domingo, 26 de enero de 2025

-Relato 2 de Camila Perdomo

LOS SAPOS BAJO LA TIERRA

En el umbral del amanecer, mientras la niebla densa se aferra a las montañas como un espectro que se resiste a desaparecer, Hernán ajusta el obturador de su cámara. El campamento militar se despereza bajo un sol que lucha por abrirse paso entre las nubes. Los soldados se mueven como sombras, cargando fusiles y murmurando entre dientes. Hernán está aquí por contrato, contratado para inmortalizar lo que llaman "los frutos de la victoria".

El capitán Muñoz se acerca, sus botas aplastan el barro con autoridad. Tiene un rostro curtido y un bigote tan recto que parece dibujado con regla. Sin preámbulos, le entrega una lista de nombres y lugares.

—Hoy toca San Gabriel. Prepárese, será un día largo.

Hernán asiente sin mirarlo, sus dedos tamborilean nerviosos sobre la lente. Desde que aceptó este trabajo, la incertidumbre se ha instalado en su pecho como un nódulo inoperable. Antes, su cámara capturaba bodas, paisajes, rostros felices; ahora, su objetivo apunta a cuerpos inertes, rostros desprovistos de luz.

La caravana de jeeps se pone en marcha. El camino es serpentea entre barrancos y cafetales. Los soldados, algunos apenas mayores que adolescentes, cantan corridos desafinados para ahuyentar el sueño. Mientras avanzan, Hernán enciende la pequeña radio que ha traído consigo. Sabe que escuchar noticias es arriesgado; el ejército tiene control sobre gran parte de las emisoras, y la propaganda oficial es omnipresente. Sin embargo, de vez en cuando, entre las transmisiones controladas, se cuela una señal clandestina.

"...las fuerzas militares han reafirmado su compromiso con la paz y la seguridad del pueblo, enfrentándose a las amenazas de insurgentes que buscan desestabilizar el país...", anuncia una voz masculina con tono autoritario. Una música marcial suena de fondo, reforzando el mensaje.

Hernán gira ligeramente el dial, buscando algo más, y una señal débil rompe la monotonía: una mujer habla rápidamente, su voz llena de urgencia. "...testimonios de campesinos en San Gabriel indican que las fuerzas militares están cometiendo ejecuciones extrajudiciales, disfrazando a las víctimas como guerrilleros. Las familias de los desaparecidos piden justicia, pero temen represalias..."

Muñoz, que va en el asiento delantero, se gira al escuchar la transmisión. Con un movimiento brusco, y apaga la radio.

—Pura basura. No le preste atención —dice con desdén, antes de mirar a los demás soldados en el jeep—. Si alguno de ustedes escucha estas cosas y se deja influenciar, será tratado como el enemigo. ¿Está claro?

Los soldados asienten, pero Hernán nota cómo algunos bajan la mirada, incómodos. Uno de ellos, apenas un adolescente, juguetea nerviosamente con el cargador de su rifle. Hernán aprovecha para observarlos más de cerca: hay jóvenes que parecen convencidos de la causa, mientras otros solo siguen órdenes, arrastrados por el miedo.

 

Al llegar a San Gabriel, el aire huele a tierra húmeda y miedo. Los habitantes se esconden detrás de las ventanas cerradas; sus sombras se filtran por las rendijas. En la plaza principal, los soldados descargan sacos de maíz y cajas de medicamentos como un gesto de buena voluntad. Nadie se acerca.

Muñoz da una orden seca, y un grupo se interna en la selva. Hernán los sigue con su equipo, sus botas resbalan en el lodo. El sudor le empapa la frente, pero no se atreve a detenerse. Tras media hora de caminata, llegan a un claro. Lo que ve lo deja sin aliento.

Cinco cuerpos yacen en el suelo, acomodados con una precisión macabra. Visten uniformes de guerrilleros, pero algo no encaja. Sus manos callosas evocan al campo, y no armas. Muñoz le hace señas a Hernán para que comience.

—Asegúrate de que se vean las armas —dice, dejando caer un AK-47 junto a uno de los cuerpos.

Hernán siente un nudo en el estómago. Sus manos tiemblan mientras encuadra la escena. Intenta enfocarse en los aspectos técnicos: la luz, el ángulo, la profundidad de campo. Pero no puede ignorar los rostros, especialmente el de uno de ellos. Hay algo familiar en su expresión, en la forma de sus cejas, en la cicatriz que cruza su mejilla izquierda. Entonces lo reconoce.

Es Ramiro, su amigo de infancia, el que le enseñó a construir cometas y a robar mangos del árbol de la esquina, donde vivían un par de abuelos que apenas podían ver. Un grito ahogado se forma en su garganta, pero lo reprime. Muñoz lo observa con ojos inquisitivos.

—¿Algún problema?

—Ninguno, señor —responde Hernán, intentando mantener la voz firme.

El sonido del obturador rompe el silencio. Cada clic es un martillazo en su conciencia. Ramiro está allí, inmóvil, convertido en un trofeo de guerra. Hernán termina rápido y guarda la cámara. Muñoz asiente con aprobación.

—Buen trabajo. Ahora volvamos al campamento.

Esa noche, mientras los soldados celebran con aguardiente y risas estridentes, Hernán se encierra en su tienda. Saca la tarjeta de memoria y revisa las fotos en su computadora. Los rostros le gritan desde la pantalla. Piensa en la familia de Ramiro, en su madre que le daba pan de yuca cuando iba a jugar a su casa. Siente que su pecho se comprime.

La pregunta lo asalta como un disparo: ¿Qué hará con estas imágenes? Si las entrega, será cómplice de una mentira que justificará más muertes. Si las publica, pondrá su vida en peligro. Su mente es un torbellino de dudas. De repente se ve atrapado en un campo interminable, envuelto en una niebla espesa que parecía adherirse a su piel. A lo lejos, divisaba siluetas que se mueven lentamente, figuras que no logra distinguir con claridad. Avanza con dificultad, siente que cada paso es como arrastrar cadenas pesadas.

Entonces, la niebla comienza a disiparse, y los rostros emergen. Son ellos, los cinco cuerpos que ha fotografiado en San Gabriel. Sus ojos, bien abiertos, fijos en él, pero no son ojos vacíos; son pozos oscuros llenos de reproches.

La boca de Hernán se mueve, pero ningún sonido sale de ella. Las otras figuras comienzan a rodearlo, susurros ininteligibles se alzan como un coro lúgubre. Uno de los hombres levanta la mano, mostrando un agujero de bala perfectamente redondo en su pecho. Hernán retrocede, tropieza con algo blando. Mira hacia abajo y ve una cámara destrozada, su lente rota refleja el cielo.

—¿Esto es lo que eres? —grita Ramiro, acercándose más—. ¿Un hombre que cambia su alma por un cuadro perfecto?

Hernán quiere gritar, pero lo único que sale de su garganta es el clic del obturador, repite una y otra vez. Los cuerpos comienzan a deformarse, sus rostros estirándose en ángulos imposibles, mientras las sombras a su alrededor crecen y se cierran sobre él. Antes de que la oscuridad lo consuma, escucha un último susurro, apenas un aliento.

—Nunca escaparás de nosotros.

Se despierta de golpe, con el pecho agitado y la frente empapada de sudor. Afuera, el campamento está en silencio, salvo por el crujido de las ramas bajo los pasos de los guardias. Hernán sube la linterna y busca su cámara. La tiene cerca, en el suelo junto a su cama improvisada, pero ahora parece un objeto ajeno, casi amenazante. Duda en tocarla.

Al amanecer, toma una decisión. Guarda una copia de las fotos en un dispositivo oculto y entrega las oficiales a Muñoz. El capitán las revisa con una sonrisa satisfecha.

—Esto es oro. Buen trabajo, Hernán.

Él no responde. Su mente está en otro lugar, planeando cómo sacar la verdad a la luz sin ser descubierto.

Los días siguientes son un ejercicio de cautela. Envía las fotos comprometedoras a un periodista de confianza bajo un seudónimo. La espera se vuelve insoportable. Cada ruido lo hace saltar, cada mirada de los soldados le parece un juicio.

Cuando la historia se publica, el escándalo es inmediato. Las imágenes de los campesinos asesinados circulan por todo el país, desatando una ola de indignación. Hernán sabe que el tiempo se agota. Esa misma noche, abandona el campamento con solo lo indispensable. El camino hacia la libertad está lleno de sombras, pero por primera vez en semanas, siente que puede respirar.

En una estación de autobuses, mientras espera su salida, observa su cámara. Piensa en todo lo que ha capturado, en las verdades y las mentiras. Aprieta el obturador una vez más, esta vez apuntando a su propio reflejo en la ventana. Un retrato final, antes de desaparecer.

Hernán llega a la ciudad después de un viaje interminable, cargando solo su mochila y el peso de sus elecciones. La urbe vibra con una intensidad que lo abruma, pero también le da un anonimato que agradece. Encuentra refugio en una pensión modesta donde las paredes son tan delgadas que puede escuchar las discusiones en la habitación contigua. Cada noche se queda despierto, temiendo que la puerta se abra de golpe y lo arrastren al silencio.

La noticia crece como un incendio descontrolado. Programas de radio y televisión analizan las imágenes, mientras las familias de las víctimas exigen justicia. Los altos mandos niegan las acusaciones, calificándolas de propaganda enemiga. Pero el país está dividido; las manifestaciones llenan las calles, y el clamor por la verdad se vuelve ensordecedor.

Hernán, desde su pequeña habitación, observa todo en silencio. Su rostro se ha vuelto más huesudo, y sus ojos cargan un cansancio que ni el sueño puede aliviar. Sabe que su anonimato es temporal. Una noche, mientras revisa una copia de las fotos en su laptop, alguien golpea la puerta.

Se congela. Su respiración se vuelve superficial mientras decide si abrir o no. Los golpes se intensifican, seguidos por una voz conocida:

—Hernán, soy yo, Rosaura.

Rosaura, la periodista que recibió las fotos. Abre la puerta con cautela y la deja entrar. Lleva un maletín lleno de papeles. Su rostro está marcado por las mismas ojeras que las de Hernán.

—No tenemos mucho tiempo —dice ella, sacando un sobre de su bolso—. Hay algo más.

Le entrega una lista de nombres: testigos, soldados disidentes, documentos filtrados. Es una prueba contundente de que las ejecuciones extrajudiciales no fueron casos aislados. Hernán la mira, incrédulo.

—Esto es demasiado peligroso.

—El peligro ya está aquí.

Juntos trazan un plan. Las evidencias se comparten con organismos internacionales. Pero mientras la presión aumenta, también lo hace la amenaza.

 

Una noche, Hernán regresa a su habitación y encuentra todo revuelto. Su computadora ha desaparecido. En su lugar encuentra una nota hecha con recortes de periódicos y revistas: “Los sapos bajo tierra”. Sin opciones, Hernán decide huir. Pero el final no es como lo imagina. En un punto de control en una carretera remota, el vehículo en el que viaja es detenido. Los soldados le ordenan bajar. Hernán reconoce uno de los rostros: es Muñoz.

—Por fin encontramos al sapo —dice el capitán con una mueca ladeada.

Hernán siente que el mundo se detiene. El aire pesa como plomo, y la mirada de Muñoz atraviesa su cuerpo como un cuchillo. Los soldados rodean el vehículo con fusiles apuntando. Hernán, consciente de que no hay escapatoria, levanta las manos lentamente, tratando de ganar tiempo. En su mente se forma un torbellino de posibilidades, pero todas desembocan en el mismo destino.

— ¿Qué van a hacer conmigo? —logra preguntar con una voz que apenas le pertenece.

Muñoz sonríe, su bigote rígido se curva apenas un milímetro.

—Lo que hacemos con todos los sapos hijueputas.

Con una señal, los soldados lo arrastran hacia un claro junto a la carretera de tierra. Allí hay un agujero recién cavado. Hernán lo sabe sin que nadie lo diga: es su tumba. Su respiración se acelera, pero intenta mantener la calma. Ha enfrentado la muerte desde que envió esas fotos; la diferencia ahora es que puede oler su proximidad.

Muñoz se inclina hacia él, sus ojos reflejan una mezcla de desprecio y triunfo.

—¿Valió la pena traicionar a su país por un par de fotos?

—No traicioné a mi país. Lo traicionaron ustedes. —Hernán lo dice con más fuerza de la que creía tener. Su cuerpo tiembla, pero sus palabras son firmes.

La respuesta enfurece a Muñoz. Sin dudarlo, lo golpea con la culata de su rifle, haciendo que caiga de rodillas frente al agujero. La sangre le resbala por el frente, pero no aparta la mirada del capitán.

—Hagan su trabajo —ordena Muñoz a los soldados.

Los soldados vacilan. Hernán lo nota: los mismos jóvenes que cantaban corridos para distraerse ahora lo miran con incertidumbre. Uno de ellos, el más joven, el que jugueteaba con su cargador en el jeep, da un paso atrás, sus manos tiemblan sobre el arma.

— ¿Qué esperas? —gruñe Muñoz, dirigiendo su furia hacia el muchacho.

El soldado no responde, pero sus ojos están llenos de pánico. Hernán, de rodillas, ve una chispa de humanidad en ese joven, un atisbo de duda que decide aprovechar.

—No tienes que hacerlo —dice Hernán con voz ronca, dirigiéndose a él—. Esto no te hará libre. Solo serás una cadena más en esta maquinaria que destruye todo lo que toca.

El joven lo mira, con los ojos húmedos, como si buscara una salida, pero Muñoz lo interrumpe.

—¡Si no lo hace usted, lo haré yo! Pero después usted mismo cavará su tumba por cobarde.

La amenaza surte efecto, y el joven levanta el arma con las manos temblorosas. Hernán respira profundamente, sabiendo que su final está cerca, pero aún aferrado a una última esperanza.

—Mírame —dice Hernán, su voz firme, aunque su cuerpo tiemble—. Si aprietas el gatillo, no me matas a mí. Te matas a ti mismo. Nunca olvidarás mi rostro. Nunca podrás vivir en paz.

El soldado baja el arma un poco, y Muñoz pierde la paciencia.

—¡Déjelo, inútil! —gruñe mientras toma su propio rifle y apunta directamente a Hernán.

Justo cuando el capitán está a punto de disparar, un disparo rompe el aire, no viene de su arma. Muñoz da un paso atrás, incrédulo, mirando la mancha roja que comienza a expandirse sobre su uniforme. El joven soldado sostiene su arma con ambas manos, ahora apuntando al suelo, con lágrimas cayendo por sus mejillas.

Cuando Hernán cree que el joven lo ha salvado, otro disparo lo impacta. Muñoz, moribundo, se ha arrastrado para hacer un último intento de venganza. Un dolor abrasador le recorre el cuerpo, pero el miedo lo empuja a mantener la mirada fija en el joven soldado. El muchacho tiembla, con las manos empapadas de sudor y el arma apuntando al suelo, incapaz de reaccionar. Muñoz, moribundo, se arrastra con una expresión de furia y satisfacción. Su risa ronca se mezcla con los gorgoteos de su propia sangre.

Hernán cae al agujero que sería su tumba, siente cómo la vida se le escapa lentamente. La tierra, fría y pegajosa, se adhiere a su piel. Siente la humedad que sube desde el suelo, como si la selva lo reclamara. Su mente, desbocada, revive cada paso que lo llevó hasta este momento. Las imágenes de los campesinos asesinados, de Ramiro y su sonrisa de infancia, se mezclan con los rostros vacíos de los soldados, cada uno atrapado en una maquinaria que no comprenden del todo.

Desde el fondo del agujero, ve a los soldados rodear el cuerpo de Muñoz. Algunos murmuran entre ellos, mientras otros intentan decidir qué hacer. Nadie parece dispuesto a liderar ahora que el capitán ha caído. Hernán, debilitado pero consciente, percibe el caos que comienza a gestarse. Por un instante, se pregunta si su muerte podrá cambiar algo. La tierra comienza a caer sobre él, lanzada por manos temblorosas que apenas sostienen las palas. Cada grano de tierra es un recordatorio del peso de su elección.

El joven soldado que disparó a Muñoz da un paso atrás, dejando caer su arma. Sus ojos se encuentran con los de Hernán, quien, a pesar del dolor, logra murmurar:

—No eres como él.

El soldado aparta la mirada, pero sus manos tiemblan con una mezcla de culpa y desesperanza. Antes de que la tierra lo cubra por completo, Hernán siente una extraña calma. Piensa en Rosaura, en las fotos que lograron salir a la luz, en las voces que, aunque ahogadas, a veces logran atravesar el silencio. Entonces, todo se oscurece.

Cuando vuelve en sí, no está en la selva. Está en un campo infinito envuelto en niebla. Escucha un murmullo que crece a su alrededor. Las figuras comienzan a emerger de la bruma, sus rostros deformados por la ira y el dolor. Hernán los reconoce: son los líderes sociales, los activistas, los periodistas que desaparecieron sin dejar rastro. Cada uno lleva consigo la marca de su tragedia.

Uno de ellos se adelanta. Es Ramiro, pero no como lo recuerda. Su rostro está cruzado por cicatrices que laten como si estuvieran vivas. Sus ojos, vacíos pero llenos de reproches, se clavan en Hernán.

—¿Por qué seguiste adelante? ¿Por qué no te detuviste cuando viste de lo que eras parte?

Hernán intenta responder, pero su voz se quiebra. Se da cuenta de que sus manos están cubiertas de sangre que no es suya. Intenta limpiarlas en su ropa, pero la sangre no desaparece. Los rostros lo rodean, susurros que se convierten en gritos:

—Nos enterraron, pero no pudieron callarnos.

El coro de voces lo abruma. Se ve rodeado de tierra, sintiendo que lo asfixia. Entonces, algo cambia. Desde la distancia, se escucha un clic familiar, el sonido de un obturador de cámara. Hernán alza la mirada y ve su propia figura, inmóvil, sosteniendo un aparato que parece dispararle de nuevo.

La figura le apunta, en lugar de inmortalizarlo, la lente se convierte en un espejo. Hernán ve su rostro, desgastado por el tiempo y las decisiones. Ve las líneas que marcan sus miedos, sus culpas, y algo más: una chispa de algo que no reconoce.

 

Epílogo

El viento sopla entre los cafetales, arrastrando rumores que nadie se atreve a nombrar. El claro donde Hernán desapareció sigue envuelto en un silencio denso, apenas roto por el susurro de las hojas y el crujir de ramas secas. La tierra removida, ahora cubierta de raíces y musgo, guarda un secreto que la selva protege con un manto de tristezas.

Algunos dicen haber visto a un hombre entre la niebla, con una cámara al cuello y una mirada vacía que se pierde en el horizonte. Otros afirman que las fotografías de Hernán, las que sacaron a la luz lo que debía permanecer oculto, reaparecen en lugares imposibles: clavadas en los muros de una iglesia en ruinas, en el fondo de un pozo seco, o bajo el umbral de casas olvidadas por el tiempo.

Rosaura, la única que lleva su verdad a cuestas, duerme con dificultad. Algunas noches, entre sueños, escucha su voz a través del viento: “No me olvides, porque yo no puedo olvidarte”.

 


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