LA
ÚLTIMA NOCHE EN LA CIUDAD
Son las nueve menos cuarto de la tarde y hace un frío que te cagas. Mientras camino de vuelta al piso donde vivo en alquiler, pienso mucho. Pienso tanto que ni siquiera entiendo cómo puedo ser capaz de prestar atención a todas las ideas que van pasando por mi cabeza. O cómo una parte del cuerpo, con un espacio aparentemente tan limitado, puede ser capaz de almacenar tantas voces, tantas historias, tantos recuerdos, en definitiva: tanta mierda. Me planteo si existirá algo así como el síndrome de Diógenes, pero acumulando pensamientos en vez de basura. Parece que ya tengo tema de conversación para mi próxima sesión con el psicólogo. Mientras pienso todo esto, noto cómo se estiran y se contraen los músculos que rodean mi boca y mi cuello y me sorprendo a mí mismo diciendo que a lo mejor por eso pesa tanto, probablemente con la misma intensidad con la que Arquímedes de Siracusa exclamó en su momento un claro y conciso "Eureka". «Memorable».
La chica joven de pelo castaño oscuro y gorro con orejitas que camina
unos pasos por delante de mí se gira movida por mi efusividad y, al encontrarse
con mi mirada, adquiere una expresión de terror digna de la mujer de Jack
Nicholson en El resplandor. Es como si yo le hubiese parecido un
loco o un excéntrico por ponerme a charlar en medio de la calle. A lo mejor
tiene que ver con el hecho de que estoy hablando solo, pero por lo menos yo no
ando por ahí cargando con un hacha. Tampoco ando por ahí llevando un gorro con
orejitas en la cabeza, las cosas como son. Parece que la bufanda que lleva
embutida hasta las orejas no le ha impedido escuchar lo ridículo que puedo
llegar a sonar por no aguantarme las palabras para mí. Sinceramente, con todo
lo que está pasando ahora mismo en mi cabeza, no está la cosa como para seguir
acumulando. Ya lo decía uno de los mayores referentes de la Historia del mundo
contemporáneo en el ámbito del pensamiento complejo: mejor fuera que dentro. Si
ella pudiera escuchar mis pensamientos lo entendería todo. Si me escuchase de
verdad, el horror en sus ojos estaría totalmente justificado. Sin embargo, lo
único que escucha es eso, como un vómito o, más bien, como un eructo:
—Por eso pesa tanto.
Encima pensará que le estoy llamando gorda.
Honestamente, siento que no se me da muy bien la cuestión social. Todo
eso de hablar con la gente, comunicarme, son cosas que no van mucho conmigo.
Pero, por lo menos, desde que llegué a esta ciudad, todo el mundo lo achaca a
mis orígenes, a mis raíces. Así que nadie hace preguntas al respecto. Porque
todo el mundo sabe que la gente del norte es más fría y distante, que no
tenemos ningún tipo de gracia natural y que practicamos religiosamente la
economía de la palabra. Pensándolo bien, tiene sentido. En un lugar como
Asturias solo se puede hablar con las vacas. Pero aquí no hay vacas. En Sevilla
solo hay toros, caballos, la mierda que sueltan los caballos y borregos. Muchos
borregos caminando sobre dos patas.
—La cabeza digo. Siete kilos o por ahí. —Observo cómo una especie de
corriente eléctrica, probablemente acompañada de una sensación de incomodidad
debido a la situación, recorre su columna vertebral de abajo a arriba, haciendo
que se estire y se ponga tiesa como el palo de una escoba.
Decido sosegar el ritmo de mi caminata de la forma más disimulada que
encuentro. Sospecho que, de tan sutil, mi plan para tranquilizarla se vuelve
imperceptible, pues puedo apreciar con absoluta claridad cómo sus cuartos
traseros se contraen y acelera la marcha. A este ritmo, en pocos segundos
pasará al trote y, de ahí, al galope, tratando de alejarse lo más rápidamente
posible del loco que acaba de intentar establecer contacto recurriendo a un
comentario estúpido (aunque verídico, según Wikipedia) sobre el peso de la
cabeza humana en un adulto medio. Little talk, que le dicen los
ingleses. Me mira de reojo por encima del hombro derecho e intento que mi
mirada se encuentre con la suya, con la esperanza de que pueda darse cuenta de
que soy inofensivo, un pobre infeliz, pero ella voltea la cabeza y continúa
apurando sus pasos para alejarse cada vez más de mí.
Está claro que esta chica piensa que estoy mal de la cabeza. Y tal vez no
le falte razón. Mi madre me dijo lo mismo el día en que la llamé por teléfono
para decirle que me mudaba a Sevilla. Según dice, tuvo que salir corriendo
directa al baño porque se cagaba viva de los nervios. Lo más gracioso de toda
esta historia es que el motivo de la diarrea de mi madre no fue la certeza de
que su único hijo varón hubiera tomado la determinación de emigrar a la otra
punta del país por no sé qué historias del teatro físico y labrarse un futuro.
Como si esas dos cosas en un mismo enunciado tuviesen algún tipo de sentido. Lo
que hizo que mi madre se pasase esa mañana entera sentada en la taza del váter
fue pensar:
—A ver cómo se lo explicamos a tu padre.
Mi padre se lo tomó bastante bien. Incluso lo comentó con sus amigos o
con sus compañeros de trabajo, que viene a ser lo mismo cuando llegas a una
cierta edad y vives en el mismo pueblo de tu infancia, el de toda la vida. Esto
lo supe porque, cuando estaba preparando las maletas para trasladarme a la
capital hispalense, él apareció por la puerta contando que Fulanito de Tal le
había garantizado que, en Sevilla, se podía pasar el invierno entero con solo
una rebequita. Todavía me acuerdo de ese momento, de mi padre y de Fulanito
cada vez que salgo de mi casa ataviado con capas y capas de ropa de invierno,
como un inuit en las tundras del norte de Canadá, de Alaska o de Groenlandia, y
noto como si un millón de cuchillos oxidados estuviesen tratando de atravesarme
los huesos desde dentro hacia fuera, como si estuviese en una película de
Kubrick o de Sam Raimi o en una escena cualquiera de la saga Saw.
Hoy es uno de esos días.
Sigo caminando y percibo sutilmente cómo los labios se me cortan y se me
entumecen las manos. Cruzo uno de los innumerables puentes que conecta a la
civilización sevillana con el otro lado por encima del cauce
del falso Guadalquivir y me detengo a mirar a los intrépidos piragüistas que
surcan las pútridas aguas del río con poco más que un ridículo maillot encima
de sus carnes firmes y tersas. Por un instante pienso cuánto me gustaría ser
ese maillot y me digo a mí mismo que quizá habría sido más fácil haberle dicho
a la muchacha que ahora huye despavorida de mí que puede estar tranquila, que
soy gay. Muy gay. Tan gay que he decidido detenerme en medio de un puente
cuando más frío hace y más altos están los niveles de humedad en el ambiente,
mientras se me cortan los labios y se me entumecen las manos, para ver cómo
entrena un grupo de hombres claramente heterosexuales en paños menores montados
encima de una piragua. Ridículo.
—Mucho músculo y poco cerebro.
La joven recelosa del gorro con orejitas ya no puede escucharme. Es una
pena. Seguro que estaría de acuerdo conmigo. Allá adelante, a lo lejos, parece
que camina un poco más tranquila sin un lunático pisándole los talones. Tal vez
mi gran revelación, en un momento dado, hubiera conseguido hacer que se
relajase un poco. Tal vez podría haberle ahorrado ese mal rato con una salida
del armario totalmente justificada y espontánea. O tal vez no.
Vuelvo, de nuevo, la vista hacia el agua, que corre unos cuantos metros
por debajo de mis pies, y siento que pasan por mi mente, en fila india como los
patos chicos siguen a su mamá pato, todas las malas decisiones que he tomado en
mi vida y que me han traído hasta este momento y hasta este lugar concretos.
Pienso en todos los aviones que he cogido a lo largo de los últimos años, en la
cantidad de billetes de cincuenta que me he dejado en sesiones de psicoterapia
completamente improductivas, en las horas perdidas delante de un ordenador
intentando establecer conexiones verdaderas con extraños y desconocidos a
través de una pantalla o en los diez años que llevo viviendo lejos de mis
amigos y de mi familia, con los que casi no hablo debido a mi agitado, vibrante,
excitante ritmo de vida. Me pregunto en qué momento dejé de sentir entusiasmo y
pasión por lo que me rodea, por viajar, por conocer nuevos lugares y a nuevas
personas, en qué momento dejé de sentir amor por lo que hago.
Introduzco la mano en el bolsillo izquierdo de mi cazadora, pues aparte
de marica soy zurdo, y trato de localizar mi teléfono móvil entre pañuelos
usados llenos de mocos secos, unos auriculares inalámbricos de la marca Xiaomi
que funcionan mal o regular, dependiendo del día de la semana, y envoltorios de
caramelos de nicotina para dejar de fumar. Abro la aplicación del buscador y
tecleo con mis dedos al ritmo de los alaridos proferidos por el hombre
claramente heterosexual que dirige el adiestramiento del grupo de la piragua: cuánto
dura el amor. En pocos segundos me descubro a mí mismo examinando
minuciosamente y analizando al detalle el contenido de un artículo de la
revista GQ sobre las cuatro fases del amor.
En un primer estadio de unos dos años de duración, el de la euforia, se
produce algo así como “una suspensión del juicio negativo”, es decir, te
transformas en una ameba sin capacidad de discernimiento o de razón, la vida
entera te parece maravillosa y solo piensas en hacer muchas cosas divertidas y
follar, follar, follar. La mayoría no pasa nunca de este punto. Me gustaría
poder quedarme a vivir en esta fase. Aunque el esfuerzo de fingir que realmente
disfruto del sexo resultaría verdaderamente agotador. Hace tiempo que soy
incapaz de conectar con nadie.
Existe un segundo estadio, cuya duración oscila entre los dos y los cinco
años, donde parece que las cosas se van asentando y se activa “la parte más
evolucionada del cerebro”. O lo que es lo mismo: recuperas, por fin, el control
sobre ti mismo y eres un poco menos gilipollas, pero todo sigue resultando
relativamente aceptable, pasable.
Luego llega mi favorito, el más divertido y cachondo de todos: el estadio
3, “la crisis”. Este período se produce entre los cinco y los siete años y
consiste en una separación física o emocional que puede ser definitiva o no,
pero que implica una “prueba a superar” que trae consigo un proceso de
transformación, de cambio o de crecimiento personal. El cuarto y último estadio
solo les compete a las personas adultas, maduras y funcionales, grupo social
dentro del cual no me suelo incluir.
Decido, por tanto, seguir dándole vueltas y vueltas y más vueltas en mi
cabeza al concepto de crisis y toda esa basura neoliberal del crecimiento y la
superación personal, estableciendo analogías entre las relaciones de pareja y
mi situación actual con la ciudad donde me encuentro, hasta que el estrépito de
los autobuses de dos pisos que recorren frenéticamente las calles más
emblemáticas cargados de turistas y el mundanal ruido me devuelven con un golpe
de claxon a la realidad. Me dispongo a retomar mi camino de vuelta a casa,
confiando ciegamente en que hoy será uno de esos días en el que mis auriculares
decidirán cumplir su función de forma más o menos correcta. Parece que, al
menos, una cosa me sale bien. De momento.
Gracias a ello, me puedo permitir el inmenso lujo de desconectarme una
vez más del mundo que me rodea y prestar íntegramente mi atención a la voz de
dos personas con edades próximas a la mía, pero con muchas menos preocupaciones
tanto a nivel económico como social, que se reúnen para intentar solucionar el
mundo en torno a un micrófono. Creo que a eso se le llama podcast. El tema que
han elegido para reflexionar en el día de hoy es la conexión entre
espiritualidad y salud mental. Así, emprendo nuevamente mi jornada. Camino
lenta, pausadamente, sin levantar la mirada del suelo, mientras escucho a estas
personas interesantísimas debatir, especular y discurrir a propósito de la
importancia y la necesidad de conectar con uno mismo y con los demás. Chorradas.
La mitad de los argumentos que utilizan para sostener sus posturas me resultan
de una simpleza y una necedad abrumadoras, pero decido darles una última
oportunidad para impresionarme.
—Ojalá fuese tan fácil como lo pintan. —Levanto la vista de mis
zapatillas, llenas de barro y manchas amarillentas desde hace varios días o
semanas, para comprobar que esta vez no he incomodado a nadie con mi
discurso.
A partir de ahí, todo sucede muy rápido: yo miro al frente, un chaval
encapuchado de unos catorce o quince años se aproxima hacia mí montado en su
bicicleta eléctrica a una velocidad similar a la que intuyo que podría alcanzar
un vehículo de fórmula uno (esto lo sé porque Fernando Alonso es paisano mío),
me doy cuenta de que la colisión es inminente, tanteo rápidamente a mi
alrededor tratando de desarrollar una estrategia que me permita sortear el
apremiante golpe que recibiré en unas milésimas de segundo a una fuerza de
no-sé-cuántos newtons si no soy capaz de ejecutar una maniobra para salvar mi
vida sin tener que tirarme al río o a la carretera llena de coches y autobuses
de dos plantas cargados de turistas. Finalmente, opto por desviar ligeramente el
peso de mi cuerpo hacia el pie derecho y dejarme ir. Dado que soy zurdo,
debería haber elegido inclinarme a la izquierda. Esta idea se me ocurre
demasiado tarde. Mis rodillas entran en contacto con el suelo frío y húmedo de
la acera en primer lugar. Las siguen mi cadera, mis hombros y mi cabeza. Las
ruedas de la bici-bólido del adolescente kamikaze rozan mi nariz y me peinan el
flequillo al tiempo que el muchacho profiere una serie indescifrable de
insultos tópicos del argot andaluz. Con lo graciosos y lo simpáticos que
parecían los del sur en el programa de Juan y Medio.
Decido hacer oídos sordos a los ladridos insolentes del colérico imberbe
y tratar de levantarme del suelo antes de que algún conductor distraído repare
en que soy un ser humano patético. Las palmas de las manos me arden como si
acabara de arrancar sin guantes un puñado de ortigas, noto la sangre líquida
pero espesa brotando de las llagas producto del aterrizaje forzoso que acabo de
sufrir sobre mis rodillas. La cabeza me da vueltas. Al menos, no pasa gente
caminando por aquí a esta hora. Nadie, a excepción de mí y de…
Todavía no consigo levantarme del suelo. Aún recostado sobre el lado
derecho de mi cuerpo e implorando por recuperarme rápidamente de la sensación
de dolor generalizado que me invade en este momento, descubro, tendido junto a
mí (o los restos de lo que algún día fui), un ridículo gorro de felpa con
orejitas, exactamente igual al que llevaba ella. Lo agarro con mis ardientes y
doloridas manos y lo examino con detenimiento durante unos instantes para
terminar por concluir que, en efecto, se trata del mismo gorro que, minutos
antes, cubría la cabeza de la joven timorata, protegiéndola del frío
ligeramente húmedo e infernal del invierno sevillano. Echo de menos el frío de
Asturias, templado por influjo del Cantábrico.
Consigo incorporarme y alzo la vista temiendo la reacción que podría
desencadenar en la susodicha el hecho de sorprenderme ahora a mí con su gorro
entre las manos, después de todo lo acontecido. Sin embargo, nada de lo ocurre
tiene que ver con nada de lo que habría podido imaginarme.
—Creo que esto es tuyo. —Extiendo, como buen zurdo, mi mano izquierda
hacia ella, mostrándole el dichoso gorro.
—Es un poco horroroso. —Me aproximo a su espalda con paso lento, firme.
No tengo intención alguna de incomodarla de nuevo, mucho menos de asustarla.
Ella no me mira. Tampoco me habla. Sus manos, fuertemente aferradas a la
barandilla, me permiten ver, a través de su piel, la tensión en sus músculos y
la sangre que circula, vertiginosa, por sus venas y arterias. El aire gélido,
casi cortante, remueve su pelo y lo suspende. La sensación de su perfume se
mezcla, al contacto conmigo, con el olor a humedad y el sabor de la sangre en
mi boca. No me imagino cuál ha podido ser el motivo que la ha llevado a
trasladar su menudo cuerpo al otro lado de esa barandilla, de cara al río, sin
ningún obstáculo entre ella y el vacío. Quiero decirle algo, pero no sé qué puedo
decir. No le preguntaré si está bien. Tampoco le diré que no pasa nada o que no
merece la pena saltar, teniendo en cuenta que yo mismo he tenido que
disuadirme, en varias ocasiones, de la misma ocurrencia.
—Oye, puedes estar tranquila, que soy gay. —Definitivamente mi caso
debería estudiarse en las facultades de psicología del mundo entero. Eso o
crear una entrada dedicada a mí en Wikipedia o un artículo para la revista GQ.
—¿Has visto qué bonitas se ven las luces reflejadas en el agua?
Creo que llora. Aún no responde.
—Es bonita Sevilla, ¿verdad?
Por primera vez parece que me escucha. Me mira de reojo y asiente con la
cabeza. Luego, recoloca sus manos en la barandilla, dejando una estela de sudor
sobre la superficie metálica. Parece nerviosa, disgustada. Pero, al menos,
ahora sé que me escucha.
—Cuando llegué, la ciudad me enamoró. La ciudad y su gente.
Ella sigue sin pronunciar una sola palabra, pero, de alguna manera,
parece expectante. Parece querer saber cómo sigue mi historia.
—Ahora ya no es lo mismo. La gente se va yendo y yo siento que me voy
quedando…
—¿Atrás? —Una única palabra. Escucho por primera vez su voz y entiendo.
Ella vuelve su rostro hacia mí para mirarme y, en ese momento, puedo ver
reflejado en el negro de sus pupilas lo que se esconde tras las mías. Parece
que ella también entiende.
—¿Por qué no seguimos hablando a este lado de la barandilla? —La agarro
por la cintura y la ayudo a trasladar de nuevo su cuerpo a la zona segura del
puente (siempre y cuando no aparezca un adolescente furioso en bicicleta). Se
extraña por mis heridas. Yo le coloco, de nuevo, el gorro sobre la cabeza.
—¿Sabes? Creo que esta será mi última noche en la ciudad.
Después de eso, le pregunto si le gustaría tomarse algo calentito y me
responde que ella es más de Coca-Cola. Le dedico una mirada de incredulidad
cargada de juicio y mala baba y, mientras caminamos en busca de un tentempié
improvisado, le cuento todo lo que he aprendido esta tarde acerca de la
necesidad de conectar con uno mismo y con los otros y lo importante que es
compartir las mierdas que ocupan tu cabeza para no terminar desarrollando un
Diógenes mental o algo por el estilo. Ella se ríe y me dice que eso son
chorradas y que no se cree esa basura. Intento aguantar una carcajada pero no
puedo evitar terminar partiéndome de la risa.
—¿Sabías que existen cuatro fases o estadios del amor?
Ella se cubre la cara con las manos.
—Deberías dejar de fiarte de todo lo que ves en internet.
El cinismo en su tono me atraviesa como una flecha y me deja indefenso,
sin argumentos más allá de poder decirle:
—Joder, son las nueve menos cinco de la tarde y hace un frío que te cagas.
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