domingo, 26 de enero de 2025

-Relato 2 de Valentina Tapia

Las naranjas 


Esta vez tiene que funcionar. María sabe que la confianza en ella ha disminuido considerablemente, pero el horno está encendido, y con ello surge una nueva oportunidad. No abandona su lugar ni por un segundo; le asusta pensar que, en cualquier momento, la masa podría dejar de crecer. Durante ese tiempo, la han llamado cuatro veces: supone que han sido dos su madre, una su padre y otra su amiga Ana.

    Cuando suena el minutero, apaga el horno y espera a que se enfríe mientras se rasca una costra en el brazo que se hizo con la máquina hace un mes. En uno de los cajones de su cocina tiene una crema para quemaduras, que se aplica sin apartar los ojos de la preparación. Aprovecha para lavar algo de loza hasta que la impaciencia la obliga a abrir el horno. El pastel no disminuye su tamaño: lo ha logrado.

    Lo deja reposando sobre el mesón y corre al teléfono para llamar a su madre.

    —Esta vez no bajó la masa. —La mujer al otro lado quiebra en llanto. María sabe lo que sigue después de esa frase.

    —Me voy a quedar conti…—Cuelga el teléfono antes de que su mamá termine y vuelve a la cocina. El pastel continúa tal cual lo deja. Corta un trozo y echa sobre él la reducción de naranjas con un par de manzanas asadas. Lo prueba y piensa que nunca ha estado tan cerca. Saca un trozo de la masa y siente que solo le falta un poco más de esponjosidad, pero está segura de que puede lograrlo en la siguiente. En cuanto al almíbar, aún no está perfecto. Tiene un sabor amargo y las manzanas están demasiado deshidratadas; no conservan nada del caramelo natural.

Toma su cuaderno y comienza a anotar los avances. Piensa que quizás puede cambiar los polvos de hornear o que tal vez debe poner la batidora con más potencia o usarla por cinco minutos más. Desecha frascos con mezclas de masa que contemplaban otros procedimientos para no confundirse y prepara nuevamente su cocina para otro intento, esta vez incluyendo las nuevas variables.

    Su teléfono vuelve a sonar. 

    —María, ¿cómo estás? —Le fastidia que Ana le hable con ese tono de evidente preocupación.

    —Esta vez no bajó la masa. ¿Cómo está Don Robert? —Su amiga no se alegra con la noticia, y eso fastidia a María.

    —Justamente por eso te llamaba. Tiene fiebre, y no he querido preocuparte, pero desde ayer no come con regularidad. —El pitido en los oídos de María reaparece, y escucha con dificultad a Ana. —Yo creo que está bien, pero, de todas formas, llamé al veterinario al que llevo a Pepe, y me dicen que lo mejor es llevar a Don Robert para ver qué le ocurre. María, no sé si pueda seguir cuidando de él. —El calor en la cara de María comienza a aumentar.

—No puedo traerlo acá. Ana, nunca he estado tan cerca. Haré el último intento del día y voy para tu casa. Ahí podemos conversar más tranquilas, ¿te parece bien? —Su costra le pica otra vez, y se la rasca, esta vez sacando una pequeña parte de la herida.

—Te espero. —María sabe que su amiga está llegando a un límite.

    Después de colgar, busca un recipiente y sale al patio en busca de unas naranjas. Recoge algunas que están en el suelo, pensando que podrían ser más dulces que las que aún cuelgan del árbol. Las observa con sospecha, en su cabeza crece la idea de que son las culpables de que el almíbar esté quedando amargo.

    Saca una navaja de su delantal y la abre. La fruta le chorrea las manos y brilla, reflejando la luz en sus celdillas anaranjadas. María saliva con solo verla. Le da una lamida y confirma que su sabor es perfecto, pero no le parece suficiente para convencerla. Clava la navaja varias veces en el centro de la naranja, deformándola por completo. La prueba una y otra vez, buscando dónde se aloja el sabor amargo. Abre tres naranjas más y lo comprueba: perfectas.

    Vuelve a la cocina y revisa una vez más la receta. Se desespera al no comprender el error en la fórmula. En el papel dice: Sacar la cáscara de naranja con el pelapapas. Lee esa frase una y otra vez. Le sorprende cómo está escrita; le parece que dice “cascada”. Cada vez que la lee, se imagina una gran corriente de jugo de naranja en la que ella y su hermana se bañan.

    Un golpe fuerte resuena desde el patio. Un sonido metálico queda suspendido en el aire, reverberando en la casa. María comprende el verdadero secreto detrás de la instrucción, ve su error y, finalmente, entiende cómo lograrlo. El sonido vuelve a repetirse, una y otra vez. Corre al patio y ve el naranjo completamente desnudo; todas las naranjas están en el suelo. No hay viento, no hay animales alrededor, solo la decisión de ese árbol de desprenderse de todo. Aquel evento la llena de esperanza. Piensa que esta vez la tarta saldrá perfecta.

    Retoma su labor y comienza a limpiar la cocina por sexta vez en el día. El resto de la casa se conserva intacta. Si no fuera por un poco de humedad en el lavamanos y tres motas de pelo de Don Robert que giran por la sala de estar, se podría decir que lleva abandonada años. María suele dormir en la terraza, junto a la cocina, envuelta en una manta. Tanto su habitación como la de su hermana parecen piezas sacadas de una revista.

    Cuando se dispone a empezar, golpea su brazo con las bandejas del horno, y la costra se desprende a la mitad. Le parece poco higiénico, así que vuelve a ponerse el ungüento y envuelve su brazo con papel film, apretándolo con fuerza. Vuelve a leer la receta y sonríe: ahora la entiende.

    Rompe los huevos y los revuelve con agilidad, como si hubiera incorporado la técnica desde siempre. Se siente liviana y diestra. Luego añade el azúcar con cuidado, asegurándose de que las burbujas no desaparezcan. Continúa espolvoreando todos los ingredientes con suavidad y añade un cuarto más de polvos de hornear para corregir su error anterior.

    El teléfono vuelve a sonar. Intenta mantener la concentración. Todo avanza a la perfección: no ha caído cáscara de huevo en la mezcla y ha puesto la cantidad exacta de cada ingrediente. El teléfono suena otra vez. María lo ignora, pone a precalentar el horno y comienza a engrasar los moldes.

    Saca de un frasco unas manzanas partidas que ha dejado macerando con canela, clavos de olor, cardamomo, pimienta y un poco de miel. Las coloca sobre una bandeja. El teléfono no se detiene. María mete las manzanas y la mezcla en el horno, a fuego lento, e intenta no distraerse con el sonido de la llamada.

    Comienza a preparar el almíbar de naranja. Utiliza el pelapapas para retirar la cáscara de las frutas. Luego las exprime, y todo se detiene. Se concentra completamente, dejando de escuchar los sonidos del exterior. Los olores comienzan a aparecer, intensos y cautivadores. María siente que necesita más. El agua empieza a densificarse y adquiere la textura perfecta.

    Suena el minutero. Todo ha salido a la perfección. María tiene la receta.

Cuando saca el bizcocho del horno, limpia la cocina y pone la mesa para una persona. Su brazo le arde; la herida no ha dejado de transpirar. Se quita el papel film y nota que su costra está húmeda. Se rasca y la arranca por completo. Le da asco ver que ese trozo de piel muerta proviene de ella, y comienza a tener arcadas. Pero las reprime, y un ligero temblor recorre su cuerpo. Nada puede arruinar ese momento.

    Se sienta en la mesa, comienza a cortar un trozo, lo sirve en su plato y le vierte el almíbar, terminando de adornar todo con las manzanas asadas. Siente su corazón golpeando sus oídos y su herida. Saca un pedazo con el tenedor, lo prueba y no le cabe duda: ese es. El río anaranjado reaparece ante ella.

    El teléfono no ha dejado de sonar. Vuelve a escucharlo y mira el reloj colgado sobre el horno: son las once p.m. Puede imaginar la cara de Ana, evitando mirarla a los ojos, completamente molesta, quizás en pijama.

    —Qué bueno que me contestaste. Me tenías asustado. —La voz de su padre es serena, nunca se desespera.

    —Lo he logrado. Me ha salido perfecto. —María empieza lentamente a relajarse.

    —Me alegro, hija. Tu madre me ha llamado. — La separación de sus padres ocurre hace más de seis años, pero a María le sorprende la forma en que aún se coordinan para hablar de ella. No ha sido en los mejores términos. Su padre tiene otra familia, pero eso no ha hecho que su participación en la vida de su hija disminuya, quizás sí su presencia.

    —Papá, debo salir ahora. Gracias por llamar, pero quedé de pasar donde Ana. —No quería cortarle a su padre, le agradaba hablar con él, pero últimamente lo encontraba algo monotemático y algo obsesivo con las llamadas.

    —Cuídate. Mañana te vuelvo a llamar. Por favor, contéstame. —Al colgar el teléfono, María se queda sentada en su sillón. Aún tiene el sabor del pastel en la boca. Vuelve a la cocina, saca un trozo de su preparación y lo guarda en una caja para Ana. Encuentra el libro de recetas y en la hoja siguiente anota la receta, pero con todos los detalles que ha revelado de esta. Mira el reloj: son las once y media. Se dirige a su pieza y se cambia de ropa.

    En el baño se lava la cara y un poco las axilas. Ve que su herida está completamente infectada, así que la pone bajo el grifo, esperando que se limpie. Se pone perfume y desodorante, toma las llaves del auto y sale hacia la casa de su amiga.

    El automóvil está ardiendo por dentro. Estuvo bajo el sol todo el día y, aunque es de noche, el calor sigue allí. María abre todas las ventanas y comienza a manejar a alta velocidad para no retrasarse más. El aire le golpea el brazo y la herida empieza a punzar. Ha comenzado a generar un líquido amarillento. María cierra la ventana y llega transpirada a la casa de Ana.

    Le abre la puerta Luis. Los encuentros entre ambos siguen siendo incómodos. Ambos salían hasta que Luis comenzó a salir con Ana y dejó a María. Nunca hablaron de lo sucedido, y Luis se ha restado de la relación con el grupo de amigos por sentirse juzgado.

—¿Cómo estás? Ana te está esperando en la sala de estar con Don Robert. —María le agradece de manera cortés y seca, sin responder a la pregunta. Entra a la casa directamente a la sala de estar. Don Robert está acostado, apoyando su cabeza en las patas delanteras. Al llegar María, la busca con la mirada sin moverse, como si estuviera pidiendo perdón por algo. María se arrodilla y se lanza sobre el perro, besándole la cabeza mientras le toca la panza.

    —Toma, te traje un trozo de pastel, es en agradecimiento. ¿La fiebre no se ha detenido nunca? —María evita mirar a Ana a la cara; sabe que se encontrará con su gesto frío y prefiere evitar la discusión.

    —Nunca, por eso te he estado llamando toda la tarde, pero no contestabas. Yo creo que tiene que irse a urgencias. —Era lógico que su padre no había hecho todas esas llamadas, él no era así, tenía sentido.

    —Tengo el dato de un veterinario a domicilio. No creo que Don Robert esté en condiciones de viajar. —María sabe que, si saca al perro de la casa de Ana, después no podrá entrar, y utiliza, como siempre, la culpa de Ana para poder extender el favor.

    —Necesita hospitalización, María. Necesita que lo cuides. Ya no va a seguir con nosotros. —Ana sale de la sala de estar y vuelve con paños que huelen terrible. María entiende todo; también hay vómito.

    —Lo voy a llevar a urgencias. Pero después no puede volver a casa, no me deja trabajar cuando da vueltas y no puedo sola con él. —Ana se acerca al trozo de pastel que trajo su amiga.

    —¿En esto estabas trabajando? Te he entendido mucho, María, pero te toca poner de ti. Llévate tu perro y enciérralo en la pieza de Lucía, si quieres. —María se enfurece, entiende las complicaciones, pero no tenía ninguna necesidad de nombrar a Lucía. Ana se va molesta a su habitación y pega un portazo.

    María intenta tomar a su perro sola, pero es muy grande y no lo logra. Intenta arrastrarlo, pero el perro no hace ningún intento de ayudar. Luis sale del baño y ve a María en sus intentos. Se disculpa por la actitud de Ana y le dice que ella también está afectada por todo lo que está pasando. María no le habla, pero con su cuerpo da todas las señales para dejarse ayudar.

    Suben al animal a los asientos de atrás, y María se prepara para el viaje. Luis no sabe qué decirle y le da un inesperado beso en la frente. María lo mira confundida.


Son la una y media de la madrugada, y María sale del pueblo para ir a la ciudad. Maneja a gran velocidad, evitando mirar por el retrovisor para no ver a su mascota. El jadeo del perro la tiene completamente alterada. Al llegar al veterinario, hacen pasar a Don Robert de urgencia. María no reacciona, firma todos los papeles que le solicitan y paga lo que le indican. Las sillas en la sala de espera le pesan en el centro del pecho. Su herida vuelve a arder; ha crecido una nueva costra, pero esta es como el ámbar, densa, pegajosa y amarilla. Va al baño de la clínica y empieza a rascarse y a limpiarse la herida. Se da cuenta de que, bajo las uñas, aún tiene la masa del pastel y que eso queda pegado en la herida. Alrededor del brazo tiene la piel irritada. Le duele y le pica; está cansada. Tocan la puerta.

    —María, ¿qué pasó? Es la voz de su mamá. —Cuando abre, no hay nadie; el lugar está vacío, solo ella está en urgencias. Se acerca a la recepción y pregunta si tienen algo con lo que desinfectarse el brazo. La recepcionista la mira suavemente y le señala que la espere en la silla. Va adentro y, cuando vuelve, trae un par de algodones y un suero. Le explica a María que la higiene es muy necesaria con las quemaduras: limpiar y dejar también que la herida respire. María siente vergüenza. Sabe que le dice eso para poder hablar de su higiene, no solo su olor la delata, sino también la grasa del pelo. Le duele la limpieza de la chica, pero entiende que es la única forma para que realmente empiece a sanar.

María le agradece a la mujer y se queda sentada esperando. Después de una hora, le informan que Don Robert tiene una infección urinaria y necesita antibióticos a la vena, pero que se encuentra a salvo. La veterinaria le dice a María que es mejor que vuelva mañana en la tarde, ya que su mascota tendrá que pasar la noche en la clínica. Ella afirma y se sienta en las sillas de la clínica temblando. Está muy confundida, pero feliz. Cuando se recompone, sale de la clínica hacia un teléfono público. Son casi las tres de la mañana y piensa en la tarta sobre el mesón de la cocina. Busca en sus bolsillos monedas y marca el teléfono con determinación.

    —¿Aló, mamá? —dijo insegura de su decisión.

    —¿Estás bien? —La voz al otro lado suena adormilada, pero segura, esta vez nada desesperada. Nunca se había relajado tanto al escuchar a su madre. Desde la separación, siempre la había culpado de abandonarlas a ella y a Lucía. A su padre nunca lo culpó, le parecía más pasivo. Sin embargo, su madre se había disculpado miles de veces y su padre ninguna sola. En ese minuto, todo se ve diferente.

    —Sí. La tarta quedó perfecta. Tenía que sacar la cáscara con el pelapapas para no llevarme la parte blanca, que es la amarga. ¿Crees que puedas quedarte conmigo hoy? —Al otro lado, la mujer soltó un profundo suspiro.

    —Es lo único que quiero. Haré una maleta, pasa a buscarme. ¿Dónde andas? —María le cuenta toda la historia con Don Robert y hace especial énfasis en la clínica y en la sala de estar.

    —Ay, mi niña... —Es lo último que alcanza a escuchar de su madre antes de que el teléfono público termine con la llamada. Vuelve a entrar en la recepción y le cuenta a la mujer que finalmente volverá mañana a las cinco. Le pide una tarjeta con el número del lugar para estar llamando durante el día. La recepcionista le entrega una botella de suero, algodones y gasa.

    —Para su herida —La mujer le sonríe, María siente que es su amiga. Después vuelve a su automóvil. 

    Se dirige camino a la casa de su madre. Ella sabe que pasará a buscarla y su madre saldrá en pijama. Manejarán camino a casa de María, probablemente en silencio. Una vez que se bajen del auto, se abrazarán por un largo rato. Entrarán a la casa y probablemente su madre querrá probar la tarta de naranjas. Le dirá que le quedó igual que la de Lucía. Luego, María se pondrá el pijama e irá al baño a sacarse la gasa del brazo para dejar respirar la herida, como le indicó la recepcionista. Le contará a su madre lo ocurrido con el naranjo y ella decidirá creer que fue magia. Tomarán un té y organizarán sus próximos días. María imaginará el regreso de Don Robert a la casa. Vuelve a sentir el río naranja, está tranquila. Luego, ambas se irán a acostar en la pieza de Lucía, cerrarán los ojos y soñarán con ella. 


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