jueves, 30 de enero de 2025

-Relato 1B de Juan Carlos Gil

 PUNTO FINAL

Volvimos a reencontrarnos después de tres meses, cuando decidimos ponerle punto final a nuestra relación. En ese momento, no entendí el motivo de aquel mensaje que recibí de ella, argumentaba que había encontrado algunas de mis cosas en su piso, y que quería devolvérmelas, aunque no recordaba haber dejado algo relevante cuando me marché. Aunque, siendo sincero conmigo mismo, quería volver a verla. Así fue como, sin estar muy seguro de las motivaciones de aquella quedada, acepté su propuesta y acepté aquella invitación de volver a quedar.


El día del reencuentro ella estaba preciosa, llevaba un vestido ancho de color blanco hueso. El cabello lo seguía manteniendo alisado y notaba en las facciones de la cara, que había cogido algo de peso, lo cual le sentaba de maravilla. La gente siempre decía que éramos una pareja de guapos, y yo siempre respondía que la guapa era ella y que yo mejoraba por estar a su lado, como una suerte de Ken, que no tiene razón de ser sin Barbie.

    Cuando llegó el momento de reencontrarnos no nos dimos dos besos. Supongo que después de haber sido novios durante dos años, las formalidades pasan a un plano secundario. Tampoco nos abrazamos, simplemente nos saludamos manteniendo la distancia y ella me devolvió las cosas que había encontrado en su piso, las supuestas cosas que eran tan importantes y por las cuales valía la pena volver a abrir una herida que ya estaba comenzando a cicatrizar. 

    Observé el contenido de la bolsa de reojo y rozaba lo ridículo. En su mayoría era ropa interior que podría haber tirado a la basura, lo que le habría pedido que hiciera si me hubiera adelantado en aquel mensaje de qué se trataba. Aunque, evidentemente, estábamos ahí por otra razón. 

    Me propuso dar un paseo y yo me dejé llevar. Pensé que la situación sería menos incómoda caminando un rato. Nos pusimos al día, ella seguía trabajando en el mismo hospital como auxiliar de enfermería, mientras que yo daba mis primeros pasos como dependiente en una conocida marca del sector textil. Con tanta habilidad y sutileza que apenas me di cuenta, en un momento de la conversación comenzó a preguntarme cosas relacionadas con la petición del subsidio por desempleo, ya que se le acababa el contrato en unos meses y no sabía los pasos que debía seguir. Iluso como siempre, me ofrecí a ayudarla con la tramitación cuando llegase el momento, dentro de varios meses, sin saber incluso dónde estaríamos unas horas más tarde.

    Tras un distendido paseo, me dijo que tenía muchísima hambre, y casualmente había cerca un bar muy conocido de la ciudad, que además le encantaba, así que decidí invitarla a cenar. Afortunadamente, era un día entre semana, y no había mucha gente en la terraza del bar. Tomamos asiento y pedimos un par de serranitos de pollo. Ella le insistió al camarero que por favor le pusiera el doble de salsa alioli a su plato. Siempre había sido de buen comer, cosa que me encantaba de ella, porque cuando yo no podía más, siempre tenía alguien a mi lado que tenía hueco para las patatas fritas que yo no era capaz de comerme.

    Retomamos la caminata tras la cena, para bajar la comida, y por el camino noté que se cansaba, que se cansaba como nunca se había cansado antes cuando decidíamos dar un largo paseo. Así que le ofrecí mi brazo y bajamos el ritmo. Pasamos por al lado del aparcamiento donde tenía mi coche, pero mi parte más castiza me pedía acompañarla hasta su portal. Durante este breve recorrido apenas habíamos hablado, y todo el ambiente se había teñido de golpe de una sensación extraña. Cuando por fin llegamos a su puerta, me hizo una pregunta que, se hizo evidente, estaba conteniendo desde hacía un buen rato.

    —Oye Álex, ¿estás saliendo con alguien? —cuestionó al tiempo que su voz se quebraba, como se quebraría un jarrón antiguo estallando contra el suelo.

    No me sorprendió la pregunta. Y aunque pudiera entender las razones por las que preguntaría algo así, tuve que meditar la respuesta unos segundos. Ser cien por cien sincero con ella, me parecía innecesario. No me apetecía contarle que hacía menos de un mes había conocido a una chica que me había hecho perder todos los papeles, pero que esa historia, lamentablemente, había terminado antes de empezar. 

    —No, no estoy con nadie —negué con rotundidad.

    No entendí muy bien si su rostro reflejaba alivio al recibir mi respuesta o si estaba esperando que le hiciera la misma pregunta para contarme algo que seguramente ya tendría más que ensayado. A diferencia de ella, yo siempre fui más cobarde y no quise correr el riesgo de encontrarme cara a cara con una respuesta que, en realidad, no quería escuchar. 

    Al igual que el inicio de este reencuentro, la despedida también se sintió distante. No hubo ni dos besos ni tampoco un abrazo. No hubo nada. Simplemente le dije desde lejos que estábamos en contacto.

    Una vez en casa, estuve un buen rato procesando todo lo que había sucedido. Ahora que lo veo a través del filtro del tiempo, creo que ella quería confesarme que estaba saliendo con otra persona. Pero en ese momento, no lo vi. En ese momento y con los sentimientos a flor de piel, incluso llegué a pensar que había posibilidades de retomar la relación, que aquella pregunta la había hecho porque, muy en el fondo, quería volver conmigo, que me estaba echando de menos, que creía que aquella ruptura había sido una mala decisión. 


Nuestros caminos se habían cruzado por primera vez en un concierto. La casualidad nos había juntado aquel día, cuando estando allí sentado, esperando a que comenzaran a cantar, apareció una chica sin saber dónde estaba su asiento asignado, asiento que resultó ser el que estaba a mi lado. Quizás fue una casualidad, pero después… lo que siguió después no fue cosa del azar.


Todo parecía sencillo con ella, como vivir dentro de una comedia romántica. Además, éramos muy jóvenes, ella tenía diecinueve años y yo veintidós, unas edades en las que el amor es muy pasional, pura intensidad. Juntos descubrimos cosas por primera vez, éramos un hombre y una mujer a medio terminar. Y con la misma intensidad con la que todo había estallado, tres años después, se desvaneció.  


Pasaron un par de días, y no nos habíamos vuelto a escribir. Siempre necesité mi tiempo para procesar mis emociones, en especial emociones de ese calibre. Además, supuse, que si ella tampoco me había escrito, era porque, quizás, también necesitaba procesar lo que había sucedido. 

    Decidí enfocarme en mi trabajo y mis aficiones. Tampoco estaba seguro de si en realidad lo que quería era volver con ella. Lo habíamos dejado porque buscábamos cosas muy distintas en la vida, ella quería formar una familia y yo estaba buscando un futuro laboral estable. Nunca le había dicho que no quería tener hijos con ella. En varias ocasiones intenté explicarle que no quería atarme durante los próximos quince o veinte años de mi vida en un trabajo que me anulara como persona, con el único objetivo de mantener a mi familia. Aquello me sonaba a un objetivo más que admirable para cualquier padre o madre, un objetivo con el que más de uno se sentiría realizado en la vida, pero no era un objetivo para mí, que no tenía claro si ese era mi destino ni el futuro que deseaba.


Cuando lo intentamos por segunda vez, llegué a pensar que aquella oportunidad que nos habían dado sí sería la definitiva. Estuvimos separados durante cinco años, pero cuando volvimos a estar juntos, parecía que todo aquello que nos había unido seguía intacto y nos sorprendimos de la fuerza con la que a veces arrastra el destino, esa fuerza que ahora nos estaba uniendo, aunque tampoco se puede decir que aquello fue fácil. Sí, habíamos decidido intentarlo de nuevo, esta vez más maduros y con las ideas más claras de lo que queríamos en nuestras vidas. Pero esta segunda oportunidad no había llegado sola. Arrastraba los vestigios de una relación que ella había dejado atrás para volver a intentarlo conmigo, una relación de cuatro años, una relación que estaba muy avanzada hacia el camino de formar una familia. 


Poco después de darnos una segunda oportunidad, decidimos vivir juntos. Aquello no duró mucho. Cuando me ofrecieron un traslado en el trabajo hacia otra tienda que estaba justo al lado de mi domicilio familiar, decidí aceptarlo y volví con mis padres, cosa que la destrozó. Ella interpretó esa mudanza como un paso atrás en nuestra relación y quizás… quizás tenía razón. Evidentemente, aquella había sido la única forma que había encontrado de un modo muy cobarde, de demostrarle que no estaba preparado para dar los pasos que ella quería dar en nuestra relación.

    Tras este cambio, me dijo que lo quería dejar, que nuestro amor era muy fuerte, pero que no estábamos hechos para estar juntos. Y no quise aceptarlo, por eso lo dejamos, oficialmente, en los papeles, pero seguimos pasando tiempo juntos. Las cosas se volvieron cada vez más extrañas entre nosotros, hasta el punto de que un día apareció en la puerta de mi trabajo. Me invitó a cenar y después de la cena me dijo que se iba de viaje unos días, que alguien del hospital le había regalado un viaje por su cumpleaños y quería hacerlo ahora, aprovechando que tenía unos días libres. Ahora entiendo que ese viaje fue la auténtica ruptura. Cuando regresó y decidimos vernos, no hizo falta confirmar la evidencia, pero no sabía aceptar, que hacía tiempo que había otra persona en su vida, una persona que había sido la causa de nuestra ruptura y que yo había provocado el día que decidí abandonar aquel piso que nunca fue mi hogar.

    Quizás por todo esto me sorprendió tanto recibir aquel mensaje suyo después de habernos separado por completo. Quizás una parte ilusa de mí llegó a pensar que la relación con la otra persona no había salido como ella esperaba, y que quería intentarlo de nuevo conmigo, una tercera vez, cosa que probablemente habría aceptado. Ella nunca había sido una persona más en mi vida. No lo había sido desde que nos conocimos en aquel concierto, donde cantamos hasta dejarnos la garganta con aquellas canciones.


Pocos días después de nuestro reencuentro, al salir de mi turno de trabajo, tenía varios mensajes de mis amigos, y en la mayoría se repetía el mismo mensaje dándome la enhorabuena. Sin entender la razón, me senté en el coche antes de volver a mi casa, y comencé a leerlos. Me estaban felicitando porque ella había subido una historia a las redes sociales, dando la bienvenida a una nueva vida… Fue en ese momento cuando empecé a entender muchísimas cosas, cuando las piezas del puzle por fin se unieron. Por eso me había devuelto las cuatro cosas que había encontrado en su piso, por eso llevaba un vestido ancho, por eso se cansaba caminando. Estaba embarazada. Me pregunté si era mío. Lo habíamos dejado hace unos meses, pero por las fechas, podría cuadrar. A los tres o cuatro meses un embarazo empieza a notarse, pero también todavía se podía ocultar, según las circunstancias, como lo había hecho ella. Por otro lado, algo tan importante, no lo dices por una red social sin avisar al padre de la criatura. Aquello no tenía sentido. Me puse nervioso, no supe qué hacer. Volví a mi casa y se lo conté a mi familia. Me aconsejó hablar con ella cuanto antes para salir de dudas.

    Le envié un mensaje a la mañana siguiente, con la intención de vernos y aclarar el tema. Durante el turno en el trabajo, hasta llegaron a darme la enhorabuena, ya que uno de mis compañeros de trabajo era un amigo en común de los dos y había visto la publicación en las redes sociales… Fue bastante incómodo. Simplemente daba las gracias cabizbajo.

    Al salir del trabajo, vi que me había respondido. Tenía la tarde libre y podíamos vernos. Supongo que ella también quería solucionarlo todo cuanto antes. Cuando llegó la hora, allí estaba, muy nervioso. La había citado en una cafetería cerca de su casa, una a la que íbamos cuando estábamos juntos. 

    Cuando entró por la puerta, la conversación que tenía preparada en mi cabeza, de cómo abordar el tema, su reacción, todo se desvaneció cuando lo primero que hizo al verme, fue darme ese abrazo que no nos habíamos dado el otro día, un abrazo  que solo era capaz de darme ella.  Me di cuenta de que nada iba a salir como yo lo había planteado, y que ese niño que estaba creciendo en su interior, no era mío. Con un abrazo se podían descubrir muchas cosas, y ese que me estaba dando lo decía todo. La razón por la que no se había atrevido a decirme que estaba embarazada en nuestro encuentro anterior, no era solo porque había conocido a alguien, era porque ese alguien ya era parte de su vida antes de finalizar nuestra historia. ¿Cómo se reúne el valor para decir algo así, a la cara, a una persona con la que pretendías formar esa familia?

    Decidimos sentarnos, y una vez que estuvimos más calmados, pedimos un café para mí y un batido de chocolate para ella. Ya no teníamos que ocultar nada, no era el momento de escondernos. Sabía que ese encuentro marcaría un antes y un después en nuestra relación. Porque toda buena historia tiene un principio y un final, y el desenlace de la nuestra estaba ahí, a la vuelta de la esquina.

    Durante el tiempo que pasamos en la cafetería, no hablamos de la otra persona, del padre de la criatura, no había sitio para él en este epílogo de nuestra historia. Sin embargo, sí quiso contarme que, cuando descubrió que estaba embarazada, tenía dudas, las dudas que surgen en una futura madre que quiere serlo, cuando le invade la magnitud de lo que se avecina. Siguió contándome, con lágrimas en los ojos, que cuando fue a la primera revisión, y escuchó el latido de la personita que vivía en su interior, todas esas dudas se disiparon.

    Me explicó también, que había subido la noticia de su estado a las redes sociales, y que tenía miedo de mi reacción, porque pensaba que me iba a enfadar al conocer la noticia por otros medios. Alegó que, el otro día, cuando nos habíamos reencontrado, creía que había logrado juntar el valor necesario para contármelo todo, pero que yo no era una persona más en su vida, cosa con la que estoy de acuerdo, y que sobre la marcha se había dado cuenta de que no era capaz. 

    A pesar del dolor que me estaba invadiendo por dentro, no era mi momento. Siempre fui muy reservado, y puede que también mi orgullo herido hiciera su papel, de modo que no quería venirme abajo. Cuando de verdad amas a otra persona, no te puedes enfadar porque vaya a tener un hijo con otro. Aunque tu corazón esté estrujado de dolor, te alegras de la noticia, quieres que ella sea feliz, y solo piensas que ese bebé nazca lo más sano posible, y que sea quien sea su padre, cuide de esa futura familia mucho mejor de lo que la habrías cuidado tú.

    Durante la despedida, ella comenzó a llorar, siendo consciente de que, a partir de ese punto, nuestros caminos se separarían para siempre. En ese momento solo pude decirle lo que realmente sentía.

    —Me alegro mucho por ti, vas a ser la mejor mamá para ese bebé —le di un beso en la mejilla, la miré sonriendo y me marché, aceptando el dolor que cada vez invadía con más fuerza mi corazón. 

    Fue cuando llegué a mi casa cuando me vine completamente abajo, siendo consciente de que esta historia, ahora sí tenía ese punto final que no quería aceptar. Después de haberlo intentado dos veces, ahora había un factor determinante que no tenía vuelta atrás, que no permitiría un tercer intento, ni ahora, ni nunca. La fuerza del destino nunca había actuado a nuestro favor, más bien siempre había intentado nadar a contracorriente y habíamos sido nosotros quienes la habíamos querido desafiar.


Un año después, caminaba en dirección a una tienda del centro comercial. Había aparcado en el otro extremo porque en navidades es imposible aparcar cerca, y tenía que cruzar todas las tiendas de esa planta hasta llegar a la que me interesaba. Mientras caminaba, en dirección contraria a mí, cruzaba el mismo pasillo una persona que había sido muy importante en mi vida, y venía empujando un carrito de bebé. Esa imagen me impactó. Hacía casi un año que no nos veíamos, y desde entonces no habíamos vuelto a hablar. Nuestras miradas se cruzaron justo en el momento que íbamos a pasar uno al lado del otro, y ese reencuentro fugaz quedó en nada más que eso, en un cruce de miradas. Parecía que ambos, en esa fracción de segundo, habíamos decidido que no íbamos a fingir un encuentro amistoso. En realidad, ninguno de los dos era para el otro una persona más que camina por el centro comercial, aunque pareció que ese era el acuerdo implícito al que habíamos llegado, el de fingir que éramos dos completos desconocidos.


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