domingo, 19 de enero de 2025

-Relato 1 de Ignacio Quezada

 Atardeceres

 

            Estaba mirando el cielo a través del ventanal cuando me di cuenta de que había empezado el video. Me demoré unos segundos en despegar la vista porque me había llamado la atención la luz del sol detrás de los nubarrones, como si al otro lado algo estuviera a punto de estallar y las nubes estuvieran encendidas por llamas blancas y luminosas. El cielo se veía como si se fuera quemando poco a poco, pero la verdad es que era invierno y hacía frío, aunque dentro de la casa el clima era distinto. Desde hace un tiempo ya que en esa casa la estufa estaba siempre encendida y mantenía el ambiente a una temperatura sofocante día y noche. Cuando llegamos, minutos atrás, todos nos habíamos tenido que desabrigar casi por completo y al cruzar la puerta había sido como entrar en el verano más caluroso del siglo. 

            —Nacho, ven que ya empezó.

            —Voy, voy.

            —Ven, siéntate con tu Tata.

Cuando me senté ya estaban todos reunidos en la mesa del comedor, con la mirada fija sobre la pantalla. En el video todos nos veíamos inalcanzablemente más jóvenes y a ratos nos sorprendíamos de mirarnos frente a frente, cada vez que esos rostros que eran nuestros y que ya habíamos olvidado saludaban a la cámara. Recuerdo haber pensado más tarde cómo, en esas pequeñas fracciones de segundo, cada uno de nosotros, sin querer, se había esforzado por mirar a ese futuro desconocido, sin preguntarnos ni por un momento a qué lugares llegaría nuestra propia imagen, si se extendería a otras épocas o si acaso escaparía a algo incluso más lejano. Pero en ese momento yo miraba con atención a ese niño que trataba de bailar entre los adultos, intentando reconocer en mí algo de él. Entonces me di cuenta de que todos hacíamos lo mismo. Mi abuela observaba a esa mujer que bailaba con sus hermanos y que se interrumpía solo para cargarme en brazos y mostrarme frente a la cámara. Y a mi lado, mi abuelo observaba a ese hombre que, tan lleno de vida, disfrutaba de esos instantes de eternidad que solo se reconocen cuando uno los mira de nuevo con los años. Había muchas cosas para él en ese entonces: un buen trabajo, los hijos, llenos de júbilo adolescente y, también, una casa donde todos estábamos invitados a comer, porque éramos muchos y en ese tiempo nadie podía permitirse andar por su lado.

            El video era largo. Miré el reloj de la pared y vi que eran las seis; a las seis y media ya sería año nuevo. Año nuevo en Punta Arenas, la ciudad que, en algún momento, sin darnos cuenta, todos dejamos. Seguramente, también ahí estaba atardeciendo, porque en diciembre oscurece muy tarde en las zonas australes del planeta. Y también ahí debía hacer frío, pero seguramente el calor del gas, que temperaba todo día y noche, era el que nos hacía ver igual de desabrigados que ahora.

En un momento, en la pantalla todos celebran. Yo, por supuesto, no entiendo nada. Solo miro hacia arriba cómo todos se levantan de sus puestos y comienzan a abrazarse. Veo una gran mesa llena de comida donde está mi madre, que tiene veinticuatro o veinticinco años en ese momento. Juega con mi hermano, que tiene diez y parece un niño maldadoso que solo sabe sonreír y poner caras extrañas, pero que en el fondo parece que no puede ser más bueno. Mi papá tiene justo la edad que tengo ahora, aunque se ve mucho mayor que yo…

Nos habían mandado el video hace solo unos días. Era uno de los pocos registros de esos años que había sobrevivido a los cambios de casa y al cambio de región. Era como si todos fuéramos sobrevivientes de una época prehistórica y me incomodó la idea de que siguiéramos intentando hacer lo mismo que en ese entonces, aunque no supe bien por qué. Reunidos en torno a la pantalla nos observábamos en ambas direcciones y, de alguna manera extraña, otras versiones de nosotros mismos parecían interpelarnos cruelmente.

Pensé en ese momento que a nadie nunca se le ocurre que los días se acaban, que se acaban de verdad, es decir que, de pronto, uno termina y ya no viene ningún otro a salvarnos. Ya en el video aparecían dos personas que habían muerto: una tía y un primo, ambos de cáncer. A mi tía le faltaría todavía una década desde esa noche, pero mi primo estaba cerca. No viviría un año más. Aparecía de repente y a ratos, en medio de la fiesta, sin un pelo en su cabeza, sin cejas, blanquísimo. Todo él parecía ya un fantasma. Hasta ese momento, yo no lo había visto más que por algunas fotografías y, por lo tanto, nunca lo había visto moverse, como un ser vivo, como en ese video. Pero ahí estaba. Conversaba, se reía, descansaba en el sillón, como cualquiera de los demás. Pero también tenía esa mirada. Algo en él lo hacía ver como si estuviera en otro lugar, como si al mismo tiempo que todos se abrazaban, él estuviera caminando en otro terreno más extraño, como si el sol se le hubiera oscurecido. Y lo más probable es que, de hecho, lo estuviera mirando, que estuviera mirando todo ese paisaje, que se encontrara en ese estado de contemplación donde, ahí en lo profundo de la casa, más atrás de todas esas personas que éramos nosotros, de mi yo pequeño intentando bailar con los adultos, de mi madre jugando con mi hermano, de mi abuelo, e incluso más atrás de su propia madre y su padre, de todo eso que simulaba una alegría, se asomara, para él, el fin, el momento en que la herida de su cuerpo lo terminara por devorar.

—El Peque… Ya estaba enfermo.

—Sí… ¿Tú te acuerdas un poco del Peque?

Siempre intentaba responder algo tibio:

—Sí, pero un poco. Recuerdo que me tomaba harto en brazos.

Sin darme cuenta, mientras pensaba en eso había vuelto a observar el cielo. El sol seguía sin estallar, pero ahora la luz se anunciaba y se escondía a un ritmo cada vez más veloz, devorando todo a medida que los nubarrones se iban disipando. Me dije: una vez que el sol pegue en el ventanal nos va a quemar a todos, el calor nos dejará sin aire y ya no habrá salida. De pronto, un silencio me devolvió al comedor: alguien que había pausado el video y mi abuelo que se levantaba para ir al baño. Cuando desapareció por el pasillo de la mano de mi abuela, todos nos miramos sin saber qué decirnos. El video nos había hipnotizado a todos, aunque a ratos nos pusiéramos a observar otras cosas. Pero el único que no se había despegado de la pantalla había sido él, como si hubiera querido sumergirse por completo en ese lugar. En ese momento, cuando lo vi irse con mi abuela, recuerdo haberme preguntado, sin esperanza, si alguna vez alguien sería capaz de cuidarme, de cuidarme enserio, si alguien en esta vida en realidad está dispuesto a cuidar de otra persona.

            Alguien terminó con el silencio haciendo un comentario sobre el calor de la habitación. Habíamos tenido cuidado de no decir nada al respecto, para que mi abuelo no se sintiera débil. Ahora, al otro lado de la casa se empezaba a oír la tos que venía desde su pieza. Pensé en mi primo, en que quizás no había nada extraño en su mirada, que quizás esa noche se olvidó de todo y se sintió bien y feliz, rodeado de nosotros, que nunca alcanzó a mirar hacia ningún lugar horrible ni desconocido.

No sé cuánto tiempo habrá pasado, pero cuando volvió mi abuela advertí que el cielo ya estaba casi oscuro. Me dije a mí mismo: en algún momento se incendió todo y nos lo hemos perdido. Pero, al fin y al cabo, no había pasado nada. De pronto, me aferré a ese pensamiento. Después de un minuto de silencio, mi abuela nos hizo el gesto de que nos fuéramos, que mi abuelo no iba a volver y que lo mejor era dejarlo descansar. Cuando salimos estaba aún más helado de lo que pensé y, cuando empezamos a caminar, nadie se despidió de nadie. Solo de a poco los rostros se fueron disipando en la noche, al igual que esas figuras pequeñas que, hace solo unos momentos pululaban en la pantalla frente a nuestros ojos y que ya todos habíamos olvidado. En silencio, mientras me ponía rápidamente mi chaqueta, empecé a preguntarme cuántas veces más volveríamos a experimentar ese calor. Unos metros más allá, la tos volvió a escucharse desde la profundidad de la casa.

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