ALGUIEN TE ESTÁ VIENDO
Todo lo que veía eran luces parpadeantes girando a mi alrededor. El sudor pegaba la pelusa del disfraz a mi piel, haciéndome hiperventilar más de lo que ya estaba. La música resonaba por todo el lugar, pero para mí era más un zumbido repetitivo que, en algún punto, empezó a marearme. Por eso me abrí paso entre la multitud aplastada, quitándome la cabeza de panda del disfraz.
Choqué
con el hombro de alguien disfrazado de Michael Myers, quien me miró fijamente
al hacerlo. No dije nada, solo fruncí el ceño y aceleré el paso cuando el mareo
empeoró. Corrí hacia los baños femeninos, ignorando la fila interminable y las
críticas que no tardaron en llegar por pasar delante de las demás chicas que
esperaban. Empujé a una que estaba a punto de entrar a un cubículo y me metí
yo.
Cerré
la puerta y me arrodillé en el suelo, dejando la cabeza del panda a un lado
antes de vomitar. Una, dos, tres, cuatro veces. Golpearon la puerta con fuerza,
quejándose, pero ignoré los gritos. Cuando terminé, me limpié la boca con el
nudillo y me acomodé en el pequeño espacio, estirando las piernas y apoyando la
espalda en la pared.
Miré
al techo y respiré por la boca. El disfraz me asfixiaba, pero me puse de pie
como pude, bajé el agua del retrete y salí del baño. Las chicas me fulminaron
con la mirada, pero las ignoré y me acerqué al lavamanos para echarme agua en
la cara y beber un poco.
Con
la cabeza del panda aún en la mano, salí al pasillo. Entonces lo vi de nuevo:
alguien disfrazado de Michael Myers, mirándome. Me pregunté si era la misma
persona, pero era una fiesta de disfraces universitaria; había cientos de
alumnos en la fraternidad, muchos de ellos con disfraces similares.
«No,
no debe ser el mismo», me aseguré a mí misma.
Decidida,
caminé por el pasillo y pasé junto a él. Cuando estaba a punto de cruzar la
puerta para volver a la fiesta, miré por encima del hombro para ver si seguía
observándome, pero no, ya no lo hacía. Negué con la cabeza y sonreí un poco.
Avancé
hacia la pista de baile, donde vi a mis amigas de la hermandad bailando. Traté
de unirme a ellas, pero mi ritmo era mucho más lento. Me dolía la cabeza y
seguía sin sentirme del todo bien, sobre todo por esa extraña sensación que
empezaba a invadirme, como si alguien me estuviera observando.
Miré
a mi alrededor, pero solo vi estudiantes ebrios y drogados.
Volví
la mirada a mis amigas y entonces apareció Addison, mi mejor amiga y compañera
de habitación. Nos conocimos en nuestro primer año universitario. Me sonrió
mientras bailaba desenfrenada junto a las demás. Luego, vino a mi encuentro y
me abrazó por el cuello, tambaleándose un poco.
—Odio
tu disfraz de panda.
Me
encogí de hombros, riendo. El suyo era todo lo contrario al mío, ella era una
conejita de Playboy.
Entonces
me soltó, girando sobre sí misma mientras reía.
—En
el mundo de las chicas —empezó diciendo y comencé a reír junto con ella,
completando la frase que sabía iba a decir—, halloween es la única noche del
año en la que una chica puede vestirse como una absoluta mujerzuela y nadie
puede criticarla.
Seguíamos
bailando, hasta que, en algún momento, volví a quedarme sola en la pista de
baile. Me pasé las manos por el rostro y cuando las quité, dejé de bailar y me
detuve en seco cuando lo vi. Otra vez. Él. Mirándome. Michael Myers.
Busqué
a mis amigas, hasta que encontré a Amber y la tomé de los brazos, señalando al
chico disfrazado de Michael Myers, pero cuando quise enseñárselo, me di cuenta
de que… ya no estaba.
Miré
alrededor de la habitación, buscándolo, pero no había rastro. Se había
esfumado.
—¿Qué
pasa? —preguntó mi amiga, sin dejar de bailar mientras me miraba.
Negué
con la cabeza, llevándome una mano a la sien. El dolor empezaba a golpear con
fuerza.
—Nada
—respondí, intentando sonar despreocupada.
—A
ver, abre la boca. Esto te relajará —ofrece ella, mostrándome una pastilla
rosada.
Intenté
negarme, pero insistió hasta que terminé cediendo, o eso le hice creer, ya que,
en realidad, fingí aceptarla y luego la escupí.
Esperé
unos minutos, tranquila y, aunque mi cuerpo parecía estabilizarse, la
incomodidad no desapareció por completo. En algún momento de la noche, decidí
deshacerme de la máscara de panda. No sabía dónde la había dejado exactamente,
pero tampoco me importaba.
Entonces,
mis ojos se encontraron con los de Thomas, el capitán del equipo de fútbol
americano. Su disfraz de dios griego brillaba bajo las luces, y me estaba
mirando mientras bebía de su vaso. Me acerqué con paso decidido y me detuve
justo frente a él.
—Bonito
disfraz —dijo, con su habitual sarcasmo.
Rodé
los ojos, ignorándolo.
—Creo
que dejé mi tanga favorita en tu habitación la otra noche. —Alzó una ceja,
fingiendo no saber de qué hablaba—. De color amarillo —añadí.
—No
lo sé, no la he visto, pero podemos subir a buscarla si quieres.
—Sí
quiero. —No dudé con mi respuesta.
Subimos
a su habitación. Apenas cerró la puerta, puso el pestillo. Me giré hacia él y,
al mirarlo, sus ojos oscuros no dejaron dudas sobre sus intenciones. No hizo
falta buscar nada. Me tomó de la mano, tiró de mí hacia él y atrapó mis labios
con los suyos, mordiéndolos antes de besarme.
Me
quitó el disfraz con rapidez. Cuando quedé en ropa interior, sonrió al ver mis
tangas.
—Amarillas
—pronunció, con la respiración agitada.
—Vaya,
aparecieron —respondí, haciéndome la tonta mientras lo llevaba hacia la cama.
Me
senté en el borde del colchón y él se arrodilló frente a mí. Me quitó las
bragas con cuidado, deslizándolas por mis piernas, y no perdí el tiempo. Tomé
su cabello, guiando su rostro hacia mi sexo.
Me
sostuvo de los muslos, acercándome más hacia él, y cuando sentí el primer roce
de su lengua, un gemido escapó de mis labios…
Cuando
volví a la fiesta, Thomas y yo tomamos caminos distintos. Pero entonces lo vi
de nuevo: el maldito disfraz. Michael Myers estaba allí, mirándome.
El
humor me cambió de inmediato. Harta, empujé a la gente a mi paso, pidiendo que
se movieran mientras intentaba alcanzarlo. Pero cuando llegué al lugar donde
estaba, ya no había nadie.
Giré
sobre mis talones, buscándolo. Nada.
«¿Dónde
se metió?»
Una
mano se posó en mi hombro y me sobresalté. Me giré rápido, pero esta vez no era
Michael Myers. Era Josh.
Mi
novio me sonrió de oreja a oreja, y yo lo abracé con fuerza.
—¿Pero…?
—balbuceé, llevándome las manos a la cabeza. Abrí los ojos como platos,
intentando comprender.
Josh
no debería estar aquí. Se suponía que estaba pasando Halloween con su familia,
a kilómetros de distancia.
—¡Sorpresa!
—Me besó, y correspondí con la misma intensidad.
—¿Qué
haces aquí? Pensé que no volverías hasta la siguiente semana.
—Te
extrañaba, así que volví antes.
Hice
un puchero antes de besarlo de nuevo.
—Yo
también te extrañé. Mucho. —Mis ojos bajaron hacia su disfraz: un huevo en cada
tetilla y una salchicha colgando entre sus piernas—. Eres un huevo con
salchicha. Me encanta.
—Y
esta salchicha entrará en ti más tarde —murmuró en mi oído.
—Pues
lo espero con ansias —coqueteé.
Pasamos
un buen rato bailando. En algún momento, Josh fue por bebidas, yo le pedí agua
y, cuando regresó, yo me bebí el vaso de un solo sorbo. La música seguía
retumbando, y mi adrenalina subió con el reciente golpe de hidratación. Él
bailaba conmigo, estuvimos así toda la noche, hasta que, en algún momento, al
darme la vuelta, ya no estaba.
Lo
busqué a mi alrededor, primero con la mirada y luego por toda la casa: la
cocina, la sala de juegos, la entrada. Incluso subí a las habitaciones. Revisé
su cuarto, pero no había rastro de él. Mi ceño se frunció, confundida.
«¿Dónde
demonios se metió?»
De
repente, me dieron ganas de ir al baño. Fui al de la primera planta y, al abrir
la puerta, mis ojos se abrieron de par en par al ver lo que tenía frente a mí:
mi novio teniendo sexo con Addison.
Ambos
se sobresaltaron al verme. Ella estaba sobre la encimera del lavabo; él, entre
sus piernas.
«Vaya
espectáculo».
—Lamento
interrumpir. No se preocupen por mí, ya me voy. —Cerré la puerta de un portazo
y me dirigí a la salida. Una sensación caliente, como fuego, recorrió mi
cuerpo. La furia me hervía en las venas.
«¡Grandísimos
hijos de puta!», grité para mis adentros. Pero solté el aire con fuerza y seguí
caminando. No me iba a rebajar. No me iba a afectar. Me iré con la frente en
alto.
Me
sujetaron del brazo antes de que alcanzara la puerta. Al girarme, vi a Josh.
Estaba alarmado, asustado, como un niño cuando lo descubren haciendo algo malo.
—Puedo
explicar...
—Ahórratelo.
No me interesa.
Intenté
marcharme, pero volvió a sujetarme, deteniéndome otra vez.
—Elenna,
por favor. Lo de Addison...
—¡Te
dije que no me interesa! —Elevé la voz, y algunas personas comenzaron a
mirarnos. Los ignoré. Mi atención estaba en el imbécil frente a mí—. ¿Y sabes
por qué no me interesa? Porque mientras tú te lías con mi... —miré detrás de él
y la vi, parada como si nada, solo mirándome, seria— ex mejor amiga, yo me
follo a todos tus compañeros de equipo.
Silencio,
luego…
—¡¿Qué
cojones estás diciendo?! —Dio un paso hacia mí, y yo retrocedí, riendo y
encogiéndome de hombros.
—Si
estás sordo, no es mi maldito problema.
No
supe en qué momento la música se había detenido. Solo sé que fuimos el centro
de atención, y cuando di media vuelta para salir de esa casa, tras mi
confesión, un sonoro «¡Oh!» se escuchó entre la multitud.
Al
llegar a la calle, caminé a toda prisa. Era de madrugada, y hacía un frío
horripilante. Por suerte, el maldito disfraz me ayudaba un poco. A medida que
me alejaba, todo quedaba atrás, sumiéndome en un silencio profundo.
Ya
no había ruido, ni personas, solo una calle desierta y yo. Avancé, sin tener
ganas de llorar. Sería hipócrita hacerlo, cuando yo también le era infiel.
«¿Por
qué lo era?». La pregunta siempre resonaba en mi cabeza, pero la respuesta
nunca cambiaba: siempre había sido una chica solitaria, independiente, alguien
que no pertenecía a nadie. Lo fui desde la cuna.
Pasé
toda mi infancia en un orfanato. La directora, una mujer cruel a quien
llamábamos la bruja, me dijo una vez que mi madre había sido una prostituta.
Según ella, me dejó en la puerta con una nota en la que confesaba no saber
quién era mi padre, porque ni siquiera ella lo sabía.
Aquel
lugar no era más que un infierno disfrazado de refugio. Se aprovecharon de mí
de muchas maneras. Pero, cuando tuve la oportunidad de conseguir una beca universitaria, me mudé, decidida a construir un futuro lejos de todo eso.
El
hecho de que alguien como Josh se interesara por mí, queriendo algo más que una
simple noche de pasión, me tomó por sorpresa. No pude evitar
sentirme atrapada en la relación después de un año. Josh era un buen chico, de
buena familia, buen alumno y un buen “novio”. Pensé que era el hombre con el
que debía estar el resto de mi vida.
Pero
mi yo interior deseaba algo más, algo diferente. Así que empecé a quedar con
otros chicos a escondidas, chicos que no tenían problema en seguir mis reglas:
solo sexo casual, nada más.
Lo
de Adisson, sin embargo, sí me dolió. Pensé que era mi amiga… La veía como a
una hermana. Ahora veo que no era más que una envidiosa. Envidiosa por lo que
yo tenía: Josh.
«Que
se lo quede. Se lo regalo en un paquete con moño, si quiere».
En
ese momento, solo quería llegar a casa, darme un baño y dormir. Era todo lo que
deseaba.
Mis
piernas se detuvieron cuando escuché el crujido de una rama. Miré hacia atrás,
alerta, pero no había nada. Todo era oscuridad. Negué con la cabeza, pensando
que tal vez estaba imaginando cosas. Seguí caminando, pero el mismo sonido
volvió a detenerme.
—¿Hola?
—dije, esperando una respuesta que no llegó—. ¿Hay alguien ahí?
Negué
otra vez, riendo para mis adentros. Tal vez la noche, la fiesta y todo me había
puesto paranoica, como cuando en la fraternidad creí que alguien me observaba.
El sujeto simplemente desapareció, y no lo volví a ver.
Al
fin divisé la hermandad más adelante, y una sensación de paz me llenó. Me
imaginé traspasando la puerta y sintiéndome segura.
Incluso
me prometí que mañana a primera hora pediría el cambio de habitación. Ni loca
compartiría mi espacio con alguien como Addison.
Al
entrar en la enorme casa de dos pisos, caminé directo a la cocina en busca de
un vaso de agua. Me serví, bebí tranquila, tarareando una canción, pero dejé de
hacerlo al notar que la puerta del patio trasero estaba entreabierta.
«Qué
raro, nunca la dejamos abierta».
Dejé
el vaso en la encimera y me acerqué para cerrarla. Me quedé ahí un momento,
observando a través del cristal, escaneando cada rincón del patio, atenta sin
saber por qué. Respiré hondo y me relajé. Era solo la noche rodeándome.
Sonreí,
pero mi sonrisa se desvaneció en cuanto vi, a través del cristal, algo que no
encajaba. Mi reflejo mostraba que, detrás de mí, había alguien.
Grité
y me agaché justo cuando vi el cuchillo que venía hacia mí. Rodeé la isla del
centro de la cocina y volví a gritar. Reconocí el disfraz: Michael Myers.
Recuerdos
de la noche invadieron mi mente en destellos: las miradas, el choque de
hombros. Era él. Era la misma persona.
Se
quedó inmóvil, observándome, sin decir nada.
—¿Quién
eres? —pregunté, con la voz temblorosa. No respondió—. Si esto es una broma, no
tiene gracia.
Ladeó
la cabeza hacia un lado, sin dejar de mirarme.
Entonces
vi el teléfono de la casa, conectado al lado de la estufa. Solo tenía que
correr, tomarlo, encerrarme en mi habitación y llamar a emergencias.
Conté
hasta tres en mi mente antes de lanzarme hacia el teléfono. Lo tomé y corrí
hacia las escaleras, pero no llegué a subir ni un escalón cuando alguien me
sujetó por detrás y me lanzó al suelo. El teléfono salió disparado de mis
manos.
Grité
otra vez, girando en el piso justo cuando vi el cuchillo acercarse a mi rostro.
Levanté la pierna y lo pateé en el estómago como pude, sintiendo el peso de mi
disfraz encima. Mi golpe lo hizo retroceder y cayó al suelo. Aproveché ese
momento para gatear hacia el teléfono y marcar al 911, pero antes de oprimir el
botón de llamada, algo tiró de mi pierna con fuerza, arrastrándome hacia atrás
y alejándome del aparato.
Grité,
pataleé, pedí ayuda. Hice todo lo que pude en ese instante. Se colocó encima de
mí, intentando clavar el cuchillo en mi pecho, pero el disfraz impidió que
penetrara del todo. Empezamos a forcejear. En un movimiento desesperado, logré
lanzar el cuchillo lejos, y, en un momento de jaloneo, conseguí arrancarle la
máscara.
Mis
ojos se abrieron de par en par al reconocer el rostro frente a mí. El impacto
me dejó congelada, incapaz de moverme, lo que la persona aprovechó para ir por
el cuchillo. Reaccioné tarde y traté de detener lo que sucedería a
continuación, pero su brazo se alzó con el arma en mano y la hundió en mi
cuello.
Cuando
sacó el cuchillo, con la clara intención de volver a atacarme, lo sujeté con lo
poco de fuerza que me quedaba. Sentí la sangre llenar mi boca, el calor húmedo
en mis manos por la sangre que corría por el cuchillo, y supe que me estaba
quedando sin tiempo.
De
repente, todo comenzó a encajar. Imágenes de la fiesta inundaron mi mente: esas
apariciones inesperadas, las desapariciones inexplicables y, sobre todo, las
miradas... La última que me dio antes de irme de la fiesta.
Me
apuñaló varias veces en el estómago, esta vez logrando que el filo atravesara
mi piel, antes de ponerse de pie. Se quedó mirándome mientras la vida se
escapaba de mí... y no solo la mía. También la de mi bebé de ocho semanas, el
niño que llevaba en mi vientre. Pero ¿cómo lo supo? No se lo había dicho a
nadie.
Tenía
una sonrisa que destilaba placer, como si hubiera cumplido algo que había
deseado durante mucho tiempo. En su mano sostenía la máscara, y en sus ojos
había una victoria cruel.
—Ni
tú ni esa basura que esperas verán la luz del sol.
—¿Por
qué…? —Mi voz apenas es un susurro, no tengo fuerzas.
—¿Creíste
que no me di cuenta? Encontré las pruebas en el cubo del baño. Las cinco, todas
positivas. ¿Estás loca? Pensé que me lo dirías, que buscaríamos la forma de que
abortaras. Pero cuando no dijiste nada… lo supe. Supe que querías tenerlo, y yo
eso no lo podía permitir.
Me
llevé una mano al cuello, tratando de detener la hemorragia, mientras la otra
quedó extendida. Mi disfraz de panda estaba empapado en sangre, al igual que el
suelo bajo mi cuerpo.
—Aunque,
claro, con lo que has confesado hoy, ni siquiera podemos estar seguros de quién
es el padre, ¿verdad? Sabía que eras una zorra, una muy suertuda, pero esa
suerte termina hoy.
Se
fue, dejando la puerta abierta detrás de sí. Giré la cabeza, lento y lo vi: el
teléfono. Con un esfuerzo que no sabría cómo explicar, levanté la mano
temblorosa, pero cayó pronto. Mis fuerzas se desvanecían, pero apreté los
dientes y lo intenté de nuevo. Lo logré. Pulsé el botón de llamada sin mirar,
porque mi visión ya era un borrón.
El
tono sonó una, dos, tres veces. Mi corazón se hundió al pensar que nadie
contestaría. Mis ojos comenzaron a cerrarse…
—911,
¿en qué puedo ayudarle? —La voz al otro lado era clara, pero no podía
responder. Mis palabras eran apenas susurros. Intenté moverme, pero mi cuerpo
no obedecía—. 911, ¿está herido? Lo escucho, pero no le entiendo.
Hice
un último esfuerzo, el último antes de rendirme por completo. Sabía que no
tendría otra oportunidad. Para mí y mi bebé, el mañana ya no llegaría.
Con
el poco aire que me quedaba, pronuncié un nombre, mientras apretaba con fuerza
entre mi puño un trozo de su cabello que le había arrancado durante la disputa.
—Adisson…
Nota: aunque el relato es principalmente ficción, contiene elementos inspirados en situaciones que he presenciado en primera persona.
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