Fuego en el interior
Una vida entera se consume en un instante entre las densas llamas del incendio. Los árboles se derrumban uno tras otro. La estaca de madera clavada a mitad de los cultivos se retuerce bajo el calor y cruje a medida que el fuego la devora lentamente. No se puede evitar mirar cómo la estaca, antes tan firme, se convierte en nada. Los cristales del invernadero explotan, los pedazos de vidrio se dispersan por el aire con un sonido rotundo. Es una escena aterradora, desgarradora. Desde su lugar, Clemente observa como si estuviera suspendido en el tiempo, incapaz de mover un solo músculo. El fuego, las cenizas y el humo se reflejan en las pupilas de Clemente, quien, a través de sus ojos húmedos, observa atónito la destrucción de todo lo que construyó durante más de 35 años. No puede hacer nada, nada más que ser testigo de la destrucción de la tierra que labró, los árboles que podó, los frutos que sembró, todo se desintegra frente a él. Y desde su dolor más profundo brota una lágrima que recorre su rostro cayendo en la mano derecha de Luisa.
–Papacito, ¿Qué pasa, por qué se está incendiando nuestro campo? – pregunta Luisa, con los ojos inundados de miedo y lágrimas.
Clemente la mira, no tiene palabras para consolarla.
–No lo sé hijita, no lo sé, pero ahora vamos a un lugar seguro, donde las llamas no nos alcancen – Suben al camión de bomberos.
Es curioso cómo algo tan simple como la suerte, o quizás el esfuerzo, puede desatar tanto desdén. Hay quienes se quejan entre dientes, sobre cómo Clemente siempre parece que tiene algo más y mejor que los demás. Siempre tiene la miel más dorada, las manzanas más jugosas, la cosecha más abundante. Para algunos, el solo hecho de verlo caminar por la calle hacia el pueblo es una ofensa.
–¿Qué se cree? – Susurran.
–¿Acaso no es solo un campesino como los demás? – Lo miran y en su mirada se revela la envidia, esa antigua enemiga que habita en los corazones de todos los hombres. Pero es esa sencillez lo que duele. Como si el éxito de Clemente fuera el fracaso de muchos.
Clemente es un campesino que dedica su vida a cuidar y
cultivar la tierra. En la parcela hay gran variedad de árboles frutales. La especialidad
del campo son las manzanas; rojas, grandes, frescas y muy jugosas. Hoy, como
todos los días, Clemente y Luisa están despiertos desde muy temprano, antes que el sol
se asome en el horizonte. Se visten y preparan para salir a abonar la tierra de los sembradíos,
recoger los frutos maduros y cuidar que las plantas y sus brotes no se llenen
de plaga. Luisa sostiene con delicadeza los retoños de los árboles mientras les
rocía una mezcla de plátano y huevo para fertilizarlo.
–Lichita, mira rápido, ven – Dice asombrado su padre mientras riega las hortalizas. – Mira una mariposa, vino a comer de las petunias que sembramos juntos el sábado pasado.
–Parece que le ha gustado, ¿verdad? – Contesta Luisa.
–Parece que sí. Venga, recojamos las manzanas que están listas y pongámoslas en este canasto – dice Clemente.
En ese momento, Luisa pregunta entusiasta si puede llevarse
algunas manzanas para compartirlas con sus nuevos compañeros de clase. Clemente
y su esposa habían acordado hacer pasteles con las manzanas cultivadas y venderlos
afuera de los templos para ganar más dinero. Normalmente, no venden mucho. Las personas que salen de misa y los reconocen pasan de largo sin voltear si quiera a verlos. Sin embargo, Clemente sonríe al ver que su hija siente el mismo entusiasmo que él al ver crecer sus
cultivos.
Luisa escoge minuciosamente las 12 manzanas más grandes y bonitas que ve en el canasto y las guarda cuidadosamente en su bolso. Alegre y orgullosa, Luisa llega a su salón de clases cumpliendo apenas un mes de haberse cambiado de escuela. Al terminar la clase y antes de salir al receso, Luisa salta impaciente al frente del salón y dice entusiasta:
–Compañeros, les traje unas manzanas que mi papá y yo cultivamos esta semana. – sus ojos le brillaban de alegría por haber sido la primera cosecha del año y quería compartirla con sus nuevos compañeros de clase.
Sus compañeros no la conocen bien, pero Luisa busca esperanzada conectar mirada con alguno de sus compañeros como si esperara ver el mismo destello de alegría y complicidad. El silencio es interrumpido por la maestra quien indica a los niños que ya es tiempo de salir.
Durante el receso, Luisa se acerca con cada uno de sus compañeros y extendiendo sus manos les regala una manzana.
–A nadie le van a gustar esas manzanas, Luisa – dice Alejandra levantando una ceja con actitud de una especie de superioridad, mirando la manzana, despectiva, asqueada como si la manzana tuviera veneno.
–Se ve que ni siquiera las lavaste y seguro que tienen gusanos por dentro – Siguen susurrando y después ríen.
Las únicas niñas del grupo, que hasta ese momento no dicen nada, se suman a la risa, pero no es una risa amistosa, sino cruel. Algo en ellas crece en secreto, como una planta venenosa en el corazón de las niñas, cada vez más difícil de ignorar. Ninguna se atreve a decirlo en voz alta, pero lo sienten. Las niñas comienzan a devolver las manzanas como si estuvieran desechando un alimento podrido, son tantas las manzanas para las pequeñas manos de luisa que se caen varias al suelo. Al caer partidas, dejan ver su blancura, y su jugo se esparce por todo el suelo del patio. Luisa, desconcertada, recoge las manzanas discreta y apresuradamente como si estuviera recogiendo parte de un tesoro escondido.
–¿Es verdad que tu papá es quien compró el campo a lado del río? – Pregunta paloma haciendo un gesto de limpiarse la mano.
–Dicen que ese río está tan sucio que los peces son radioactivos – continúa otra niña mientras abre su botella de agua y la bebe.
–Mi papá me dijo que ese lugar iba a ser para construir un edificio con muchos departamentos y casas como los que hay donde yo vivo – dice Alejandra interrumpiendo a Paloma.
Las niñas siguen interrumpiéndose una a otra y en ese instante, se acerca un compañero de clase a Luisa y le dice:
–Gracias por la manzana, Luisa. Mi papá y yo también disfrutamos mucho de pasar tiempo juntos – Dice mientras le regala un llavero en forma de caballo y continúa diciendo – nosotros vamos de vez en cuando a montar a caballo como este – Señala el llavero.
Al volver a casa, Luisa lanza las manzanas aplastadas al aire. Los cerdos, siempre hambrientos, se acercan rápidamente y empiezan a devorarlas. En la casa, su madre está en la cocina, guardando los pasteles que sobraron. Luisa se sienta, con los ojos vacíos, y pone su bolso sobre la mesa, aún con el aroma de las manzanas que no pudo regalar. En ese momento Clemente entra por la puerta cargando una caja de patatas que le regaló el vecino de enfrente, Pascual. Mirando atentamente, Clemente y su esposa se dan cuenta que las patatas están caducadas, infestadas de hongos aunque hay unas muy pocas las que son adecuadas para comer.
–Las pondremos en la caja de compostaje – Dice resignado.
La esposa de clemente le sirve uno de los pasteles sobrantes
de la venta. Clemente le comenta preocupado que las cosechas del último trimestre no fueron
lo suficientemente abundantes como esperaba y que eso representa un ajuste dentro
de los gastos de la casa.
Pascual, el campesino de enfrente mira a través del cristal de su ventana.
–¿Por qué no está así mi campo? – se pregunta apretando la mandíbula. Siente enojo y tristeza al ver el campo de Clemente.
–Seguramente tiene tratos con narcotraficantes y ellos le dan dinero a cambio de tener alguno de sus cultivos protegidos – Dice.
En ese momento, Pascual saca su teléfono y manda un mensaje a cada uno de los vecinos convocando una reunión en su casa con el objetivo de comunicarles su preocupación por los supuestos cultivos clandestinos de Clemente.
–Ya decía yo que algo malo había con ese tal clemente y su familia. – Comenta una vecina.
–Debemos avisarles a las autoridades para que hagan algo. – Eleva la voz otro vecino.
–No, que no piensas que puede hacer algo en tu contra si descubre quien les avisó – Dijo otro.
–No, no, tengo una mejor idea – dice Pascual, como si fuera algo que no hubiera planeado meticulosamente desde hace algunos días.
Hoy el día sonríe cálidamente tras la ventana de Clemente. Despierta a Luisa tiernamente y la invita a revisar el granero para ver si los pollitos han nacido. Durante el camino, Luisa observa una camioneta negra que se detiene en la entrada del campo. Clemente sabe quién es. El sonido del motor se apaga, y se acerca un hombre que viste con pantalones caqui y una camisa azul. El hombre que se acerca con lentes de sol camina viendo hacia el suelo. Entonces, comienza a decir:
–Señor clemente, hemos recaudado más de 1500 firmas de los vecinos que viven alrededor para poder construir aquí – Dice al mostrar una pizarra con firmas y mirando al campesino con un brillo de codicia.
Clemente, no dice nada de inmediato. El campo que ha
sembrado y cuidado no está a la venta. El hombre de la inmobiliaria le ofrece
una gran cantidad de dinero a cambio de venderles el campo.
El hombre insiste:
–Tenemos planes grandes, Clemente. El mercado está cambiando, la demanda de nuevas construcciones, nuevos espacios… este campo tiene un valor que no puede desperdiciarse. El progreso nos llama –.
Pero Clemente, con la piel curtida por el sol y las manos endurecidas por la tierra, se mantiene firme como los árboles que le dan sombra.
–¿Por qué no lo entiendes? – el hombre pregunta, ya cansado, ya desbordado. – Esto es el futuro, Clemente. No puedes quedarte anclado en el pasado –.
Pero Clemente lo mira y en sus ojos se enciende la
resistencia de mantener su vida. La vida de la que ese hombre no sabe nada, de
la que él mismo se ha despojado para llenarse de números y cemento.
El hombre se va y Clemente y Luisa regresan al interior de
su casa.
Es el primer invierno helado desde hace mucho tiempo. Clemente sale en la primera hora de la noche a cubrir las parras con un plástico para resguardarlas del frío. Hace lo mismo con los cultivos, los árboles recién plantados y se asegura que los corrales de los animales estén bien cerrados para que no les entre el frío.
Pascual se dirige a su taller donde guarda sus herramientas. Allí, toma casi con un gesto mecánico, dos galones de aceite, uno en cada mano, los mismos que usa para las lámparas del jardín. El peso de los galones no le afecta, los lleva cargando hacia la cerca de madera, donde marca el borde del campo de Clemente. Sin pensarlo demasiado, Pascual deja caer las primeras gotas del aceite en la tierra como un veneno espeso, y va paso a paso salpicando cada metro cuadrado. Pasa por los manzanos, los olivos, los olmos, los árboles de aguacate. Pasa por las hileras de los tomates, las zanahorias. El granero. Pascual vacía el último galón hasta derramar la última gota de aceite justo después de vaciarlo en el lugar de los corrales. Pascual camina con pasos firmes de regreso a su casa pasando por los charcos de aceite que él mismo ha dejado atrás. Se detiene en el borde donde comenzó, sin decir una palabra se quita el pantalón empapado por el aceite, lo lanza con fuerza como un intento de deslindarse de lo que hizo, y el pantalón cae sobre la estaca de madera más cercana.
Con un cerillo que había elegido previamente enciende el
fuego en su mano lanzándolo a la estaca. Al principio la llama es débil,
vacilante, pero pronto crece. Se alimenta del aire frío y de la vegetación. En
segundos el fuego se extiende hacia los rincones del campo. Pascual mira
inmóvil, hipnotizado por su propia hazaña, mientras el campo de clemente arde.
Una chispa que se convierte en incendio. El campo de clemente tan hermoso y fértil, empieza a arder. Clemente desde su cama, huele el humo que se eleva hasta al cielo y entra por las rendijas de la casa.
–¡No! – se levanta de un salto de su cama y grita corriendo, acercándose a la ventana.
La esposa de clemente se despierta por el grito y sin pensarlo,
corre hacia la habitación de Luisa y la toma por el brazo. Clemente sale
alertado con una cubeta de agua y paños empapados, pero es demasiado tarde. Las
llamas han alcanzado las primeras filas de los árboles más viejos. Su
respiración se vuelve cada vez más acelerada, su corazón late con fuerza
mientras ve cómo sus plantas se consumen ante sus ojos.
El eco del llanto y de los gritos de Clemente y su familia viajan hasta
los oídos de Pascual. En ese instante, siente un retorcimiento en su estómago,
algo que no sabe definir. No sabe si es arrepentimiento o satisfacción de haber
echo algo que jamás podrá revertir.
Mientras Clemente lucha con desesperación por abrir los corrales
de los animales. Se escuchan las sirenas a lo lejos acercándose más y más.
Pascual llega a su casa y desde su ventana, aparentemente
ajeno a lo que pasa, se justifica internamente pensando que Clemente no es un
hombre confiable. Dejándose envolver por sus propias calumnias producto de su
idealización.
Clemente y su familia en el autobús de bomberos se voltean a
ver unos a otros atónitos. Los bomberos los llevan a un refugio temporal en lo
que la familia encuentra una solución.
Un mes después, el campanario que trabaja en el templo donde iban a vender sus pasteles, llega con Clemente y le dice:
– Querido Clemente, hemos recaudado este apoyo en las colectas de las últimas semanas, nos enteramos el incendio y lamentamos la pérdida que han sufrido – continúo el campanario.
–Estamos muy agradecidos por su generosidad – Contesta Clemente.
Clemente va todos los días al campo a ver las ruinas que
dejó el incendio y comienza a preguntarse ¿con cuál de las ruinas utilizará
para restaurar su campo?
Varios de los vecinos que asistieron a la reunión convocada
por Pascual se presentaron a ofrecer su ayuda al darse cuenta de que Clemente y
su familia solo eran campesinos que buscaban construir su hogar.
Pascual, por su parte, aprovecha el mercado disponible, comienza a surtir en todas las fruterías, las tiendas de cereales, a las ganaderías del pueblo y comienza a llenarse los bolsillos por las ganancias que Clemente tuvo que dejar por restaurar su campo. Al ver que Clemente había regresado al campo y con la ayuda de los demás vecinos, Pascual comenzó a sentirse amenazado por la presencia de Clemente a pesar de saber que la recuperación de su campo tardaría varios años. Al ver el cariño y la solidaridad que la situación había suscitado en los vecinos hacia la familia de Clemente, Pascual se empieza a enfurecer y se pregunta:
–¿Por qué a mí nadie me ayudó cuando la pasé mal? – dice resentido.
La envidia que se cultiva en lo profundo del corazón es un
incendio que destruye, y a diferencia del de afuera, ese no se podrá apagar.
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