domingo, 19 de enero de 2025

-Relato 1 de Ángela Sánchez

Dedos de bambú, manos de agua


Habían colocado encima una sábana blanca de la que emergían, como si fueran las extremidades de un fantasma, brazos y piernas. Su postura no resultaba antinatural, era relajada, somnolienta. Alrededor de la cabeza se había ido formando un charco de sangre que brotaba en hilillos de la nariz y las cuencas de los ojos. Pero eso solo podía imaginarse, porque el rostro se encontraba boca abajo, besando la acera. 


Muchas personas confunden el vértigo con la acrofobia. El vértigo es esa sensación desagradable y traicionera de pérdida del equilibrio. Puede pasar sin que haya ningún movimiento ni riesgo real, se nota, por ejemplo, cuando uno está tumbado en su cama y siente que se encuentra en el vagón de un tren. Yo en realidad lo que tenía era lo segundo, acrofobia: miedo a las alturas. Y este miedo irracional me generaba vértigo entre otras cosas, por eso muchas veces decía simplemente que tenía vértigo y así me entendían enseguida. Pero me fastidia que la mayoría de gente no conozca la diferencia y por eso ahora quería aclararla. Porque hay muchas cosas que damos por sentadas, constantemente, sin que su verdad importe lo más mínimo. 

No siempre tuve miedo a las alturas, comenzó a los seis años. Un martes de feria por la noche mi prima Celia, dos años más mayor que yo, insistió en que nos subiéramos juntas en la noria. Ella era mi ídolo, mi portavoz. No osé negarme. Ningún adulto nos acompañó, aunque deberían haberlo hecho. Mi tía se quedó cuidando de mi primo pequeño, que por entonces tendría unos dos años y aprovechaba cualquier distracción para intentar bajarse de su cochecito. Mi madre tampoco quiso montarse, no le gustaban las atracciones. Si estaba allí era porque mi padre trabajaba hasta tarde y, como yo había terminado pronto mis deberes, me propuso salir un rato. Llamó por teléfono a mi tía, quien la convenció de ir juntas a la feria, que había comenzado hacía unos días. Así tendría alguien con quien charlar mientras mi prima y yo nos divertíamos, ya que mi tío y mi primo mayor pasarían el rato en las casetas. 

Era una noche bastante fresca y, a medida que nuestra cabina de la noria subía, Celia y yo sentíamos cómo nos llegaba la brisa directamente del Atlántico, a pesar de encontrarse a más de veinte kilómetros de distancia. Una brisa que congeló mi escuálido cuerpo embutido en el traje de flamenca, pero que a mi prima pareció insuflarle vida, más de la que ya de por sí tenía. Con cada bocanada de aire que daba, hablaba más, más rápido y con mayor vehemencia. Solo se calló cuando se escuchó un chirrido ensordecedor y la noria dejó de moverse. Estábamos en el punto más alto. Inmediatamente nos asomamos por la ventanilla de la cabina y pudimos ver abajo a un grupo de alterados padres exigiendo explicaciones al feriante, que se movía de un lado para otro. Al principio Celia parecía asustada, tenía la mirada perdida y los labios apretados, pero luego se sobrepuso a la situación. Yo no. Desde que la noria se detuvo, comencé a sentir como si me hubieran atado el cuerpo con cadenas, y cuanto más intentaba soltarme, más me apretaban. Empecé a estirarme del traje con mis dedos sudorosos, con la intención de desgarrarlo, pero Celia me detuvo. Me sujetó con fuerza las manos y luego trató de abrazarme. Yo me resistía y gritaba, pidiéndole que me soltara. 

—Tranquila, Paula, tranquila —me repetía una y otra vez. Con una mano me acariciaba el pelo y con la otra me apretaba el rostro contra su hombro.  

Aquello duró veinte minutos, pero bastaron para que cuando la noria volviera a funcionar y pudiéramos bajarnos, ambas fuéramos personas distintas. Cuando mi madre se me acercó, no dejé que me tocara, no quería que nada más se posara sobre mí. Le rogué entre sollozos que nos fuéramos a casa lo antes posible y nos despedimos de mi tía y mis primos, que fueron a buscar a mi tío y mi primo mayor. Mientras nos alejábamos, giré la cabeza para contemplar a Celia. Ella también se había vuelto para mirarme, algo que nunca antes había hecho. Siempre que me hablaba, lo hacía dirigiendo sus palabras al cielo, era el coronel que preparaba a sus soldados para el combate. Pero en aquel momento, por fin había bajado la cabeza y tenía los ojos fijos en mí. Supe que le daba lástima. 

Desde entonces, tenía miedo a las alturas y, sin embargo, vivía en la séptima planta de un bloque de pisos. Aunque a mis padres les preocupó mucho el incidente, pronto me tuve que hacer a la idea de que no nos íbamos a mudar de casa solamente por eso. Dejé de asomarme al balcón y cada vez que estaba junto a una ventana, procuraba que hubiera cierta distancia de por medio, así que lo único que podía ver era el cielo. Nunca me inclinaba para mirar a la calle. Cuando el calor me obligaba a abrir la ventana, me dirigía hacia ella muy despacio, conteniendo la respiración. Y en cuanto la hoja se deslizaba hacia la izquierda unos treinta centímetros, retrocedía hasta el centro de la habitación. Estuve casi doce años actuando así, hasta una noche de finales de mayo. 

A partir de las once, la brisa dejó de entrar por la ventana de mi dormitorio. El ventilador ya solo servía para añadir un rumor mecánico al ambiente cálido, pero aun así me resistía a apagarlo, porque ello supondría tener que abanicarme mientras estudiaba. Después de una hora, me resultó imposible concentrarme. Tenía los apuntes y los ejercicios desparramados sobre el escritorio y en mi mente solo resonaban extractos de enunciados: «En relación con la figura adjunta...», «Nombre dos órganos celulares relacionados...», «Razone sus respuestas». En un par de semanas tenía que hacer los exámenes que determinarían mi futuro profesional y por eso me quedaba hasta tarde estudiando. Incluso repasaba mis apuntes mientras comía. En aquella época mi cuerpo me pedía a gritos que descansara, pero cuando cerraba los ojos, soñaba con los exámenes, con la decepción de mis padres, con mi propia imagen vestida con un uniforme verde y una bata blanca. No fue idea mía estudiar ciencias, hubiera preferido dedicarme a las artes o a las lenguas muertas, pero no era eso lo que mis padres querían para mí. Siempre he tenido la impresión de que ellos no solo me dieron a luz, sino de que mucho antes ya me habían diseñado según sus metas. 

—Tienes las manos perfectas, Paula. —Los ojos de mi madre brillaban entusiasmados cada vez que recorría mis finos dedos con sus manos rechonchas—. ¿Sabes qué? De mayor serás una gran cirujana y también pianista. 

—Sí, mamá. —Mi respuesta media a nuestras conversaciones.

Con ocho años me apuntaron a clases de piano y, cuando empezaron a gustarme de verdad, cuando me acostumbré al dolor de espalda diario y me sentí con la capacidad de crear mis propias composiciones, me quitaron. Recuerdo que lloré y les supliqué a mis padres que me dejaran seguir con las clases, pero ellos se negaron. Decían que a partir de entonces tendría que focalizar toda mi atención en los estudios. Años más tarde entendí que aquel aprendizaje solo había sido una herramienta para estimular mi mente y agilizar mis manos. Y, ciertamente, gracias a ello mis dedos eran ligeros, fuertes y flexibles como tallos de bambú. Cuando se movían por las teclas parecía que se me fueran a escapar. Estaban preparados para seccionar y coser carne humana.  Puede que mis padres también opinaran que quedaría bien poner en mi currículum que sabía tocar el piano. Seguro que antes de dormir pensaban en mi éxito y se imaginaban titulares sobre la famosa cirujana Paula Ortiz, talentosa pianista, capaz de revivir con sus manos cuerpo y espíritu. 

Desde que se acabaron las clases, mi piano permaneció muerto en un lateral de nuestro salón. Normalmente solo me atrevía a sentarme frente a él cuando mis padres no estaban en casa, pero acababa apartándome antes de llegar a tocar alguna pieza. Aquella noche silenciosa, en la que mis padres dormían pese al calor, sentí unas ganas irrefrenables de acercarme al piano. Este pensamiento se entremezcló con el de los enunciados de los ejercicios de Biología y con el deseo de que entrase algo de brisa por la ventana, en una simbiosis que me intoxicaba y me aturdía. Y así fue cómo al final me acabé apartando del escritorio para dirigirme al salón. 

Caminé por el pasillo a oscuras, orientándome por la luz de la pequeña lámpara de mi escritorio, que había dejado encendida, y la que entraba por el balcón. Destellos amarillentos y anaranjados de las farolas y de las pocas luces encendidas de los bloques anexos se detenían sobre la pared del fondo del salón, la estantería y el banco frente al piano. Gracias a eso pude sortear con facilidad la mesa y el sofá para llegar hasta él. Tragué saliva. Sobre el cuero negro había una capa de polvo de aspecto sedoso y al tocarla noté que era más densa de lo que esperaba. Todo mi cuerpo comenzó a temblar ante la idea que pretendía llevar a cabo. En aquella noche tórrida de finales de mayo, casi de madrugada, no había nada que ansiara más que romper el silencio resucitando a mi piano. Me senté a duras penas, coloqué las manos trémulas encima de la tapa y los pies sobre los pedales. Poco a poco fui levantando la tapa. Un centímetro. Dos. Cinco. Y entonces se me resbaló. El choque seco contra la base de madera resonó en todo el salón y me heló la sangre. De inmediato dejé de temblar y el cuerpo se me puso rígido. De nuevo, silencio. 

No pude hacer otra cosa que llorar. Estuve así unos minutos, con la cabeza gacha, las manos contraídas sobre mi regazo y los dientes tratando de perforar mis labios. Si ni siquiera había sido capaz de alzar la tapa, si ni siquiera había podido soportar aquel sonido fugaz, ¿cómo pretendía tocar toda una melodía? No podía. Volví a sentirme tan miserable como la noche de la noria y entendí que a Celia le inspirara lástima. Resultaba penoso ver a una persona incapaz simplemente de existir, de hacer cosas que para la mayoría de la gente resultaban sencillas. En ese momento, uno piensa: «¿Qué va a ser de ella entonces?». Eso es justo lo que me pregunté sentada como estaba sobre el banco del piano. 

Giré la cabeza hacia el balcón abierto y contemplé el cielo nocturno. Esperaba ver estrellas, pero las luces de la ciudad las habían borrado. Ni siquiera se veía la luna, oculta por algún edificio. Solo había una negrura insondable, como el fondo de un océano. Para cuando me di cuenta, ya me había levantado y me encontraba pegada al marco metálico de la ventana del balcón. Me resultaba difícil respirar, mis pulmones se apretujaban entre las tripas y el aire apenas llegaba a ellos. Acaricié con un pie la superficie metálica y dejé que el frío me recorriera la planta. Me sentí mejor. Luego alcé ese mismo pie y di un paso hacia el exterior. Después, otro. Hasta encontrarme plenamente en el balcón de apenas dos metros y medio de largo. Aunque seguía sin correr nada de brisa, la atmósfera era más fresca que la del interior de la casa. Yo miraba exclusivamente al frente, con los brazos pegados al cuerpo y las piernas juntas. A lo lejos se veían más bloques de pisos, tiendas de barrio, un supermercado y, más allá, los huertos. Sabía que debajo de mí se encontraban el aparcamiento y los jardines de mi urbanización. Para mirarlos, tenía que acercarme a la barandilla de hierro e inclinarme hacia debajo, pero no me atrevía. Me encontraba a un metro de la barandilla, que se erguía ante mí. Era una frontera inquebrantable. 

No sé cuánto tiempo permanecí allí quieta. Llegado un punto empecé a notar los músculos exhaustos de tanta rigidez y sentí el impulso de moverlos para que se desentumecieran. Podría haberlos sacudido solo un poco. Podría haber dado media vuelta y haber regresado a mi dormitorio, como si nada hubiera sucedido. Podría haber recogido los apuntes, apagado la luz y haberme acostado. Pero no hice nada de eso. En su lugar, di un par de pasos más hacia delante y me agarré a la barandilla. Me agarré con tanta fuerza que parecía que las manos me fueran a estallar. Entonces, incliné ligeramente el torso, levanté un pie y el otro lo puse de puntillas. «Ya está, se acabó», pensé. 

Me disponía a soltar los brazos cuando, de repente, una ventana junto al balcón se abrió de golpe. Aquello me devolvió a la realidad. Planté los pies en el suelo, me incorporé y retrocedí hasta regresar a la seguridad del salón. Aun así, me quedé encaramada al marco metálico, desde donde podía observar sin ser vista. Aquella ventana estaba un poco más arriba y no pertenecía a nuestro piso, sino a la escalera que recorría el edificio y subía hasta la azotea. Era muy extraño que alguien más estuviera despierto a aquella hora un día entre semana, y aún más allí en la escalera. Unos segundos más tarde, vi el perfil de un hombre de mediana edad. Lucía una barba descuidada y tenía el pelo cano. Contemplaba el horizonte con ojos cansados y los brazos apoyados sobre el alféizar. Seguramente creyera que se encontraba solo. No lo reconocí, pero tampoco me sorprendió, porque sabía que se habían mudado algunos vecinos nuevos en el tercero y el quinto. Más que sentir curiosidad por descubrir su identidad, lo que quería saber era qué hacía allí. 

El hombre movió un brazo y se colocó un cigarro entre los dientes. Lo encendió y le dio largas caladas. El humo danzaba en el aire y penetraba en mi garganta. Sentía ganas de toser, pero solo me abanicaba con una mano y me aguantaba. Vi que volvía a mover el brazo y entonces sacó su cartera. La abrió y extrajo un papel rectangular. Era pequeño y estaba doblado, debía de llevar bastante tiempo ahí guardado. Me pregunté qué podría ser. Una entrada de cine de una cita que acabó bien. Un billete de lotería con el que esperaba ganar una fortuna. Una fotografía de su familia. 

—Paula, ¿qué haces ahí? —susurró mi madre. 

Me volví hacia ella asustada, con el cuerpo encogido. 

—Yo... tenía calor —balbuceé—. Quería refrescarme un poco antes de acostarme. 

Por suerte, me encontraba en el límite del salón, de modo que mi madre interpretó que tan solo necesitaba tomar algo de aire fresco y que mi miedo a las alturas permanecía inalterable. Ella se hallaba en la puerta que conducía al pasillo. Tenía los párpados entornados. Imaginé que se habría levantado para ir al baño y que, al ver que la luz de mi habitación estaba encendida y yo no estaba allí, se habría extrañado. 

—Es tarde y mañana tienes clase. —El sueño no rebajaba su tono severo—. Déjalo ya —ordenó y regresó a su habitación. 

Después de que se marchara, esperé unos minutos antes de volver a mirar por el balcón. El hombre seguía fumando en la ventana. Había guardado la cartera y se concentraba únicamente en su cigarro. Acabé perdiendo el interés y me dirigí a mi habitación. Eché un vistazo rápido al escritorio, pero no recogí nada. Apagué la lámpara y me metí en la cama. No llegué a ponerme los tapones para dormir, no hizo falta. Enseguida me invadió un sueño profundo que me aisló de todo ruido posible. 


Me lo encontré cuando salí de casa para ir al instituto. Fue abrir la puerta del bloque, bajar los tres escalones que conducían al aparcamiento y ver allí al hombre de la ventana. Muerto sobre la acera, boca abajo. La sábana blanca con el logotipo de la Junta de Andalucía no bastaba para ocultar su cuerpo. Casi hubiera sido mejor que no se la hubieran puesto. Sin ella, podría haber parecido un borracho o un sintecho que dormitaba hasta el mediodía. Pero con la sábana resultaba evidente que era un cadáver. Cuando me fijé bien, vi el charco de sangre alrededor de su cabeza. Pensé en aquellos los labios de los que salían remolinos de humo. En sus ojos enmarcados por un surco de piel flácida y oscura. Y me pregunté qué sería lo último que retuvieron sus córneas: ¿el contenido de aquel trozo de papel o las piedras de la acera? 

A unos metros del cadáver, había un policía hablando con un vecino. Repararon en mi presencia y me miraron en silencio. Me sentí una intrusa, testigo de algo que debería haber permanecido oculto. Me aparté de la escalera sin abrir la boca y me escabullí entre los coches en dirección al instituto. A medida que caminaba, comencé a ver en aquel vecino la silueta de mi padre. Me lo imaginé hablando con aquel policía, con el rostro desencajado, junto a un cadáver de cabello largo y castaño. En el fondo, la noche anterior había deseado que fuera así. Quería acabar con su gran obra y que sus años de dedicación a construir mi vida no hubieran servido para nada. Quería saltar como deseé hacerlo la noche de la noria. Quería que durante días, meses y años mis padres se preguntaran por qué lo hice. Por qué una estudiante modélica se había suicidado con tan solo diecisiete años. Y que un día, después del aturdimiento y la desesperación, pudieran sentir culpa. Una culpa tan grande, tan asfixiante, que los obligara a arrepentirse y a orar de rodillas al cielo en busca de una redención. 

Pero mientras caminaba, me di cuenta de que, aunque ansiaba que aquel castigo cayera sobre ellos, no deseaba que me arrastrara a mí también. Tener que poner fin a mi vida para que ellos recapacitaran. Dar mi vida por ellos. No, no seguiría haciéndolo por más tiempo. 

A día de hoy, agradezco que mis padres quisieran que fuera cirujana y me apuntaran a clases de piano. Ahora siento que mis manos son de agua y por eso se deslizan con facilidad por los cuerpos que nacen de entre mis dedos, por el barro del taller en el que se funden, como la corriente de un río en la tierra de una montaña. 


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