La mañana en que Ryadom Letto ya no se levantó
Llega esa hora indefinida, ese paréntesis en medio de la noche y el alba, esa suspensión que hay entre un día y otro, en el que una pálida luz celeste se filtra por entre las rendijas de la persiana de la ventana. La luminiscencia débil que se cuela dentro de la habitación le acaricia los párpados como las finas patas de hormigas diminutas que recorren los pliegues de la piel delgada de los ojos. Siente un cosquilleo fastidioso, molesto, inevitable.
Un cítrico ardor en los bordes de las pestañas pegajosas. Las lagañas pegadas a lo largo de la gelatinosa conjuntiva. Piedras de ámbar acumuladas, condensadas. Caramelo de dulce amarillo que da al conducto lagrimal y se cristaliza allí. Los ojos que se convierten en dos pesadas y duras bolas de vidrio que amenazan con salirse de las cuencas y con romper el angosto hilo de carne nerviosa de venas y sangre del que pende cada una.
Un yunque dentro del cráneo. El cerebro que se calcifica dentro de un domo óseo. Primero es eso. Rigidez, endurecimiento. Luego es el órgano intangible del pensamiento que parpadea como la luz verde de un faro. Luego es gelatina, es un pálpito, es una hinchazón de sesos y materia gris. Pensar es como ejercitar un músculo que entra en calor. Más tarde, a penas un instante más tarde, antes de que aparezcan las ideas y los conceptos, hay una resonancia remota que proviene del pozo de la conciencia como el eco de la identidad perdida en la noche y en el sueño.
Se obliga a recordar. Hay una persona, una presencia interior. Hay un nombre pegado a esa presencia como una etiqueta sobre un nube de humo: Ryadom Letto. Hay unos recuerdos y pensamientos relacionados con ese nombre y con esa aura.
Recuerda que Ryadom Letto es profesor de matemáticas en un instituto. Recuerda que tiene una madre, que tiene un padre. Recuerda que tiene esposa, y que esa esposa -que siempre duerme a su lado- en las mañanas huele a la cáscara quebrada de la granadilla; recuerda que es un frío domingo de una madrugada de invierno, recuerda que los domingos, especialmente los domingos helados como un vaho de hielo, son un aburrido y aletargado bostezo infinito; recuerda que lo más difícil del día es cuando hay que levantarse de la cama y obligarse a asumir la vida con todas sus obligaciones, con todas su tareas tediosas y hartamente repetidas, esas pequeñas actividades que son atisbos de un infierno de nulidades: sentarse sobre la cama, ponerse las chanclas, desperezarse arqueando la espalda y tronando las bisagras de las vértebras de la columna, lagrimear y restregarse los ojos, levantar el culo de la cómoda cama caliente, dirigirse al baño y lavarse los dientes bajo la luz triste del bombillo que contrasta con ese leve resplandor celeste y pálido del día que no ha decidido ser día pero que ya ha dejado de ser noche.
Ese nombre y esos recuerdos son suyos. Esa sensación de incomprensión cuando el aparato de siempre suena, sin falla, implacable, a mitad del sueño más profundo, del placer de no existir, de no ser alguien, esa sensación –se repite para sí mismo– es suya. El despertador es tan molesto como el piquete de un mosquito sobre una herida abierta del oído.
De inmediato siente un amargo sabor de col rizada en la boca y siente el pecho como vaciado y luego rellenado de aserrín y greda.
Estira la mano y aplaza el despertador del teléfono celular. Treinta minutos más, treinta deliciosos minutos más en los que puede sumergirse de nuevo en el placer de la nada y del olvido. Pero no llega aún a conciliar ese anhelado sueño profundo cuando la puta cancioncita truena de nuevo y, oh infierno tan temido, despierta a su mujer.
–Ya es hora. A despertarse –dice ella.
Lo fácil es cuando ella sigue dormida. Él puede fingir que no ha sonado nada, que la alarma está impasible, y una hora pasará detrás de otra, y la mañana se irá desgranando en el tiempo, y el día se irá desarticulando en la tarde, y el brillo rojizo de la tarde se irá enfriando, aclimatando, matizando al punto de que el cielo bermejo se torne azul, y lo azul se torne oscuro, y la conciencia y la identidad y la vida se irán con todos sus recuerdos y experiencias y sensaciones y opiniones a la negra zona vacía de las profundidades de la noche y el simulacro del cese definitivo de los días, esa pequeña muerte diaria. Pero hoy no, hoy no podrá fingir que no existe la obligación de los hombres y mujeres que despiertan, la imposición de la vigilia con todas sus convenciones, con todas sus expectativas, con todas sus creencias e ideologías y consecuentes deberes sociales, ciudadanos, políticos.
–Me siento mal.
–Otra vez no. A levantarse.
La ventaja de los domingos es que es fácil buscarse una excusa para no levantarse de la cama. Por lo general, no hay nada que hacer un domingo, salvo los deberes religiosos de la misa por la tarde o las tediosas visitas de fin de semana en la casa de los suegros, en la casa de los padres, en la casa de los amigos casados, de los amigos con hijos. No es difícil hacerse el enfermo un domingo. No queda la intención evidente de no querer ir a trabajar, y no se altera mucho el orden artificial de las rutinas semanales.
–Hoy no me levanto. Estoy enfermo.
El lunes tampoco se levanta de la cama. ¿Para qué ir a trabajar si los síntomas de la falsa enfermedad todavía se manifiestan? ¿A qué presentarse al puesto de trabajo en semejante estado, entorpeciendo la producción general de la empresa y presentando un desempeño mediocre y poco eficiente? ¿No será un acto de irresponsabilidad llevar una enfermedad a cuestas al lugar de trabajo, aumentando las probabilidades de que sus colegas se enfermen también? Primero se enferma uno, luego el compañero del cubículo siguiente también contrae el trastorno, más tarde el virus se infiltra por las fosas nasales de la persona encargada del aseo de la empresa, un poco después esa persona limpia y manipula los objetos del despacho del gerente, más tarde el jefe contrae la enfermedad y, debido a que es un hombre de negocios entrado en años, no resiste la dolencia y muere. La empresa quiebra. ¿A qué arriesgarse a la catástrofe económica de la corporación? ¿A qué jugar con el destino del producto interno bruto nacional? Mejor quedarse en cama, guardar reposo, comer caldo de pollo y cilantro, cuidarse de no hacer movimientos bruscos, guardar las energías del cuerpo, tomar mucha agua, proteger los intereses económicos y sanitarios del país.
Después de dos semanas de reposo, lo más difícil es sobrellevar las molestias de permanecer en la misma posición en el borde preferido de la cama. Primero es un dolor punzante en el bajo lumbar, luego se empiezan a entumecer las nalgas, unos días más tarde corrientazos intensos recorren la columna. La espalda se pone rígida como una tabla reseca. Los cuádriceps se encalambran. Los gemelos de las piernas se engranan, se contraen, se tensan, como si alguien hubiera hecho un moño con sus tendones y fibras musculares.
Intenta moverse, adoptar diferentes posturas en el lecho, pero cada nueva posición trae consigo un nuevo dolor corporal. Si se pone de costado, en la posición del feto (¡Oh, adorado instante primigenio y pasivo dentro del vientre materno!), le da una pequeña tregua al dolor lumbar. Sin embargo, pronto se avecina el dolor de una picana en la cadera. Lo mismo sucede si se hace hacia el otro costado: la mordida de una anguila eléctrica en el cuadril, en la zona lateral e intermedia entre el tronco y las piernas. Hacerse bocabajo es un alivio momentáneo a la rigidez de la espalda, pero con el tiempo los que sufren son la cabeza y el cuello. El mentón, que reposa contra la superficie de la cama, recibe toda la presión del peso del cuerpo inmóvil. El cuello hace un arco hacia atrás y las vértebras de la columna se tensan. La presión del mentón contra la cama endurece la mordida y maltrata los dientes. Tragar saliva se convierte en un ejercicio arduo.
Otros movimientos –como levantar las piernas y hacer flexiones en el aire, sentarse y amagar una flexión del abdomen, ponerse bocabajo y ensayar unas cuantas lagartijas sobre la cama (ese tipo de actividades propias de la gimnasia)–, deben evitarse a toda costa por el hecho de que se parecen a una recuperación temprana del enfermo.
Pero quizá lo más difícil es aguantarse las ganas de ir al baño. Convence a su esposa de que el caso es tan grave que debe orinar en una botella de Coca-Cola vacía. Pero la misma estratagema no sirve de nada si lo que el falso enfermo tiene es una firme urgencia de hacer del vientre. Se obliga a controlar los tirones del estómago, a contener el rugido burbujeante de las tripas, a reducir la hinchazón de la barriga que no da tregua, y se da cuenta de que menguar la ingesta de comida apacigua las ganas de entrar al baño. Su esposa, sin avisarle –e intuyendo que lo que tiene Ryadom es algo diferente a una enfermedad real–, llama a un médico para que revise el extraño caso de su esposo postrado en la cama.
–Este hombre tiene atrofiados los músculos de las piernas y los brazos –dice el médico, asombrado del estado en el que se encuentra Ryadom– y además está desnutrido.
Los cuádriceps de Ryadom son berenjenas deshidratadas y los brazos son tiras de arrugadas salchichas secas. La barriga es una pelota de baloncesto. Pese a todo, es un hombre feliz. Sabe que la falsa dolencia se ha convertido en una enfermedad real. Sabe que tiene una excusa de peso para mantenerse firme en su decisión de no levantarse de la cama, de pegarse a las cobijas y el cubrelecho, de aferrarse a las sábanas como si fueran una segunda piel.
El pelo se le enchurca, se le enreda en bollos de cabellos brillantes de grasa. Tiene los dientes limados por la herrumbre marrón de las bacterias bucales y la putrefacción. Se le forman rendijas, espacios entre los dientes que dejan ver el interior de la boca de Ryadom, atisbadas las paredes de pus blanco de la garganta. Su piel se marchita y se ennegrece por el reseco sudor acumulado de días y polvo, que va formando una cáscara de suciedad que le recubre la punta del dedo pulgar del pie derecho y se extiende hasta la coronilla del cuero cabelludo recubierto de seborrea amarilla, el pico de una calavera apenas protegida por hilillos de pelos lánguidos y gruesas rastas blanquinegras.
La esposa lo abandona. No soporta el olor a pan viejo del cuerpo, el aliento de agua pasada de flores marchitas en reposo; no aguanta el hedor a humedad de las sábanas sucias, el hálito de eses embarradas en la cama y pegotes de orina en las cobijas; le descorazona la negativa de Ryadom de explicar lo que pasa por su mente y que, es evidente, no proviene de una dolencia física (sino de una falencia de la plena voluntad, del impulso volitivo de la existencia). Le desencanta su cada vez más frecuente costumbre de callar, de guardar las palabras por miedo a desgastarlas, a drenar el significado de los términos al punto de convertirlos en sonidos huecos, en deshabitadas cáscaras acústicas.
Ryadom apenas si se da cuenta. Mira con vidriosos ojos muertos el estante de libros al fondo de la habitación. Latinoamérica, los soviéticos, los alemanes, los ingleses, los norteamericanos… con el tiempo fue acumulando libros de todas las regiones, de variadas épocas, de literaturas, de filosofías, de historia de las matemáticas, de geometría, de lógica proposicional, de cálculo de predicados, de álgebra, de la caótica constitución musical de los números primos, del infinito… un título lo lleva a otro, una reseña a un libro extraño, una librería de viejo a la obra fatigosamente buscada, la mención que un autor hace de otro, la novedad del año, el último premio literario… y de pronto sintió que no podía leer, que mientras leía un libro, otro lo acechaba con su atracción de promesa, con su novedad recién pulida; y su mente se convirtió en una cristalería de despedazados reflejos violáceos.
Suceso análogo la repetida elucubración de proyectos filosófico-literarios. Nunca escribirá el opúsculo de ensayos sobre el secreto orden matemático de las cosas, tampoco redactará el breviario sobre el infinito, jamás boceteará el ensayo sobre la relación entre la geometría no euclidiana y la teoría de la relatividad, ya no hará el comentario analítico sobre las Principia Mathematica de Alfred North Whitehead y Bertrand Russell, no se enfrentará a la titánica tarea de traducir Die Grundlagen der Arithmetik de Gottlob Frege, ni mucho menos de simplificar su difícil simbología.
Conforme se alcancen series numéricas elevadas, los números primos serán cada vez más raros. Habrá cifras resultantes del producto de cantidades menores, y que finalmente se llegará a un número muy elevado que sería el número primo mayor, el último virgen numérico.
Euclides resolvió el problema y multiplicó los enigmas relacionados con la impredecibilidad de los primos. Elegante y sutil razonamiento matemático: todos los números naturales divisibles son resultantes de la multiplicación de los números primos. Los números naturales dan cabida a una combinación infinita de números. Ergo, los primos son infinitos.
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