sábado, 18 de enero de 2025

-Relato 1 de Laura Dib

Oceanía


La casa es pequeña y no deja espacio para lo que soy. Cuando barro, tengo que moverme como si nadara esquivando una familia de medusas para no pisar las  piezas de los Legos regadas en el suelo. La única música que he tenido tiempo de escuchar es el canto de la olla de presión y la lavadora. Así son todas las mañanas.

    Paso un trapo sobre el espejo del baño y me asalta mi cara sudada llena de ojeras, insoportable. Tiro el trapo y me voy a la sala. Solo a veces, cuando prendo el televisor y están presentando algún documental en Animal Planet, encuentro un espacio para pensar en mi título de bióloga, empolvado dentro de mi armario, y lo mucho que quisiera escaparme para investigar especies silvestres en peligro de extinción. Pero no puedo. Mi esposo Jaime tiene dos trabajos, y no le daría el tiempo de cuidar a los niños cuando vienen del colegio, ni arreglar la casa. Él no confía en contratar a ningún extraño para que me ayude. He llegado a desear algunas veces que mi casa fuera una pecera, Jaime una almeja  y mis hijos un par de anguilas. 

    Quisiera, por lo menos, poder escaparme sentada en el sofá durante toda la hora que dura el documental, pero el baño debe estar limpio antes de que él vuelva con los niños del colegio. En mi cabeza, me encuentro en el Pacífico estudiando el comportamiento de las ballenas. Las olas frías que estallan contra la pantalla son enormes y libres, deseo sentirlas sobre la cara, tener mis diarios de campo llenos de bocetos para la investigación, y reflejar todas mis acciones en el mundo subacuático. Pero el salpicar del agua del sanitario que estoy lavando y el olor a cloro decoloran esas imágenes. Toso, mis ojos lagrimean, siento que me ahogo. El único sentido al que puedo aspirar es al bienestar de mis hijos, pero quisiera gritar que cuidarlos nunca ha sido suficiente para estar viva. El baño queda impecable, la cerámica brilla, ahora tengo que seguir con la sala. Al menos puedo disfrutar del documental mientras barro. 

    Ojalá pudiera tener un acuario y cuidarlo. Dedicarme a estudiar las aletas de los peces, alimentarlos y mantener su ecosistema volvería mi rutina más amable, llevo años intentando convencer a Jaime de que compremos uno, y todavía me duele la última vez que se lo pedí, cuando le estaba llevando la cena. 

    —Claro, cómo es tan fácil conseguir eso y yo soy un millonario ¡con todas las deudas que tengo para que vivas cómoda y tú ni aportas nada para la casa! Eres una desconsiderada. Además, ¿cómo vas a ser capaz de cuidar un acuario si la casa siempre la tienes igual de sucia? Te apuesto que te lo compro y a los tres días dejas todos los peces muertos. ¡Más plata botada! —en ese instante quise estallar el plato servido contra el suelo y gritarle, pero me aguanté. 

    —¿De verdad te parece que la casa siempre está sucia?

    —Mira ese poco de pelos debajo de la mesa, ¿es que tú no barres? ¿Qué tanto te la pasas haciendo aquí? ¿Nada más sirves para gastar plata?

    Me fui al cuarto, no quise insistir más en ese momento. Hay días en que no tengo ganas de verlo llegar del trabajo, y me pregunto si queda algo que le guste de lo que hago. A veces deja la mitad del almuerzo servida, y no me contesta nada si le pregunto si quiere comer otra cosa. 


La cocina huele a sofrito de tomate y cebolla mientras la televisión muestra arrecifes en Oceanía y yo buceo en el polvo de la sala. Son como los pólipos que alimentan al coral, y yo estoy sudando, aniquilándolas. Montones de sueños acumulados en el rincón van a parar a la pala. Los arrecifes son sensibles a las altas temperaturas, y me gustaría que el que llevo dentro del cuerpo no hubiera desaparecido con los años después de casarme. Dejo la pala a un lado e imagino la vida hermosa de las algas: cómo resisten los ecosistemas en un mundo masacrado por una especie cruel que nunca entiende sus latidos. 

    Recuerdo cuando todos fuimos a la playa y les estuve enseñando a los niños a practicar snorkeling. Es el mejor momento que he tenido con mis hijos, porque nunca he vuelto a estar con ellos y conmigo misma al mismo tiempo, igual que ese día. Jaime y Tomás caminaron juntos, desenterrando y recolectando conchitas y caracoles en la orilla. Tomás las separaba por colores y se las mostraba como trofeos a su padre. 

    —¡Papá, mira! ¿Qué dinosaurios viven en el mar? ¡De pronto encontramos un fósil! —Jaime sonrió, le dio un abrazo y lo cargó. 

    —¡Seguro, hijo! Vas a ser el mejor biólogo del mundo, igual que tu mamá —me dio un beso en la frente y me entregó el reflejo del mar en unos ojos que estaban llenos de amor. 

    Daniela estaba sentada sobre una toalla mirándonos de lejos y llenando su libreta de dibujos y cuentos sobre sirenas. 


Las ventosas de un pulpo serpenteando por la pantalla me traen de vuelta. Es una madre protegiendo su racimo de huevos, envuelta sobre ellos igual que una roca oceánica cubierta por hierbas marinas. Un cangrejo se acerca con las tenazas abiertas. Va despacio, pero a mí me parece descuidado. La madre pulpo despliega sus tentáculos y cae sobre él envolviéndolo en contracciones con el cuerpo gelatinoso. Los huevos están a salvo. Las hembras pulpo son las más entregadas de la naturaleza, algunas tienden a morir después de que sus huevos eclosionan. Entregan su vida por ellos. Me resultan las madres más trágicas del universo, no llegarán a verlos crecer.  

    Podría durar horas bajo el agua, conversar con los erizos y las estrellas de mar. Nadie conoce igual que ellos el suelo del arrecife, pero un olor a quemado se alza sacándome del océano. Me agita. Voy corriendo a la cocina, afuera suenan las llaves y él abre la puerta. Jaime y los niños entran a la casa. Daniela llega a quitarse los zapatos y encerrarse en su cuarto, pero Tomás tiene los ojos mojados, y su padre una expresión que no me gusta. 

    —Mi vida, ¿qué pasó? —saludo a mi hijo con un abrazo. 

    —Que es un irresponsable y malagradecido. No entrega las tareas y está perdiendo ciencias naturales. ¿Y qué huele así? ¿Qué hiciste ahí? —se dirige a la cocina mientras voy detrás él con Tomás siguiéndome— ¿Qué es esta porquería, Patricia? Dejaste eso vuelto nada —apaga el fogón y Tomás y yo nos quedamos paralizados unos segundos. Jaime lo mira—. Ya estás igualito a tu mamá, un desconsiderado —Es la primera vez que le habla de ese modo a uno de los niños, al menos en mi presencia. Y quiero agarrar la olla con los restos quemados y aventarla contra su cabeza, pero los ojos de Tomás están sobre nosotros. Doy un paso adelante.

    —¿Tú por qué le hablas así al niño? Llevo ya años tratando de hacer las cosas lo mejor que puedo, y tú no haces sino quejarte de todo, ¿y te atreves a hablarme de desconsideración? —lo empujo—. A mi hijo no te atrevas a hablarle así.  

    —Ay, Patricia, tranquilízate. 

    Tomás baja la cabeza y sale de la cocina mientras le sostengo la mirada a su padre todo lo que puedo, antes de llevarme la mano a la sien y reposar un brazo en el mesón. Todo está desordenado, las cosas sucias y quemadas, mi cabeza repleta de sal. Respiro profundo tratando de borrar mis pensamientos en un aliento, para poder hablar.  El mundo, el apartamento, Jaime e incluso los niños desaparecen por un instante, y solo estamos las anémonas, los peces, las corrientes azules y yo, palpitando al mismo ritmo, debajo del agua. ¿Hace cuanto tiempo, mi casa no es mi casa y mi vida no es la mía? Había olvidado que tengo latidos. 

    —¿Por qué mejor no te calmas? Ya sabes que solo quiero lo mejor para ellos y que sean responsables —intenta abrazarme.

    Remuevo las lágrimas y lo miro. No sé qué decirle, ninguna palabra podría cambiar nada. ¿Qué lo dejo? ¿Qué me voy? ¿A dónde iría a estas alturas? Permanezco varias horas sin hablarle, la tristeza de Tomás me desmorona. No quiero que se vea obligado a cargar con la eterna inconformidad de este hombre que es su padre, no quiero que crezca con la vista triste en el suelo, igual a la mía. Desearía que fuera libre como un pez que nada sin restricciones, que tuviera escamas de colores alegres en vez de lágrimas en los ojos. Daniela tampoco dice nada, ya casi nunca me habla sobre las historias de sirenas que tanto le gustaba escribir cuando era más pequeña. A su padre le parecía que la distraían de sus deberes y las clases del colegio, así que dejó de hablarnos sobre ellas. Ya no sé si todavía escribe. Busco algunos cuadernos en su habitación y me pongo a leer varias de sus historias escritas en letra gigante y torcida. Sus dibujos desproporcionados muestran tiburones rosados bailando con delfines, erizos y estrellas de mar. Leo los títulos: La Princesa Coral, La guerra de los peces, La brujinutria, El Lamento de las algas. Me río y se me mojan los ojos. Los cuentos son cada vez más cortos y con menos dibujos, hasta que ya no quedan más, solo algunas fórmulas matemáticas. Imagino su cuaderno mojado, tiñendo el agua con colores.


Solo tengo claro que mis hijos y yo no estamos hechos para el mundo humano, deberíamos pertenecer a los océanos, deberíamos escaparnos a vivir en un acuario. Sí, somos acuáticos. Ahora es lo único en lo que pienso. A veces me quedo mirando fijamente mi título de bióloga cuando no hay nadie en casa. Toco las letras y pienso en una Patricia que no era yo. Que era más Patty que Patricia. Que se la pasaba hablando sobre ciencia con su novio, y que estaba muy enamorada. Ella sí pertenecía al ecosistema terrestre de los humanos, sí sabía cómo ser feliz.


Empiezo a salir de casa y deambular por la ciudad sin fijarme en la hora. Imagino que el aire es agua. Lo hago varios días, o varias semanas. No estoy segura de cuánto tiempo pasa. Como aquí no hay estaciones y el clima es un azar, tampoco hay forma de guiarme. A veces llueve y sale el sol en un momento. 

    Todos los días me imagino con Tomás y con Daniela de la mano. Los llevo al acuario y nos pasamos las horas flotando. No lo hemos visitado desde que lo cerraron un tiempo por la pandemia. Por lo menos ya se acabó la cuarentena, pero mi vida se parece demasiado porque permanezco entre las mismas paredes casi todo el tiempo. Las tareas son las mismas. Quisiera ver a mis hijos con escamas, sonriendo.

    No he vuelto a ver documentales, pero la madre pulpo sigue nadando en mi cabeza y la veo flotar con sus tentáculos extendidos sobre la fila de carros que se extiende por la calle antes de llegar a los almacenes. Tengo una idea: decido tomar la tarjeta de crédito de mi esposo. El acuario será mío, lo voy a convertir en un lugar apropiado para mis hijos. 

    Cuando se queda dormido, saco su billetera con cuidado y guardo la tarjeta en mi bolso. A la mañana siguiente, no se da cuenta de nada, se va a trabajar como siempre, sin quejarse del desayuno que le hice, pero escupiendo el jugo de naranja porque le faltaba azúcar. Tomás y Daniela se ven desalentados. Estoy segura de que el acuario va a gustarles y quedarles perfecto, los tiene que hacer sonreír. Jaime se los lleva al colegio. Hoy estoy apurada, quiero que el tiempo me rinda, por eso salgo sin bañarme y sin peinarme. 

    Corro calle abajo, esquivo los vehículos. Hoy no recuerdo los colores del semáforo, solo veo a la madre pulpo, sus tentáculos. Imagino cómo sería mi piel si estuviera llena de ventosas. Estoy emocionada. Compro uno con capacidad de ochenta litros, todos los implementos necesarios para sustrato, los filtros, termómetro, las bacterias para convertirlo en un espacio adecuado para sobrevivir y lo instalo hoy mismo en la sala del apartamento. Debí haberlo comprado hace años. Una electricidad me recorre las venas. Jaime tendrá que aceptarlo. El ciclo de nitrógeno para que el acuario esté en condiciones óptimas para la vida tardará unas ocho semanas. Más o menos dos meses para que se adapte a esta presencia enorme, cristalina, cuadrada y acuática en nuestra casa.


Empiezo colocando el sustrato en el suelo del acuario: cinco centímetros de una mezcla de arena, piedritas de colores, caracolas y plantas artificiales. Tomo mi título de bióloga, lo rasgo en pequeños pedacitos y lo hago llover sobre el fondo arenoso. Coloco el filtro y termómetro con delicadeza en una de las esquinas. Lo lleno de agua despacio. Añado la cantidad necesaria de anticloro en el líquido. Después de esperar unas horas, enciendo el filtro y añado varias bacterias benéficas necesarias para completar el ciclo del nitrógeno. Permanezco varios minutos contemplando fijamente las burbujas y los zumbidos que hace esta nueva criatura. Me siento idéntica a una de esas burbujas pequeñas, delicadas y explosivas. Me encanta el tono de las luces Let de este artefacto. En la noche ya no va ser necesario encender las luces de la casa.

    Una vez instalado, veo el reflejo de la casa en el cristal, como si los muebles, las mesas, y todas nuestras sillas y cuadros estuvieran bajo el agua. Por primera vez en mucho tiempo, está sí es mi casa. Imagino a mis hijos durmiendo allí dentro y sonrío. 


    —¿Qué es eso? —Jaime grita cuando lo ve, instalado, enorme, por primera vez. Apuesto a que le asusta observar algo más frío que él. 

    —¿No te gusta? Va a ser la nueva habitación para los niños —me río. Tomás y Daniela se quedan mirando el acuario, absortos. Casi puedo observarlos nadando en el interior.

    —Patricia, tú no puedes hacer estas cosas así sin decirme. ¿Cuánto te costó eso? ¿Y de dónde sacaste para comprarlo? —Le doy la espalda, busco el trapero y empiezo a limpiar sus huellas en el suelo. 

    —Quítate los zapatos, ¿no ves cómo dejas el piso? —los niños se apartan. 

    —¡Patricia! ¡Quiero que me desinstales eso hoy mismo! —se gira y pisa la trapeadora— ¡Contéstame! —su voz es furibunda, pero la escucho como si él estuviera por fuera del agua y yo sumergida. Entonces empieza a buscar en su billetera, y la arroja al suelo cuando no ve la tarjeta —¿Dónde está? ¿Dónde la tienes? —se me acerca pero no llega a tocarme. Sonrío. Da igual lo que diga, nada le va a gustar nunca. 

    —¡Patricia! —empieza a dar vueltas alrededor desesperado, entonces toma mi bolso. Empezamos a tirar ambos de él —¿Cómo puedes ser tan irresponsable? —me acusa. 

    Quiero golpearlo, solo suelto el bolso y su propia fuerza lo empuja contra el acuario. La estructura se tambalea hacia la derecha, en dirección hacia donde está Tomás. Veo la cantidad de agua y vidrio que está a punto de caerle encima. Salto sobre él y lo envuelvo con mi cuerpo, apartándolo del estrépito. La pecera monstruosa se desmorona encima mío, quedo cubierta de agua, arena, piedras de colores y vidrios rotos. Toso, escupo agua y sangre. Tomás está ileso, y sus ojos asustados se van desvaneciendo entre los míos. Los colores se mezclan alrededor del techo, de los muebles empapados. Jaime parece un cangrejo que se agacha junto a mí. Sus tenazas se extienden cerca mi rostro. No entiendo bien lo que dice. Quizá nunca lo he hecho. Veo las luces apagarse encima mío como si fueran tentáculos. Son mis tentáculos. La madre pulpo en el suelo. No sé si logro pronunciarlo, pero intento decirle a mi hijo que lo quiero.


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