Días de bruma de calor*
Cuando Touji consulta por un instante la hora en la pantalla de su teléfono móvil, comprueba que hace ya unos treinta minutos que ha quedado atrás el mediodía solar. Él mismo ya sospechaba que la mañana había terminado hacía un rato: pues la característica sensación térmica del verano japonés —tan singularmente árida y asfixiante— se había ido acentuando progresivamente en ese tiempo. Es ahora, con su camisa ya ligeramente sudada, que el joven alerta súbitamente su conciencia, buscando hallar en la hora que ve en la pantalla de su móvil las razones que diesen cuenta de aquella tangiblemente grávida torridez.
Las 12:28 del 15 de agosto. Touji apaga la pantalla y suspira. Cada vez que hace calor siente una inexplicable sensación de fatiga. Se trata de una especie de malestar en la que el muchacho se ve pasivamente consumido, incluso por sus esfuerzos más ligeros. Con todo, pese a tratarse de un día particularmente cálido, esa misma sensación penetrante e invasiva no se encuentra presente en el grado en que había llegado a estar otras jornadas más templadas. Hay, sin embargo, algo en el espeso crisol de la seca bruma de calor que lo envuelve que lo alerta. Una sensación casi premonitoria, como de ligero desconcierto; pero que no llegaba, en cualquier caso, a semejarse a aquella incomodidad fisiológica que había sentido en otras ocasiones.
—Bueno… Ya sabes que es por días como estos que odio el verano —se escucha una voz dulce a su lado derecho. Él orienta su cuello hacia ella para descubrir, de nuevo, el rostro ligeramente sonriente de Kaede. Le parece una sonrisa sincera, a pesar de poder barruntar, sin embargo, cierto nerviosismo en la ligeramente artificial composición de sus facciones. Cree, pese a ello, que hay cierta belleza en la sencillez de aquel gesto amable.
Antes de darse cuenta, Touji le devuelve simpáticamente el gesto. Apartando ahora la mirada, pero manteniendo su sonrisa anterior, se pregunta cómo puede escuchar tan vívida y estridentemente el canto de las cigarras en aquel pequeño descampado desierto. No hay en él ni un solo árbol para ellas —ni siquiera un tramo de césped más alto que el ras del suelo, en que intentar sutilmente ocultarse— y, sin embargo, se siente para Touji como una pertinaz tentativa de perforar a bocajarro el tímpano de sus oídos.
—Lo extraño sería no odiar el verano en días como este —apostilla el muchacho, prolongando su mirada azabache nuevamente hacia el rostro de la joven. Sus pupilas se cruzan, y Touji siente una indescriptible complicidad. Puede percibir una reconfortante simetría en sus sonrisas arqueadas, la espontánea distensión de sus diafragmas y en el afable entrecierre de la comisura de sus ojos encontrados. Ella baja la mirada hacia el gato negro al que acaricia monótonamente sobre sus rodillas, y este le devuelve por un instante la mirada.
Se suceden unos segundos de absoluto silencio, interrumpidos intermitentemente por el ruidoso cantar de las cigarras y algún vehículo transitando despistadamente la calle contigua. Un silencio suele ser incómodo e indeseable. Suele aparecer cuando no se halla la oración adecuada en una situación que requiera una palabra minuciosamente medida. Touji piensa, sin embargo, que este silencio es totalmente diferente a aquellos: no se trata de un silencio privativo, construido desde la incapacidad de decir. En la opinión de Touji, aquel era un silencio de plenitud. Un silencio en que no faltan palabras. Uno en el que la mente ajena se hace tan diáfana que se siente innecesaria cualquier oración. Es un silencio —o, al menos, así lo piensa el muchacho— que solo podría darse en la complicidad entre dos profundos confidentes.
Touji repara en ello, moviendo pendularmente sus piernas suspendidas en el aire. Examina nuevamente las tres tuberías huecas, piramidalmente apiladas, sobre las que los dos se encuentran sentados en ese momento. Siempre le han fascinado. Nunca ha llegado a saber acerca de su origen o propósito; ni siquiera sobre el material del que están hechas. Siempre ha conocido aquel descampado con esas tuberías grisáceas, tal vez de cemento u hormigón, o quizá de alguna variedad de piedra pulida acerca de la cual no haya oído hablar con anterioridad. En algún momento, decidió que aquellas tuberías serían su trono, y así era la única forma en que él las había visto desde entonces.
Mientras Touji continúa examinando tímidamente aquellas extrañas tuberías, y en presencia aún de aquella plácida atmósfera —que podría decirse que había hecho al joven olvidar casi totalmente la abrasadora llamarada estival en que se encontraba inmerso—, el gato negro salta de forma súbita del lecho en las rodillas de Kaede en que se hallaba mansamente acomodado. Unos segundos atrás se encontraba totalmente domado, con la distendida somnolencia propia del felino que no detecta ninguna amenaza próxima a su reposo. Sin embargo, antes de que cualquiera de los dos hubiese podido reparar en algún estímulo que incitase su alerta, el gato se había escurrido entre las medias oscuras de la muchacha hacia el suelo del descampado, y huía raudo hacia la única salida abierta en el espacio conformado por los muros de piedra entre las tres viviendas anexas.
—¡Kuro! —Kaede se puso abruptamente en pie, y comenzó a perseguir al fugitivo felino en su huida.
—¡Si corres tanto, lo vas a asustar más! —Touji intenta mantener la calma, pese a que, antes de darse cuenta, se haya puesto torpemente de pie. El gato y la chica le sacan ya medio solar de distancia. Él tiene la intención de correr inmediatamente tras ellos, pero su imprevisto esfuerzo en la incorporación le ha devuelto el peor de los síntomas de esa fatiga térmica, ante la cual se siente ahora repentinamente desfallecido. Por un momento, contempla a los dos corredores refractados por el calor y por su mareo. Le parecen ajenos y distantes, como si los dos se tratasen de una especie de espejismo debido a la exposición a aquella infernal atmósfera de calor incesante.
Kaede parece demasiado absorta en la persecución de su objetivo como para llegar a prestar atención a sus palabras. En el momento en el que se recupera de su aturdimiento, Touji avanza tan raudo como le es posible hacia la joven y el gato. Si bien sus enormes zancadas le permiten recortar rápidamente la distancia que los separa, la ventaja que ellos le habían sacado en su desplazamiento los segundos anteriores fue suficiente como para no poder llegar a alcanzarlos inmediatamente. Cuando logra por fin abandonar aquel solar descampado, percibe como los dos incansables velocistas conservan aun media calle de ventaja respecto a su posición.
Touji sigue estando aun algo mareado. Su camisa blanca está anegada en sudor de un modo cada vez más perceptible, y su media melena castaña tiene, debido a la constante transpiración que la empapa, cada vez un menor volumen. Para cuando llega a contemplar al gato y a la muchacha a una distancia realmente corta, se sorprende a sí mismo con un intenso jadeo, y con un incipiente y agudo tremor en los gemelos. Sin embargo, y pese a ello, el muchacho persevera en su esfuerzo. Debe estar tan solo a algo más de dos metros respecto de la chica y el animal. Por ello, continúa corriendo en línea recta, hacia los dos corredores que acaban ahora de doblar la esquina de la calle.
Sin haber llegado siquiera a doblar la esquina, el joven escucha el seco sonido del frenazo de unos neumáticos sobre el pavimento abrasado. A este sonido estridente le sigue inmediatamente el de un corto y duro golpe metálico. Touji se detiene y, tras ello, silencio. No se trata de un silencio hospitalario como el que se sentía en aquel recíproco mutismo anterior en el solar. Sería más preciso, incluso, equipararlo a la sordera. En aquella zona, las cigarras estaban cantando con mayor vigor en su timbre, y con mayor polifonía en su número. Pese a ello, Touji no es capaz de escuchar ni un único sonido. Después de haberse parado, sus piernas comienzan a temblar de un modo en que nunca lo habían hecho, y su visión comienza a volverse borrosa y a refractarse nuevamente.
Unos instantes después, el gato negro dobla de nuevo la esquina. Parece asustado, y busca refugio alrededor de los tobillos de Touji. Cuando el chico lo observa, comienza a hiperventilar violentamente por la boca, de forma notablemente entrecortada. Su camisa está ya totalmente anegada en su propio sudor, y cada vez siente una mayor presión en la zona de su cabeza. Enfrente suya puede intuir de manera confusa la silueta de una sombra de color carmesí. Puede notar su incólume e impertérrita presencia, y puede percibir como le observa telescópicamente.
—Adelante —parece oír procedente de aquella presencia escarlata.
El muchacho la mira por un instante. Está tan mareado que todo cuanto observa le da vueltas en la cabeza. Con todo, y sin llegar a tener claras las razones, decide aceptar aquel consejo. Adelanta por primera vez su pierna izquierda, justo antes de reparar en el granate surco líquido que mana de la esquina hacia la que se dirigía su movimiento. El férrico olor que invade la escena ha devorado totalmente el olor del sudor de su cuerpo. Cada paso que Touji afronta le demanda una cantidad mayor de energía. Después de un hercúleo esfuerzo por llegar a aquella esquina maldita, consigue finalmente doblarla, tras haber apoyado su cuerpo en el muro que la conforma.
—Recuerda: esto no es un sueño. —La sombra parece reír después de haber dicho aquello. Touji se intenta tapar la boca con la mano antes de liberar un torrente de vómito que no llega a ser capaz de contener. El surco líquido color burdeos llega ahora hasta sus pies, formando un espeso charco a su alrededor. El gato retrocede por instinto, asustado. La sombra riente se ha colocado a la derecha del joven, y este gira su cuello con horror hacia esta. La sombra no se inmuta. Touji comienza a temblar cada vez con más agitación, ante la siniestra sonrisa de aquella nebulosa silueta. Cada vez la ve más difusa, hasta que, finalmente, deja de verla por completo. Entonces, su cuerpo extenuado, anegado ya en su propia transpiración, y sin conciencia se precipita de frente ante el asfalto, violentamente.
Acuciado por un impelente malestar, Touji se revuelve inquieto entre las sábanas de su cama. En el preciso instante en que abre los ojos y recobra la conciencia, se flexiona de manera violenta. Un vasto océano de sudor macera el colchón sobre el que se encuentra yaciendo en reposo. El perforante sonido de las manecillas del reloj se clava en su mente con cada nueva percusión de su sucesión ininterrumpida. Después de expectorar varios suspiros intermitentes, el chico se abalanza sobre su teléfono móvil. Las 12:04 del del 14 de agosto.
Lo primero que recuerda es haberse comprometido a quedar al día siguiente con Akizuki Kaede, una compañera del club de arquería de su instituto un año mayor que él. Él llevaba esperando aquella fecha con expectativa desde hacía algo más de una semana. Sin embargo, por alguna razón que no alcanza a comprender del todo, ahora no era capaz de sacarse de la cabeza aquel desconcertante sueño que lo estaba carcomiendo lentamente.
Poniéndose en pie y dirigiéndose al cuarto de baño, trata por todos los medios de evitar pensar en ello. Tal vez solo esté algo más nervioso de lo que creía, y ese sea el motivo por el que no deja de pensar monomaníacamente en una imagen tan disparatada. Al fin y al cabo, aquellos sucesos nunca habían llegado a ocurrir realmente.
Enjuagándose la boca frente al espejo, repara unos instantes en su figura. Todavía a duras penas se puede distinguir a sí mismo, dado que todavía no ha colocado las lentillas sobre la superficie de sus ojos. Con todo, únicamente su reflejo difuso, junto con aquella balada infernal que entonan con rítmica monotonía las cigarras molestas, bastan para producirle un misterioso escalofrío que le atraviesa centelleante a través de su médula.
Cuando pasan de las 12:20 del 15 de agosto, Fubuki Touji se siente sobrepasado. Hoy es uno de esos días de verano que le estremecen de forma visceral. Se encuentra algo nervioso, y más callado de lo habitual. Su camisa blanca —que ya había decidido llevar de antemano, y que por orgullo decidió mantener— estaba ligeramente sudada sobre las regiones de su axila y espalda. Desde que aquel salvaje gato negro se acercó a las piernas de Kaede en el solar en que se hallaban, sabía que algo estaba fuera de lugar —más aun después de que hubiese proclamado que lo bautizaría como Kuro, debido al oscuro color de su pelaje—. Quizá fuese por tozudez, o quizá por algo semejante a la cobardía, que el muchacho se niega a aceptar ningún indicio premonitorio en aquella aparición.
—¿Te encuentras bien? —interrumpe su pensamiento con suavidad la concernida voz de Kaede, mientras orienta sus ojos cristalinos hacia el rostro esquivo del adolescente.
—Yo… Sí, no te preocupes. —La voz del muchacho suena insegura, cavilante. Levanta la mirada un único segundo hacia ella, antes de bajarla furtivamente en dirección opuesta a la joven—. Aunque, bueno…
—¡Dilo! —Kaede suena firme. Cuando Touji descubre la resolución de su mirada, siente que debe hablarle del tema. Aunque, quizá, a la vista del ímpetu inquebrantable en su rostro, realmente no tenga otra alternativa.
—Es una tontería. Pero es un poco extraño, ¿sabes? —Touji sacude repetidamente la palma abierta de su mano, oblicuamente a su semblante relajado—. Es solo que ayer vi en un sueño como…
—¡Kuro! —interrumpe Kaede de manera abrupta. El felino se había escapado de sus brazos, y corría libremente a lo largo del vasto descampado. Touji traga pesadamente saliva, y analiza fugazmente la panorámica con pavor. Antes de haber tenido tiempo para comenzar a perseguirlo, el chico agarra con firmeza la muñeca de la joven. Su cuerpo ya estaba predispuesto a la carrera, por lo que se gira, sorprendida, al haber encontrado una resistencia en el brazo anclado del chico.
—Déjalo estar, por favor —suplica Touji con deferencia —. Vámonos a casa.
Kaede se extraña. Le parece injusto no poder salvaguardar al indefenso animal, al que, pese a haber conocido hacía escasos minutos, había aprendido a apreciar como a su propia mascota. Sin embargo, al ver los vidriosos ojos negros que el chico estaba tratando de esconder, comprende que Touji debe poseer razones relevantes para aquella solicitud. A su modo de ver, el chico le parecía en ese entonces un animal más indefenso aun que aquel solitario felino.
—Está bien, marchémonos. No haré ninguna pregunta. —Lo primero que puede ver Kaede tras responder es el rostro de profunda gratitud de Touji. De una cabeza gacha y una mirada esquiva había pasado a buscar sus ojos y a remitirles una seña sincera de profunda gratitud. No se ha molestado siquiera en tratar de ocultar las lágrimas incipientes que, ahora, se deslizan con timidez por las comisuras externas de sus ojos. Kaede suspira, y Touji le suelta la muñeca para, finalmente, comenzar a caminar a su lado.
Lo primero que siente Touji al abandonar el descampado es alivio profundo. Según Kaede le había corroborado, su domicilio se hallaba en dirección opuesta al lugar en que había imaginado aquella fatal pesadilla. A pesar de sentir una debilidad y una fatiga crecientes, el chico insiste en acompañar a la muchacha hasta la puerta de su hogar.
Al principio, a ella le asusta aquel ímpetu, pero, justo de igual forma en que Touji había sabido que era inútil tratar de guardar silencio sobre sus preocupaciones minutos atrás, Kaede se da cuenta de no parece tener alternativa. De todos modos, si algo había sabido siempre ella sobre él era que Touji nunca había sido un mal muchacho.
Cuando los dos jóvenes llevan un par de calles atravesadas, Touji siente una súbita debilidad. Puede notar nuevamente el temblar de sus piernas, y vuelve a asediarle aquella molesta refracción en la visión que llevaba días atormentándolo. Después de agacharse ligeramente, siguiendo la tendencia natural que su propio cuerpo le demanda, se lleva la mano al hemisferio derecho de su rostro. Kaede, dándose cuenta de su malestar, le ayuda a caminar hacia la fachada del edificio en obras contiguo, sobre el cual podría descansar momentáneamente su castigado cuerpo enfermizo.
—Me estás empezando a preocupar —expectora la chica, con tanta comprensión y ternura como su visible desconcierto le permite profesar. Sin embargo, él no la escucha. Él ya no podía escucharla. Había vuelto aquella sordera absoluta. Mientras temblaba con terror, aquella sombra escarlata aparecía riendo de nuevo a la espalda de Kaede.
Antes de que el joven pudiese sostenerse por sí mismo, percibe un fuerte empujón en su torso. En mitad de su abstracción, aquella fuerza le impelió de nuevo al entorno en que se hallaba. Era Kaede. Kaede le había empujado. Él puede ver, cayendo de espaldas, y ya sin fuerza alguna, como se aleja indefectiblemente de su cuerpo en reposo con sus brazos extendidos. Se aleja con lentitud. Con superlativa lentitud, y como a cámara lenta.
—¿Kae…? —El chico no puede terminar la oración antes de que una viga de acero descendente perfore transversalmente la espalda de la joven. Puede ver con claridad como todo sucede antes de caer en el suelo y mantener su ojiplática mirada suspendida hacia el árido azul del cielo estival. Puede percibir la sangre caliente que la joven había salpicado sobre su ropa y su piel. Y siente la necesidad de gritar, pero no encuentra le fuerza. Cada vez el cielo azul se ve más refractado, y recuerda aquella densa atmósfera de polución térmica bajo la cual se encuentra indefectiblemente atrapado.
Con el último ápice de su conciencia, Touji gira su cuello hacia su derecha. Con ello encuentra el gesto riente de aquella difusa figura bermeja. Su tonalidad saturada le horroriza. Al verla parada frente a él, abre trémulamente la boca, como queriendo decir algo. Aquel intenso terror, sin embargo, paraliza totalmente cada uno de los músculos de su cuerpo. La presencia parece encontrar particularmente divertida aquella reacción, por lo que, frívolamente, y como queriendo ser partícipe de lo que para ella parece ser una broma intrascendente, se acerca hacia él.
—No es mi trabajo ser una buena persona, y nunca repito el mismo consejo. —Su voz suena misteriosa. Es un tono oscilante, que rectifica cadentemente en cada momento su anterior entonación. —Solo te diré que te iría mejor si eligieses ser menos escéptico.
Tras oír esto, el cuello de Touji se relaja. Sus ojos se cierran, y su coronilla cae de golpe contra la acera en que su cuerpo estaba ya completamente tendido. Lo último en lo que piensa antes de perder la conciencia es en esa sonrisa siniestra. Cree estar volviéndose loco por aquella nebulosa maldita. En ese momento le parece recordar que incluso Kaede estaba riendo de ese modo antes de haberlo empujado.
Varios 14 de agosto más tarde, Fubuki Touji no alberga ya ninguna duda. Aquella extraña maldición no era un sueño: era una maldición.
Él ya había intentado salvarla de todas las formas que le habían sido posibles: la había alertado del gato, escoltado invasivamente e incluso ya había probado a cancelar sus planes en aquella fecha fatídica. El desenlace era, sin embargo, siempre idéntico. Es en esta ocasión, cuando Touji cree estar al borde crítico de sus opciones, que decide recurrir a la última posibilidad que le resta antes de verlas todas ellas agotadas.
El 15 de agosto a las 12:28 del mediodía, Touji y Kaede conversan en el solar en que llevan ya meses conversando en ese día. Touji está algo nervioso, pero tiene la conciencia tranquila. Está completamente resuelto. Sabe qué es exactamente lo que debe hacer, y sabe cuál es el momento en que debe hacerlo. Eso le permite estar un poco relajado, y hasta mantener el tono propositivo en la charla que no ha podido mantener desde el primer 15 de agosto. Le dan igual las cigarras, y no le importa el ligero sudor de la camisa blanca a la que se había negado a renunciar.
A las 12:29 pasadas, Kuro se escurre entre las medias de Kaede. Touji, que estaba ya preparado, evita que la joven se ponga en pie.
—Yo me encargo. —Pone una mano en su hombro derecho, momentos antes de comenzar a correr hacia el gato que escapa.
—¡Espera! ¡Vuelve! —La joven suena desesperada, pero Touji no se detiene. Intenta alcanzarle corriendo detrás suyo, pero Touji, que es más rápido, consigue pronto sacarle una ventaja insalvable.
Cuando Touji dobla la esquina de la calle, cierra los ojos y detiene sus piernas. El gato escala hacia el muro derecho, en que se encuentra sentada la sonriente sombra rojiza. Esta agudiza aún más la curvatura de su sonrisa puntiaguda.
—Parece que has encontrado una respuesta. —Touji cree escuchar cierto deje de orgullo parental en la forma de enunciar aquella observación. Como Touji había supuesto, todo allí se encontraba como aquella primera vez.
Cuando el cuerpo de Touji recibe el impacto, acaba siendo torpemente despedido de vuelta hacia atrás. En sus últimos segundos de conciencia, puede ver el rostro lloroso de Kaede teñido de rojo. Probablemente se deba a que los vasos sanguíneos de sus ojos se encuentren completamente reventados. Le da algo de lástima pensar en que le habría gustado ver monocromáticamente la hermosa amabilidad de su sonrisa otra vez, pese a que, sin embargo, estuviese completamente satisfecho con aquel desenlace. Nunca antes el canto de una cigarra le había parecido ser tan sereno y tan majestuoso. Todos aquellos pensamientos invaden su mente mientras cae hacia el asfalto, para yacer, entonces, sobre el rígido hormigón de la calzada.
Cuando se levanta el 14 de agosto un poco después del mediodía, se pone en pie con agitación. Recogiendo en una coleta su melena azabache, se levanta con una seria turbación en su semblante. Al escuchar como un gato blanco, preocupado, le maúlla, ella tiende su nívea mano, respondiendo a su balada con una breve caricia afectuosa.
Mientras camina hacia el cuarto de baño, escucha otra vez el monótono cantar de las cigarras. No puede dejar de pensar que ese sonido es una de las razones principales por las que más odia el verano. Una vez entra en el cuarto de baño, cierra suspirante la puerta.
—He vuelto a fallar salvándolo —rumia, dolida, frente al espejo, mientras pugna por contener un hondo llanto de impotencia visceral.
* Inspirado
en la canción homónima カゲロウデイズ (Kagerō daze)
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