Vueltas y vueltas
El mundo gira y gira y, con el girar, se disuelven los límites de los edificios y de los objetos, de las personas y sus relaciones situadas en el exterior del tiovivo. Debido a la naturaleza giratoria del mismo, la perspectiva del carrusel permite a Nora observar desde una esquina de la plaza de la República de Florencia todo lo que ocurre a su alrededor —aunque sea durante el breve instante en el que su caballito de madera está orientado hacia cada uno de los distintos rincones de la plaza.
Nora está agarrada al poste dorado que sale del caballo con las dos manos. Cuando el carrusel empieza a girar, el flequillo castaño se le levanta levemente y le deja ver con más claridad. Al inicio puede ver durante unos segundos a su padre. Está sentado en un banco al lado del tiovivo, saludándola con una mano mientras con la otra mece el carrito en el que se encuentra su hermano J, aún un bebé en ese momento.
El carrusel sigue girando y Nora puede ver, en el lateral más cercano de la plaza, el puesto de helados: una furgoneta blanca con tacos en las ruedas para evitar que se vaya rodando, el lateral abierto y dentro, un hombre vestido de blanco preparando cucuruchos con bolas de helados diferentes. Ahora está juntando una bola verde con una rosa, ya dentro del cucurucho. Un niño pegado al cristal del mostrador alcanza de puntillas para coger el helado, pero Nora sigue girando y no llega a ver la entrega.
En la esquina más cercana, opuesta 180 grados a la posición inicial de su padre, ve a su madre. Llega por la calle que da a la plaza. Va acompañada de otra mujer. Es una señora morena y muy guapa, y las dos van cogidas de la mano. Están muy cerca la una de la otra. Nora se pone muy contenta al ver a su madre y trata de saludarla, gritándole algo, pero la musiquita del carrusel absorbe cualquier intento de conexión con el exterior. Nora siente por primera vez aquí, con ocho años, la incapacidad de comunicación, de ver cómo algo que trata de expresar y que siente en un momento determinado se ve diluido como un hilo de agua que desemboca en un charco estancado. Un sentimiento que años después tanto tratará de combatir mientras escribe. El tiovivo sigue rodando y Nora trata de volver el cuello hacia atrás, hacia su madre, pero la pierde de vista.
Al empezar la segunda vuelta, Nora fija la mirada en su padre de nuevo. Debe estar cansado de saludar. Tiene la mirada perdida, observa su reloj y gira el cuello hacia el centro de la plaza y más allá, a las tres esquinas de la misma. Nora no los ve como movimientos aislados; forman parte todos de una misma acción, un sentimiento de preocupación que en ese momento no comprende, pero que su padre le transmite de todos modos ahí sentado. Nora se está empezando a marear. Lo que era una aventura de vacaciones, el primer viaje familiar en sus ocho años de vida, la primera vez que sube en tiovivo, se está convirtiendo en una experiencia que le altera los sentidos sobremanera.
Cuando el carrusel orienta su caballito congelado en una postura de galope hacia el puesto de los helados, el niño que antes alcanzaba para coger el cucurucho llora ahora. El cucurucho yace unos centímetros más abajo, aplastado, deshaciéndose contra los calientes adoquines de la plaza. Pero Nora piensa en su madre. Ya no está en la esquina; la mujer ha desaparecido. Sigue girando y ve a su madre acercándose por la acera más cercana al carrusel. Lleva un vestido precioso de satén de color verde pistacho. A Nora le gustaría tocar ese vestido. Los pliegues que se forman al caminar reflejan los rayos del sol de verano y le dan un brillo dorado claro que contrasta con el plateado de las lágrimas que se seca su madre con la muñeca. Nora no trata de saludarla esta vez. Ve a su padre, que la ve venir y se levanta del banco con urgencia. No ve cómo se encuentran.
En el escenario del crimen del helado, el niño asesino ha huido. Una bandada de palomas se alimenta de los restos del dulce —ya convertido en zumo— en el momento en que un señor mayor en bicicleta, conduciendo con una mano mientras se rasca la cara con la otra, pasa y las asusta.
Más adelante, la esquina de la calle —aún caliente por los dos cuerpos que ocupaban el espacio hace no tanto, apenas una vuelta de carrusel— está vacía.
El trayecto llega a su fin y el tiovivo vuelve a su posición inicial. Nora puede ver ahora a sus padres sin la molesta interrupción del movimiento giratorio. Los dos están de pie, hablando, gesticulando. Su padre dice algo con los brazos abiertos y los hombros encogidos y se queda cabizbajo. Nora lo siente desesperado; lleva abiertos los botones superiores de la camisa de rayas azules, y piensa que probablemente sea a causa de haber estado esperando al sol. Su madre está de espaldas a ella. Está de pie, erguida, con el pelo castaño suelto y levemente movido por la leve brisa que llega a la plaza. Nora sigue observando la escena unos instantes desde el caballito congelado en pleno galope, deseando poder salir de allí o que la música del carrusel hubiese seguido sonando.
Ahora el ruido de la plaza, el murmullo de personas, le resulta algo molesto. Sus padres no se han dado cuenta de que el carrusel ha terminado, de que alguien tiene que ir para bajarla de ahí. Su madre ha encendido un cigarrillo, su padre se ha vuelto a sentar y se ha puesto a mirar a su hermano. Su madre gira el cuello con el cigarrillo en la mano y otea la mirada por la plaza. Está buscándola o eso espera Nora. Tiene que ser el encargado del carrusel, un hombre bronceado con una cadena dorada al cuello, el que tiene que avisar a la madre de Nora de que ella sigue ahí. Finalmente, sus miradas se encuentran y su madre la reconoce. Su cara, marcada por las lágrimas de hace unos segundos, se ilumina por completo al ver a Nora. Ésta cierra los ojos por un momento antes de recibir a su madre para sentir el brillo del sol, que estimula una ilusión aletargada. Nora piensa que se está bien ahora en la plaza.
El resto del viaje transcurrirá de manera normal para Nora. Visitarán algún museo —que ella no sabrá apreciar hasta dentro de unos años— en el que su madre se quedará un rato observando una pintura con una mujer dentro de una concha. También pasearán por las tiendas del puente y verán la ciudad entera desde el mirador de Miguel Ángel. Este, y no el del carrusel, será el que Nora cuente como su primer recuerdo cuando alguien le pregunte en el futuro. Cuando vio la ciudad de Florencia desde arriba, con la cúpula de la basílica de Santa Maria del Fiore y las torres del Campanario de Giotto y el Palazzo Vecchio, se sintió con ganas de pasar el dedo por el relieve de la ciudad como si fuera de juguete. Sin embargo, Nora no olvidará la escena del carrusel. La considerará un recuerdo curioso de infancia, una imagen desapegada de cualquier contexto, ya que la conversación de la que fue medio testigo no tendrá la mayor importancia en su vida después, a pesar de sentir que sus padres dejaron algo importante en esa plaza.
Varios años más tarde, durante la escritura de su segunda novela, Nora visitará Florencia acompañada de su hermano J, ya adulto también, porque querrá escribir esa historia. La historia de sus padres. La historia de aquella conversación en el carrusel. Después de un largo viaje —un avión y luego un tren— llegará a una habitación de hotel.
Nora se sentará a escribir, pero no escribirá. No podrá. Cuando dirija sus ojos a la pantalla, el parpadeo del cursor le provocará el sentimiento de que la historia estará dando pasos, alejándose de ella. Hará un calor sofocante —irán en verano, como con sus padres— y la luz naranja del atardecer entrará por la ventana de la habitación sin resistencia, como un cuchillo incandescente en un pedazo de plástico. El brillo de los últimos rayos de sol golpeará con una fuerza agonizante los ojos cerrados de Nora, que durante un tiempo se mantendrá inmóvil sentada frente a su portátil. Cuando su visión se torne amarilla a causa de la insistencia de la luz sobre sus párpados, cerrará el portátil para inclinarse sobre la mesa y estirar los brazos. ¿Por qué estoy aquí? La pregunta aparecerá como un resorte al apartarse de la luz.
A su alrededor, en la habitación, habrá una cama de matrimonio extrañamente perfecta, con sábanas que parecerán de papel y cojines desalmados. A cada lado de la misma habrá dos maletas esperando a ser deshechas. Una ya estará abierta por la mitad, mientras que la más cercana al escritorio donde estará sentada Nora seguirá cerrada.
Se respirará un aroma a nada, levemente alterado por un olor floral, posiblemente proveniente del ramo colocado en el estante al lado de la televisión esa misma mañana por los servicios de limpieza del hotel. Nora se levantará para coger el jarrón con el ramo y moverlo hacia los rayos de luz, y en el trayecto verá que se han olvidado de regarlas. Una vez bañadas en el brillo naranja, Nora acariciará una de las flores con el dedo índice y el pulgar como si de un niño dándole la mano se tratase. Será suave. Nora sentirá la delicadeza del relieve de las venas en los pétalos, el borde sobrante de material en la junta entre los mismos y el tallo. Serán peonías de plástico.
En ese momento se abrirá una puerta en la habitación. Será J, que habrá terminado de ducharse y, mientras busca algo en la maleta abierta, le dirá algo a Nora acerca de estar demasiado cansado por el viaje como para salir a cenar fuera. Nora no querrá discutir por un tema tan banal, así que bajarán al restaurante del hotel. Desde el recibidor, Nora verá la calle iluminada por las primeras luces azules del crepúsculo a través de las puertas de cristal y deseará salir corriendo hacia un lugar en concreto. Pensará en seguir escribiendo esa misma noche. Estará en ese momento en el que se piensa que la única solución para un texto bloqueado es mantenerse cerca de la escena, acechando cualquier posible idea que pueda surgir en lugar de darle un poco de aire y distancia para dejar que crezca a su ritmo. Al terminar de cruzar los veinte pasos que separan el ascensor del salón de comidas, J pedirá una mesa con un acento italiano malísimo.
—Qué romántico —dirá J al sentarse. Les habrán asignado una mesa a la luz de las velas—. Esto nos pasa por intentar hablar en italiano. Se habrá creído que me reía de él. Por cierto, ¿cómo vas con la novela?
—Bien.
—¿Bien? ¿Has escrito algo ahora?
—Nada. —Nora mantendrá la mirada en el plato.
—¿Nada?
—Me refería a que no he avanzado nada hoy. —Con la mano derecha se colocará bien el flequillo.
—Bueno, está bien. Hemos llegado hace unas horas. Tendrás tiempo de escribir estos días. Tengo ganas de visitar el Duomo. ¿Te acuerdas cuando vinimos de pequeños con mamá y papá? Yo no…
—No hemos venido a hacer turismo. —Lo cortará en seco.
—¿Por qué estamos aquí entonces?
—Para escribir. Tengo que gastar el dinero que me da la editorial en algo. La primera novela les gustó mucho y por eso ahora me han permitido venir para documentarme, y de paso para inspirarme. De este modo, cuando publique la novela, podrán basar la estrategia de venta en la veracidad de la documentación, en cómo vive una escritora y todo lo demás. Pero aún no sé qué voy a escribir.
—Entiendo. La vida del escritor —dirá mirando a su alrededor—. Creo que el camarero me odia. —Nora no contestará—. Si está todo pagado, puedes aprovechar para visitar la ciudad. —Él la mirará sonriente. Al cabo de unos segundos le dirá—: pero tienes una idea. Por eso hemos venido aquí, ¿no?
—¿Por qué me acompañas? —preguntará ella al rato.
—Me lo pediste tú. Además no quiero que estés sola.
—No tengo miedo. —Nora deseará no habérselo pedido. También deseará haber respondido otra cosa.
—No he dicho eso. ¿El qué te podría dar miedo? —preguntará él extrañado.
—No sé. No poder escribir lo que quiero.
—Entonces no se hable más. Esa es mi función aquí: inspirarte. Tú dices que has venido para escribir, pero yo he venido a asegurarme de que aprovechas el viaje.
El camarero llegará y les tomará nota, y Nora y J hablarán de qué harán durante el viaje. J propondrá sitios para visitar que habrá visto en una guía. Les traerán la comida y cuando vayan por la mitad del plato, Nora hablará después de unos minutos en silencio.
—Quiero escribir una cosa en concreto. —No sabrá por qué, pero en ese momento sentirá un deseo de contarle cosas a su hermano. De hablar con él, hacerle partícipe de la historia o, al menos, que lleve con ella el peso de saberla.
—Muy bien, creo que hasta aquí estaban las cosas claras —dirá él riendo. Cogerá la copa de vino de la mesa con una mano y empezará a beber.
—No lo entiendes. Una cosa que pasó. —Ella lo mirará fijamente. Sentirá que ha sido ella la que ha reanudado la conversación y que él estará esperando una respuesta. No querrá decepcionarlo; al fin y al cabo, su curiosidad parecerá genuina.
—¿Aquí en Florencia? —dirá él aún con la copa en la mano.
—Sí. En el viaje que hicimos. —No podrá evitar volver a tocarse levemente el flequillo, un movimiento inconsciente.
Será entonces cuando Nora le cuente a J la escena del carrusel. Le contará que es la escena núcleo de la historia de su novela, que ha recordado ese momento durante años y que siempre se ha preguntado qué pasó para que su madre terminase llorando, quién era la mujer, qué le dijo su padre para que después de ese incidente sus vidas continuasen con apariencia normal.
Después de cenar, Nora le sugerirá a J salir a pasear, pero él argumentará estar demasiado cansado como para andar de noche. Los dos se despedirán en recepción y él subirá en el ascensor. A pesar del cansancio, Nora decidirá salir a la calle. No podrá esperar para encontrarse con el exterior, que constituirá el escenario real de sus recuerdos. Sentirá curiosidad por ver Florencia de noche.
Ya recorriendo la calle del hotel, Nora verá los puestos de comida rápida recogiendo los trozos de pizza sin comer de los mostradores. Las calles estarán bien iluminadas con una luz blanca que parecerá irradiar de las propias fachadas de los edificios, hermosas y talladas, y sus ventanas alargadas. Nora se preguntará cómo sería vivir aquí. Por un instante, hasta que recuerde la razón por la que se encuentre allí, pensará que le gustaría sentirse como se siente uno en un hogar y que Florencia podría cumplir esa función.
A medida que se acerque a la plaza de la República, Nora oirá el bullicio de personas. Las voces aumentarán en intensidad a medida que se acerque y, por fin, al final de la calle se presentará la explanada de la plaza. Tendrá claro en ese momento que desde el inicio sabía que iba a terminar allí.
También sin pensarlo, buscará con la mirada los demás elementos de su recuerdo. Al contrario que las calles colindantes, la plaza mantendrá un destello de la vida y el bullicio humano de durante el día. Habrá turistas sentados en las terrazas terminando de cenar. Los camareros, mientras tanto, esperarán de pie en la puerta del restaurante a que éstos terminen, deseando que se levanten y así poder cerrar y volver a casa. El día siguiente volverán a hacer exactamente lo mismo, sólo que para turistas diferentes.
Quizás durante el día el bullicio será más intenso; las tiendas de lujo situadas en las esquinas se mantendrán abiertas con un flujo continuo de gente saliendo y entrando. Quizás haya turistas sentados en los bancos. Quizás durante el día el camión de helados sí esté en el mismo lugar que en su memoria, lleno de niños esperando sus dulces. Quizás el dueño —ya un hombre mayor— necesite descansar por las noches. Abrirá por la tarde, cuando el calor sea más intenso y los turistas se agolpen ansiando contrarrestar el calor emanante de sus cuerpos, que ni el propio sudor podrá aplacar, con un refrescante helado.
A pesar de los cambios en la plaza, acentuados por el inmenso cielo nocturno, Nora oirá una suave música que le resultará familiar. En la misma esquina de la plaza, el tiovivo seguirá encendido, girando. Girará como manteniendo la noche avanzando, dándole cuerda al tiempo. Si una mano gigante lo levantase del suelo, entonces, como si de una llave se tratase, todas las luces se apagarían y el mundo dejaría de moverse.
Como no aparecerá ninguna mano gigante y el carrusel se mantendrá en su sitio, Nora continuará su paseo hacia la estructura como guiada por la rotación de la misma. El tiovivo se presentará delante de ella barroco y brillante, lleno de luces de colores, caballos de madera tallados en posición de galope y barras como cuerdas rígidas doradas que los atraviesan. Nora recordará nuevamente la escena y, casi por instinto, se pasará la mano por la frente, arreglándose el flequillo, recordando la brisa que se generaba por el movimiento del carrusel.
—È chiuso. —Un hombre moreno se acercará a Nora. Llevará una camisa desabrochada a través de la cual asomará una cadena dorada con un medallón. Una pequeña virgen.
—Lo siento.
Cuando el hombre se gire para marcharse, Nora le preguntará:
—Disculpe, ¿era usted el encargado del carrusel hará unos veinte años?
—¿Veinte anios? ¿La giostra? —dirá acercándose de nuevo señalando el carrusel. Enseñará la palma de la mano derecha haciendo un cinco y se señalará a sí mismo con la mano opuesta—. No. Il mio tío. Io cinque anni. —Al ver la cara de decepción de Nora, el hombre dirá: —¿Busca mi tío? ¿Perché?
—Quería preguntarle algo.
—Spiacente. —El hombre se encogerá de hombros y se retirará de nuevo a su posición al lado del carrusel. Cuando esté a punto de llegar, se dará la vuelta y le dirá a Nora—: ¿Quiere subir?
En el camino hacia el carrusel, Nora reconocerá el banco de la escena que tuvo lugar tantos años atrás. Decidirá ignorarlo. Se subirá a la plataforma, buscando el caballito de madera negro congelado en posición de galope. Su caballito. Cuando lo encuentre, se montará y le hará un gesto al señor con la mano de que empiece a girar el carrusel. Junto con la música y la luz dorada, Nora sentirá el suave temblor de la estructura, ya vieja, y se sujetará el flequillo cuando el movimiento empiece a ser más rápido. Al mismo tiempo que vuelva a hacer el mismo recorrido con la mirada de hace tantos años, sentirá unas ganas de llorar subírsele por el cuello y decidirá cerrar los ojos para aplacarlas. Esperará entender al abrir los ojos lo que pasó en esta misma plaza años atrás.
Cuando los abre, lo primero que le impacta es el fuerte sol de verano. Sus ojos tardan unos segundos en adaptarse a la luz vespertina. Lo primero que ve con claridad es el vestido verde de satén, seguido por el pelo suelto de su madre. Nora observa cómo sube los escalones del carrusel y la coge en brazos. Cuando lo hace, el primer instinto de Nora es acariciar la mejilla de su madre.
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