domingo, 19 de enero de 2025

-Relato 1 Iván Muñoz de Morales

 Compatible


Creía que en Edimburgo no existían imbéciles —aunque en Grinder siempre hubo muchos–. Supongo que bajé la guardia –es lo que pasa cuando estás de vacaciones y pretendes relajarte–.


–Alan, deja el móvil un rato–.

Ese era el problema, ir con tu padre de vacaciones culturales al festival The Fringe y pretender que ibas a poder ligar con alguien distinto a los imbéciles del Grinder de tu ciudad de origen. Lo que más me gustó del lugar fue el cielo oscuro y la tierra verde —tan diferentes al cielo blanco y el suelo desértico donde residía—. Árboles enormes y frondosos a ambos lados de la avenida Royal Mile me hacían sentir dentro de un cuento de hadas, y el cielo tormentoso configuraba una atmósfera ominosa de terror. Las piedras de los castillos y la vieja arquitectura dotaban de un tacto frío y de un ambiente misterioso al conjunto.


–Alan, deja el móvil, que te vas a perder los espectáculos y…

–Y yo soy el que estudió Interpretación, sí, lo sé, papá– apagué la pantalla y me obligué a disfrutar de las diferentes performances callejeras que durante la época estival convertían la capital de Escocia en una especie de Hollywood teatral, donde era más fácil ver a un acróbata, actor, bailarín o clown que a un panadero, camarero o taxista.


Lo más divertido, sin embargo, fueron las meriendas en el cementerio. Los escoceses amaban los fantasmas y las historias de miedo, y a la mínima ocasión se iban al camposanto a hacer un picnic sin tener nada que envidiar al Día de los Muertos de México. Haberme alojado en un piso embrujado en Edimburgo no fue causa de temor, sino un orgullo y un extra a la hora de haber elegido un apartahotel. Personalmente, como friki que era, la afinidad con espectros o entidades paranormales y un posible avistamiento o experiencia de cualquier tipo hubiese sido un regalo divino. Pero el único fantasma que conocí fue aquel chico del Grinder.


Tres días antes del gran paseo por la avenida que cruzaba la ciudad, camino al castillo en la cima de Castle Rock, había reabierto mi perfil en la aplicación de citas –para superar más rápidamente una ruptura amorosa cuyo único problema fue que la relación existiese y cuyo único beneficio fue aprender todo lo que no quería en otra persona–. Esta vez, el perfil del Grinder no fue solo una etiqueta para venderme como ganado y esperar un comprador, sino una autoterapia de autoconocimiento y desarrollo personal:


Edad: 27

Altura: 181 cm

Peso: 73

Origen étnico: Blanco

Complexión física: Tonificado

Rol: Inter

Tribus: Ninguna

Situación amorosa: Soltero

En busca de: Amigos, chat, contactos, relación casual, citas

Hobbies y otros: Cine, arte, fantasía, juegos de rol, esoterismo, fiesta electrónica, pero sobre todo alguien que se parezca a mí.


–Alguien que se parezca a mí–. Esa frase nunca la escribí antes en la aplicación, pero esta vez algo me dijo que debía hacerlo si quería evitar relaciones con personas incompatibles. –Y fue lo que convirtió mi vida en una locura que superó cualquiera de las obras del gran festival teatral–.


Al día siguiente de hacerme el perfil y mientras caminaba por el jardín botánico de la ciudad, el sonido de una notificación molestó a mi padre, así que decidí apartarme disimuladamente y perderme entre plantas carnívoras y anémonas tóxicas. Era difícil concentrarse oliendo fragancias tan salvajes y variadas mientras escroleaba la pantalla. Dejando de lado los perfiles zoológicos de osos, nutrias y demás fauna —que me hizo sentir como el Tarzán escocés—, llegué hasta un perfil interesante. Se apodaba "BuScAndOTe" y en la descripción constaba que le gustaban las mismas cosas que a mí, además de tener una descripción física bastante afín y compatible. Lo único que no me agradaba era que no tenía foto –y es que odiaba cuando alguien no ponía foto–pero como eran vacaciones y era Edimburgo, la capital de los fantasmas, no pude evitar caer en el embrujo y abrí un chat con él.


Las horas pasaron y, cuando los cristales del invernadero se tornaron oscuros, descubrí que se me había ido el tiempo y tenía un montón de llamadas perdidas en el móvil silenciado. –Me escondí tan bien que ni mi padre pudo encontrarme–. La bronca fue descomunal, pero valió la pena porque me había enamorado del hombre de mi vida (y ni siquiera le había visto la cara).


The Scotch Whisky Experience fue el lugar ideal para nuestra primera cita. Tras descubrir que mi amado príncipe azul residía en la ciudad, aproveché que mi padre odiaba el alcohol y le dije que nos veríamos en el museo-destilería. Después de realizar mi tour por el museo y ambientarme con un par de bebidas espirituosas, me senté a esperar en la sala de barriles. Al cabo del rato, y quizás bajo cierto estado alterado de conciencia, me pareció ver a un chico que se escondía detrás de una enorme estantería de bebidas y decidí acercarme. Lo extraño es que en ese momento salió corriendo y desapareció. No fue algo tan raro; –es normal que en Grinder, si alguien no te gusta en persona, te deje tirado sin ningún tipo de remordimiento–. Al estar borracho procesé mejor el posible daño a mi autoestima.


Esa noche tuve la primera discusión con mi padre:

—Si no hubieras estado más pendiente del móvil que de tu padre, no nos hubiésemos perdido–.

Y la segunda discusión con mi no novio. Lo más triste es que se disculpó de forma elegante y me dijo todo lo que quería oír, así que le perdoné como si fuera la víctima de un narcótico. Nunca me enamoré tan rápida, estúpida y anónimamente de alguien.


La segunda cita tendría lugar en el castillo de Castle Rock, al final de la avenida de la Royal Mile. Mi padre me observaba con mala cara, mientras yo intentaba hacer coincidir los momentos en que él miraba los malabares de fuego, los zancudos, los acróbatas callejeros, los guiñoles y las performances, con mis vistazos a la conversación de Grinder. Pero era muy difícil caminar, teclear, escrolear y disfrutar de cabezudos, gigantes, hadas, enanos, elfos y demás artistas caracterizados que te querían enredar entre juegos, pasacalles y espectáculos.


A medida que aumentaba la turba de turistas y de artistas y caía el atardecer, el ambiente se llenaba de luces fantasmagóricas, humos de colores, música de gaitas y tambores, cánticos a deidades paganas, olor a máquinas de humo y a inciensos exóticos. Mi mente y mi cuerpo se disipaban en la multitud. De nuevo perdido de mi padre, y sin conexión wifi —al menos había quedado en un lugar específico y a una hora con mi misterioso amante—.


Arrastrado por la masa en dirección al castillo de Edimburgo, me sentí como los niños del flautista de Hamelín, que no podían evitar seguir la melodía hasta su perdición. Una parte de mi ser comprendía racionalmente que me estaba obsesionando demasiado con un desconocido, pero otra parte instintiva y reptiliana me ordenaba seguir las pasiones químicas, hormonales y sentimentales.


Llegué justo a tiempo y, como si no tuviera padre, fui directo a la sala roja de las espadas, la armería donde había quedado con BuScAndOTe, y me situé debajo del enorme hacha de doble filo. Miré el móvil y la red wifi funcionaba con velocidad. Llegaron un montón de SMS y de llamadas perdidas de mi padre, pero a mí solo me importaba saber dónde estaba aquel chico y si esta vez aparecería. Los minutos de espera parecieron horas mientras observaba a la gente como si fuese un policía encubierto buscando a un criminal fugado. Casi se me salió el corazón por la boca cuando recibí una llamada de un móvil desconocido —estaba tan loco que le había enviado mi número por la aplicación sin conocerle de nada, y lo divertido fue que me preocupaba más parecer desesperado que toparme con un asesino en serie—. Cogí el móvil y escuché la voz más dulce que había oído en mi vida.

—Hola, guapo, perdona, pero no te encontré. De todas formas, te busco. Recuerda que sé cómo eres, no te preocupes, aún queda tiempo para que cierren-.


Añadí su contacto a WhatsApp, que, por supuesto, no mostraba avatar. No pasaba nada, me encantó su voz. Todo lo que me dijo es como si me conociera y parecía compartir todos mis gustos, no como mis anteriores parejas. Eso me bastaba para autoconvencerme y tranquilizar la parte de mi cabeza que me enviaba señales de alerta.


El resto de la visita la efectuó mi cuerpo en modo zombi. Cada sala y pasillo se convirtieron en un recorrido circular donde me resultaba difícil distinguir una habitación de otra. El corazón palpitaba de forma irregular y tenía las pulsaciones aceleradas. Me empezó a entrar calor y un hormigueo me recorría desde el abdomen hasta el pecho. A veces me costaba respirar. Había pasado en unos pocos días de –la fase de conocer a un desconocido al que seguía sin conocer pero al que creía conocer– a la fase de completo enamoramiento y obsesión.


Estaba a punto de acabar el horario de visitas del castillo, y me invadió un pánico que nunca había sentido, obligándome a llamar al desconocido. Sonaba fuera de cobertura, pero eso no fue impedimento para llamar unas dieciséis veces, literalmente. El móvil sonaba insistentemente con llamadas de mi padre y estuve a punto de lanzarlo al suelo para silenciarlo, pero, si lo hacía, me quedaba sin la posibilidad de que me pudiera llamar el chico. Estaba desesperado y no sabía cómo gestionar mis emociones.


La mayoría de los visitantes abandonaron el lugar, pero yo resistí hasta que unos guardias vinieron para llamarme la atención.

–¿No han visto por aquí a un joven, más o menos de mi estatura?

–Usted es el último, chico. Por favor, vamos a cerrar–.


–Como no estaba seguro de que no me esperara en algún rincón y que lo hubieran pasado por alto– salí como un loco despedido hacia unas escaleras en las que no había reparado con anterioridad. Entonces los guardias de seguridad comenzaron a perseguirme como si fuera un delincuente y me sujetaron.

—¡No puedo marcharme! Mi hermano está enfermo y no puedo dejarlo solo, necesita sus medicinas — grité desesperado.


Recorrí el camino inverso, arrastrado por los policías. La situación parecía surrealista –yo nunca había actuado así por otra persona–.


Los siguientes días, la situación entre mi padre y yo se fue tensando. Ya ni siquiera hablábamos. Solo visitamos los mismos lugares, pero yo vivía mirando el móvil y él comentaba las visitas que realizábamos como si fueran monólogos. Aún quedaban dos semanas de vacaciones, así que no perdía la esperanza de conocer a lo único que parecía importarme en ese momento.


Como los ojos me dolían y me costaba dormir por las noches –donde soñaba una y otra vez con aquel chico sin rostro– decidí salir a correr una mañana por Calton Hill, una colina llena de monumentos antiguos que imitan la arquitectura de los templos griegos y donde se decía que círculos de brujas se habían reunido en la época medieval. Él era agradable, pues el verano en Edimburgo es bastante fresco, pero mi temperatura corporal y mis hormonas estaban alteradas enfermizamente desde hacía días. El camino empinado y empedrado me ayudó a enfocar mi mente en una actividad diferente, y esperé recuperar algo de la cordura que había perdido.


Al pasar corriendo por encima de la montaña me sentí aún peor. Recordé que no había salido con el móvil, por lo que, si mi hombre desconocido intentaba contactarme, no podría hacerlo. Las pulsaciones se incrementaron al igual que la sudoración. Me comenzó a picar la piel, y era como si pequeños alfileres se me clavaran en las sienes y en las cervicales.


Comencé a incrementar la velocidad de vuelta al piso sin tener en cuenta ni el espacio ni el estado húmedo del camino debido al rocío de la mañana. Solo había una cosa que podía importarme y era ver, tocar y besar a BuScAndOTe. El camino de vuelta lo percibía tan lento que tuve que esprintar, con la consecuencia de que tropecé contra unos adoquines que se encontraban en desnivel y caí rodando por unas escaleras de piedra de varios metros.


Era de noche. El cielo estaba lleno de estrellas, sin ningún tipo de contaminación lumínica. Me incorporé, pero no estaba en el mismo lugar en el que había recordado caer, sino acostado sobre un banco del parque. Me dolía la cabeza y me notaba magullado. Tenía heridas en brazos y piernas que alguien había tratado con Betadine. En ese instante, el sentimiento de obsesión, amor y deseo se convirtió en uno de terror.

–¿Cómo había pasado todo lo que había pasado?–


Volví a mi casa nervioso, pensando que mi padre podría haber avisado a la policía. Quería contarle todo lo que me había ocurrido y pedirle perdón. Pero no encontré a nadie en el piso. Me alarmé bastante y mi mente compuso los peores escenarios. Al no llevar móvil, mi padre me estaría buscando por todos los hospitales o estaría en comisaría o con los bomberos o quién sabe dónde. Rápidamente fui a por el celular y, sorprendentemente, no había ninguna llamada ni SMS, pero sí encontré que el WhatsApp tenía un mensaje del desconocido.

–No te preocupes, después de curarte y dejarte en el banco, me fui con tu padre a visitar la playa de Leith y la zona donde se rodó la película de Trainspotting–.


El estómago se me cerró y, durante unos minutos, estuve en estado catatónico, inmóvil como si me encontrara atado con cadenas que me estrujaban lentamente. No sabía si llamar a la policía o qué hacer. No podía pensar con claridad.


Llamé a mi padre, pero no me contestó. Eso aumentó mi temor por que algo le hubiera pasado. Lo raro era que no me llamara minutos después. No entendía nada, intentaba razonar, pero me dolía la cabeza. Sentía que los nervios se inflamaban y también la impresión de un punzón golpeándome en las sienes. Encima de la mesa estaban todos los folletos, y pude encontrar unas visitas subrayadas –Recé para que ese fuera el itinerario de mi padre de aquel día–.


No comprendía cómo –en el mejor y sin sentido de los casos– mi padre podría estar visitando monumentos con un desconocido, pero no quería ponerme en el peor escenario. –¿Podría ser un psicópata que lo quería asesinar? ¿Una mafia o una secta que secuestraba turistas para robarles órganos? ¿Un extorsionador que fingía ser amable para robar a extranjeros?–


El viaje hacia Leith fue largo. Tuve que coger dos autobuses y, con los nervios, me confundí de ruta. También me bajé en la parada que no era y tuve que caminar un par de kilómetros hasta el lugar donde se rodaron unas escenas de Trainspotting. Sin embargo, como tenía prisa y estaba muy nervioso, me pareció recorrer kilómetros en minutos.


A lo lejos, en una playa solitaria y azotada por el viento, pude ver a mi padre. Estaba solo y sentí un gran alivio. Prácticamente salí corriendo hacia él y me abalancé sobre su cuerpo. Se quedó bastante sorprendido –ya que en mi familia no somos dados a las muestras de cariño y tampoco venía a cuento la situación–

–¿Te ocurre algo?–.


Durante unos instantes experimenté una sensación de vacío tranquilizador, como si nada importara o como si nada pasara. Mi padre estaba bien, yo estaba bien y no había ningún loco al lado nuestro. Pero ese momento zen dio paso a otro de dolor, preocupación, miedo y confusión. Un torbellino de preguntas me atormentaban. –¿Quién me curó las heridas y me colocó en el banco? ¿Cómo sabía que mi padre iría a Leith? ¿Qué pretendía cuando dijo que lo visitaría con mi padre? ¿Por qué mi padre fue solo, no me esperó ni me llamó cuando fui a correr?–.


Dado mi estado de salud mental, decidí darme una tregua y disfrutar –por primera vez desde que llegué a Edimburgo– de la estancia con mi padre. Fue un día de lo más convencional y agradable: visitas al palacio de Holyroodhouse, donde reside la monarquía británica de vacaciones; al museo interactivo de ilusiones ópticas de Edimburgo; a la catedral de St. Giles; y al National Museum of Scotland, que abarca historia, ciencia y cultura. Incluso me regaló un kilt de cuadros verdes. Fue un día normal, pero inolvidable.


Al día siguiente se terminaban las vacaciones, lo que indicaba que, por mucho miedo que hubiera pasado o por peligrosa y sin sentido que hubiera sido la situación, todo quedaría como una anécdota estrambótica. Obviamente, no nos iba a perseguir ningún asesino ni extorsionador hasta otro país.


Sentado en el avión, recordé que me había pasado un día sin utilizar el móvil, feliz en mi burbuja de tangible realidad. Pero decidí volver a usarlo. Al encenderlo vi que tenía varios mensajes de WhatsApp y también de la aplicación de Grinder.


–Hola, Alan, me gustó mucho conocer a tu padre y caminar con él por la playa, visitando los diferentes escenarios de rodaje de Trainspotting, se comportó como si nos conociéramos de toda la vida. Me dijo que hoy te notaba raro al no estar usando todo el tiempo el móvil, Supongo que es muy difícil ser tú, al igual que ser cualquier otra persona, pero entiende que aún es más difícil ser yo ¿Por qué crees que te sentías tan bien hablando conmigo, como si nos conociéramos, como si nos entendiéramos, como si tuviéramos una afinidad que solo comparten los hermanos?


–Eso es porque soy tu clon, fruto de un experimento secreto del gobierno, que está infiltrando a muchos de nosotros para testear la calidad del producto. No quería continuar trabajando para ellos y me escapé. Solo quería sentir la vida como la sentías tú. Pero, por desgracia, sabrán lo que hice y querrán eliminarme. No quiero meterte en problemas y, como nadie te creerá si yo no existo, he decidido suicidarme. Por favor, no te olvides de hablar con tu padre y de compartir experiencias enriquecedoras cuando esteis juntos. No me olvides nunca–. 

–Gracias por haberme permitido sentirme vivo–

Un beso,

Alan–.


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