domingo, 26 de enero de 2025

-Relato 2 de Ángela Sánchez


El vuelo de las golondrinas


Con la excusa de sacar a pasear a Coco, Jorge se acerca por la tarde al parque infantil que hay junto a la playa de Santa María del Mar. Ya ha pasado el verano y las tardes empiezan a hacerse cada vez más cortas. Los niños que todavía no se han vuelto adictos a la tecnología abandonan sus casas para correr, trepar y deslizarse por los toboganes bajo la atenta mirada de Jorge. Resultaría extraño que se encontrara ahí si no tuviera a Coco a su lado, él lo sabe. Sabe que lo tomarían por un posible pederasta, que los padres lo contemplarían sin un ápice de discreción, que prohibirían a sus hijos ir al parque, y que, tal vez, alguno de ellos incluso se atrevería a acercarse a él para pedirle, amablemente, que se largara. Al menos, él habría hecho algo así si un tipo solitario y cuarentón rondara el parque en el que jugaba Xiaoyan. Pero sentado en el banco con el gracioso yorkshire a sus pies, Jorge no levanta sospecha alguna, parece que tan solo se ha detenido a descansar un rato.

    Y eso es justo lo que quiere. 

    Al atardecer, la brisa marina envuelve el parque. Las hojas de las palmeras se balancean y murmullan entre los graznidos de las gaviotas. Los padres comienzan a perseguir con chaquetas en las manos a los pequeños que juegan todavía en manga corta y les informan de que es hora de volver a casa. Coco se estremece y se enrosca en la pierna de Jorge en busca de algo de calor, pero él se niega a marcharse. No sin antes verlo a él. 

    El niño al que va a secuestrar. 

    No es una decisión que haya tomado a la ligera, ha estado un tiempo dándole forma en su mente, amasándola, y al fin está lista para llevarla a cabo. Pero hoy no ha aparecido, se ha saltado su rutina habitual, lo cual es extraño. Jorge se pregunta si alguien habrá empezado a sospechar de él. No lo cree, el resto de niños sigue viniendo como de costumbre y parece que ya algunos hasta le han tomado cariño a Coco. Al verlo, se les ilumina la cara y se acercan a acariciarlo. Sin embargo, se pone nervioso. Se agarra la muñeca derecha y le da vueltas a la pulsera de Xiaoyan. Las bolitas blancas, rosas y transparentes giran en torno a su muñeca y Jorge las repasa una por una como si fueran las cuentas de un rosario. Luego, cierra los ojos y respira hondo. 

    «Su madre hoy estará ocupada, por eso no han podido venir», trata de consolarse.

    Vámonos, Coco, se hace tarde. Mañana más. —Enrolla la correa en torno a su puño y se levanta del banco. Inmediatamente el perro inicia su alegre caminata. 


Cuando Jorge abre la puerta de su apartamento, advierte que todas las luces están apagadas, aunque sabe que Laura está allí. Coco entra y da vueltas alrededor de sus piernas, ladrando. Jorge deja las llaves en la mesa del recibidor y enciende la luz. Agarra al perro por el arnés y lo acaricia. 

    —Shhhh, calla, Coco. —Le quita el arnés con cuidado.

    —¿Jorge? —La voz lánguida de Laura llega desde el fondo del oscuro pasillo, como si saliera de las profundidades de un abismo—. Jorge, cena tú solo, yo no me encuentro bien. Mejor me quedo en la cama.

    —Vale, no te preocupes, cariño. Ya sabes, si necesitas algo, me avisas. —Espera unos segundos por si Laura dice algo más, pero no obtiene respuesta. 

    Jorge se dirige a la cocina y abre la nevera. Saca dos huevos y un trozo de queso. Nunca ha sido un gran cocinero, solo sabe hacer lo imprescindible para subsistir. Sin embargo, Laura es una artista en la cocina, le enseñó su abuela, quien trabajó la mayor parte de su vida en un restaurante. Si bien Laura no ha hecho de la cocina su oficio, siempre le ha gustado probar distintas recetas, innovar y dedicarse a complejas elaboraciones los fines de semana, además de alguna que otra tarde. Pero últimamente apenas tiene energía para cocinar. En realidad, ya casi no tiene energía para hacer nada. 

    Jorge se sienta en el sofá frente a la mesa del salón con su plato de tortilla con queso y un pedazo de pan. Recuerda las tardes en las que Laura y Xiaoyan hacían juntas galletas. Él intentaba ayudarlas, pero siempre acababa metiendo la pata y su hija, enfadada, lo expulsaba de la cocina. Le advertía que, si volvía a entrar, no tendría derecho a comer ni una sola migaja. Laura contemplaba la escena y se reía ante el temperamento de la pequeña. A Jorge no le quedaba más remedio que sentarse en el sofá, tal y como estaba ahora, mientras le llegaba el eco de las quejas de Xiaoyan y las palabras suaves de Laura, que trataba de calmarla. Al rato, justo cuando comenzaba a sentirse un poco aislado, aparecía su hija con un plato de galletas de mantequilla calientes y una disculpa en sus ojos. 

    Coco se sube al sofá y golpea el brazo de Jorge con una pata. 

    —¿Qué, Coco? Tú también la echas de menos, ¿verdad? —Le rasca la cabeza con la mano derecha y el perro se tumba a su lado. Juguetea con la pulsera, con la intención de morderla, y Jorge levanta rápidamente el brazo—. No, no, Coco. Eso no, ni se te ocurra. —Su voz se endurece —. No es un juguete. 

    Agarra el cuerpo menudo del perro y lo lleva a su izquierda, para liberar a la pulsera del peligro. Xiaoyan se la había regalado el año pasado, una tarde de finales de verano en la que, junto a su mejor amiga, quiso montar su propio puesto de bisutería. Él las acompañó al paseo marítimo y supervisó toda la “jornada laboral” de las niñas. Ellas solas extendieron un pañuelo encima del pretil de cemento que separaba el paseo de la playa y colocaron sobre él los collares, pulseras y tobilleras que habían estado elaborando durante días. Si algún paseante se detenía a echar un vistazo, enseguida Xiaoyan se lanzaba a hablarles.

    —¡To’ está de oferta! —exclamaba entre aspavientos—. Los collares, dos euros. Las pulseras y las tobilleras, un euro. —Cuando los adultos percibían el desparpajo de la niña, no podían evitar soltar una risilla divertida, algo que la molestaba—. Lo digo en serio, y son de calidad, eh —se defendía. 

    Jorge, preocupado, le pedía que se tranquilizara y que volviera a sentarse en el pretil, pero ella al poco rato estaba de nuevo de pie, intentando captar clientes. Era imposible tratar de retenerla. Si se le obligaba a quedarse quieta, a menudo parecía se que le escapaba el alma. Se revolvía en su asiento hasta que echaba a volar. Su nombre chino le venía como anillo al dedo: 小燕 Xiaoyan, «Golondrinita». Por eso no se lo quisieron cambiar después de adoptarla, aunque pudiera ser difícil de pronunciar. A Laura le gustaba especialmente llamarla «Pollito».

    Aquella tarde solo vendieron un par de collares y tres pulseras a unas niñas que junto a sus familias regresaban de la playa a sus hogares y que casualmente pasaron por delante del puesto. Sin embargo, Xiaoyan y su amiga no parecían estar decepcionadas. Comentaron que había sido un buen día de trabajo, que se lo habían pasado bien, pero había sido demasiado agotador. En especial para Xiaoyan, quien después de pasar varias horas sentada en el pretil y conversando entusiasmada con los paseantes, apenas era capaz de mantenerse erguida. Al atardecer, acompañaron a su amiga a casa y, cuando volvieron a la suya, la niña se desplomó en el sofá. 

    Coco hace un rato que se ha bajado de este y se encuentra recostado en su propia cama. Jorge continúa sentado con el plato vacío delante. Contempla la esquina del sofá en la que aquella tarde estaba tumbada Xiaoyan. Casi parece que todavía se encuentra ahí. Se percibe que el corazón le late demasiado deprisa. Su pecho sube y baja desesperado y, aun así, el aire que llega a sus pulmones es escaso. Veinte minutos más tarde, cuando se oiga la sirena de la ambulancia, tendrá las piernas hinchadas, inservibles. Y alrededor de la boca se le habrá extendido una mancha azulada como el plumaje de una golondrina. Los paramédicos observarán con horror a la niña tendida en el sofá y actuarán rápido. Laura y Jorge irán en la ambulancia con ella, agarrándole las manos y tragándose las lágrimas. «Pollito, por favor, no te vayas», susurrará Laura. 

    Aquella noche en el hospital supuso un antes y un después en sus vidas. Solo tuvieron cinco años para amar a Xiaoyan, a quien rescataron de un orfanato olvidado gracias al Pasaje Verde. La pequeña era una de esos niños a quienes casi nadie quiere, niños discapacitados o con enfermedades crónicas que se alejan de la imagen del bebé sano y adorable que anhelan los padres adoptivos. En su caso, Xiaoyan había nacido con una cardiopatía congénita que la limitaba bastante. Había pasado los primeros cinco años de su vida en el orfanato, sin una medicación adecuada y con una alimentación deficiente. Por ello, cuando la trajeron a España, Jorge y Laura descubrieron que su enfermedad era mucho más grave de lo que les habían contado. A pesar de que la operaron, los médicos les informaron de que jamás llegarían a ver a su hija como una mujer adulta, ni siquiera como una adolescente. Jorge creía haberse pasado esos cinco años preparándose para aquella noche, pero cuando la experimentó, se dio cuenta de que había estado engañándose.

    Enciende la televisión y se queda un rato viendo programas de comentarios deportivos y telerrealidad hasta que lo vence el sueño. Prefiere no irse a la cama para no despertar a Laura, sabe que entonces no volverá a dormirse hasta pasada al menos una hora. Se recuesta en el sofá, con el rostro cansado vuelto hacia el respaldo, y coloca ambas manos bajo la mandíbula. Cierra los párpados y hace girar las bolitas de la pulsera. Se duerme escuchando su repiqueteo como si fuera una nana. 


—Jorge —la voz de Laura en su oído—, Jorge, despierta, estoy haciendo el desayuno. 

    Jorge abre un ojo y observa la imagen borrosa de su mujer, inclinada sobre su cuerpo. Tiene la piel del rostro flácida y los ojos azules semienterrados. 

    —Veo que has vuelto a pasar aquí la noche. —Él asiente—. Gracias —susurra y lo besa brevemente. 

    Jorge se incorpora, mueve el torso y los brazos. Por precaución, se estira de la manga derecha de la sudadera, no quiere que Laura vea la pulsera. Luego, va hacia la cocina, donde ella prepara las tostadas. La cafetera está en el fuego, pronto se oirá el gorgojeo del café. Jorge la ayuda a llevar los platos a la mesa del salón y después vuelve a por su taza. Laura lo sigue con la suya entre las manos.

    —¿Cómo es que no te has ido ya a trabajar? —Le da un sorbo a su café—. Son casi las diez.

    Jorge la contempla.

    —Hoy es sábado, Laura. 

    Ella traga el trozo de pan que tiene en la boca y mira hacia la pared de enfrente, donde la televisión permanece apagada. En la pantalla oscura se reflejan sus cuerpos, parece un cuadro sobre la decadencia. 

    —Ah, perdona. —Hace una pausa, da otro sorbo al café—. Ya no sé ni en qué día vivo. 

    Jorge le pasa un brazo por la espalda y la acaricia unos minutos. Su mano izquierda realiza movimientos circulares. Le gusta hacer eso porque una parte de él cree que así podrá sanar su enfermedad. Eso es lo que ella necesita: cariño. No la mira directamente, solo de reojo. 

    —Te pondrás bien, Laura, de verdad. 


Pablito tiene los ojos grandes y verdes. Su cabello claro es fino y se le enrosca en la coronilla. Cuando crezca, tendrá bucles dorados. Observa con atención todo cuanto se encuentra a su alrededor. Una bandada de niños pasa corriendo junto a su cochecito mientras juegan al pilla-pilla y él se estira de las correas que lo mantienen sujeto. Ante la imposibilidad de soltarse, empieza a hacer pucheros, suaves gorgoritos que desembocan en berridos insoportables. Su madre está limpiándole con una toallita húmeda las manos negras a su hermano mayor, que ha estado toqueteando la acera. Pablito insiste en su llanto y la madre le lanza una mirada desesperada. Le suelta las manos a medio limpiar al mayor y se gira hacia el bebé. El mayor le da una patada al cochecito y sale corriendo. Ella le grita, le ordena que vuelva a su lado, pero él no le hace caso. 

    Jorge contempla en silencio toda la escena con Coco sentado a su lado sobre el banco. Ha tenido suerte, si bien ayer no lo vio en el parque, se lo ha encontrado en el paseo de esta tarde. Jorge se estira una y otra vez de la pulsera. Las bolitas se le clavan en la piel y le dejan círculos rojos. Sin embargo, los pequeños latigazos, lejos de provocarle dolor, parecen calmarlo. Necesita estar tranquilo para la tarea que se dispone a realizar. «Al fin y al cabo, lo voy a hacer por su bien», se recordó.  

    A los once meses de la muerte de su hija, al ver cómo su esposa se consumía en una depresión que los psicólogos de la Seguridad Social no eran capaces de mitigar, se le ocurrió que podría secuestrar a un niño. Al principio, la idea le pareció completamente descabellada e incluso se asustó de que ese pensamiento se hubiera despertado en su mente. Pero cuanto más ha tratado de ignorarlo, cuanto más se ha dicho que se está volviendo loco, con más frecuencia ha aparecido este, hasta terminar por incrustársele en el cerebro. Sabe que Laura no puede tener hijos biológicos, así lo habían demostrado los análisis y los intentos fallidos de fecundación in vitro de años atrás. Tampoco tienen ya ahorros de los que tirar para intentar adoptar de nuevo, e incluso si consiguieran que les dieran otro préstamo, tardarían años en poder volver a formar una familia. 

    Es la única opción que les queda. 

    Por eso, Jorge ha pasado todo un mes diseñando su estrategia. Ha aprovechado los paseos con Coco para recorrer distintos parques de Cádiz en busca de la presa idónea: una madre soltera sobrecargada, necesitada de liberarse de algo o alguien para poder seguir adelante. Hace dos semanas que ha dado con su objetivo. Aquella mujer debe de rondar los treinta, pero ya tiene al menos tres hijos —si es que en casa no esconde alguno más—, de trece, seis y dos años. Al de trece solo lo ha visto vez, normalmente no va al parque. Jorge sospecha que son de distintos padres, porque no se parecen apenas entre sí. El aspecto físico de la mujer denota todo lo que puebla su mente. Siempre aparece con los ojos hinchados, rematados por un grueso rabillo. Su cuerpo escuálido está enfundado en un chándal gris y uno se pregunta si ese tenue temblor que inquieta sus piernas se debe a algo más que al frío. Las demás madres del parque no solo no se detienen a hablar con ella, sino que forman corros en los que cuchichean sobre ella. Hablan lo bastante alto como para que la conversación llegue a sus oídos. 

    Jorge repasa mentalmente el discurso con el que planea presentarse ante ella: «Perdone, no he podido evitar fijarme en que está usted desbordada. No me mire así, sabe que es evidente. Verá, yo quisiera ayudarla, si usted me lo permite. Lo que le voy a decir la va a asustar, pero piénselo, tómese unos días, unas semanas, y se dará cuenta de que es mucho más sensato de lo que parece. Deme a su hijo, a Pablito. Espere, espere, escúcheme. Sé que no puede mantenerlo, se le nota. Ya tiene bastante con los otros dos. Necesita descansar, necesita centrarse en su trabajo o por lo menos tener tiempo para buscar uno, y así no puede. Los días se le hacen cuesta arriba, ¿verdad? La entiendo, a mí me pasa lo mismo. Pero la solución es sencilla, mucho más sencilla que si luego usted decidiera dar a su hijo en adopción, o si se lo llevaran los servicios sociales. Así evitaría que estuviera dando tumbos en casas de acogidas o encerrado en un orfanato. Le prometo que, si me lo da, lo cuidaremos bien, mi mujer y yo. Ella ya sabe lo que es ser madre y necesita volver a serlo. Por favor, se lo suplico». 

    Por supuesto, Jorge puede no decirle nada. Puede seguirla a su casa y memorizar la zona en la que vive, así como su rutina diaria al detalle, con el fin de encontrar el mejor momento para raptar al niño. Pero eso no le interesa. Si lo hace, seguramente ella misma o algún vecino llamará a la policía y se iniciará una búsqueda que terminará con él en los juzgados. No, le conviene que todo sea mucho más sutil, más discreto. Si la madre accede voluntariamente a cederle el niño, él está dispuesto a mudarse a otra ciudad y a contactar con personas que puedan conseguirle documentación falsa sobre su nuevo hijo. Además, no cree que Laura, en su estado actual, pueda suponer un problema. Se quejará, se opondrá, pero cree que finalmente, cuando acune a Pablito entre sus brazos, no querrá soltarlo. 

    Jorge agarra con firmeza la correa de Coco y se levanta del banco. Le duele la muñeca derecha, nota cómo le late despacio, enrojecida. Las bolitas blancas, rosas y transparentes le muerden la piel con cada ligero roce. 

    Pablito se encuentra en el extremo opuesto del parque. Ya ha dejado de llorar. Su madre balancea el cochecito con un brazo mientras con el otro sostiene su teléfono móvil. Está entretenida deslizando el pulgar por la pantalla, ignorante del hombre que se le acerca.

    En el cielo, sobre franjas anaranjadas y rosáceas, las gaviotas se atreven a interrumpir el grácil vuelo de las golondrinas. 

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