lunes, 20 de enero de 2025

-Relato 1 de Melanie Bermudez

 

ALGUIEN TE ESTÁ VIENDO


Todo lo que veía eran luces parpadeantes girando a mi alrededor. El sudor pegaba la pelusa del disfraz a mi piel, haciéndome hiperventilar más de lo que ya estaba. La música resonaba por todo el lugar, pero para mí era más un zumbido repetitivo que, en algún punto, empezó a marearme. Por eso me abrí paso entre la multitud aplastada, quitándome la cabeza de panda del disfraz.

Choqué con el hombro de alguien disfrazado de Michael Myers, quien me miró fijamente al hacerlo. No dije nada, solo fruncí el ceño y aceleré el paso cuando el mareo empeoró. Corrí hacia los baños femeninos, ignorando la fila interminable y las críticas que no tardaron en llegar por pasar delante de las demás chicas que esperaban. Empujé a una que estaba a punto de entrar a un cubículo y me metí yo.

Cerré la puerta y me arrodillé en el suelo, dejando la cabeza del panda a un lado antes de vomitar. Una, dos, tres, cuatro veces. Golpearon la puerta con fuerza, quejándose, pero ignoré los gritos. Cuando terminé, me limpié la boca con el nudillo y me acomodé en el pequeño espacio, estirando las piernas y apoyando la espalda en la pared.

Miré al techo y respiré por la boca. El disfraz me asfixiaba, pero me puse de pie como pude, bajé el agua del retrete y salí del baño. Las chicas me fulminaron con la mirada, pero las ignoré y me acerqué al lavamanos para echarme agua en la cara y beber un poco.

Con la cabeza del panda aún en la mano, salí al pasillo. Entonces lo vi de nuevo: alguien disfrazado de Michael Myers, mirándome. Me pregunté si era la misma persona, pero era una fiesta de disfraces universitaria; había cientos de alumnos en la fraternidad, muchos de ellos con disfraces similares.

«No, no debe ser el mismo», me aseguré a mí misma.

Decidida, caminé por el pasillo y pasé junto a él. Cuando estaba a punto de cruzar la puerta para volver a la fiesta, miré por encima del hombro para ver si seguía observándome, pero no, ya no lo hacía. Negué con la cabeza y sonreí un poco.

Avancé hacia la pista de baile, donde vi a mis amigas de la hermandad bailando. Traté de unirme a ellas, pero mi ritmo era mucho más lento. Me dolía la cabeza y seguía sin sentirme del todo bien, sobre todo por esa extraña sensación que empezaba a invadirme, como si alguien me estuviera observando.

Miré a mi alrededor, pero solo vi estudiantes ebrios y drogados.

Volví la mirada a mis amigas y entonces apareció Addison, mi mejor amiga y compañera de habitación. Nos conocimos en nuestro primer año universitario. Me sonrió mientras bailaba desenfrenada junto a las demás. Luego, vino a mi encuentro y me abrazó por el cuello, tambaleándose un poco.

—Odio tu disfraz de panda.

Me encogí de hombros, riendo. El suyo era todo lo contrario al mío, ella era una conejita de Playboy.

Entonces me soltó, girando sobre sí misma mientras reía.

—En el mundo de las chicas —empezó diciendo y comencé a reír junto con ella, completando la frase que sabía iba a decir—, halloween es la única noche del año en la que una chica puede vestirse como una absoluta mujerzuela y nadie puede criticarla.

Seguíamos bailando, hasta que, en algún momento, volví a quedarme sola en la pista de baile. Me pasé las manos por el rostro y cuando las quité, dejé de bailar y me detuve en seco cuando lo vi. Otra vez. Él. Mirándome. Michael Myers.

Busqué a mis amigas, hasta que encontré a Amber y la tomé de los brazos, señalando al chico disfrazado de Michael Myers, pero cuando quise enseñárselo, me di cuenta de que… ya no estaba.

Miré alrededor de la habitación, buscándolo, pero no había rastro. Se había esfumado.

—¿Qué pasa? —preguntó mi amiga, sin dejar de bailar mientras me miraba.

Negué con la cabeza, llevándome una mano a la sien. El dolor empezaba a golpear con fuerza.

—Nada —respondí, intentando sonar despreocupada.

—A ver, abre la boca. Esto te relajará —ofrece ella, mostrándome una pastilla rosada. 

Intenté negarme, pero insistió hasta que terminé cediendo, o eso le hice creer, ya que, en realidad, fingí aceptarla y luego la escupí. 

Esperé unos minutos, tranquila y, aunque mi cuerpo parecía estabilizarse, la incomodidad no desapareció por completo. En algún momento de la noche, decidí deshacerme de la máscara de panda. No sabía dónde la había dejado exactamente, pero tampoco me importaba.

Entonces, mis ojos se encontraron con los de Thomas, el capitán del equipo de fútbol americano. Su disfraz de dios griego brillaba bajo las luces, y me estaba mirando mientras bebía de su vaso. Me acerqué con paso decidido y me detuve justo frente a él.

—Bonito disfraz —dijo, con su habitual sarcasmo.

Rodé los ojos, ignorándolo.

—Creo que dejé mi tanga favorita en tu habitación la otra noche. —Alzó una ceja, fingiendo no saber de qué hablaba—. De color amarillo —añadí.

—No lo sé, no la he visto, pero podemos subir a buscarla si quieres.

—Sí quiero. —No dudé con mi respuesta.

Subimos a su habitación. Apenas cerró la puerta, puso el pestillo. Me giré hacia él y, al mirarlo, sus ojos oscuros no dejaron dudas sobre sus intenciones. No hizo falta buscar nada. Me tomó de la mano, tiró de mí hacia él y atrapó mis labios con los suyos, mordiéndolos antes de besarme.

Me quitó el disfraz con rapidez. Cuando quedé en ropa interior, sonrió al ver mis tangas.

—Amarillas —pronunció, con la respiración agitada.

—Vaya, aparecieron —respondí, haciéndome la tonta mientras lo llevaba hacia la cama.

Me senté en el borde del colchón y él se arrodilló frente a mí. Me quitó las bragas con cuidado, deslizándolas por mis piernas, y no perdí el tiempo. Tomé su cabello, guiando su rostro hacia mi sexo.

Me sostuvo de los muslos, acercándome más hacia él, y cuando sentí el primer roce de su lengua, un gemido escapó de mis labios…

Cuando volví a la fiesta, Thomas y yo tomamos caminos distintos. Pero entonces lo vi de nuevo: el maldito disfraz. Michael Myers estaba allí, mirándome.

El humor me cambió de inmediato. Harta, empujé a la gente a mi paso, pidiendo que se movieran mientras intentaba alcanzarlo. Pero cuando llegué al lugar donde estaba, ya no había nadie.

Giré sobre mis talones, buscándolo. Nada.

«¿Dónde se metió?»

Una mano se posó en mi hombro y me sobresalté. Me giré rápido, pero esta vez no era Michael Myers. Era Josh.

Mi novio me sonrió de oreja a oreja, y yo lo abracé con fuerza.

—¿Pero…? —balbuceé, llevándome las manos a la cabeza. Abrí los ojos como platos, intentando comprender.

Josh no debería estar aquí. Se suponía que estaba pasando Halloween con su familia, a kilómetros de distancia.

—¡Sorpresa! —Me besó, y correspondí con la misma intensidad.

—¿Qué haces aquí? Pensé que no volverías hasta la siguiente semana.

—Te extrañaba, así que volví antes.

Hice un puchero antes de besarlo de nuevo.

—Yo también te extrañé. Mucho. —Mis ojos bajaron hacia su disfraz: un huevo en cada tetilla y una salchicha colgando entre sus piernas—. Eres un huevo con salchicha. Me encanta.

—Y esta salchicha entrará en ti más tarde —murmuró en mi oído.

—Pues lo espero con ansias —coqueteé.

Pasamos un buen rato bailando. En algún momento, Josh fue por bebidas, yo le pedí agua y, cuando regresó, yo me bebí el vaso de un solo sorbo. La música seguía retumbando, y mi adrenalina subió con el reciente golpe de hidratación. Él bailaba conmigo, estuvimos así toda la noche, hasta que, en algún momento, al darme la vuelta, ya no estaba.

Lo busqué a mi alrededor, primero con la mirada y luego por toda la casa: la cocina, la sala de juegos, la entrada. Incluso subí a las habitaciones. Revisé su cuarto, pero no había rastro de él. Mi ceño se frunció, confundida.

«¿Dónde demonios se metió?»

De repente, me dieron ganas de ir al baño. Fui al de la primera planta y, al abrir la puerta, mis ojos se abrieron de par en par al ver lo que tenía frente a mí: mi novio teniendo sexo con Addison.

Ambos se sobresaltaron al verme. Ella estaba sobre la encimera del lavabo; él, entre sus piernas.

«Vaya espectáculo».

—Lamento interrumpir. No se preocupen por mí, ya me voy. —Cerré la puerta de un portazo y me dirigí a la salida. Una sensación caliente, como fuego, recorrió mi cuerpo. La furia me hervía en las venas.

«¡Grandísimos hijos de puta!», grité para mis adentros. Pero solté el aire con fuerza y seguí caminando. No me iba a rebajar. No me iba a afectar. Me iré con la frente en alto.

Me sujetaron del brazo antes de que alcanzara la puerta. Al girarme, vi a Josh. Estaba alarmado, asustado, como un niño cuando lo descubren haciendo algo malo.

—Puedo explicar...

—Ahórratelo. No me interesa.

Intenté marcharme, pero volvió a sujetarme, deteniéndome otra vez.

—Elenna, por favor. Lo de Addison...

—¡Te dije que no me interesa! —Elevé la voz, y algunas personas comenzaron a mirarnos. Los ignoré. Mi atención estaba en el imbécil frente a mí—. ¿Y sabes por qué no me interesa? Porque mientras tú te lías con mi... —miré detrás de él y la vi, parada como si nada, solo mirándome, seria— ex mejor amiga, yo me follo a todos tus compañeros de equipo.

Silencio, luego…

—¡¿Qué cojones estás diciendo?! —Dio un paso hacia mí, y yo retrocedí, riendo y encogiéndome de hombros.

—Si estás sordo, no es mi maldito problema.

No supe en qué momento la música se había detenido. Solo sé que fuimos el centro de atención, y cuando di media vuelta para salir de esa casa, tras mi confesión, un sonoro «¡Oh!» se escuchó entre la multitud.

Al llegar a la calle, caminé a toda prisa. Era de madrugada, y hacía un frío horripilante. Por suerte, el maldito disfraz me ayudaba un poco. A medida que me alejaba, todo quedaba atrás, sumiéndome en un silencio profundo.

Ya no había ruido, ni personas, solo una calle desierta y yo. Avancé, sin tener ganas de llorar. Sería hipócrita hacerlo, cuando yo también le era infiel.

«¿Por qué lo era?». La pregunta siempre resonaba en mi cabeza, pero la respuesta nunca cambiaba: siempre había sido una chica solitaria, independiente, alguien que no pertenecía a nadie. Lo fui desde la cuna.

Pasé toda mi infancia en un orfanato. La directora, una mujer cruel a quien llamábamos la bruja, me dijo una vez que mi madre había sido una prostituta. Según ella, me dejó en la puerta con una nota en la que confesaba no saber quién era mi padre, porque ni siquiera ella lo sabía.

Aquel lugar no era más que un infierno disfrazado de refugio. Se aprovecharon de mí de muchas maneras. Pero, cuando tuve la oportunidad de conseguir una beca universitaria, me mudé, decidida a construir un futuro lejos de todo eso.

El hecho de que alguien como Josh se interesara por mí, queriendo algo más que una simple noche de pasión, me tomó por sorpresa. No pude evitar sentirme atrapada en la relación después de un año. Josh era un buen chico, de buena familia, buen alumno y un buen “novio”. Pensé que era el hombre con el que debía estar el resto de mi vida.

Pero mi yo interior deseaba algo más, algo diferente. Así que empecé a quedar con otros chicos a escondidas, chicos que no tenían problema en seguir mis reglas: solo sexo casual, nada más.

Lo de Adisson, sin embargo, sí me dolió. Pensé que era mi amiga… La veía como a una hermana. Ahora veo que no era más que una envidiosa. Envidiosa por lo que yo tenía: Josh.

«Que se lo quede. Se lo regalo en un paquete con moño, si quiere».

En ese momento, solo quería llegar a casa, darme un baño y dormir. Era todo lo que deseaba.

Mis piernas se detuvieron cuando escuché el crujido de una rama. Miré hacia atrás, alerta, pero no había nada. Todo era oscuridad. Negué con la cabeza, pensando que tal vez estaba imaginando cosas. Seguí caminando, pero el mismo sonido volvió a detenerme.

—¿Hola? —dije, esperando una respuesta que no llegó—. ¿Hay alguien ahí?

Negué otra vez, riendo para mis adentros. Tal vez la noche, la fiesta y todo me había puesto paranoica, como cuando en la fraternidad creí que alguien me observaba. El sujeto simplemente desapareció, y no lo volví a ver.

Al fin divisé la hermandad más adelante, y una sensación de paz me llenó. Me imaginé traspasando la puerta y sintiéndome segura.

Incluso me prometí que mañana a primera hora pediría el cambio de habitación. Ni loca compartiría mi espacio con alguien como Addison.

Al entrar en la enorme casa de dos pisos, caminé directo a la cocina en busca de un vaso de agua. Me serví, bebí tranquila, tarareando una canción, pero dejé de hacerlo al notar que la puerta del patio trasero estaba entreabierta.

«Qué raro, nunca la dejamos abierta».

Dejé el vaso en la encimera y me acerqué para cerrarla. Me quedé ahí un momento, observando a través del cristal, escaneando cada rincón del patio, atenta sin saber por qué. Respiré hondo y me relajé. Era solo la noche rodeándome.

Sonreí, pero mi sonrisa se desvaneció en cuanto vi, a través del cristal, algo que no encajaba. Mi reflejo mostraba que, detrás de mí, había alguien.

Grité y me agaché justo cuando vi el cuchillo que venía hacia mí. Rodeé la isla del centro de la cocina y volví a gritar. Reconocí el disfraz: Michael Myers.

Recuerdos de la noche invadieron mi mente en destellos: las miradas, el choque de hombros. Era él. Era la misma persona.

Se quedó inmóvil, observándome, sin decir nada.

—¿Quién eres? —pregunté, con la voz temblorosa. No respondió—. Si esto es una broma, no tiene gracia.

Ladeó la cabeza hacia un lado, sin dejar de mirarme.

Entonces vi el teléfono de la casa, conectado al lado de la estufa. Solo tenía que correr, tomarlo, encerrarme en mi habitación y llamar a emergencias.

Conté hasta tres en mi mente antes de lanzarme hacia el teléfono. Lo tomé y corrí hacia las escaleras, pero no llegué a subir ni un escalón cuando alguien me sujetó por detrás y me lanzó al suelo. El teléfono salió disparado de mis manos.

Grité otra vez, girando en el piso justo cuando vi el cuchillo acercarse a mi rostro. Levanté la pierna y lo pateé en el estómago como pude, sintiendo el peso de mi disfraz encima. Mi golpe lo hizo retroceder y cayó al suelo. Aproveché ese momento para gatear hacia el teléfono y marcar al 911, pero antes de oprimir el botón de llamada, algo tiró de mi pierna con fuerza, arrastrándome hacia atrás y alejándome del aparato.

Grité, pataleé, pedí ayuda. Hice todo lo que pude en ese instante. Se colocó encima de mí, intentando clavar el cuchillo en mi pecho, pero el disfraz impidió que penetrara del todo. Empezamos a forcejear. En un movimiento desesperado, logré lanzar el cuchillo lejos, y, en un momento de jaloneo, conseguí arrancarle la máscara.

Mis ojos se abrieron de par en par al reconocer el rostro frente a mí. El impacto me dejó congelada, incapaz de moverme, lo que la persona aprovechó para ir por el cuchillo. Reaccioné tarde y traté de detener lo que sucedería a continuación, pero su brazo se alzó con el arma en mano y la hundió en mi cuello.

Cuando sacó el cuchillo, con la clara intención de volver a atacarme, lo sujeté con lo poco de fuerza que me quedaba. Sentí la sangre llenar mi boca, el calor húmedo en mis manos por la sangre que corría por el cuchillo, y supe que me estaba quedando sin tiempo.

De repente, todo comenzó a encajar. Imágenes de la fiesta inundaron mi mente: esas apariciones inesperadas, las desapariciones inexplicables y, sobre todo, las miradas... La última que me dio antes de irme de la fiesta.

Me apuñaló varias veces en el estómago, esta vez logrando que el filo atravesara mi piel, antes de ponerse de pie. Se quedó mirándome mientras la vida se escapaba de mí... y no solo la mía. También la de mi bebé de ocho semanas, el niño que llevaba en mi vientre. Pero ¿cómo lo supo? No se lo había dicho a nadie.

Tenía una sonrisa que destilaba placer, como si hubiera cumplido algo que había deseado durante mucho tiempo. En su mano sostenía la máscara, y en sus ojos había una victoria cruel.

—Ni tú ni esa basura que esperas verán la luz del sol.

—¿Por qué…? —Mi voz apenas es un susurro, no tengo fuerzas.

—¿Creíste que no me di cuenta? Encontré las pruebas en el cubo del baño. Las cinco, todas positivas. ¿Estás loca? Pensé que me lo dirías, que buscaríamos la forma de que abortaras. Pero cuando no dijiste nada… lo supe. Supe que querías tenerlo, y yo eso no lo podía permitir.

Me llevé una mano al cuello, tratando de detener la hemorragia, mientras la otra quedó extendida. Mi disfraz de panda estaba empapado en sangre, al igual que el suelo bajo mi cuerpo.

—Aunque, claro, con lo que has confesado hoy, ni siquiera podemos estar seguros de quién es el padre, ¿verdad? Sabía que eras una zorra, una muy suertuda, pero esa suerte termina hoy.

Se fue, dejando la puerta abierta detrás de sí. Giré la cabeza, lento y lo vi: el teléfono. Con un esfuerzo que no sabría cómo explicar, levanté la mano temblorosa, pero cayó pronto. Mis fuerzas se desvanecían, pero apreté los dientes y lo intenté de nuevo. Lo logré. Pulsé el botón de llamada sin mirar, porque mi visión ya era un borrón.

El tono sonó una, dos, tres veces. Mi corazón se hundió al pensar que nadie contestaría. Mis ojos comenzaron a cerrarse…

—911, ¿en qué puedo ayudarle? —La voz al otro lado era clara, pero no podía responder. Mis palabras eran apenas susurros. Intenté moverme, pero mi cuerpo no obedecía—. 911, ¿está herido? Lo escucho, pero no le entiendo.

Hice un último esfuerzo, el último antes de rendirme por completo. Sabía que no tendría otra oportunidad. Para mí y mi bebé, el mañana ya no llegaría.

Con el poco aire que me quedaba, pronuncié un nombre, mientras apretaba con fuerza entre mi puño un trozo de su cabello que le había arrancado durante la disputa.

—Adisson…


1 comentario:

  1. Nota: aunque el relato es principalmente ficción, contiene elementos inspirados en situaciones que he presenciado en primera persona.

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