LOS
SAPOS BAJO LA TIERRA
En
el umbral del amanecer, mientras la niebla densa se aferra a las montañas como
un espectro que se resiste a desaparecer, Hernán ajusta el obturador de su
cámara. El campamento militar se despereza bajo un sol que lucha por abrirse
paso entre las nubes. Los soldados se mueven como sombras, cargando fusiles y
murmurando entre dientes. Hernán está aquí por contrato, contratado para
inmortalizar lo que llaman "los frutos de la victoria".
El capitán Muñoz se acerca, sus botas aplastan
el barro con autoridad. Tiene un rostro curtido y un bigote tan recto que
parece dibujado con regla. Sin preámbulos, le entrega una lista de nombres y
lugares.
—Hoy toca San Gabriel. Prepárese, será un día
largo.
Hernán asiente sin mirarlo, sus dedos
tamborilean nerviosos sobre la lente. Desde que aceptó este trabajo, la
incertidumbre se ha instalado en su pecho como un nódulo inoperable. Antes, su
cámara capturaba bodas, paisajes, rostros felices; ahora, su objetivo apunta a
cuerpos inertes, rostros desprovistos de luz.
La caravana de jeeps se pone en marcha. El
camino es serpentea entre barrancos y cafetales. Los soldados, algunos apenas
mayores que adolescentes, cantan corridos desafinados para ahuyentar el sueño. Mientras
avanzan, Hernán enciende la pequeña radio que ha traído consigo. Sabe que
escuchar noticias es arriesgado; el ejército tiene control sobre gran parte de
las emisoras, y la propaganda oficial es omnipresente. Sin embargo, de vez en
cuando, entre las transmisiones controladas, se cuela una señal clandestina.
"...las fuerzas militares han reafirmado
su compromiso con la paz y la seguridad del pueblo, enfrentándose a las
amenazas de insurgentes que buscan desestabilizar el país...", anuncia una
voz masculina con tono autoritario. Una música marcial suena de fondo,
reforzando el mensaje.
Hernán gira ligeramente el dial, buscando algo
más, y una señal débil rompe la monotonía: una mujer habla rápidamente, su voz
llena de urgencia. "...testimonios de campesinos en San Gabriel indican
que las fuerzas militares están cometiendo ejecuciones extrajudiciales,
disfrazando a las víctimas como guerrilleros. Las familias de los desaparecidos
piden justicia, pero temen represalias..."
Muñoz, que va en el asiento delantero, se gira
al escuchar la transmisión. Con un movimiento brusco, y apaga la radio.
—Pura basura. No le preste atención —dice con
desdén, antes de mirar a los demás soldados en el jeep—. Si alguno de ustedes
escucha estas cosas y se deja influenciar, será tratado como el enemigo. ¿Está
claro?
Los soldados asienten, pero Hernán nota cómo
algunos bajan la mirada, incómodos. Uno de ellos, apenas un adolescente,
juguetea nerviosamente con el cargador de su rifle. Hernán aprovecha para
observarlos más de cerca: hay jóvenes que parecen convencidos de la causa,
mientras otros solo siguen órdenes, arrastrados por el miedo.
Al
llegar a San Gabriel, el aire huele a tierra húmeda y miedo. Los habitantes se
esconden detrás de las ventanas cerradas; sus sombras se filtran por las
rendijas. En la plaza principal, los soldados descargan sacos de maíz y cajas
de medicamentos como un gesto de buena voluntad. Nadie se acerca.
Muñoz da una orden seca, y un grupo se interna
en la selva. Hernán los sigue con su equipo, sus botas resbalan en el lodo. El
sudor le empapa la frente, pero no se atreve a detenerse. Tras media hora de
caminata, llegan a un claro. Lo que ve lo deja sin aliento.
Cinco cuerpos yacen en el suelo, acomodados con
una precisión macabra. Visten uniformes de guerrilleros, pero algo no encaja.
Sus manos callosas evocan al campo, y no armas. Muñoz le hace señas a Hernán
para que comience.
—Asegúrate de que se vean las armas —dice,
dejando caer un AK-47 junto a uno de los cuerpos.
Hernán siente un nudo en el estómago. Sus manos
tiemblan mientras encuadra la escena. Intenta enfocarse en los aspectos
técnicos: la luz, el ángulo, la profundidad de campo. Pero no puede ignorar los
rostros, especialmente el de uno de ellos. Hay algo familiar en su expresión,
en la forma de sus cejas, en la cicatriz que cruza su mejilla izquierda.
Entonces lo reconoce.
Es Ramiro, su amigo de infancia, el que le
enseñó a construir cometas y a robar mangos del árbol de la esquina, donde
vivían un par de abuelos que apenas podían ver. Un grito ahogado se forma en su
garganta, pero lo reprime. Muñoz lo observa con ojos inquisitivos.
—¿Algún problema?
—Ninguno, señor —responde Hernán, intentando
mantener la voz firme.
El sonido del obturador rompe el silencio. Cada
clic es un martillazo en su conciencia. Ramiro está allí, inmóvil, convertido
en un trofeo de guerra. Hernán termina rápido y guarda la cámara. Muñoz asiente
con aprobación.
—Buen trabajo. Ahora volvamos al campamento.
Esa noche, mientras los soldados celebran con
aguardiente y risas estridentes, Hernán se encierra en su tienda. Saca la
tarjeta de memoria y revisa las fotos en su computadora. Los rostros le gritan
desde la pantalla. Piensa en la familia de Ramiro, en su madre que le daba pan
de yuca cuando iba a jugar a su casa. Siente que su pecho se comprime.
La pregunta lo asalta como un disparo: ¿Qué
hará con estas imágenes? Si las entrega, será cómplice de una mentira que
justificará más muertes. Si las publica, pondrá su vida en peligro. Su mente es
un torbellino de dudas. De repente se ve atrapado en un campo interminable,
envuelto en una niebla espesa que parecía adherirse a su piel. A lo lejos,
divisaba siluetas que se mueven lentamente, figuras que no logra distinguir con
claridad. Avanza con dificultad, siente que cada paso es como arrastrar cadenas
pesadas.
Entonces,
la niebla comienza a disiparse, y los rostros emergen. Son ellos, los cinco
cuerpos que ha fotografiado en San Gabriel. Sus ojos, bien abiertos, fijos en
él, pero no son ojos vacíos; son pozos oscuros llenos de reproches.
La
boca de Hernán se mueve, pero ningún sonido sale de ella. Las otras figuras
comienzan a rodearlo, susurros ininteligibles se alzan como un coro lúgubre.
Uno de los hombres levanta la mano, mostrando un agujero de bala perfectamente
redondo en su pecho. Hernán retrocede, tropieza con algo blando. Mira hacia
abajo y ve una cámara destrozada, su lente rota refleja el cielo.
—¿Esto
es lo que eres? —grita Ramiro, acercándose más—. ¿Un hombre que cambia su alma
por un cuadro perfecto?
Hernán
quiere gritar, pero lo único que sale de su garganta es el clic del obturador,
repite una y otra vez. Los cuerpos comienzan a deformarse, sus rostros
estirándose en ángulos imposibles, mientras las sombras a su alrededor crecen y
se cierran sobre él. Antes de que la oscuridad lo consuma, escucha un último
susurro, apenas un aliento.
—Nunca
escaparás de nosotros.
Se
despierta de golpe, con el pecho agitado y la frente empapada de sudor. Afuera,
el campamento está en silencio, salvo por el crujido de las ramas bajo los
pasos de los guardias. Hernán sube la linterna y busca su cámara. La tiene
cerca, en el suelo junto a su cama improvisada, pero ahora parece un objeto
ajeno, casi amenazante. Duda en tocarla.
Al amanecer, toma una decisión. Guarda una
copia de las fotos en un dispositivo oculto y entrega las oficiales a Muñoz. El
capitán las revisa con una sonrisa satisfecha.
—Esto es oro. Buen trabajo, Hernán.
Él no responde. Su mente está en otro lugar,
planeando cómo sacar la verdad a la luz sin ser descubierto.
Los días siguientes son un ejercicio de
cautela. Envía las fotos comprometedoras a un periodista de confianza bajo un
seudónimo. La espera se vuelve insoportable. Cada ruido lo hace saltar, cada
mirada de los soldados le parece un juicio.
Cuando la historia se publica, el escándalo es
inmediato. Las imágenes de los campesinos asesinados circulan por todo el país,
desatando una ola de indignación. Hernán sabe que el tiempo se agota. Esa misma
noche, abandona el campamento con solo lo indispensable. El camino hacia la
libertad está lleno de sombras, pero por primera vez en semanas, siente que
puede respirar.
En una estación de autobuses, mientras espera
su salida, observa su cámara. Piensa en todo lo que ha capturado, en las
verdades y las mentiras. Aprieta el obturador una vez más, esta vez apuntando a
su propio reflejo en la ventana. Un retrato final, antes de desaparecer.
Hernán llega a la ciudad después de un viaje
interminable, cargando solo su mochila y el peso de sus elecciones. La urbe
vibra con una intensidad que lo abruma, pero también le da un anonimato que
agradece. Encuentra refugio en una pensión modesta donde las paredes son tan
delgadas que puede escuchar las discusiones en la habitación contigua. Cada
noche se queda despierto, temiendo que la puerta se abra de golpe y lo arrastren
al silencio.
La
noticia crece como un incendio descontrolado. Programas de radio y televisión
analizan las imágenes, mientras las familias de las víctimas exigen justicia.
Los altos mandos niegan las acusaciones, calificándolas de propaganda enemiga.
Pero el país está dividido; las manifestaciones llenan las calles, y el clamor
por la verdad se vuelve ensordecedor.
Hernán, desde su pequeña habitación, observa
todo en silencio. Su rostro se ha vuelto más huesudo, y sus ojos cargan un
cansancio que ni el sueño puede aliviar. Sabe que su anonimato es temporal. Una
noche, mientras revisa una copia de las fotos en su laptop, alguien golpea la
puerta.
Se congela. Su respiración se vuelve
superficial mientras decide si abrir o no. Los golpes se intensifican, seguidos
por una voz conocida:
—Hernán, soy yo, Rosaura.
Rosaura, la periodista que recibió las fotos.
Abre la puerta con cautela y la deja entrar. Lleva un maletín lleno de papeles.
Su rostro está marcado por las mismas ojeras que las de Hernán.
—No tenemos mucho tiempo —dice ella, sacando un
sobre de su bolso—. Hay algo más.
Le entrega una lista de nombres: testigos,
soldados disidentes, documentos filtrados. Es una prueba contundente de que las
ejecuciones extrajudiciales no fueron casos aislados. Hernán la mira,
incrédulo.
—Esto es demasiado peligroso.
—El peligro ya está aquí.
Juntos trazan un plan. Las evidencias se
comparten con organismos internacionales. Pero mientras la presión aumenta,
también lo hace la amenaza.
Una
noche, Hernán regresa a su habitación y encuentra todo revuelto. Su computadora
ha desaparecido. En su lugar encuentra una nota hecha con recortes de
periódicos y revistas: “Los sapos bajo tierra”. Sin opciones, Hernán decide
huir. Pero el final no es como lo imagina. En un punto de control en una
carretera remota, el vehículo en el que viaja es detenido. Los soldados le
ordenan bajar. Hernán reconoce uno de los rostros: es Muñoz.
—Por fin encontramos al sapo —dice el capitán
con una mueca ladeada.
Hernán siente que el mundo se
detiene. El aire pesa como plomo, y la mirada de Muñoz atraviesa su cuerpo como
un cuchillo. Los soldados rodean el vehículo con fusiles apuntando. Hernán,
consciente de que no hay escapatoria, levanta las manos lentamente, tratando de
ganar tiempo. En su mente se forma un torbellino de posibilidades, pero todas
desembocan en el mismo destino.
— ¿Qué van a hacer conmigo? —logra
preguntar con una voz que apenas le pertenece.
Muñoz sonríe, su bigote rígido se
curva apenas un milímetro.
—Lo que hacemos con todos los sapos
hijueputas.
Con una señal, los soldados lo
arrastran hacia un claro junto a la carretera de tierra. Allí hay un agujero
recién cavado. Hernán lo sabe sin que nadie lo diga: es su tumba. Su
respiración se acelera, pero intenta mantener la calma. Ha enfrentado la muerte
desde que envió esas fotos; la diferencia ahora es que puede oler su
proximidad.
Muñoz se inclina hacia él, sus ojos
reflejan una mezcla de desprecio y triunfo.
—¿Valió la pena traicionar a su país
por un par de fotos?
—No traicioné a mi país. Lo traicionaron
ustedes. —Hernán lo dice con más fuerza de la que creía tener. Su cuerpo
tiembla, pero sus palabras son firmes.
La respuesta enfurece a Muñoz. Sin
dudarlo, lo golpea con la culata de su rifle, haciendo que caiga de rodillas
frente al agujero. La sangre le resbala por el frente, pero no aparta la mirada
del capitán.
—Hagan su trabajo —ordena Muñoz a
los soldados.
Los soldados vacilan. Hernán lo
nota: los mismos jóvenes que cantaban corridos para distraerse ahora lo miran
con incertidumbre. Uno de ellos, el más joven, el que jugueteaba con su cargador
en el jeep, da un paso atrás, sus manos tiemblan sobre el arma.
— ¿Qué esperas? —gruñe Muñoz,
dirigiendo su furia hacia el muchacho.
El soldado no responde, pero sus ojos
están llenos de pánico. Hernán, de rodillas, ve una chispa de humanidad en ese
joven, un atisbo de duda que decide aprovechar.
—No tienes que hacerlo —dice Hernán
con voz ronca, dirigiéndose a él—. Esto no te hará libre. Solo serás una cadena
más en esta maquinaria que destruye todo lo que toca.
El joven lo mira, con los ojos
húmedos, como si buscara una salida, pero Muñoz lo interrumpe.
—¡Si no lo hace usted, lo haré yo!
Pero después usted mismo cavará su tumba por cobarde.
La amenaza surte efecto, y el joven
levanta el arma con las manos temblorosas. Hernán respira profundamente,
sabiendo que su final está cerca, pero aún aferrado a una última esperanza.
—Mírame —dice Hernán, su voz firme,
aunque su cuerpo tiemble—. Si aprietas el gatillo, no me matas a mí. Te matas a
ti mismo. Nunca olvidarás mi rostro. Nunca podrás vivir en paz.
El soldado baja el arma un poco, y
Muñoz pierde la paciencia.
—¡Déjelo, inútil! —gruñe mientras
toma su propio rifle y apunta directamente a Hernán.
Justo cuando el capitán está a punto
de disparar, un disparo rompe el aire, no viene de su arma. Muñoz da un paso
atrás, incrédulo, mirando la mancha roja que comienza a expandirse sobre su
uniforme. El joven soldado sostiene su arma con ambas manos, ahora apuntando al
suelo, con lágrimas cayendo por sus mejillas.
Cuando Hernán cree que el joven lo
ha salvado, otro disparo lo impacta. Muñoz, moribundo, se ha arrastrado para
hacer un último intento de venganza. Un dolor abrasador le recorre el cuerpo,
pero el miedo lo empuja a mantener la mirada fija en el joven soldado. El
muchacho tiembla, con las manos empapadas de sudor y el arma apuntando al
suelo, incapaz de reaccionar. Muñoz, moribundo, se arrastra con una expresión de
furia y satisfacción. Su risa ronca se mezcla con los gorgoteos de su propia
sangre.
Hernán cae al agujero que sería su
tumba, siente cómo la vida se le escapa lentamente. La tierra, fría y pegajosa,
se adhiere a su piel. Siente la humedad que sube desde el suelo, como si la
selva lo reclamara. Su mente, desbocada, revive cada paso que lo llevó hasta
este momento. Las imágenes de los campesinos asesinados, de Ramiro y su sonrisa
de infancia, se mezclan con los rostros vacíos de los soldados, cada uno
atrapado en una maquinaria que no comprenden del todo.
Desde el fondo del agujero, ve a los
soldados rodear el cuerpo de Muñoz. Algunos murmuran entre ellos, mientras
otros intentan decidir qué hacer. Nadie parece dispuesto a liderar ahora que el
capitán ha caído. Hernán, debilitado pero consciente, percibe el caos que
comienza a gestarse. Por un instante, se pregunta si su muerte podrá cambiar
algo. La tierra comienza a caer sobre él, lanzada por manos temblorosas que
apenas sostienen las palas. Cada grano de tierra es un recordatorio del peso de
su elección.
El joven soldado que disparó a Muñoz
da un paso atrás, dejando caer su arma. Sus ojos se encuentran con los de
Hernán, quien, a pesar del dolor, logra murmurar:
—No eres como él.
El soldado aparta la mirada, pero
sus manos tiemblan con una mezcla de culpa y desesperanza. Antes de que la
tierra lo cubra por completo, Hernán siente una extraña calma. Piensa en
Rosaura, en las fotos que lograron salir a la luz, en las voces que, aunque
ahogadas, a veces logran atravesar el silencio. Entonces, todo se oscurece.
Cuando vuelve en sí, no está en la
selva. Está en un campo infinito envuelto en niebla. Escucha un murmullo que
crece a su alrededor. Las figuras comienzan a emerger de la bruma, sus rostros
deformados por la ira y el dolor. Hernán los reconoce: son los líderes
sociales, los activistas, los periodistas que desaparecieron sin dejar rastro.
Cada uno lleva consigo la marca de su tragedia.
Uno de ellos se adelanta. Es Ramiro,
pero no como lo recuerda. Su rostro está cruzado por cicatrices que laten como
si estuvieran vivas. Sus ojos, vacíos pero llenos de reproches, se clavan en
Hernán.
—¿Por qué seguiste adelante? ¿Por
qué no te detuviste cuando viste de lo que eras parte?
Hernán intenta responder, pero su
voz se quiebra. Se da cuenta de que sus manos están cubiertas de sangre que no
es suya. Intenta limpiarlas en su ropa, pero la sangre no desaparece. Los
rostros lo rodean, susurros que se convierten en gritos:
—Nos enterraron, pero no pudieron
callarnos.
El coro de voces lo abruma. Se ve
rodeado de tierra, sintiendo que lo asfixia. Entonces, algo cambia. Desde la
distancia, se escucha un clic familiar, el sonido de un obturador de cámara.
Hernán alza la mirada y ve su propia figura, inmóvil, sosteniendo un aparato
que parece dispararle de nuevo.
La figura le apunta, en lugar de
inmortalizarlo, la lente se convierte en un espejo. Hernán ve su rostro,
desgastado por el tiempo y las decisiones. Ve las líneas que marcan sus miedos,
sus culpas, y algo más: una chispa de algo que no reconoce.
Epílogo
El viento sopla entre los cafetales,
arrastrando rumores que nadie se atreve a nombrar. El claro donde Hernán
desapareció sigue envuelto en un silencio denso, apenas roto por el susurro de
las hojas y el crujir de ramas secas. La tierra removida, ahora cubierta de
raíces y musgo, guarda un secreto que la selva protege con un manto de tristezas.
Algunos dicen haber visto a un
hombre entre la niebla, con una cámara al cuello y una mirada vacía que se
pierde en el horizonte. Otros afirman que las fotografías de Hernán, las que
sacaron a la luz lo que debía permanecer oculto, reaparecen en lugares
imposibles: clavadas en los muros de una iglesia en ruinas, en el fondo de un
pozo seco, o bajo el umbral de casas olvidadas por el tiempo.
Rosaura, la única que lleva su
verdad a cuestas, duerme con dificultad. Algunas noches, entre sueños, escucha
su voz a través del viento: “No me olvides, porque yo no puedo olvidarte”.
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