domingo, 19 de enero de 2025

-Relato 1 de Alba Amador

 Una carta en un bar



(...) qué importa,

si me vuelves (...)

menos odioso el mundo, más leves los instantes.


Las flores del mal,

CHARLES BAUDELAIRE



Mis intentos por ver más allá de la densa niebla del exterior fueron inútiles. Lo probé todo, porque no tenía nada mejor que hacer en aquella chatarra con ruedas, sostenida solo por voluntad propia, que avanzaba con lentitud hacia un pasado que, aún hoy, me cuesta reconocer como mío. Con un suspiro contenido, pegué la frente al cristal, helado, e intenté huir de la parpadeante luminosidad del interior con la débil barrera que formaban mis manos ahuecadas, igual de frías, alrededor de mis ojos. Una carretera oscura y campo, mucho campo, fue todo. Algunos árboles —probablemente— y muchísimas estrellas en el cielo. Las estrellas no las veía tanto en casa, en la ciudad. En aquel lugar, sin embargo, eran la única fuente de luz antes de adentrarse en la zona residencial.


En el vaho que cubría el cristal dibujé constelaciones, un intento por ignorar las burbujas que hervían en mi estómago. En aquel momento, ni siquiera yo entendía el motivo por el que había decidido pagar una cantidad exorbitante por un viaje cuyo propósito no tenía claro. Osa Mayor, Osa Menor y Casiopea. Eran las que conocía. Me las enseñó un chico que era boy scout y que me llevó un par de veces al campo, para impresionarme supongo —sin duda alguna, lo logró—. Era rubio, tenía el pelo largo y rizado y tocaba la guitarra: un cúmulo de factores maravillosamente diseñado para que yo sintiera una atracción irremediable hacia él. Estuve secretamente enamorada durante tres años, hasta que entendí que las escapadas y las reflexiones filosóficas no iban a ir más allá y que nunca se atrevería a dar el paso. No sé por qué no lo di yo. Estoy segura de que hubiera sido correspondida, pero no me atreví. Antes nunca me atrevía a nada. Así había sido hasta aquel momento, sentada en los asientos incómodos de un autobús sin pasajeros, de vuelta a un lugar que había fingido olvidar. 


Pegué de nuevo la frente al cristal y una triste farola en el exterior fue la única prueba de que habíamos llegado. Un escalofrío me atravesó los pulmones con una violencia desproporcionada. Había intentado olvidar aquellas calles descuidadas con edificios que siempre habían estado abandonados. Pero allí estaba de nuevo. El autobús se sacudió cuando una de las ruedas se hundió en algún hoyo del asfalto y el movimiento hizo que mi cabeza rebotara contra la ventana. Solté algún improperio y respiré hondo cuando el conductor levantó una mano hacia mí, indicando que la siguiente era mi parada. No llevaba mucho equipaje, no planeaba quedarme más de lo necesario. Recorrí el pasillo tambaleante y alcancé la puerta cuando el movimiento se detuvo y el conductor me habló. ¿Está segura de bajarse aquí?


Con una sonrisa, intenté transmitir una confianza que no sentía antes de salir al frío invierno de la calle. Cuando el autobús ya se había marchado, la niebla, mi única compañía en aquel lugar y mucho más densa si miraba a lo lejos, a las afueras, me rodeó hambrienta y deseosa por ocultarnos a mí y a todo aquel que pudiera merodear a mi alrededor. Apenas lograba distinguir un par de locales cerrados y los viejos bloques de piso que componían toda la vida del pequeño pueblo.


Cerca de mí, parpadeaba el letrero de neón del único bar abierto a las dos de la madrugada. El Paraíso era el local más popular, donde se reunían los mayores a lo largo de la mañana y los jóvenes por la tarde. Yo misma había pasado entre aquellas paredes algunos años de mi temprana adultez. Allí ocurría todo. Entre cervezas, una se enteraba de los chismes, de las infidelidades, las peleas entre viejos amigos, quién se había enrollado con quién y, lo más importante, quién dejaba el pueblo. Eso era lo que más se comentaba, cuáles de todos los jóvenes tenían la audacia de abandonar a su familia y su pequeño negocio para ir en busca de una vida mejor en cualquier otra ciudad.


Frente al bar, en la otra acera, se alzaba uno de los pequeños bloques de pisos. Hogar, dulce hogar. Nada había más lejos de la realidad. Aquello parecía, como siempre, un edificio en pleno proceso de demolición. Muchas de las ventanas estaban rotas y otras, tapadas. La pared había perdido su color original y en la fachada había un agujero del tamaño de un puño. No hallé sorpresa en mí, pero sí sentí lástima. Esperaba que algo hubiera cambiado, que la civilizada modernidad hubiera llegado también a aquel rincón del mundo.


Hacía cinco años desde la última vez que había puesto un pie en aquella calle, pero durante los dos que viví en aquel edificio, nunca cerraban la puerta principal. No había nadie a cargo de ello, así que nunca tuve ninguna llave. Sin embargo, cuando atrapé el pomo e intenté girarlo, no ocurrió nada, no se movió. La puerta estaba cerrada y yo, como siempre, no tenía nada para abrirla.


La luz amarillenta que salía por las ventanas del bar me llamaba desde atrás. Era la única solución hasta el amanecer, cuando, con un poco de suerte, alguien saldría o entraría del edificio y yo podría aprovechar la oportunidad. Frente a la puerta, respiré hondo y cerré los ojos solo unos segundos, con la intención de convencerme de que había tomado la decisión correcta al volver.


El sonido de una campana contra la puerta me dio la bienvenida. Puse un pie dentro, con una duda que empezaba a ascender por mis piernas como generada desde el suelo, desde el interior de aquel mesón. Avancé un paso y dejé que la puerta se cerrara detrás de mí con otro retintín. El acogedor calor del interior me dio la bienvenida. Una pequeña bombilla sobre la barra, que seguía a la izquierda, tal como era antes, y algunas lámparas en las paredes sobre las mesas eran toda la iluminación de aquel espacio revestido de tonos rojos. No había cambiado ni un ápice y aún conservaba la vieja gramola verde.


Los taburetes junto a la barra mantenían su aspecto cansado, pero también conservaban una comodidad sorprendente. En una mesa del fondo, una pareja conversaba en voz baja, acariciándose las manos como si aquel gesto fuera el único de verdadera importancia. Sentí un poco de envidia, mientras me sentaba sola en uno de esos taburetes, hacia aquellos jóvenes sensibles, capaces de encontrar alguien a quien entregarse con pasión y sin temores.


—¿Paco?


Por toda respuesta, la pareja se removió en sus asientos detrás de mí, consciente por primera vez de que alguien más había entrado. Volví a llamar, prometiéndome a mí misma que si esa vez tampoco había respuesta, me marcharía. Esperaría al siguiente bus o llamaría a un taxi, que probablemente vendría desde la ciudad y me saldría por un ojo de la cara, pero me iría por donde había venido. Sin embargo, un fuerte golpe resonó desde el almacén del sótano. Siguieron unos pasos acelerados, demasiado animados para el triste ambiente del bar y, sobre todo, para pertenecer a Paco. Un muchacho apareció tras la barra y con un escueto movimiento de cabeza me ofreció algo de beber.


No presté atención a su oferta. No era Paco, ni tampoco nadie que yo recordara del pasado. Deberías haber venido hace cuatro años, algo así me comentó. Llegas tarde, Paco murió. Lo miré. Lo seguí mirando. Lo miré un rato más. No dije nada. Lo miré y procesé la información. Sentí que el miedo acumulado durante el viaje se apresaba en una bola de papel en el fondo de mi garganta y me quitaba todo el aire y todas las palabras. Luego desapareció, de golpe. Parecía más fácil estar allí sin él.


El día que entré en aquel lugar por primera vez estaba lloviendo y no tenía dinero, así que pasé para refugiarme. Paco se acercó a mí, con sus pasos pesados y contundentes y toda la angustia del mundo acumulada en su ceño. Me advirtió que no podía entrar, que aquel lugar no era para niños. Pero yo ya no era una niña, por eso podía estar ahí. Por eso había podido huir de casa y había acabado en un pueblo remoto que más tarde, por un par de años, se convertiría en mi verdadero hogar. En aquel instante en el que puse un pie por primera vez en El Paraíso, me sentí libre, pero también aterrada. Le dije que solo buscaba refugio de la lluvia. No sé si vio el miedo en mis ojos y sintió lástima. Quizás solo quería ahorrarse una discusión. O quizás me apreció desde el comienzo. Me dejó pasar y me invitó a sentarme en aquel mismo taburete. 


Aquel hombre extraño, con una mata de pelo que empezaba a clarear y con arrugas alrededor de los ojos, preparó algo de comida pese a que le advertí que no podía pagarla. Detrás de aquella imagen austera y de un corazón cerrado a cal y canto, aquel día me encontré con el alma más pura que jamás conocería. Me tendió un café caliente, pero no demasiado, y con más leche que café, tal como a mí me gustaba. Creo que me lo vio en la cara, que yo era de soportar lo amargo en su justa medida. Paco era así, me leía con facilidad, pero solo a mí. Eso fue lo que, probablemente, nos conectó desde el principio.


El joven me devolvió al presente con un parloteo sobre su madre, que le decía siempre que era muy brusco y a la que le molestaba que su hijo hablara tan abiertamente sobre Paco. Debía ser algo más joven que yo. Sus ojos eran oscuros, pero parecían brillar en aquel lugar, como si anhelaran ver más allá de las paredes de papel rojo y las mesas de madera. Pude verla en él. No sé si fue ese ansia en su mirada, el modo en el que sujetaba los vasos o cómo encogía los hombros cada vez que terminaba de decir cada frase, pero vi el parecido. Era el hijo de Lucía.


Lucía fue quien convenció a Paco para que me dejara trabajar en el bar. Él aseguraba que no podía dejar aquello en manos de una niña. La barra de un mesón de pueblo no estaba diseñada para una chica. Yo tenía que aspirar a más. Pero Lucía insistió y él no podía negarle nada a su hermana pequeña. Nadie podía negarle nada. Ella era la clase de mujer que desprendía luz. Era una pintura minuciosa y con todo lujo de detalles del concepto de la vida. Siempre con su moño despeinado en la coronilla, con tirabuzones dorados que se escapaban y flotaban con cada paso que daba, como una representación de quien era ella. Paseaba feliz con sus faldas largas y sus jerséis siempre a rayas —rojas y verdes, azules y naranjas, moradas y amarillas— y siempre, siempre, tenía algo que decir. No te dejes tanto esfuerzo, que la vida no hay que gastarla en esas cosas. Nadie parecía entenderla, pero todos la escuchábamos atentamente, con temor de perder algún detalle importante.


No había vuelto a pasar por allí desde la muerte de su hermano. Paco había sido un padre para mí, el padre que nunca tuve antes de conocerlo a él. Lucía había sido una madre, la madre que sí tuve antes pero no cumplió su papel. Irme de casa aquel día, ir a aquel pueblo tan pequeño y perdido, que lloviera y decidiera entrar en el bar; todo sucedió como organizado con minuciosa pasión por un director de orquesta, ante el que todos interpretamos bien nuestra parte de la partitura.


Nunca fui muy cariñosa con él. Siempre peleábamos, en realidad. Pero cada vez que le pedía ayuda, asentía con firmeza y no preguntaba. Cada vez que necesitaba un resguardo de la lluvia y recordar que había tomado la decisión correcta, él abría sus brazos y me preparaba un café con más leche que café y caliente, pero no demasiado. Así fue durante los dos años que me acogió en aquel edificio frente al bar. Me encerraba en mí misma y daba malas contestaciones mientras él iba detrás, barriendo con la escoba todo aquello que yo destrozaba, incluso si eran pedazos de mí misma.


Supongo que todos esos trozos los guardó para sí cuando decidí irme. Un día cualquiera, de pronto, estaba decidido. No podía seguir allí encerrada, en un pueblo al que había acudido huyendo de una jaula y había acabado convirtiéndose en otra. Una más grande, cálida y acogedora, con compañía, pero con los mismos barrotes grises que dejaban ver todo lo que estaba dejando escapar por estar allí encerrada. Paco dejó caer su máscara y suplicó. Lucía intentó hacerle ver que aquello era lo mejor para mí. Yo, avergonzada, susurré que no cambiaría de opinión. Paco me dio un abrazo. Lucía, muchos besos. Yo prometí que escribiría —les gustaba el correo postal, coleccionaban sobres y sellos— y que volvería. Nunca lo hice.


El chico no preguntó por las lágrimas que limpié de un manotazo ni se sorprendió cuando le pedí un café pese a la hora. Le especifiqué, intentando recomponerme, que lo quería caliente, pero no demasiado, y con más leche que café, por favor. No vi su cara cuando exclamó. ¡Eres tú! Tampoco vi su cara cuando, sin esperar respuesta, salió corriendo escaleras abajo y me dejó ahí, estupefacta y confusa. Oí golpes en el almacén, alternados con el sonido pringoso de los besos de la pareja del fondo. Cuando los golpes cesaron, él no apareció. Recordé que se llamaba Martín. Aunque era hijo de Lucía, yo nunca lo había conocido porque, durante aquellos años, aún vivía con su padre. 


Decidí que el paso de los años no hacía a aquel lugar menos mío y pasé a la barra para preparar el café. Volvió cuando yo terminaba de calentar la leche y no dijo nada acerca de mi cambio de escenario, como si fuera común por allí que los clientes entraran a servirse ellos mismos. Con cuidado, quizás temeroso de mi reacción, posó un bulto de papel sobre la encimera de madera. Eres igual que en la foto. Se lanzó a un parloteo intenso sobre cómo de fieles eran los recuerdos de alguien y sobre lo extraño que había sido no reconocerme desde el principio. Lucía presumía mucho de él, de lo guapo y buen hijo que era, pero también se quejaba de lo muchísimo que hablaba.


—¿Qué es eso? —pregunté.


Lo escribió una semana antes de morir. Yo nunca escribía ni visitaba y él sabía que volvería. Quise decir algo que borrara el silencio que llevaba dentro o hacer algo más que mirar anonadada aquel sobre grueso y viejo. Siempre ocurría lo mismo. Cada vez que mi madre encontraba la forma de convertir una conversación cotidiana en una pelea, o cuando descubrí al chico rubio, de pelo largo y rizado, feliz y enamorado de una vieja amiga. Cada vez que algo me sorprendía, cuando me enfrentaba a algo inesperado, me quedaba en blanco, paralizada. Solo podía mirar y preguntarme cómo era posible, intentar encontrar la manera en la que aquello podía tener sentido. Solo podía intentar buscar una explicación, sin enfrentar realmente lo que tenía delante.


Eso hice durante no sé cuánto tiempo. La leche se había enfriado cuando reuní la fuerza necesaria para salir de la barra y volver a sentarme en el taburete. Para cuando decidí abrir el sobre, la pareja se había marchado y Martín había cerrado el bar. Con manos temblorosas, saqué una fotografía que había tomado Lucía la primera vez que fuimos a comer al parque. En ella, Paco y yo mirábamos a la cámara sentados en una vieja manta en el césped. Él, grande e imponente, sonreía y extendía un brazo enorme alrededor de mis hombros. Yo, que siempre había sido alta, parecía frágil y minúscula a su lado. Seria, parecía desafiar a quienquiera que mirara la imagen en el futuro. Me pregunté si, de algún modo, había una posibilidad de que yo supiera en aquel momento que ese alguien sería otra versión mía: mayor y más cansada, pero también más nutrida —en la carne y en el alma—. Detrás del papel de foto, la letra de Paco se extendía elegante y fuerte.


Eva y yo en el parque. 3 de agosto de 2013.


A la fotografía la seguía un montón de billetes atrapados en una goma de pelo. Lo ignoré y saqué con cuidado la carta que quedaba en el sobre. Estaba escrita en papel arrancado de algún viejo cuaderno de esbozo. Era grueso, con grano, y su roce producía un sonido que me trasladó a las mañanas de verano dibujando sin parar a las personas que veía pasar desde la ventana del comedor. Desdoblé las hojas e identifiqué de nuevo su letra, mucho más temblorosa y anciana.


Solté el aire que había estado conteniendo cuando leí la primera palabra. Niña. Siempre me llamaba así. Nunca usaba mi nombre para dirigirse a mí, me decía niña o chica. Nunca me llamaba Eva, no sé por qué. Eva, la que da la vida. Puede que le diera miedo nombrar algo que se podía hacer realidad. Puede que le diera miedo que yo me percatara de todo lo que podía ser y huyera de allí.


Leí la carta varias veces, ya de vuelta en la habitación que fue mi hogar, gracias a la llave que me había dado Martín. Visité a Lucía al día siguiente y le hablé de todo lo que había hecho aquellos años. La muerte de su hermano había provocado en ella un deterioro abrumador, pero, como siempre, yo lloré y ella rió. Le hablé de mi primer amor, una chica de Granada que era músico y tomaba la misma asignatura de dibujo que yo. Le conté que había sentido una felicidad inmensa junto a ella y que luego rompimos el corazón la una a la otra porque no sabíamos querernos bien. Martín se convirtió en un buen amigo. Nuestra relación era casi fraternal, pero en algún momento evolucionó. La comodidad y la calma se volvieron rutinarias y el roce hizo el cariño. No lo vimos venir, sucedió a un ritmo paulatino, como crece un niño día a día o como aumenta el cauce del río bajo una atenta mirada, tan acostumbrada que no lo aprecia.


Lucía murió poco después de nuestro reencuentro. Había aguantado por mí, para poder explicarme que Paco y ella se habían sentido muy orgullosos. Quería que yo pudiera despedirme y por fin se sentía en paz. Todo ocurrió gracias a la puerta cerrada que me llevó al bar, al día que decidí volver y enfrentarme al olvido, al día que decidí irme y al día que aparecí allí por primera vez. Gracias a la carta. Gracias al café caliente, pero no mucho, y con más leche que café.



Niña:


Te dejo esta foto porque ya no voy a necesitarla. La he memorizado. Te espero allá donde vaya, pero no vengas muy pronto. Demórate todo lo que creas conveniente y más.

Lleva siempre esta foto contigo.


Te admiro con todo mi viejo corazón,


Paco.


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