Un 2007 hacia el presente
Ocurrió hace diecisiete años. En una navidad puertorriqueña llena de monotonía. Recuerdo con ilusión estar abriendo los regalos junto a mi hermano y mis primos en casa de mis abuelos maternos en Cabo Rojo, el pueblo del pirata Cofresí, como le llamaban algunos. Los adultos dialogaban, preparando la mesa mientras la abuela terminaba de dar sus últimos toques a su manjar de manjares, el sancocho. Mi madre se acercó para tomar la gran olla para llevarla a la mesa. Y mi padre, había salido a fumar para hablar con mi abuelo así que mi tío salió en busca de ellos. Era la primera vez que la familia se reunía para unas festividades después de tanto tiempo ya que los nietos recibimos bicicletas de regalo por parte de Santa Claus.
—Los Reyes Magos han venido esta
vez con Santa Claus. —Su voz sonaba dulce.
Los cuatro nietos nos miramos antes
de tomar el segundo regalo que nos entregaba mi abuela, esta vez de parte de
los Reyes.
Una acción que hoy día me cuestiono
si fue correcto haberla dejado pasar por parte de los adultos.
En fin, la cena comenzó. La abuela
nos sirvió a cada uno del sancocho acompañado de un refresco. Los adultos hablaban
de trabajo. El tío sobre alguno que otro caso policial en el área Metropolitana
(cerca de San Juan, la capital). Mis padres hablaban del almacén y la sucursal
del supermercado (Mr. Special) al cual trabajaban. Nosotros, los nietos,
nos envolvimos comiendo aquel platillo que podíamos comer una y otra vez sin
cansarnos. Como buen glotón que soy, al terminar, fui a pedirle más a la abuela,
pero para mí desgracia, se había acabado.
Unos días pasaron, todavía no era
Despedida de Año, estaba en mi casa junto a mi hermano viendo alguna película
junto a mi madre y mi hermano. Al finalizar la película, se comenzó a
transmitir un programa —no recuerdo cual— en donde presentaron a una vidente.
Estas que dicen sobre qué deparará para el año siguiente.
—Habrá mucha muerte este próximo
año.
De todo lo que habló, es la única
frase que recuerdo con claridad. Mi aniñada mente pensó en mi abuela materna,
deseé y recé con todas mis fuerzas, que ella no fuese a morir ese nuevo año que
nos esperaba.
Despedida de Año llegó. A pesar de
solerlo festejar vestidos con ropa elegante en la casa, eso nos solía
entusiasmar a mi hermano y a mí a la hora de vestirnos. Mi padre, como todos
los años, estaba sentado en el balcón bebiendo su típico trago, Don Q
Crystal con Coca Cola. Ya mi madre se había terminado de arreglar y
había desistido de la idea de ir a casa de mis abuelos maternos por la hora.
Al otro día, ya era Año Nuevo, un
nuevo año, un dos mil ocho. Mi hermano y yo nos levantamos temprano, como de
costumbre. Eran las siete de la mañana cuando comenzamos a ver el maratón de Los
Picapiedra. Unas horas pasaron para poder escuchar el llanto desgarrador de
nuestra madre. Ambos, sin saber qué hacer, nos acercamos a la sala donde
logramos ver por la puerta, la patrulla de mi tío. Intenté preguntarle qué sucedía,
pero mi hermano se había adelantado. Solo vimos a nuestra madre irse y me giré
a nuestro padre quien nos abrazó antes de hablar con tristeza.
—Abuela Monin ha muerto.
Los gritos sollozantes de mi
hermano se hicieron presente, negando la realidad que se le presentaba. Un niño
de diez años al cual la vida le arrebató su todo. Yo, en cambio, quedé inmóvil.
No supe cómo reaccionar además de llorar silenciosamente.
La noticia se fue extendiendo.
Llegando a oídos de mi familia paterna quienes nos acogieron a mi hermano y a
mí en lo que mi padre acompañaba a mi madre con los arreglos fúnebres de mi
abuela.
Tres días pasaron, un cuatro de
enero se celebró su acto fúnebre en Cabo Rojo. Recuerdo a abuelo Ponce con sus
ojos llenos de lágrimas sentado cerca del ataúd de abuela. Cuando llegaron mis
primos, mi madre me mandó a salir junto a mi hermano.
—¿Qué pasó con abuela Monin? —El
tono inocente de Lance provocó que su hermano mayor lo abrazara antes de
hablar.
—Abuela Monin se fue de viaje y no
regresará en mucho tiempo. —Fue todo lo que se le ocurrió decirle.
A pesar de que el pequeño de tres
años nos miró, yo solo pude apoyar la mentira con una sonrisa.
Al próximo día, fue el entierro. Mi
madre no nos dejó ir ya que sentía que sería un evento traumático tanto para mi
hermano como para mí que apenas tenía ocho años. Lo único que recuerdo de ese
día fue estar sentado en la mesa del comedor en la casa de la niñera sin hablar
absolutamente nada.
Unos días pasaron y a mi madre le
recomendaron que nos diesen terapia psicológica.
—¡El que debió haberse muerto era
él, no ella!
Recuerdo vivazmente ese grito de mi
hermano, uno lleno de resentimiento y dolor. No era ningún secreto que abuelo
Ponce no era una blanca paloma con abuela Monin y mi hermano siempre se
consideró su guardián al siempre defenderla de él. A diferencia de mi hermano,
que tuvieron que darle alrededor de diez sesiones, dos fueron “suficientes” para
mí ya que no hablaba mucho y decían que era por mi timidez de hablar con
desconocidos.
Un mes pasó, febrero había llegado.
Estaba cursando el tercer grado de escuela elemental (primaria). No recuerdo de
qué exactamente discutía con Paul, pero lo estábamos haciendo dentro del salón.
—Al menos mi abuela no se ahorcó.
Fue la manera burlona de Paul
defenderse ante la situación. Obviamente, le refuté hasta que la maestra nos
mandó a tomar asiento. Mi madre me había dicho que la abuela había muerto de un
ataque al corazón, no por haberse ahorcado. Por más que intenté que ese
comentario no me afectara, terminé ese día yendo a preguntarle a mi madre sobre
si era cierto que ella había muerto de un ataque al corazón a lo que ella me
aseguró que sí con una sonrisa.
Gracias al internet, aprendí a una temprana
edad lo que era el ahorcarse.
Cada año que pasaba, todos los días
de Despedida de Año, siempre le pregunté a mi madre sobre si no me estaba
mintiendo con relación a la muerte de mi abuela y aunque ella negaba el
mentirme, muy en el fondo sabía que lo hacía.
No fue hasta que cumplí mis quince
años, que tuve una discusión fuerte con mi madre:
—Tu opinión no vale nada aquí.
Fueron las palabras que me llevaron
al punto de que hablaba solo lo necesario en la casa. Una época donde me
encerré en mi mundo —mi cuarto— para no salir herido. Se volvió una etapa
bastante difícil de la adolescencia donde el vivir me llegó a dar igual. Llevándome
a buscar temas relacionados con el suceso de mi abuela.
En el proceso descubrí que temía el
sentir dolor físico y las pastillas se volvieron un gran aliado para evitarlo.
Hasta que llegué a mis dieciséis años.
Recuerdo haber acompañado a mi madre al salón de belleza para hacerse su
habitual alisado. Para aquel entonces, solía vestir en sudaderas o abrigos a
pesar del calor de la isla caribeña. Todo sacrificio valía la pena si podía ocultar
las marcas de muchos intentos. Un descuido me bastó para que, en la sala de
espera, mi madre tomara mi muñeca y alzara la manga viendo algunas recientes y
otras cicatrizadas.
—¿Qué hice mal como madre para que me
hagas esto?
A pesar de que su voz sonaba serena,
había un deje de tristeza que le acompañaba. Ni siquiera sabía contestar su
pregunta ya que el problema era yo, no ella. Quise aclarárselo, pero al final
no lo hice.
Cabe añadir que —aunque no recuerdo
cronológicamente si iba antes o después de la cita con la psicóloga— hubo un suceso
con Nicolás, mi mejor amigo. Él al enterarse de lo que me hacía, no se enojó,
pero sí me hizo saber de la impotencia que estaba sintiendo. Lo noté mucho más
pendiente que de costumbre a lo que hacía o no hacía. Hasta que llegó ese día,
el día que tenía marcas en sus antebrazos similares a las mías.
—¿Te gustaría que yo también lo
empezara hacer?
Más que un chantaje, esa pregunta
me la tomé como una amenaza. Sabía hasta que punto Nicolás podía llegar a hacer
las cosas con tal de que yo experimentara su sufrimiento. Lo sentí como un:
¨veamos quien se destruye primero¨. No era en vano que llevásemos conociéndonos
desde los nueve años. Es por ello por lo que se volvió la razón número uno por
la cual, dejé de crearme marcas.
Pasando a las sesiones con la psicóloga,
estas comenzaron al poco tiempo de mi madre haberse enterado. A través de una
amiga, consiguió la cita tan pronto.
—¿Qué te llevó a querer seguir los
pasos de tu abuela?
Me tomó desprevenido esa pregunta.
No sabía que exactamente contestar ante eso.
—Si ella pudo hacerlo, ¿por qué yo
no?
Le contesté con cierto tono de ironía
y frustración. Mi temor ante el dolor no debía ser ningún inconveniente. Llegué
a considerarme cobarde por no poder seguir sus pasos. Ella siguió haciéndome preguntas
hasta que al finalizar la sesión logró darme un diagnóstico: distimia. Según lo
que me explicó en su momento, era una depresión leve que duraba una cierta
cantidad de tiempo al año, pero esta podía variar. En mi caso, se presentaba a
partir de diciembre llegando a durar hasta febrero o incluso hasta agosto.
Ya cuando cumplí los dieciocho
años, las sesiones siguieron siendo mensuales hasta que tuve que cambiar de psicóloga
debido al trabajo y a la universidad. Además de que había solicitado el
servicio con la misma universidad ya que llegó un punto donde escuchaba mas
sobre su vida que ella de la mía. Como si los papeles se hubiesen invertido en algún
momento.
Con la segunda psicóloga, fue mas
ameno el hablar. Quizás gracias a la primera que tuve que me ayudó a dialogar sin
miedo sobre lo que pensaba.
—¿Tu abuela fue cobarde o valiente?
—Su tono lleno de curiosidad.
Mi respuesta en aquel entonces —aún
hoy día—, sigue estando dividida porque, por una parte, se puede decir que fue
cobarde por no afrontar la vida y por otra, que fue una persona valiente ya que
no todos tienen la determinación para decidir hasta que momento desean vivir. Al
final, no hay una respuesta correcta e incorrecta ante eso.
Recién cuando cumplí los dieciocho
años, le volví a hacer la pregunta a mi madre, pero esta vez, el día de mi
cumpleaños.
—¿Cómo murió abuela?
—Tardé diez años en asumir que mi
propia madre había decidido quitarse la vida.
Ahí comenzó a explicarme que en la
autopsia había salido que ella llevaba muerta desde el treinta y uno de
diciembre a las cuatro de la tarde y que abuelo Ponce la encontró el primero de
enero a las diez de la mañana. Volviéndose la primera muerte registrada del dos
mil ocho. Me contó un poco más explícito el cómo la encontraron —parte que no narraré
aquí—, sobre un dinero que dejó para mi madre enganchado en su ropa y una carta
dirigida a mi hermano.
La parte más difícil fue cuando me
tocó decírselo a mi hermano. No quería que mi madre tuviese que volver a
desmoronarse. A pesar de mi negatividad a la hora de contárselo, se lo tomó con
bastante tranquilidad y que entendía el porqué nuestra madre nos mintió por
tantos años.
Ni ella misma podía asumir que su
madre se había suicidado y se le hacía más fácil decir que le dio un ataque al
corazón.
Recordé que en el dos mil catorce,
ellos se habían separado, por alrededor de un mes ya que mi padre fue infiel.
Cuando ambos deciden retomar nuevamente la relación, mi hermano particularmente
no se siente a gusto con ello. Y a comienzos del primer semestre de segundo
año, mis padres se separaron con mira a divorciarse.
—No queremos que te pase lo mismo
que a abuela Monin.
Salió de la boca de mi hermano
mientras mi madre conducía un domingo tranquilo para ir a visitar a abuelo
Ponce. Nuestro mayor miedo era ese, que al volver con nuestro padre y notar que
este no había cambiado en nada, que terminara quitándose la vida. Abuela Monin
al descubrir sobre la infidelidad de abuelo Ponce, comenzó a vivir con nosotros,
pero tres meses antes de morir, regresó con él ya que este le juró que había
cambiado. Mi madre con una sonrisa tranquilizadora nos aseguró que no sería
capaz de dar su vida por un hombre.
Después del divorcio, continué
trabajando con la distimia, durante mi época universitaria y a esto se le
añadió un cuadro de ansiedad que poco a poco comenzó a afectar mi piel. Recuerdo
que, en mi segundo semestre de segundo año, me topé con el ex de una amiga, Lambert.
Resultó ser que ambos estábamos en la misma carrera, aunque este se encontraba
un año por encima de mí. Por alguna extraña razón, mientras esperábamos el transporte
para que nos llevase al edificio donde teníamos un taller de escritura creativa,
me comentó que mi amiga le había hablado de la muerte de mi abuela.
—Hace un año mi padre murió de la
misma manera que tu abuela.
Comenzó a decirme dejándome sorprendido.
Un director de escuela superior (preparatoria), había decidido acabar con su
vida. No sé si fue el hecho de que ambos compartíamos un dolor similar que nos
terminamos volviendo amigos.
Añadiendo que en el taller —de escritura,
como había mencionado antes— que nos encontrábamos, me ayudó bastante a definir
mi manera de escribir. Irónico y satírico fue como aprendí a escribir sobre el
suceso de mi abuela para apaciguar con los años el dolor.
—Tu relato termina con un tono
irónico que destruye todo el dolor que el protagonista está sintiendo,
haciéndolo ver perverso ante el tema.
¨Grandes noticias¨ fue uno de los
primeros relatos que comencé a escribir para poder liberar la carga de los pensamientos
obsesivos que llegué a tener hacia la muerte de mi abuela. En cierto punto, el
no saber qué fue lo que estaba pensando, era lo que me llegaba abrumar. Además
de más noticias de muerte (suicidio) de otros familiares.
Tras terminar la universidad, nuevamente
tuve que cambiar de psicóloga ya que, al ser exalumna, ya no me permitían obtener
los servicios psicológicos que proveen. Lo estresante que noté de cada cambio
de psicóloga era que debía empezar de nuevo, por decirlo de alguna manera.
Explicarle sobre mi abuela, lo que hice en mi adolescencia, en fin, todo.
Con la tercera psicóloga, a pesar
de que me diagnosticó con lo mismo, depresión (distimia) y ansiedad, esta vez
la depresión que me comentó que tenía era la estacional ya que vio el patrón de
que a inicios de invierno comenzaba el cuadro depresivo y solía durar los tres
meses de esa estación.
—La depresión no es del todo hereditaria,
pero tienes un historial familiar largo de eso.
Recuerdo que, tras esa frase de la psicóloga,
comencé a darme cuenta de que la mayoría de los suicidios, venían de mi familia
materna. Aunque uno que otro ocurrió en la familia paterna, pero eran muy
escasos. Siendo mi abuela una de las que tocó fondo, por decirlo de alguna manera.
Pasaron los años y llegamos al dos
mil veintidós. Una ruptura en la relación amorosa de mi hermano nos hizo
revivir la pesadilla de la abuela. Un bisturí mal colocado en su habitación
provocó que manchara el suelo y las paredes de su sangre. Yo nunca voy a poder
recordar de donde saqué tanta fuerza para poder abrir la puerta de su
habitación y verlo manchado de sangre.
—Ahora entiendo por qué abuela lo
hizo… Es un dolor asfixiante…
Las palabras de mi hermano solamente
hicieron que sintiera culpa y tristeza. Era mi culpa que se hubiese echo daño, era
mi bisturí de arte que dejé mal colocado. Él no tenía la culpa, solamente era
mía. Yo nunca he experimentado el dolor de una ruptura así que nunca había
podido ponerme en los zapatos de ninguno de los dos. Para mí, el como mi madre
llevó su divorcio con mi padre, era lo más racional que había visto. Sin
embargo, mi error estuvo en pensar que mi hermano sería igual de racional.
En el dos mil veinticuatro, cumplió
recién sus dieciséis años de aniversario de su muerte. Buscamos a mi abuelo
para después ir a misa, como todos los años, aunque este año se sentía
diferente. Luego nos fuimos a almorzar para ir a visitarla. Cuando llegamos al
cementerio decidimos limpiar su tumba. Comencé a desahogarme en silencio. Le
hablé sobre el diagnóstico de cáncer de mi padre, sobre la hospitalización de
mi abuela materna, el retorno de mi hermano a terminar su grado en enfermería después
de un año de descanso y mi retorno para terminar la maestría, en adición a
otras cosas que no me gustaría mencionar aquí. En fin, que estaba mostrándole mis
cicatrices y errores solo para poder continuar y dejarla descansar en paz —por
ahora—.
Porque al final… más que
superarte, simplemente aprendí a vivir con tu ausencia.
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