Silencio porque las niñas están durmiendo
Estábamos a oscuras, por un apagón
de yo no se qué, en Bogotá, en el periodo de las sombras del 2005, mi mujer,
mis dos hijas, el gato peludo y mi ansiosa cabeza de no poder ser buen padre. Había
discutido con Diana, las niñas dormían y las ventanas mal cerradas dejaban
escapar un aliento suave pero ruidoso. Decidí cerrar mejor las ventanas y
buscar los velones de la virgen de mi madre, fallecida al poco tiempo de la desaparición
de mi hermanito menor en la oscura y larga historia desde Soacha a la Escombrera
en repetidos caminitos y en viceversa. Callé, después de discutir con la voz
partida de cantar gritos sin despertar a las niñas porque dormían. Al encender
los primeros velones
Ese octubre vivíamos en un piso
de alquiler en la montaña del suroriente bogotano, tenía un pequeño jardín, el
cuál todos los sábados, lo usábamos como escuela teatral y agrícola. Un frío
setentatriplehijueputa, aunque en apariencia, un frío suave, para las cuerpas
de más allá del océano, porque aquí en promedio se llega, quizá, a los nueve
grados en las mínimas. Diana tenía la sangre tan caliente que nunca se queja de
frío, vive con las manos calientes y los cachetes como globos de fuego de
tanto que se reía. Los velones anunciaron
Diana, escribiré una oda en tu
nombre. Me alegraba que sucediera ese octubre, al final sabía la causa de nuestros
desencuentros, cuando las calles se oscurecen con una niebla tan blanquita tan
banquita como si el semen de todos los bogotanos flotara en pequeños remolinos
de aire y una lluviecita constante de charcos de agua gris, aguardiente y un
pegamento amarillo, dislocador de tabiques y consciencias, regara los adoquines
que cuando se pisan saltan chorros disparados.
La niebla y la lluvia rimaban en
un contraste por sustracción de los senos bellísimos de Diana. Redondos, como dos
pequeñas lunas llenas, con dos satélites pomposos cafés, orbitando en dos
pequeñas argollas. Saturninas, oblicuas montañas, hadas hermosas, que no pude
dejar de pensar desde el último año de colegio. El tiempo se quedó allí en un
vals bajo la luz de los velones de la virgencita. Llevábamos meses en discusiones
y de no tener sexo. Esos días, sin premeditarlo, volvimos a nuestras caricias, de cachetaditas al jaguar, en plan de que todo
iría bien, de que todo estaría bien.
Las caricias me bendijeron, me dieron las buenas noches para dormir agustito y sin pensar en la existencia. Diana, lentamente, se desnudó, mi cuerpo perplejo y mis manos convertidas en ser técnico de la luz del escenario no podía decir nada ni moverme. Empujé con torpeza un velón chorreante del líquido que se desprende de la combustión. Me imaginé en el centro de la iglesia, con el incienso, el vino consagrado y la iluminación de velas siempre perpetúa follando con mi Artemisa sin parar ni por la excomunión de los paramilitares antioqueños ni con la mirada confundida de los curas pedófilos. De solo verla desnuda, mi jaguar, como un dios en el confesionario, se avivó como si fuera llamado por carne fresca en el pacífico de por aquí.
Los dos, digo los dos para dar ánimos
a mí mismo, terminamos exhaustos. Después del eclipse y la visita a la pequeña muerte,
renacimos en una conversación en la combustión de catnip, María Juana y tabaco. Diana,
gato peludo y mis ojos miopes, vimos el cielo con una risita tímida. Hablamos de
hacer las paces, de querernos en silencio porque las niñas están durmiendo, de
volar con los humos de nuestros cuerpos, la lavanda y el azufre. Ese mismo olor del
infierno del primer círculo, o quizá del último, un azufre para nada malo, de
esos olores que uno quiere que siempre se queden guardados, un azufre-soft-pop.
En voz bajita, hicimos acuerdos, pero en síntesis, nuestra relación pasó de
casados a estar casados pero abiertos. Es decir, podíamos follar con cualquiera,
pero a ninguna decirle te amo. Aglutinadas con las aguas azufradas y la
madrugada, decidimos ir a pasear con nuestras hijitas a una vereda del
municipio de Saboyá.
La virgencita como una deus ex
machine nos echaba piropos de terapeuta y les tapaba los oídos a mis hijitas
siempre en sueños. Las niñas dormían a toda hora en vacaciones, como si las
hojas cuadriculadas y amarillas de los cuadernos de la escuela, las adormecieran
como angelitos del cielo y no tuvieran otra cosa que hacer en los días feriados
que irse al infinito. Durante el viaje a Saboyá, las dos niñas, que para
guardar su inocencia las llamaremos como dos flores favoritas de mi mamá: Orquídea
y Sábila, yacían como dos Ofelias dormilonas junto al gato peludo en un río de
maletas y comiditas para picar en el fondo de un jeep clásico.
Diana fumaba por la ventana,
siempre de los cigarritos de tabaco con lavanda y los pies descalzos sobre la guantera del coche. Hablaba con sus amigas de lo feliz que estaba de ir de
vuelta a su tierrita para ver las tías, las ovejas y la docena de perros
moribundos pero felices. La idea de abrir la relación me parecía loquísima. Diana
se veía feliz, se hizo selfies y muchos videos para tik-tok, luego, paramos en
un estanco de sopas tradicionales y ella seguía con su móvil. Las niñas entredormidas tomaban sorbitos de
sopa despacito, al mismo tiempo, de luchar contra mi sopa hirviendo que tenía todo
tipo de ingredientes, como un mercado de la divina providencia. Me vendieron la
idea que era el mejor mute que debía haber probado en la vida y sí. Aunque con
toda esa vitamina biodiversa de la sopa, tuve un pánico de haberme deshidratado
o de tener una fuerte pesadez estomacal.
Perdido en los rugidos de mi estómago, me fui a probar suerte al monte que no conocía, porque el único servicio de baño estaba recién ocupado por una mujer de la tercera edad con silla de ruedas. Todavía, no habíamos llegado a Saboyá, pero estábamos en el pueblo del lado que no recuerdo como se llama. Boyacá, la gran región de la papa, mil versiones de las patatas belgas o francesas, de diferentes durezas y texturas, de formas poco usuales que sirven hasta para matar policías gonorreas. El frío es más fuerte que allí en San Cristóbal, dónde teníamos nuestro pisito. Aquel día de viaje a la memoria, tenía miedo, un miedo que me hizo subir un trecho bastante lejano sin darme cuenta. Emprendí cuesta arriba, lo más alto para que nadie pudiera verme. A falta de correa, para iniciar el viaje y ponerme al volante, tomé una hilaza de colores del arcoíris para amarrarme los pantalones, con la urgencia de ese momento, luché contra mi auto amarre y con el instinto de apretar el estómago haciendo puntitas de pies como en las clases de ballet de las tardes de mis hijas. Hasta que, al fin, saqué mis nalgas rojas, un albaricoque pequeño pero robusto. Acurrucado y concentrado con una pasión de taichí, vi un hombre en una azotea que me miraba de reojo. Estaba tendiendo grandes sábanas blancas en largos tendederos, llevaba un sombrero moderno que le tapaba la nunca, sin camisa, con un blue jean, una correa de cuero y unas botas de caucho. A la segunda mirada de él sobre mí, me levanté rápido, sin poder hacer nada y me subí los pantalones haciéndome daño con unas moras salvajes que crecían a dos pasos de dónde intentaba cagar.
Volví a la mesa de sopas pero mi mujer hasta ese momento pedía su sopa porque minutos antes había dicho que se tomaba la sopa con las niñas, pero ellas entredormidas tenían un hambre de dragonas liberadas de cautiverio que le dejaron probar tan solo una cucharada por cada una. Me contó que el gato peludo estaba loco en el coche persiguiendo una pequeña mariposa que se había colado en la parada de Ventaquemada. Viéndolas comer, escogí una cerveza Sol porque hace tiempos no la bebía, es de las cervezas que no saben tan bien, pero hacen recordar un tiempo bien, como los tiempos de antes de que a mi hermanito le hicieran pasar por guerrillero y mi pobre mamita, como una Magdalena, buscándolo hasta debajo del río Magdalena.
De nuevo estaba en el pico del montecito del pueblo cuyo nombre no puedo recordar de Boyacá, porque otra vez la puerta ocupada y la señora de las ruedas. Ascendí velozmente con la cerveza en las neuronas y las tripas danzantes. Al final, si, unas heces bien sólidas y de un porte lo suficientemente visible de una dieta no veggie pero con suficiente fibra y agua. Me sentí satisfecho. Cuando bajaba me encontré a Agustín. El campesino fuerte de los kilómetros y kilómetros de sábanas blancas colgadas. Él que vio mi pequeño albaricoque al aire. Agustín de cerca parecía un David, labrado por tanta fuerza, de finas pero rígidas maderas por un escultor leñador, como si lo hubiera creado una suerte de Miguel Ángel boyacense.
Agustín era un hombre fuerte,
de ojos azules, pero facciones indígenas. Portaba una ruana de lana virgen grisácea
y debajo unos pectorales formados por cargar bloques de concentrado en los
hombros para sus animales de su finca, unos tatuajes artesanales en sus antebrazos,
los mismos pantalones azules y las mismas botas de caucho. Me dijo que no
sintiera vergüenza, que todo bien, que tenía un buen culo y se rio tan fuerte
que me hizo desencajar la mandíbula. Yo estaba de mil colores, sonrojado, pero él, se veía
experto en el arte de la socialización y de dar a comer a sus animales, que le
creyera, que todo bien, que a veces él también prefería las cagadas meditativas
al aire libre. Y muy generosamente, me invitó a conocer su huerta y su forma de
regar las plantas.
Visualicé la huerta muy profesional, me mostró sus plantas favoritas, en un acento muy boyacense me relató que hace ocho años había enviudado. No pregunté, pero parecía tener treinta y ocho o treinta nueve años. Al entrar en su casa, me pasó una foto de su esposa y me sirvió una cerveza. Con la vergüenza de dejar caca en su predio, acepté la cerveza con un latido constante pensando en mi mujer. Este hombre moreno, con poco cabello, de mandíbula y espalda cuadrada me sirvió cerveza tras cerveza. Diana, mi mujer, se quejaba porque no puedo decir que no y ese día no pude. Ese día, me contó que había pertenecido a la guerrilla y luego a los paramilitares. Fascinado con las historias de su vida, dejé pasar el tiempo. Hasta que llegó la historia del actor. Me dijo que siendo guerrillero conoció un actor de Montevideo, un actor que también militaba en la guerrilla, pero en la gran ciudad. Agustín tenía algunas fotos y cuando las vi detenidamente, vi como un espejo en ellas, como si me estuviera viendo en esas fotos. No sé si era un efecto producto de la vergüenza o de la cerveza.
Ya quería irme para volver al restaurante de las sopas, pero Agustín me invitó a jugar una partida de dominó. Sacó una botella de ron. Yo accedí a beber alcohol porque Diana podía conducir el último tramo de viaje. Agustín emocionado anunció que el que perdiera recibiría un chorro de agua fría sin ropa. No sabía, si por su pasado, rechazarlo fuera una sentencia a la muerte, entonces, accedí. Traté de beber y jugar lo más rápido posible pero el juego se alargó. Con una de las últimas fichas, Agustín al colocarla en el centro de la mesa la dejó caer cerca a mi cremallera del pantalón, se disculpó, pero sin pensarlo dos veces mandó la mano para agarrarme el bulto. Seguía con su risa esquizofrénica y me pidió que lo perdonara, que se había equivocado con la motricidad fina. Yo me sentí incómodo, pero no sé porque sentí una vibración intensa que me llevó a tener un bruxismo ruidoso.
Pedí el baño, me lavé la cara y me dije unas cuantas palabras ebrias al espejo. Intenté respirar, cantar una melodía bonita y decirme que me quería a mi mismo. Orinaba sentado, cuándo Agustín me empujó la puerta del baño, me sorprendió que se sacara la polla tan olorosa que inundó mis fosas nasales durante todo ese mes de octubre. Nunca había visto un pene tan grande, miré el mío y ni se veía, tan escondido por el frío que me sentí doblemente avergonzado. Me impresioné al verlo orinar en el lavamanos, cuándo empezó a contar otra historia sin mirarme. Agustín no sé cuánto tiempo estuvo encerrado sin recibir a nadie hasta que fui yo su primera víctima de la palabra. Me encontraba anonadado con mi vulnerabilidad sentada y los pantalones abajo, mis ebrios y roídos calzoncillos, viendo como este hombre se sacudía su bestia con las últimas gotas del acumulado de la risa nerviosa.
Cuando volví a la sala de estar me había servido un trago, pero le manifesté que volvería al otro día si quería, pero no podía de dejar de pensar en Diana, en mis hijas y en el gato peludo. Acordamos terminar al otro día la partida de dominó. Nos despedimos como si fuéramos colegas de toda la vida. Después de tambalear por el monte cercano y llegar de vuelta a los humos de las sopas, mi mujer me veía asombrada y con cara de malgenio, aunque las niñas dormían con el gato en la parte trasera del coche. No supe que excusa inventarle, así que empecé a hablar de un vecino que había visto hace algunos años supuestamente a mi hermanito desaparecido. Le inventé, que necesitaría verlo más para saber un posible paradero al menos de su cuerpo muerto. Diana al escucharme, me comentó que habían ido por postre de dulce de leche, moras y queso, después por helados para ellas y café y tabaco para ella.
Al volante, Diana, conducía con una seguridad dominante y sensual. Antes de llegar al pueblo de sus tías, las ruedas de adelante sonaron como una pequeña bomba atómica. Orquídea abrió los ojos redondos y de cuencas grandes, al mismo tiempo, Sábila emitió un pequeño grito agudo, aunque ambas volvieron a dormir en breve. Yo todavía borracho por el ron y las cervezas, me fijé la meta de llevar un mecánico del pueblo recién pasado para que nos ayudasen a reparar ese suceso desafortunado. Diana, enfurecida se puso a beber nuestro vino que llevábamos desde la ciudad para toda la semana de viaje, al frente del timón con el sonido bajito de unas viejas canciones de Lana del Rey.
Hicimos el amor como dos atrincherados de bandos contrarios, con tanta violencia que él era un conservador y yo un liberal. En un gran espejo mohoso y salpicado de crema dental me veía yo siendo abanderado por primera vez en mi vida. Agustín me hizo percibir visiones y escuchar voces secretas con el fuerte orgasmo que tuve. Sudando como dos potros aprendiendo a relinchar, rodeados de cajas de cartón sueltas, escopetas de colección, imágenes de grandes caballos de paso, la virgencita y el crucifijo, nos abrazamos en un corto intercambio de palabras. El juego de dominó estaba intacto tal como lo habíamos dejado antes del incidente del coche, pero la botella de ron se había ido como el río arrastrando los cuerpos sin nombre. Recordé ser mal padre, mis niñas y mi mujer olvidadas en lo lejos de la carretera, me levanté y al dar unos pasos, reconocí que había sido preñado y con violencia, como dicen, aunque Agustín cómo si nada.
Con todas las botellas desocupadas, abrí los ojos, vi a Agustín de lejos dando comida a sus animales, como si la madrugada fuera su hora del día y Diana tan coqueta haciendo el desayuno que me encendió la nostalgia al contarme que quería un chance rapidito con Agustín.
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