estaban dirigidos hacia el living, donde la televisión anunciaba un golazo de Cristiano.
De frente a la tía Carmen, sentí cómo mi cara se tensaba de golpe bajo una impostada sonrisa, endurecida por la furia. Asumiendo que la tarjeta era para mí, la agarré con mano rauda y la estudié. Era una pintura de tonos chillones, casi infantil, en la que aparecía un joven occidentalmente hermoso, de mejillas tersas y blancas y pelo color caramelo, envuelto en una armadura brillante y una gruesa capa roja. Pensé que era un romano antiguo, un soldado. Luego dudé, porque advertí que en su mano derecha, que se alzaba hacia un cielo resplandeciente, no tenía una espada, sino un crucifijo. Recordé a mi profesor de filosofía del colegio, con su peculiar perfume a vino barato, cuando en sus clases, citando a un pensador alemán cuyo nombre olvidé, nos decía que el arma más destructiva que el humano había creado contra el humano era Dios.
El recuerdo fue interrumpido por un jadeo creciente y húmedo. Levanté la mirada; la tía Carmen lloraba con espasmos, como si me estuviera yendo a la guerra.
–San Expedito, pa que le traiga harto dinero –tartamudeó.
Consideré un insulto sus lágrimas y sus deseos de protección celestial: ¿tan poca fe me tenía? De todas formas la abracé. Quise invitarla a pasar y tomar un té, pero enseguida juzgué que ya era tarde y que lo mejor era dormir para estar fresco en la entrevista, así que le di las gracias y cerré.
Libre al fin, me hice un té y me lancé otra vez al sillón para disfrutar de la parte final del partido. Entonces apareció mamá.
–Listita la camisa, mi niño. ¿Con quién hablaba?
Subí el volumen de la televisión, bebí pausada y ruidosamente el té.
–¿Está sordo, mi niño? Le hice una pregunta.
Su voz chillona pareció cobrar cuerpo, una pared entre mis ojos y el partido. Estallé.
–¿Tenías que contárselo a todos? Sólo te falta publicarlo en Facebook.
–¿Cómo?
–Tu hermanita y sus ridículos cuentos religiosos…Es una entrevista de trabajo, no mi primer día de colegio.
Mamá bajó los ojos. Desde el baño llegó veloz un nuevo rugido de papá. Lo de siempre: que no tengo respeto, que con veinticinco años ni siquiera sé hacer un huevo duro, que si me creo tan grandecito entonces ya debería pagar la luz o el agua, y blablablá. Finalmente salió del baño y dijo que no me iba a lustrar los zapatos. Miré a mamá.
–¿Ya ves lo que haces?
Una hora de Instagram, una hora de YouTube, pero nada. Ni un bostezo en mi boca. Al final, para combatir el insomnio, recurrí al fármaco de siempre. Me paré de la cama y lo armé redondito como un misil. Enseguida abrí la ventana y exhalé una nube verdosa hacia la noche de Santiago.
La luna, gorda y reluciente, me hizo pensar en la tía Carmen, en su empalagosa bondad, en su infinita inocencia. Recordé sus lágrimas y comprendí que me quería. Recordé que había sido el principal apoyo de mamá y de papá cuando el José nació muerto y comprendí que me quería con lástima
Examiné nuevamente el San Expedito y esta vez no me resultó ajeno porque ahora estaba revestido con el cariño de la vieja. “Guárdelo en la billetera, pa la buena suerte”, dijo justo antes de que le mandara el portazo. ¿Por qué negarle su humilde deseo?
A la mañana siguiente, antes de irme a la entrevista, abrí la billetera y metí al santo entre los billetes que, tras sonoros besos y “para que te compres una cajita de leche chocolatada”, me regaló mamá.
Mis calificaciones en la universidad –que no figuraba en ningún ranking y que mamá pagó gracias a varios préstamos– eran bastante tristes. En la entrevista, sin embargo, me lucí.
–¿Sabes escribir, muchacho?
–Eso creo.
–Felicitaciones, empiezas mañana.
Volví a mi hogar –una casita amarilla en la periferia de Santiago– orgulloso de haber encajado con el perfil profesional que exigían en aquel diario. Tras pagar el boleto del bus, miré la billetera largo rato. Me pregunté si era un pecado tener al santo ahí, aplastado entre aquel dinero sucio, manoseado acaso por rameras, políticos y narcotraficantes. Recordé entonces que ese no era un santo, sino nada más que un muñeco pintado en un trozo de papel. Sin culpa cerré la billetera.
Esa noche soñé que San Expedito se sacaba la capa y la armadura para reemplazarla por un traje Armani; luego volvía a encumbrar la mano derecha al cielo, pero ya no con un crucifijo, sino con una tarjeta de crédito.
Como no tenía que rendirle cuentas al pudor, empecé a dejar al San Expedito ya no sólo entre billetes y tarjetas, sino además entre bolsitas de drogas y preservativos. Entre las bolsitas lo imaginaba con los ojos chinos de volado; entre los preservativos, como un traidor de los provida.
Entonces ocurrió aquello.
Una mañana, mientras me dirigía a una cafetería del centro de Santiago para entrevistar a uno de los capos del fútbol chileno, me encontré dos billetes de 10 mil sobre la acera. Con una mano ágil como una serpiente, los agarré y los guardé junto al santo. No pasaron ni cinco segundos cuando un hombre de boina, desde la acera de enfrente, me gritó: “La billetera, joven”. Me di la vuelta y vi que se me había caído del bolsillo trasero del pantalón. Le di las gracias al hombre, aunque al mismo tiempo consideré una falta de respeto que no se la robara: ¿tan pobre me vería?
Esa noche, tras reducir un porro a la mitad bajo el infinito azul de mi ventana abierta, medité el asunto, quise dilucidar la matriz oculta de los hechos. En el fondo sabía que todo era una simple coincidencia. Un señor honrado se cruzó en mi camino, nada más. La idea, sin embargo, me pareció gris, aburrida. Con una sonrisa boba comprendí que la vida se vuelve más excitante no sólo cuando se le da un empujoncito con alguna sustancia, sino también cuando se la piensa sometida a fuerzas invisibles, a influjos místicos. La sonrisa se transformó en carcajada cuando di con la palabra “milagro”.
Dejé de reírme a los pocos días, porque el milagro se repitió. Bajaba del bus rumbo a la sala de redacción cuando una señora me tocó la espalda: la billetera se me había quedado en el asiento. Dos veces ocurrió y no necesité de una tercera para confirmar que el mundo –tal vez a causa de los zapatos sucios que papá no quiso limpiar– me veía como un pobretón. Y bueno, claro, también para admitir la sospecha de que la imagen del santo podría tener algo especial.
Recibí mi primer sueldo y los dígitos del banco se elevaron como Cristo a la derecha del Todopoderoso y entonces pude comprarme varios zapatos y una máquina para cocer huevos. Al mes siguiente me contactaron de otro diario para trabajar los fines de semana y acepté y los dígitos del banco se multiplicaron y mi nuevo problema era que ya no tenía tiempo para gastarlos.
A la luz de mi auge económico, supuse que San Expedito estaría vinculado a la riqueza, que era el “Ministro de Hacienda del Más Allá”, “El lobo de Wall Street del Paraíso”, o algo así. Wikipedia me dijo otra cosa. Aproveché los ratos muertos de la redacción para investigar. El santo fue comandante del Imperio Romano en el siglo III. Su corta carrera militar acabó cuando las ideas monoteístas se filtraron en el ejército; seducido por la nueva religión, el joven comandante Expeditus abjuró de los dioses paganos y eligió adorar a un único Dios. Los altos mandos del ejército no toleraron este sacrilegio; para evitar que el germen cristiano se esparciera entre las tropas, apresaron a Expeditus y durante varios días le rajaron la espalda a latigazos. Después lo condenaron a muerte y su hermosa cabeza blanca rodó por Roma tras pasar por la guillotina.
Aquel mártir no tenía nada que ver con mi prosperidad. ¿Entonces qué? En realidad, tampoco me importaba. Quiero decir, el asunto, para mí, no era más que un juego, un tema entretenido en qué pensar, un pasatiempo como ver fútbol o fumar porro. Quizá por eso, y por trazar puentes más allá del área deportiva, se lo conté con tanta liviandad, en el baño de la redacción, a mi colega de economía, que meaba a mi lado. Acompañé la historia con una sonrisa, es cierto, pero él no tenía derecho a reírse, y vaya que lo hizo, fuerte, muy fuerte, y por alguna razón me molestó, él, cuya mirada caída era tan triste como una virgen barroca.
–Usted aún cree en Santa Claus, mi amigo –dijo–. No son más que los frutos del libre mercado, el progreso, la meritocracia. Es lo que no entiende la juventud de este país. Los muy vagos prefieren seguir rascándose las bolas y jugando a la revolución.
Lo miré a través del espejo mientras me lavaba las manos: el traje gris, la frente arrugada, el deslucido pelo canoso. Entonces pensé que el mundo, reducido al lenguaje liberal, se volvía una cosa pobre, insignificante, completamente innecesaria. Y, sin embargo, tampoco podía atribuir mi prosperidad a causas religiosas. Era un asunto de reputación. En discusiones con mis padres me jacté un montón de veces –citando al borracho de filosofía del colegio– de ser ateo. ¿Cómo retractarme ahora?
Conocí entonces a otra colega, la redactora del horóscopo. La espié por Instagram; ella era de las que cada día compartía frases ingenuas: “La vida es como un espejo: te sonríe si la miras sonriendo”, y cosas por el estilo. La consideraba tonta pero bonita, así que la invité a cenar. En determinado momento caímos en un largo silencio. Inicié una conversación sobre fútbol que corté rápidamente porque sus ojos empezaron a vagar por el techo. De pronto me hallé hablando sobre San Expedito, sobre la tía Carmen, sobre las sonrisas que la vida me había mostrado en el último tiempo. Sus ojos me envolvieron otra vez, pensativos y brillantes. Tras un silencio algo dramático dijo que lo más probable era que la tarjeta del santo estuviera cargada con “buenas vibras”. La consideré más tonta que antes. De inmediato llamé al camarero y pedí la cuenta. Después la guié de la mano hasta la habitación del hotel, donde, tras apagar la luz y acariciarle el mechón de pelo que resbalaba por su mejilla, le susurré que no hablara, que no hablara, que no hablara.
Pocos días después, el editor me llamó a su oficina.
–Nada personal, muchacho. La famosa crisis de los medios. Tú sabes.
Salí de la oficina con el consuelo de que siempre tuve razón: la imagen de San Expedito no tenía nada especial.
Llegué a casa y mamá:
–Pobrecito, mi niño. ¿Le hago unos huevitos?
Y papá:
–De seguro escribiste “Chile” con “s” y “h”. Y yo que tenía la esperanza de que dejaras la casa antes de los cuarenta.
Me encerré en mi dormitorio. Intenté animarme planeando una venganza mordaz contra el santo. Usar su tarjeta como papel de liar me pareció una condena justa: en el fondo de mi mente vi al joven Expeditus extinguiéndose lentamente en el humo de un porro, y sonreí como si fuera un emperador romano que le entrega una ofrenda a Júpiter.
Pero la sonrisa se esfumó rápida, atrozmente cuando abrí la billetera y vi que el santo no estaba ahí. No sé qué pasó. Tal vez se cayó en el bus, tal vez huyó entre los billetes con que pagué la cena de la otra noche. Esas hipótesis, sin embargo, las pensé mucho después. En aquel instante no pude pensar nada; estaba atontado, perdido, asustado al constatar que mi despido coincidía con la desaparición del mártir.
Adopté medidas de seguridad. Lo primero que hice fue tirar los porros a la basura; el mundo me parecía ahora un lugar lo suficientemente mágico como para añadirle todavía más locura. Dejé, también, de comprar ropa de segunda mano; googleando descubrí que las telas usadas pueden venir cargadas de un “aura oscura”. Al saludar a extraños, opté por evitar cualquier contacto físico; manos ajenas pueden traspasar “energías venenosas”. Pronto estudié el Feng shui, un sistema filosófico chino que defiende la ocupación consciente y armónica de los espacios para que impacten positivamente en el “alma” de quienes lo habitan; gracias a esta doctrina me deshice del polvo que cubría los muebles y de un cactus que tenía sobre el velador y de un reloj averiado colgado en la cocina, objetos que, según el Feng shui, “atraen mala suerte”.
Y, sin embargo, a las pocas semanas, pese a mi disciplina, a mi inconmensurable fe, me despidieron también del diario en el que trabajaba los fines de semana. Los dígitos del banco no tardaron en evaporarse.
Pasaron los meses. Lancé curriculums por aquí y por allá. No tuve respuesta.
Llamé a la chica boba del horóscopo para distraer la amargura en el vaivén de una cama; me contestó que no hablara, que no hablara, que no hablara, porque estaba saliendo con otro periodista, el charlatán arrogante que hacía las columnas de cine.
A esas alturas sentía que perdía la cabeza como la había perdido alguna vez San Expedito. En el fondo de una taza de té palpé una noche mi semblante debilitado, vulnerable, insuficiente, y entonces sentí una enorme lástima por Sansón, ningún cristiano había empatizado nunca con él como yo lo hacía ahora, como yo lo amaba ahora, mi amigo, mi verdadero hermano.
En busca de iluminaciones decidí visitar a la tía Carmen. Apenas abrió la puerta le exigí que me diera otra imagen del santo. Cuando dijo que no tenía más, le pregunté si aún me quería, si podía traspasarme su “aura positiva” en el calor de un abrazo. Pareció inquietarse porque tímidamente dijo adiós y enseguida desapareció detrás de un portazo.
Entonces comprendí: todo era un castigo de San Expedito, un castigo por haber profanado su religión, por haberlo dejado durante meses entre billetes y bolsitas de drogas y otros cuantos objetos impuros. Al rato recordé que yo era ateo y entonces anulé esa explicación. Al final me decanté por una tesis más razonable: algún envidioso me había contaminado de “malas vibras”.
Una tarde abordé a la tía Carmen afuera de la panadería y con un tono ligeramente violento la obligué a confesar la receta de algún sahumerio o ritual o cualquier cosa que pudiera erradicar las energías oscuras.
–Un baño de sal –dijo con una voz que parecía encerrada entre sus coloradas mejillas fofas.
Enseguida volví a la casa y le conté a papá que por fin había encontrado la fórmula para terminar con la cesantía. Cuando le pregunté dónde se guardaba la sal, contestó que era un inútil, que saliera a buscar trabajo de una vez por todas, que mi flojera era culpa de mi madre por haberme criado como un niño de cristal. Decidí revelarle mi martirio, mi maldición de malas vibras. Se largó a reír y preguntó si era broma. Lo miré fijamente y mi silencio se lo dijo todo. Entonces habló, pero, sorpresivamente, no a través de un rugido, sino con un tono frío y calmo, semejante, quizá, al que usó el doctor cuando le reveló que, de los dos gemelos, sólo había sobrevivido uno.
–A veces me pregunto cómo habría sido el José.
Añadió que me dejara de juegos, que estaba “bien peludo” y que debía asumirlo ya, y que, a fin de cuentas, yo no era muy distinto a su cuñada Carmen: puede que no alabara a Dios ni a San Expedito, pero en cambio hablaba de “energías”, “vibraciones” y “todas esas mierdas”. Cerré los ojos, negué con la cabeza. Viejo ignorante, pensé. Ignorancia que al mismo tiempo era una insolencia: ¿compararme a mí con una religiosa?
Esa noche, mientras estaba en la tina dándome el baño de sal que mamá me ayudó a preparar, pensé en las palabras de mi padre. Tal vez yo no era más que un religioso posmoderno, un hippie huérfano del cristianismo. Enseguida me retracté y concluí que esos pensamientos impuros sólo podían significar una cosa: el agua no tenía suficiente sal.
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