domingo, 19 de enero de 2025

-Relato 1 de Jhon Giraldo


Una operación ambulatoria

 

“Apolo, el dios de la medicina, solía enviar las enfermedades. En el principio, los dos oficios eran uno solo, y sigue siendo así”.  Jonathan Swift

Si quieren descubrir cómo se siente que un taladro hidráulico les perfore el nervio vivo y les atraviese el hueso, si quieren experimentar un dolor agudo y prolongado –a la manera de una víctima que recibe descargas eléctricas en los testículos por parte de un interrogador soviético–, si quieren desear la muerte como único alivio a un malestar inexpresable, si son masoquistas o deficientes mentales, diríjanse al dentista más cercano. Por mi parte, no he deseado más el suicidio asistido que el día en que un sádico deshuesador de ojos verdes y barba rubia me abrió la boca con dos paletas de aluminio y escarbó, rasgó y hurgó en mis encías maltrechas con la ayuda de garfios diminutos y destornilladores bucales. 

Todo empezó con la vanidad. Quería aclimatar, armonizar un poco los rasgos irregulares de mis dientes; esa cordillera enloquecida con la que me ha tocado lidiar a lo largo de mi vida. Pero el primer paso para empezar con mi tratamiento de ortodoncia era extraerme las cuatro muelas del juicio que estaban escondidas debajo de mis encías como monstros acuáticos ocultos en un pantano. 

Así que agendé la cita con un dentista recomendado y, un día, en compañía de mi esposa, me dirigí a la clínica…

–Ay, tú eres muy valiente –dijo Lina, intentando interrumpir el silencio. 

Íbamos en un taxi de camino a la clínica odontológica. Afuera llovía, y el carro maniobraba para esquivar charcos y huecos, como si fuéramos por una trocha hacia una finca escondida, bajo el cielo nocturno. Estábamos en Bogotá.  

–Ese procedimiento duele mucho. Y la recuperación es maluca. 

–¿Por qué? –dije.

–Porque te abren la encía y te rompen el diente para poder sacarlo. 

Como no dije nada, se quedó mirándome…

–¿De verdad no te da miedo?

–Hoy en día la ciencia ha avanzado mucho y seguro habrán encontrado un método indoloro, ¿no? –Dije. 

Lina seguía mirándome con desconcierto, como si se acabara de dar cuenta de que yo desconocía en qué consistía la “operación”; como si se hubiera percatado de que mi valentía no era otra cosa sino el equivalente de la estupidez congénita. 

Quedamos callados como una iglesia vacía. 

–Igual lo anestesian a uno –dije.

–Igual duele.

De nuevo, silencio. 

Me toqué la encía con la lengua, constatando el lugar en donde deberían estar las cordales. Tendrían que usar un cuchillo quirúrgico, cortar la encía, escarbar con una especie de alicate bucal, prensar el diente, jalar con fuerza. ¿Cómo aflojarán los dientes incrustados en mis maxilares? ¿Dolerá el corte en mi boca cuando se pase la anestesia? ¿Me coserán puntos en la encía? El miedo se abrió en la boca de mi estómago como una flor que abre sus pétalos; se desvaneció la firmeza de mis miembros, perdí un poco la respiración, y mi cara debió de palidecer porque Lina, Linita, el amor de mi vida, la luz de mi existencia, volvió a la carga. 

 –Ay mi amor, perdóname. Te van a operar y yo aquí metiéndote miedo. 

–No, no. Estoy bien. 

 

Tardamos en encontrar la clínica. Luego descubrimos que el nombre del lugar no era You’re L Vision, como nos habían dicho, sino Orto-Imagen (no tuve ánimos de hacer chistes sobre el nombre de la clínica). Entramos a través de unas puertas de cristal que se abrieron cuando el censor de movimiento captó que nos acercábamos. 

Primero, la sala de espera: cuatro hileras de sillas de plástico que daban frente a un televisor que proyectaba, redundante y monótonamente, el logotipo de la clínica. Más adelante, la recepción. La típica imagen de la secretaria mascando chicle en frente de un computador, el brillo azul del monitor reflejado en sus gafas, y un estante con un vidrio blanco que divide a la recepcionista de los visitantes. 

–¿A qué viene?

–Buenas noches…

–Buenas noches, sí, ¿a qué viene?

–Operación de las cordales. 

Me pasó un papel por la abertura del cristal.

–Firme este consentimiento y espere. Lo van a llamar en un rato. 

Como tengo la mala costumbre de leer lo que cae en mis manos, deslicé la mirada hacia las contraindicaciones. Me dieron una copia del consentimiento. Acá lo tengo:

ADVERTENCIAS Y RIESGOS

Tenga en cuenta que la operación de cordales puede causar:

Parálisis facial.

Pérdida de sensibilidad en la zona afectada.

Fractura dental (los otros dientes pueden verse involucrados negativamente durante el procedimiento).

Fractura de mandíbula….

Aviso: Recuerde que la odontología y la ortodoncia no son ciencias exactas y, por lo tanto, el éxito de su resultado es relativo.

Firmé con pulso lánguido, entregué el papel y me dejé caer en una de las sillas. Arqueé la espalda, alcé la cabeza como un pianista (o un borracho que apura el primer trago), miré al techo y esperé el llamado de la tortura que se cernía sobre mí.

Como no teníamos efectivo, Lina se despidió de mí y salió de la recepción en busca de un cajero. Quedé solo con el miedo pegado al alma. 

Un hombre salió del fondo del pasillo, donde quedaba el último de los cubículos. Caminaba como un desvalido y se sobaba un cachete con la mano izquierda. Parecía un soldado dado de alta de una unidad de cuidados intensivos. 

Una barba de vikingo oteante y unos ojos verdes se veían detrás de la figura del soldado que avanzaba hacia la puerta de salida. 

Esos ojos terribles se cruzaron con los míos…

–¡¿Sebastian Giraldo?!

Me levanté como a quien llaman al pelotón de fusilamiento. 

El tipo me miró de arriba a bajo.

–¿Es usted?

–Ssssí... sí señor… -dije, a la manera sumisa de un pollo que ofrece el cuello para que sea debidamente acogotado por el cocinero. 

–Siga por acá y acuéstese en la camilla. 

 

Una incandescente luz de interrogatorio me daba en toda la cara. Pinzas, garfios, tijeras metálicas, algodones y gazas en una bandeja de aluminio. Una camilla eléctrica que se reclina para que el ortodoncista pueda examinar a los pacientes a la manera de un inquisidor español… 

Mientras me familiarizaba con el consultorio, pensaba en lo mucho que se parecen las ciencias de la salud y el honesto oficio de la tortura. Probablemente, en su origen, eran una sola disciplina… sin embargo, con el advenimiento de la modernidad y el progreso científico, y con la híper-especialización de las ramas del conocimiento, estas prácticas se bifurcaron y tomaron rumbos diferentes (aunque no sepamos cuáles sean). Mis conocimientos en epistemología me llevan a pensar que la distinción, el rasgo esencial que separa a la una de la otra, es que en la primera (las ciencias de la salud) vamos voluntariamente a que un buen hombre o una buena mujer nos metan mano o hurguen en nuestras heridas (con la desventaja de que hay que pagar por ello); mientras que en la segunda (el noble oficio de la tortura), vamos involuntariamente a que un buen hombre o una buena mujer nos metan mano o nos hurguen en las heridas (con la ventaja de que es un bien público, al acceso de todos y todas, y además es financiado por el Estado). 

El “doctor” tomó la radiografía que estaba en su escritorio y la puso a contraluz, como si examinara un escáner cerebral que mostraba manchas cancerígenas. La imagen parecía el hocico de un tigre colmillos de sable, un mandril de maltrechos dientes acerados, la versión involucionada de un hermano primitivo del homo sapiens, un homo-papanatas con problemas dentales debido al poco recomendado hábito de masticar piedras como si fueran chicles. El desorden de esa boca sólo podía compararse con la cordillera de los Andes o la carretera Bogotá-Manizales. En el maxilar superior sobresalían dos muelas, dos agudos colmillos de morsa que parecían estalactitas a punto de caer del techo de una cueva. En el maxilar inferior, ubicadas horizontalmente, y haciendo presión contra los otros dientes, aparecían las muelas del juicio inferiores, acostadas en cada lado de la mandíbula como dos tumbas de mármol debajo de la tierra.   

–Sus cordales están interesantes -dijo el médico. 

–¿Eso es bueno?... ¿Qué quiere decir –hice una mueca y pronuncié la palabra con falsa dificultad– “interesantes”? 

–Están complicaditas. 

–Pero nada que un experto como usted, un profesional curtido en mil operaciones, un portento, no pueda sacar adelante, ¿cierto que sí?

–Mmm, sí, sí. Tranquilo. Nos va a costar un poco, pero se puede. 

El doctor sacó una jeringa e inyectó una dosis considerable de anestesia en mis encías, donde se encontraba la cordal del extremo derecho del maxilar superior.

El primer dolor de la noche. La sensación de un fino alfiler atravesando la carne. Un palillo de restaurante que se atasca entre diente y diente. Fuera de eso, un dolor bastante soportable. 

A continuación, el cuchillo quirúrgico se adentró en mis fauces. La pequeña navaja cortó la encía con facilidad. Ni un leve asomo de dolor. La anestesia ya había desconectado los cables que iban de la boca al cerebro. Mi encía anestesiada ya no hacía parte de mi cuerpo, se había convertido en una entidad independiente, en una isla alejada de la civilización. O eso pensaba…

Los ruidos mecánicos de las herramientas eléctricas del ortodoncista anunciaron que había empezado la parte engorrosa del procedimiento. Poco o nada pude ver los aparatos que introducían en mi boca. 

Pero intuía qué clase de cosas metían, enroscaban, desenroscaban y machacaban en el aparato que uso para comer. 

Mientras tanto, un ayudante flacucho, de expansores en las orejas, tatuajes en los brazos y piercing en la lengua (o eso me imagino, porque nunca se quitó el tapabocas durante la operación), ayudaba diligentemente al vikingo. Acomodaba instrumentos, sostenía aparatos, habría llaves, movía la luz… todo eso mientras tecleaba en la pantalla táctil del celular. 

Como no había un mejor lugar para poner el instrumental (¿ortodoncial, ortolóngico, ortológico?... bah), decidió que poner las cosas encima de mí era más práctico; como si mi cuerpo fuera otro mueble del consultorio. Cada tanto el vikingo tenía que dar órdenes lo suficientemente explícitas para que el muchacho dejara de atender al celular y le pasara –con la mano que tenía libre y sin despegar los ojos de la pantalla del celular– una pinza, una broca, una palanca, un mini espejo; o para que me acomodara el tubo aspirador que drenaba la saliva. En una ocasión, el codo del vikingo y la mano del ayudante chocaron, haciendo que el aspirador cayera sobre mi cara, empapándome de sangre y babas. 

Pero fuera de eso, la situación seguía siendo bastante soportable.

Mantener la boca abierta empieza a convertirse en una tarea ardua cuando llevas media hora en ese esfuerzo. Sin darme cuenta, mi boca empezó a cerrarse poco a poco, hasta que el dentista tuvo que empujarme la frente con una mano y halar hacia abajo la otra, para liberar sus dedos atascados entre mis dientes. 

–¡Abra más la boca, por favor!

–Perfdom –dije, mientras se me salían las babas. 

La primera cordal salió con cierta dificultad cuando el vikingo enroscó una especie de tornillo en el diente, me presionó la cabeza con una mano y con la otra jaló. La muela salió como el corcho de una botella. Más o menos el mismo procedimiento se llevó a cabo con la otra cordal del extremo izquierdo del maxilar superior: la colaboración descoordinada del ayudante, la sangre y las babas en mi cara y en mi ropa, el taladro, el sacacorchos bucal, el forcejeo final y la extracción del diente. El consiguiente dolor… 

Pero fuera de eso, todo seguía siendo bastante soportable. 

Cuando terminó con el maxilar superior, pensé que iba a salir bien librado de la operación; más o menos como un soldado que sale vivo y casi entero de la guerra -sin amputaciones o deformaciones graves (pero con las heridas adecuadas para merecer una medalla y una pensión vitalicia del gobierno). Me decía para mis adentros: “Soy un soldado herido en la trinchera, no hay morfina en mi campamento, pero para mi el dolor no es nada… Soy un soldado herido en la trinchera, no hay morfina en mi campamento, pero para mí el dolor no es nada”… Mientras tanto, el doctor ya había abierto mi encía como una cremallera y estaba taladrando la muela acostada en el extremo derecho de mi maxilar inferior. 

El doctor atornilló el sacacorchos en la muela, se aseguró de que estuviera bien prensada, y jaló como un campesino sacando un tubérculo de la tierra. Una ola de dolor se expandió desde mi boca a todo mi cuerpo, irradiando con furia un malestar agudo que llegó hasta el último rincón de mis nervios tensos. Sentí como si me hubieran desgarrado la carne al sacarme un hueso entero de la cara. Le cogí el brazo al doctor para que se detuviera, jadeé y me contorsioné con dolor. Los elementos de tortura que descansaban sobre mi pecho cayeron al suelo. 

–Pafde, podfavo’. ¿No hay madf anefdedia?

–¿Le está doliendo? –dijo, ejerciendo la idiotez. 

–Fdí. Mufdo. 

Me inyectó otra dosis, que inundó el hueco que había dejado en mi encía. El líquido se rebosó y se deslizó lentamente por mi garganta, tragándomelo. Se me adormeció el cerebro, como si algo tambaleara en mi cabeza. Se apagó el dolor y el doctor empezó a taladrar de nuevo. 

–Entonces tengo que romper más el diente para que salga con facilidad. 

Cada tanto volvía a jalar el diente y a mi me dolía como si me fuera a fracturar el hueso, como si me fuera a desgarrar la mandíbula para después arrancarla, sacarla y alzarla en el aire y mostrarla como un trofeo extraído al enemigo muerto, en el Coliseo Romano. 

Me movía como una cucaracha bocarriba, agitando las patas, y tirando las cosas al suelo. 

–Si sigue así, no vamos a poder sacar la muela. 

–Mafd anefdtedia pofavo. 

Volvió a inyectar el anestésico en el orificio de la encía, me tragué una buena parte del líquido, y aumentó el mareo. Tenía la cabeza caliente. El dolor seguía incrustado en mis encías como un clavo oxidado en una herida abierta. Lágrimas caían silenciosas sobre mis mejillas. Ya había dejado de repetir mi mantra “soy un soldado en la trinchera…”. Pensaba en salir corriendo del consultorio. Sopesaba los pros y los contras. Ponía todo en una balanza. Usaba lo que me quedaba de razonamiento en medio del adormecimiento y dolor simultáneos. 

“Si me levanto de la camilla, lo primero que va a pasar es que voy a caer al suelo como un costal de papas. Estoy excesivamente sedado como para levantarme y caminar, pero lo suficientemente consciente como para sufrir un dolor indescriptible y prolongado. Y si lograra tambalear y trastabillar hasta la puerta de salida, los contaminados vientos nocturnos de Bogotá me tirarían al suelo y caería sobre un charco de agua estancada y moriría de frío o de una infección mortal. Una bacteria capitalina entraría entre mis dientes y a través del hueco de mis encías e invadiría mi cerebro y carcomería mis sesos”. 

–Jale, hijfuepuda, jale edsa mietda y sdaquela de una vedz.  

–Estese quieto…

Jaló y el dolor se expandió por todo mi cuerpo como una onda radioactiva. Sentí que la muela estaba saliendo, cerré los ojos con fuerza, apreté los reposabrazos de la camilla y me puse rígido. 

–Jale, jale, sdaqueme edsa mieda yaaaa. 

–!Yaaaaa caaaasiiiiii!

Los músculos de los peludos brazos del vikingo se tensaron y la puta muela salió por fin. 

“Dios quiera que la otra muela sea más fácil”, pensaba, mientras jadeaba como un jabalí con asma. Pero el universo no se acomoda a lo que nosotros queremos. Todo es arbitrario y no hay recompensa para el dolor sufrido. Las injusticias no son reparadas. El karma no le hace morder el polvo a quien ha hecho mal. Las estrellas no se alinean para cumplir los propósitos de los hombres buenos. Dios nos ha dejado solos en un mundo frío y cuando clamamos por Él (por Dios, claro) solo queda el silencio. El mundo es un deshuesador taladrándole la encía a un indefenso. 

La otra muela fue más difícil que la anterior. Yo ya no podía pronuncia palabra. En lugar de eso, gemía y balbucía como como un animal herido. 

–Wua, wuah, wuah, buah, wuaaaa wuaaaah buaaahh.

–Que se quede quieto –me decía el infeliz. 

Empecé a respirar rápida y profundamente, como si quisiera evitar un desmayo. 

–Intente respirar más despacio porque le puede dar taquicardia. 

Lo miré con los ojos encharcados en lágrimas. 

–Inténtelo. La taquicardia puede terminar en algo peor. 

En resumen, la muela no salió completa. El doctor tuvo que fracturarla en varios pedazos para poder sacar cada fragmento. Luego llamaron a un farmaceuta que me inyectó un analgésico en una nalga. El ruido impresionó y atrajo a otras personas porque sentía que el consultorio estaba lleno de gente que me miraba. El muchacho de expansores y tatuajes me señaló, mientras le mostraba a la recepcionista cómo me habían quedado los cachetes. 

–Qué raro –dijo el vikingo sádico– lo normal es que las mejillas se inflamen hasta el otro día.  

Lina me miró con lástima y compasión a partes iguales. 

–Pobrecito. Quedaste vuelto nada.

–El problema es que cuando el paciente ya tiene más de 25 años, las muelas del juicio se incrustan en el hueso. –dijo el doctor. 

Hubieran podido darme esa información antes, pensé. 

–Nunca había visto que se demorara tanto. –dijo el ayudante. 

–Hacía siete años que no me tocaba un caso así. 

–Ay, pobrecito, de verdad. O sea que el que estaba gimiendo eras tú. Hacías ruidos como si fueras Chewbacca.  

Lina me tomó del brazo y lo puso sobre su espalda, y me llevó casi arrastrado a la salida del consultorio. 

–Muchas gracias, doctor…

–Yurlevinson, me llamo Yurlevinson. 

(¡O sea que no era el nombre del consultorio, no era You’r L visión, era el doctor Yurlevinson!)

La revelación no me dio risa. Fue como la caída de una blanca gota de pintura en un foso oscuro y sin fondo. Cuando el malestar se ha hecho tan patente, cuando el cuerpo se ha convertido en una carga, cuando las circunstancias se han hecho brutales, insoportables… cuando eso ocurre… no hay ninguna revelación, no hay ningún enigma develado que nos haga más sabios o que nos brinde alivio. 

 

Posdata:

 

Un mes más tarde tuve la cita para que me pusieran los braquets. Soportado el dolor de las cordales, superado el estadio de la tortura, me armé de un valor que no tenía y me dirigí al consultorio de la doctora Yuli (no me pregunten por qué los nombres de mis ortodoncistas empiezan con la penúltima letra del abecedario). 

Entré en una recepción elegante. Había muebles forrados en cuero, de esos muebles antiguos, de esos que fabricaban cuando las cosas se hacían con propósitos estéticos y no meramente comerciales. No había televisor y las esquinas tenían materas con plantas altas y largas. La recepcionista, que manejaba varios teléfonos al tiempo, alzó la mirada hacia mí y, con el cariño de una abuela que acaricia la mejilla de un niño pequeño, me dijo:

–Buenas tardes. ¿Cómo te encuentras? ¿En qué puedo ayudarte?

–Buenas tardes... Señorita, tengo una cita con la doctora Yuli. 

La mujer tomó uno de los teléfonos que no estaban descolgados y llamó. Dijo algunas cosas que no entendí por el ruido que había en la recepción. Colgó y me dijo: 

–Puedes tomar asiento. En un momento te llaman. 

–Muy amable. 

…..

–¿Señor Sebastian Giraldo? Ya puede subir al consultorio. Segundo piso, número 204 –creo que ese era el número.

Mientras subía las escaleras, pude divisar el interior del consultorio a lo lejos. La puerta estaba abierta, y el aura que irradiaba el consultorio desde adentro era como una señal tranquilizadora, era como un mensaje que decía:“Este es un lugar de amor y libertad. Entra cuando gustes”. 

Lo primero que noté fue la música del consultorio. Sonaba Gustavo Ceratti. Luego vi dos mujeres pulcramente bestidas de blanco. La más joven debe de ser la auxiliar, pensé. La música seguía, fluía perfectamente como el chi guiado por el arte mágico del feng shui. Nunca me gustó el rock en español, y las letras de Ceratti me parecían tontas y falsamente profundas. Y cuando estaba en la universidad detestaba a los amantes de Soda Estéreo. Pero en medio de esa atmósfera de tranquilidad y plenitud, atendido por dos mujeres bonitas, delicadas y cálidas, sentía que Ceratti era la música más maravillosa del planeta. 

–¿Cómo te fue con Yurlevinson? ¿Muy dura la operación? –Dijo la doctora Yuli. 

–Noooo. Para nada. Fue una operación sencilla. –ese era el ego masculino que hablaba por mí- No sé por qué se queja la gente. 

–Perfecto. Yurlevinson es muy bueno. Un excelente profesional. 

La doctora Yuli era ese tipo de personas que nunca tienen nada malo que decir de nadie y que a todos trata con amor. Un amor repartido equitativamente con todos sus conocidos, no muy intenso pero tampoco burocrático. Un amor con la suficiente calidez como para que todos quieran ser amigos suyos. En pocas palabras: la doctora Yuli es alguien que se desenvuelve perfectamente dentro de las relaciones sociales y profesionales. Todo lo contrario a lo que me pasa a mí en la vida laboral, en mis pocas amistades y en mi vida amorosa. Eso habla muy bien de Lina, el amor de mi vida, que me aguantó incluso en mi recuperación postoperatoria. 

–Recuéstate. Ya vamos a empezar. 

¿Qué decir del procedimiento? Es más difícil describir la plenitud que el sufrimiento. Representar la ausencia de dolor es complicado. Sentía los movimientos de la doctora Yuli como pinceladas invisibles en el aire. Con una pinza me puso los braquets en cada uno de los dientes. Luego tomó otra pinza y sujetó un alambre. Lo pasó por entre los braquets de mi maxilar superior y luego apretó. Lo mismo ocurrió con el maxilar inferior. ¿Dónde estaba la auxiliar? ¿Por qué no había sentido su presencia durante el procedimiento? ¡Increible! La auxiliar se anticipaba a las indicaciones de la doctora, ponía con delicadeza, precisión y premeditación cada instrumento en la bandeja o en la mano de la doctora. No tenían que comunicarse entre sí. La concentración, la coordinación, el orden, el cuidado, la perfección… todo eso es tan tenue y tan carente de drama que es difícil percibirlo y describirlo. 

–Ya te puedes ir. 

–¿Ya? ¿Eso es todo? ¿Así van a ser todos los meses?

 –Claro que sí. ¿Qué creías? 

Pensé en lo duro y difícil que es el mundo regido por los hombres. Cuánto sufrimiento y dolor habríamos evitado si las mujeres gobernaran este planeta horrible. Todos escucharíamos a Gustavo Ceratti, nos trataríamos con amor y resolveríamos los problemas con eficiencia y coordinación. En cambio de eso, vivimos en la casita del horror masculino. En la cueva de la tortura y el salvajismo. Plugiere al cielo que el mundo sea como el consultorio de la doctora Yuli. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.