El vuelo de vuelta
Volví a casa sin saber lo que buscaba. Puede que estuviese huyendo. Puede que buscase una respuesta, o puede que el simple hecho de volver ya me la estuviese dando. Sea como fuere, mi familia interpretó que el motivo de mi regreso era que había adelantado la visita navideña, y aunque se extrañaron de que María no viniese conmigo, se alegraron mucho el poco tiempo que estuve en casa. La verdadera decepción llegó un día antes de Nochebuena, cuando les dije a mis padres que me volvía a Sevilla esa misma noche. Recuerdo que en el pueblo había hecho una mañana hermosa y hasta con algo de calor. El atardecer invernal de media tarde daba la falsa sensación de que el día evolucionaba suavemente hacia una apacible noche, y que con ella se desvanecerían todos los problemas.
Recorrimos el trayecto en coche hasta el aeropuerto en completo silencio. Ni mis padres ni yo nos atrevimos a decir nada, sobre todo después de que todas sus insistencias en que me quedase fueran rechazadas. Se habían ofrecido a pagarme un vuelo unos días más tarde e incluso a abonarme el precio del billete que había comprado yo con mi dinero. Yo tampoco me había atrevido a contarles la verdadera causa de mi visita: que se trataba de un intento de huida, que las cosas no iban bien con María y que estábamos pensando dejarlo tras seis años de relación. Les habría causado demasiado estrés. No habrían entendido que estábamos en momentos vitales diferentes. Ella quería mudarse a otro país porque los papeles que le iban a dar allí iban a ser mejores que los de aquí. Yo, en cambio, no me veía preparado para abandonar la vida que tanto me había costado conseguir en Sevilla como guionista en una serie, a pesar de lo mal que pagaban. Había vuelto a casa en busca de una respuesta, pero la ansiedad me estaba asfixiando y no podía pasar un día más sin una solución al problema.
Cuando llegamos al aeropuerto de Valencia, el sol ya se había escondido tras las montañas y con él se había esfumado cualquier atisbo de la calidez anterior. Al salir del aparcamiento para cruzar la pasarela que conduce a la terminal de salidas, sentí un viento gélido muy fuerte, proveniente de no sé dónde, como para recordar que el invierno había llegado y venía con prisa, deseando desplazar de cualquier modo la estación pasada. Mi padre andaba varios pasos por delante arrastrando mi maleta. Mi madre iba a mi lado y trataba de convencerme para que me quedase, diciéndome lo mucho que me iban a echar de menos en Navidad, hablándome de las comidas y los juegos que me iba a perder y de la ilusión que le hacía a la abuela que estuviese para la cena. Pero estaba decidido. Iba a coger el avión ese mismo día como estaba previsto, irme volando de allí, y en unas horas estaría en Sevilla. Y con un poco de suerte mis dudas estarían resueltas al aterrizar. Seguí por la pasarela sin decir nada.
Ya debía estar puesto en la pantalla cuando entré en la terminal de salidas. Sin embargo, mis ojos buscaron con inocencia entre toda la sopa de letras, números, códigos y destinos hasta encontrar el que se correspondía con el mío. Una vez localizado mi pasaje, deslicé los ojos cuidadosamente por la fila en la que se hallaba, como quien sigue el vuelo de un mosquito con la mirada, y entonces lo vi. Mi vuelo se había retrasado dos horas. El nuevo horario marcaba las diez de la noche. Ponía que el retraso era provisional, pero ese concepto —un vuelo retrasado que vuelve a estar a su hora, como si además de desplazarse en el espacio lo hiciese a través de un agujero de gusano temporal— me parecía tan inverosímil como la probabilidad de aclarar todos mis pensamientos en un periodo tan breve.
Con tal de desembarazarme de mis padres y sus insistencias, que ya arrancaban de nuevo detrás de mí, corrí rápidamente terminal abajo buscando el mostrador de la aerolínea con la que volaba. Quería saber si el retraso era definitivo, encontrar una certeza de que no se me estaba escapando una oportunidad, de que el futuro no iba más rápido que yo y se distanciaba con cada bocanada de aire que abandonaba mi cuerpo.
En el extremo norte de la terminal encontré el mostrador. Al acercarme vi el cristal todo sobado con marcas de vaho y de huellas dactilares, probablemente pertenecientes a otros pasajeros que, como yo, acudían sudorosos y confusos a la ventanilla. Al otro lado había una mujer de uniforme con los colores de la compañía sentada en un escritorio. Era una chica joven. Miraba la pantalla del ordenador desinteresadamente mientras clicaba un poco con el ratón. Debería estar deseando salir de ahí. Yo al menos lo estaría. Lo estaba. Me acerqué a los cuatro agujeros organizados en rombo —con cuidado de no tocar el sucio cristal— para que la chica me escuchase bien.
—¿Sabe si lo de la pantalla está bien? —Me oí gritarle al cristal.
—¿Perdón? —Giró el cuello hacia mí, pero sin apartar la mirada de la pantalla. Como si lo que estaba haciendo fuese más importante que atenderme.
—Mi vuelo. Lo han retrasado, o eso es lo que pone ahí. ¿Es verdad? —Esto último sonó más penoso de lo que me hubiese gustado.
—Ahora lo miro. —Se puso a teclear, con más insistencia esta vez—. Me temo que así es. —Esta vez sí que se dirigió a mí y me dedicó una falsa sonrisa.
—Pero si no le he dicho cuál es mi vuelo. —Podía sentir un calor subiéndome por el cuello, y no era producto de los tres jerséis que llevaba porque no me cupieron en la maleta.
La mujer volvió a mirar la pantalla y a mover el ratón lentamente, dándome a entender que ya había hecho por mí todo lo que estaba dispuesta a hacer. Me separé del mostrador y volví a mirar la tabla de salidas más cercana en busca de algún cambio. Nada. Seguían faltando cuatro horas. En ese momento vi llegar a mis padres desde la parte por la que habíamos entrado a la terminal. Venían esquivando parejas mochileras, hombres trajeados con maletines de viaje de marca y familias cargadas de equipaje, incluyendo niños tirando de inverosímiles maletas diminutas —más destinadas a cumplir con una ilusión infantil que con una función práctica. Cuando mis padres llegaron donde yo estaba, mi padre sugirió que fuésemos a tomar algo para hacer tiempo. Sin esperar mi respuesta, se dirigieron al café-bar de la terminal. Siguieron hablando de la organización de la cena de Nochebuena durante un buen rato: de los primos que iban a venir, del número de sillas, de las servilletas nuevas, del debate interminable de qué cocinar para los más pequeños. En ese momento traté de mantener la calma. Ya sabía que el vuelo iba a salir con retraso; lo único que tenía que hacer era esperar. Sólo deseaba que llegase el momento de llegar a Sevilla, ver a María y que mis dudas se resolviesen. Observé a mi alrededor. El café en el que estábamos tenía sillas y mesas de madera naranja, con varias vigas en mitad de la zona de mesas, entre las que se cruzaban tablones finos para dar un aire de intimidad a los comensales. Estaba delimitado del río de personas de la terminal por un macetero de metal negro alargado con helechos de plástico. Todo el lugar tenía el objetivo de hacerte olvidar que estabas esperando en un aeropuerto, suspendido entre dos destinaciones. El epítome del no-lugar dentro del no-lugar. Desde mi taburete, situado en la frontera interior del café, al lado del macetero, podía ver a lo lejos a la gente pasar el control de seguridad. Veía a los pasajeros y trataba de adivinar si su viaje era puntual o permanente basándome en su equipaje: las dimensiones, el desgaste, el número de bolsas por persona, si tenían a alguien en el otro lado despidiéndose. En muchos de los casos, sí había alguien. Entre estos, había quienes se fundían en un abrazo largo, aparentemente sentido, justo antes de separarse e ir cada uno por un lado de la mampara de plástico que separaba a aquellos que se iban de los que se quedaban. También había quienes se despedían y, una vez en el otro lado, se volvían y saludaban enérgicamente con el brazo en alto durante varios segundos. En un par de ocasiones hubo alguna lágrima escondida que esperó a salir una vez había ido quien se tenía que ir. Independientemente del lado de la mampara. Un acontecimiento de mecánica bastante simple: una persona está y deja de estar para ir a otro sitio. Separaciones. Todo esto lo observaba mientras un murmullo de voces inundaba mis oídos. Con suerte, alguno de los mensajes de despedida se entendía por encima del resto, como un brillante satélite del planeta del ruido. Sentado en el café, podía sentir cómo a cada instante un denso material fundido se solidificaba en torno a mi cuello y hombros. Lo atribuí al miedo que me daba pasar el control de seguridad, sin considerar que quizás era el miedo a avanzar, a abandonar mi vida y tener que empezar en otro país. Con tal de acallar el pensamiento lo más rápidamente posible, insistí en pasar el control de seguridad. Les había dicho a mis padres que no quería una de esas despedidas como en las películas, y tras un abrazo a cada uno, me puse en la fila. Una vez pasado el laberinto de cintas verdes previo al control, avancé hacia el detector de metales. En ese momento me giré y vi cómo la puerta automática se abría, dejando pasar esos dos cuerpos de espaldas. Recuerdo cuánto deseé que se girasen por un instante y así poder verlos una vez más, pero las puertas automáticas se volvieron a cerrar detrás de ellos, insensibles. Por un instante pensé en seguirlos, pero la voz de una agente me pedía que pasara por el detector. Tras pasar por la máquina, me apartó del resto de pasajeros. Faltaban tres horas para el despegue.
—He visto que tiene un bote en la maleta. Ábrala, por favor. —Era una señora muy bajita, con voz de fumadora y la cara llena de arrugas, y no precisamente de lo mucho que sonreía. En su tono no se atisbaba ni una diminuta chispa del espíritu navideño que flotaba en el ambiente por esas fechas. Es más, si una resistencia a dicho espíritu existiese, estoy seguro de que habría nacido del negro corazón y los negros pulmones de esa señora.
—Sí, disculpe. Voy. —Abrí la maleta.
—Es que siempre igual. Por mucho que sea Navidad y esas mierdas, no os podéis esperar que no miremos lo que lleváis. —Sus manos enguantadas buscaban entre mis jerséis, mis libros, mis dudas—. Ajá. Aquí está. ¿Me puede decir qué es esto? —Sacó un cilindro rojo de mi equipaje. Claramente era una vela.
—Es una vela, agente. Lo siento, no sabía que no se podía llevar una vela en el avión.
—Sí que se puede llevar. Lo único: ni se te ocurra encenderla durante el vuelo. —Su cara permaneció completamente seria, como si de verdad me viese tan idiota como para intentar provocar un incendio en un tubo a diez mil metros de altura.
—Puede quedársela si quiere. —Sonreí, pero no le gustó la broma. La agente volvió a su puesto, dándome a entender que había terminado conmigo. En el momento de guardar la vela vi que tenía pegada una nota escrita. “Mira que irte antes de Navidad, ¡estás on fire! Enciéndela mañana y piensa en nosotros”. Mi hermano debió ponerla ahí sin que yo me diese cuenta. Metí la vela y junté las dos mitades de la maleta para cerrarla.
Una vez en el gran pasillo interior del aeropuerto, dentro de la zona con las puertas de embarque, volví a comprobar en una pequeña televisión cuánto faltaba para que despegase mi avión. Seguía estando igual que antes, sin los vuelos que ya habían despegado e incluyendo otros que se habían añadido al final de la lista. Un pequeño grupo de personas se había reunido debajo de la televisión, como adeptos esperando una señal divina del cielo. Entre todos ellos destacaba un hombre. Era alto, calvo, e iba cargado con una mochila de montaña azul, pero lo más peculiar era su atuendo. Iba vestido con un pantalón corto y una camiseta blanca a pesar del mes del año en el que estábamos. Hablaba airadamente por teléfono en un idioma desconocido para mí. Transmitía una energía de padre de familia viajero; se me hacía raro verle a él solo, sin una pareja y un niño pequeño o posiblemente dos e incluso un bebé a su alrededor. Señalaba la pantalla repetidamente como intentando hacer ver algo a su interlocutor. Estaba claro que el hecho de que la otra persona no pudiese ver lo que estaba pasando ahí mismo contribuía a la desesperación del hombre. Éste miraba a la pantalla y al suelo, buscando un punto fijo al que dirigir su discurso ante la imposibilidad de encontrar físicamente a la persona al otro lado de la línea. Más que por el idioma en que se comunicaba o la lista de destinos, deduje que se dirigía a Varsovia por el vuelo al lado del cual había aparecido la palabra CANCELADO. Llegó un punto en que su voz se rompía por momentos, tornándose en una especie de plegaria. La gente a su alrededor se iba del altar improvisado. Los integrantes de la cola del restaurante de comida rápida más cercano lo miraban con caras atónitas. Yo mismo me separé de la televisión para buscar un lugar para sentarme. Lo único que deseaba en ese momento era subirme al avión. No llegué a saber con quién hablaba el hombre.
Descubrí que era imposible encontrar un asiento disponible en la zona de asientos contigua al control de seguridad. Todos los bancos estaban ocupados, ya fuera por una persona física o por extensiones humanas en forma de piezas de equipaje que se sentaban en los huecos libres. Me vi obligado a buscar otra zona de descanso cerca de las puertas de embarque más lejanas. Supongo que así somos los humanos, nos quedamos en el primer sitio donde estemos cómodos.
Al final de la larga sala de espera encontré una gran habitación circular con más puertas de embarque y una gran isla de asientos central. Sobre los asientos, un modelo a escala de un avión colgaba de unos hilos metálicos. Era lo suficientemente grande como para causar una desgracia en caso de fallo de los soportes. Agité levemente la cabeza para borrar esa imagen de mi mente y volví a mirar una de las pantallas de información. Seguía sin haber ninguna novedad. Solo me percaté de que el vuelo de mi improvisado amigo había desaparecido. Pensé en cómo de rápido se esfuma toda posibilidad; se borra una historia tan fácilmente como desaparece una palabra en una pantalla. Y aunque esa palabra fuese meramente simbólica, era lo único que mi amigo tenía para albergar un mínimo de esperanza. Sin esa palabra, su vuelo dejaba de existir, y con él la vida que tenía planeada en un futuro cercano. Sentí una fuerte pena, tanto por el hombre como por su interlocutor. En parte deseaba que pasase otra vez: que cancelasen otro vuelo, daba igual si era el mío, solo para obtener una solución a mi situación. Busqué un hueco entre las cabezas gachas expectantes. Una afortunada señora encontró un hueco en uno de los extremos de una de las filas centrales y a continuación dejó en el preciado asiento de su lado —hasta ese momento también libre— una maleta. Me acerqué a la señora.
—Disculpe, ¿puedo? —Señalé el asiento.
—Ocupado. —Me miró con cara de miedo mientras agarraba su bolso, como si le fuese a robar alguna de sus pertenencias. No estaba interesado en nada suyo. Yo quería su asiento. Esa mirada suya me hizo pensar en robarle de verdad. Quitarle el bolso ya que no podía tener su sitio. En lugar de eso, me fui.
Faltaban dos horas para el despegue. Seguí buscando un lugar para sentarme en la gran sala. El exterior, que se veía a través de las puertas de embarque de cristal y los ventanales contiguos, ya estaba totalmente oscuro. Al pasear por los restaurantes —también abarrotados— encontré un pasillo que iba justo al lado del que había venido. Era un pasillo un poco oscuro, que transmitía la sensación de ser un entresijo de la terminal. Quizás eso explicaba la poca gente que se había aventurado en él. Seguí por el pasillo hasta que encontré otra habitación. Era como una burbuja separada de la sala principal, también con su propia isla de asientos. Esta vez, sí había huecos libres. Me dirigí a una de las filas con menos asientos ocupados y me senté, intercambiando una mirada de complicidad con una chica que estaba sentada en la fila paralela. Los asientos eran duros, de un material similar al cuero, con formas convexas, reposabrazos metálicos entre cada plaza y comodidad limitada, como para incitar a que no se estuviese sentado demasiado tiempo, como para hacernos recordar que los aeropuertos son sitios de paso.
La consecución de un asiento me permitió dedicar un poco de atención al libro que llevaba. Entré en la última hora de espera leyendo y releyendo frases entrecortadas mientras los pensamientos sobre mi futuro —no sólo el más próximo— repicaban en mi cabeza como gotas cayendo sobre metal. El paso de los minutos no parecía proporcionarme la ansiada revelación. Se me ocurrió que quizás el retraso del vuelo era una señal. Quizás una fuerza superior me mantenía en este aeropuerto, este purgatorio de almas viajantes, para evitarme subir al avión. Quizás mi instinto inicial de huir, de volver a casa, ya dejaba entender mi posición. O quizás el mundo exterior se había sumido en un cataclismo y todo estaba ardiendo en llamas. El silencio me dio la respuesta: ni se escuchaban gritos a mi alrededor ni parecía reinar el caos en el exterior.Aún debía tomar una decisión. Debía volver o no a Sevilla a arreglar o poner fin a mi relación. Al rato me sonó el teléfono con un mensaje. “Cuándo llegas”. Escribí una respuesta. “No hace falta que me esperes, me han retrasado el vuelo”. Lo borré. “Espérame, llegaré pronto”. También borré eso. “Tarde, no lo sé. Te avisaré”. Borré la última parte, le di a enviar y guardé el teléfono en mi mochila. Miré nuevamente la pantalla como para asegurarme de que el vuelo seguía ahí, para asegurarme de que no me encontraba atascado, de que aún tenía una opción y no estaba esperando a un vuelo que no iba a llegar. No podía ver nada delante de mí. Ahí estaban: las mismas dos opciones que me atormentaban cuatro días antes cuando llegué a Valencia. Las mismas opciones que seguían ahí esta tarde al llegar al aeropuerto. Abandonar mi vida o abandonar a quien me amaba. Traté de mantener la calma. Antes de poder articular una respuesta para mí mismo, una pareja con un bebé entró en la sala, el lloro del cual rompió el vítreo silencio que se había mantenido desde mi llegada. Me di cuenta de que había otras diez o quince personas conmigo. Ambos miembros de la pareja llevaban gorros de papá Noel, mientras que el pequeño lucía una pequeña diadema de reno. Su entrada fue como si alguien hubiese abierto una puerta al frío exterior y los demás presentes nos hubiésemos congelado, convertidos en atrezo de esa particular escena. Hablaban con susurros y los padres cantaban suavemente un villancico para contentar al bebé. Pasado un rato, vi cómo los miembros de la familia feliz celebraban algo. Miré por última vez la pantalla con los vuelos. Habían añadido una puerta de embarque a mi vuelo —que era el mismo que el de la familia— y éste iba a empezar en breve. Era el momento de decidir. Y lo supe. Lo supe como cuando el sol, que, tras estar escondido detrás de un árbol, y pese a los rayos visibles al rozar el borde de las hojas, sigue con su movimiento insistente para encontrar un rescoldo entre el follaje y presentarse por completo con su influencia, su calidez y su poder como una verdad absoluta. Y ahí estaba mi verdad. Lo que me había hecho volver en un primer lugar. El hogar es algo que se construye. Como la primera vez que abandoné mi tierra en busca de una carrera profesional, sin ninguna idea de lo que depararía el futuro, pero con la esperanza de construirlo yo mismo. Dos vidas esperaban detrás de una puerta y no tenía manera de adivinar cuál era la correcta. Sabiéndolo o sin saberlo, lo iba a intentar. Marqué un número de teléfono; me lo sabía de memoria. Tras varias señales, justo cuando estaba a punto de colgar, oí una respiración en el otro lado de la línea. “Ya voy”.
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