domingo, 19 de enero de 2025

- Relato 1 Katya Orozco

 La sopa enlatada   

Había sonado la alarma desde hace 10 minutos. El sonido de esa alarma lograba arrancarme el sueño, pero nunca lograba arrastrarme completamente a la conciencia. Era como si me quedara atrapada en la bruma entre dos realidades: una que seguía flotando en los sueños y otra que me arrastraba a una rutina que ya no reconocía, como si la vida, al igual que el sueño, fuera algo a lo que ya no pertenecía. Mientras me preparaba para entrar a trabajar, coloqué la última capsula en la cafetera. 

    El café goteaba y llenaba la taza, durante ese tiempo, yo escuchaba un podcast que hablaba sobre el amor propio. Era la segunda vez que lo escuchaba, pero en esta ocasión oí una frase que llamó mi atención, la escribí en las notas de mi teléfono con la urgencia de quien guarda una verdad ajena, esperando que una parte de mí pudiera entenderla. Luego, salí corriendo a la parada del transporte.  

    Mientras buscaba mi tarjeta de descuento, un niño, a mi lado, de unos dos años comenzó a llorar. Su llanto era como un grito arrancado de una garganta pequeña. Poco a poco, las personas lo miraban con desprecio, como si todo el mundo estuviera esperando a que el niño se callara. A pesar del molesto ruido, su llanto parecía ser el único sonido claro en esa multitud bulliciosa. Lo miré porque había algo en su llanto que conectaba conmigo. La persona que lo maternaba sacó casi de manera automática una tablet y la puso frente a él. El niño, silenciado por la luz azul de la pantalla, dejó de llorar, y su silencio anestesiado conectó otra vez con el mío.  

    El bus llegó y me subí sin pensar. El aire helado de la mañana abría mi pecho como una flor sin aroma. Mientras viajaba, vi en mi teléfono una publicidad: “Primera consulta psicológica, 20% de descuento”. Quizás era una señal, la única que quedaba, para arrancar el dolor de mis entrañas.  Hacía un par de semanas que me di cuenta de que ya no podía más; la ansiedad había llegado a cada rincón de mis nervios, la angustia me carcomía por dentro. Así que, en ese momento, Le escribí un mensaje por chat a la psicóloga, como una botella lanzada al mar.  

    Después del trabajo, llegué a casa, saqué una lata de lentejas que mi padre dejó la última vez que comimos juntos, esa era mi sopa favorita. Destapé la lata y la puse tres minutos en el microondas. Mientras la sopa giraba en su mismo eje pensaba: ¿Cómo algo tan delicioso se convirtió en algo tan insípido? Mientras comía, saqué mi teléfono y vi que la psicóloga me había contestado. Acordamos el martes a las cinco de la tarde; me mando su ubicación y la guarde.  

    Al martes siguiente, llegué al lugar que indicaba la dirección, con una ligera esperanza de creer que, por fin, se acabarían mis sufrimientos de alguna manera. Entré a la sala de espera; hacía mucho tiempo que no estaba en una de esas. Recuerdo que la última vez fue en el hospital de oncología, cuando acompañaba a mi madre. Observé el lugar y vi que había otra persona sentada; al parecer, había otros consultorios en el edificio.   

    La sala estaba cuidadosamente decorada, iluminada por una luz de tonos fríos. Las paredes estaban pintadas pulcramente de blanco, lo que me recordó al laboratorio de química de la universidad. Había una alfombra perfectamente lisa, parecía que nadie la había pisado jamás. A lado del garrafón de agua, había un estante con libros finamente alineados y organizados por alfabeto. Todo aquello me hacía pensar que aún nadie los había leído.   

    La psicóloga salió, me llamó y me levanté para dirigirme a su consultorio. En ese momento, comencé a sentir un hormigueo en mis manos y se recorría hacia mis pies. También sentía cómo mis manos estaban completamente heladas y comenzaron a humedecerse. Caminé primero por el pasillo. En un instante imaginé la posibilidad de que la psicóloga que iba detrás de mí sacaría un cuchillo y me apuñalaría. Interrumpí esa imagen en mi cabeza y me di cuenta de que ese miedo quizás era parte de mi ansiedad, pero, por si acaso, caminé horizontalmente a ella.  

    Me senté en uno de los dos sillones elegantes que tenía en su consultorio. Al dejar caer mi peso en la silla, se escuchó un gran ruido, como si se hubieran tronado las fibras del vinil con el que estaba tapizada.  

     – ¿Qué te ha traído aquí? –Me preguntó.  

Comencé a contarle lo que sentía desde hacía tres años.  

     – Hace algunos años falleció mi madre. Desde entonces, he sentido un profundo vacío en mi interior. Cada día que pasa siento que se vuelve más grande y me carcome por dentro, como si ese vacío fuera a tragarme por completo. En las noches no puedo dormir a pesar de sentir mucho sueño y cansancio; los somníferos no me hacen ningún efecto. Tengo que confesar que también he intentado quitarme la vida. Realmente siento que ya no hay nada para mí – le confesé.  

      – ¿Cómo intentaste quitarte la vida? –Me preguntó, sin titubeos.

      Fui por una de las corbatas que mi padre había dejado cuando se mudó con su esposa. Hice un nudo e intenté colgarme en la regadera, pero cuando salté el tubo se zafó. Mientras hablaba, la psicóloga comenzó a escribir algo en su pizarra, y me invadió una incomodidad que no supe cómo expresar.  

    – La verdad me pone un poco nerviosa el que escribas cosas ahí –. Le dije.

     – Es para no olvidar nada y escucharte mejor –. Me contestó.

No pude evitar la sensación de estar siendo evaluada, como si cada palabra debiera calcularse como un conjunto de datos que se debían ordenar y categorizar.

     – Mira, lo que tienes es ansiedad generalizada y depresión por el duelo complicado sobre la pérdida de tu madre. Pero no te preocupes, vamos a hacer un plan semanal para que tus síntomas vayan disminuyendo y te sientas mejor –. Explicó la psicóloga 

     – Eso sí, tienes que hacer todas las tareas que te proponga. De hecho, es importante que sepas que, para tu proceso, es necesario firmar esta carta en la que mencionas que vas a comprometerte con el tratamiento –.  Continúo su monólogo, como un guion que se repite.  

    – ¿“vamos a hacer un plan”? –Pensé inquieta.  

Como si la solución a mi sufrimiento fuera algo que se pudiera programar.  

     – También, debo decirte que, en tu caso, es importante que firmes esta carta de deslinde de responsabilidades por si decides quitarte la vida. ¿Estás de acuerdo? – Me sonrió, con la calma profesional de quien sabe que todo tiene solución si sigues al pie de la letra el tratamiento.  

El aire se espesó entre nosotras, y yo, atrapada en la frialdad de su pregunta, contesté:

     – De acuerdo –. Firmé la carta compromiso como si mis dedos fueran otros, como si no me pertenecieran. Firmé, pero vacilante, porque sabía que el papel no sería suficiente para llenar lo que me faltaba.  

     – También quería decir que la última vez que asistí a un psicólogo fue cuando tenía 15 años…–  Continúe.

     – Perdona que te interrumpa, pero la sesión es de 50 minutos. Entiendo que haya más que quieras hablar, pero ¿Te parece si lo hacemos en una segunda sesión? –me interrumpió con prisa.  

En ese momento sentí como mi sufrimiento, lo que había estado allí en mis entrañas, se convertía en un dato, un trámite, como un producto etiquetado y entregado con fecha de caducidad.

Me levanté de la silla y la psicóloga, que parecía una funcionaria de algún sistema de salud, se levantó también y me hizo un gesto en señal de acercarme a la puerta.  

     – Te cobro, son $450 –me dijo.  

Abrí mi bolso y saqué un billete de $500 y le pagué como quien compra algo que necesita.

     – No tengo cambio, ¿está bien si a la próxima sesión te los doy? – me contestó

     – Sí –. Le contesté y salí del consultorio.  

En el pasillo, me encontré a la otra chica con la que compartí la sala de espera. Ambas nos miramos fijamente, hermanadas por la esperanza de que los vacíos pudieran ser bordeados por palabras ajenas.  

A la mañana siguiente, recordé que ya no me quedaban capsulas de café. Fui al supermercado de la esquina; estaba repleto de gente, como siempre. Carritos llenos y pasillos abarrotados. Nadie parecía estar apresurado, pero todos estaban allí, fijándose en las estanterías, leyendo cuidadosamente los ingredientes de los productos. Yo estaba buscando café americano, pero me sentí abrumada por la variedad de opciones frente a mí.  

    A lado del pasillo del café, estaba el de cereales. Cada caja estaba marcada por un eslogan que garantizaba una vida mejor, más saludable, más exitosa. “Cereal integral libre de gluten” leí en una de las cajas, con una imagen de niños felices corriendo por un campo verde. “Aumenta tu energía” decía otra. 

     – Como si un plato de cereal pudiera solucionar todos los problemas de la vida – . Pensé.

    Me dirigí a la caja con la sensación de estar abrumada. Había demasiadas cosas, un exceso que revelaba una parte grotesca de la abundancia, que en ese momento más bien era saturación, como si todo pudiera estar al alcance y, sin embargo, nada pudiera satisfacer.

     Al hacer fila para pagar, vi en uno de los estantes un letrero gigante que decía “Jugos naturales, ahora con menos conservadores”. Mi madre solía servirme jugo de naranja; recuerdo que era la acidez de ese jugo que despertaba mis papilas todas las mañanas;

     – Tómatelo todo, Juli, está lleno de vitamina C –. Me decía mi madre.  

Lo natural se había vuelto una palabra más de publicidad. Sin embargo, ahí estaba yo, dudando entre cuál comprar, como si una de esas opciones realmente pudiera cambiar algo. El carrito estaba lleno. Al llegar a la caja, vi el total en la pantalla; me daba igual la cantidad, ya no pensaba en lo que estaba comprando, sino en lo que faltaba.  

    El cajero pasó los productos sin mirarme. Cada producto, no importaba si era natural o procesado, emitía el mismo sonido al ser escaneado. Los artículos que compraba era otro pequeño paso hacia la sensación de que, al menos por unos minutos, todo estaba bajo control, todo estaba resuelto.  

    Al salir del supermercado, vi a un hombre sentado con una herida en la pierna que parecía infectada. Su rostro estaba impregnado de dolor, tenía las manos extendidas en señal de pedir limosna. Hurgué en mi bolsillo y encontré los últimos centavos que me quedaban. Le di las monedas como pude, sin verlo a los ojos, porque no soportaba pensar que lo único que podía hacer por el sufrimiento de aquel hombre era darle dinero.  

    Llegué a casa, con las bolsas en mis manos, saqué las compras y me quedé mirando lo que había conseguido. La cocina ahora estaba llena de cosas y la realidad volvió a instalarse en mi pecho.   

    El martes siguiente había sonado la misma alarma, siempre indiferente a mi cansancio. Abrí los ojos y me levanté de la cama, me asomé por la ventana y observé cómo el viento arrastraba el cielo nube a nube. Me lavé la cara con agua fría, y actúe como si el despertar solo fuera un acto físico.  

    En ese momento, me llegó un mensaje de la psicóloga diciendo que tenía que cancelar la sesión. Me mandó el contacto de un psiquiatra y me mandó la receta digital. El mensaje decía:  

     Julia, el día de hoy no podré atenderte por motivos personales. Te dejo el contacto de un psiquiatra que es excelente profesional, muestra la receta que te mandé, te explico todo en nuestra siguiente sesión. Recuerda que si no eres tú quien actúa, nadie lo hará por ti”.  

    Sin esperar más, tomé mi bolso y me subí al primer bus que encontré. Tardé una hora en llegar al psiquiátrico. Era un edificio muy viejo, parecía que lo habían construído entre los años sesenta; tenía alrededor de seis o siete pisos y tenía muy pocas ventanas. Vi que la barda estaba rodeada de alambre con espinas, la puerta de entrada era de metal, con una ventanita de vidrio sucio, lleno de huellas, como si muchas personas hubieran pasado por allí, pero no se veía nadie alrededor.  

    El policía de la entrada estaba detrás de un mostrador con pequeñas rejillas cuadradas, como una cárcel que se extendía en su mirada. Me miró y me pidió que llenara un formulario poniendo mi nombre en la hoja. Me dejó pasar y me dio indicaciones para llegar con el Dr. Félix.  

    Al subir las escaleras, escuché algunos sonidos guturales que eran difíciles de descifrar. De pronto, un hedor subió hasta mis narices. El olor era propio de los aseos públicos que no se limpian en semanas, un olor producido por diferentes fluidos, que se concentraba en la ropa y en algunas esquinas del edificio. Al llegar al lugar de los consultorios, me pareció escuchar un ruido ensordecedor causado por gritos y por caída de objetos.  

    – No temas, Julia son inofensivos –. Me dijo un hombre entre 50-60 años, con voz grave y suave a la vez.  

     – Los sonidos que escuchas son de algunos internos que tienen deficiencias sensoriales congénitas, solo que después de haber sido abandonadas, terminaron por sufrir una deficiencia mental –.  Siguió explicándome.

     – Busco al doctor Félix, me mandó la psicóloga Hilda con estas indicaciones –. Le dije mostrando el teléfono  

     – Sí, soy yo por favor, pasa.  

También se encontraba en la habitación una chica de unos 20 años, de pie, con una pizarra en la mano.  

     – ¿Te molestaría si esta estudiante de medicina se queda en la consulta para que tome algunas notas? Su función es únicamente como aprendiz –. Continúo.  

Asentí, pues parecía que no había otra opción más que acceder.  

     – ¿Qué tal? Siéntate, por favor –. Respondió el doctor.

Me senté frente la mesa, dando la espalda a la estudiante. Nuevamente, la imagen de que la enfermera pudiera lastimarme me hizo girar la silla de modo que quedara sentada horizontalmente a ella.  

     – Cuéntame, Julia, ¿Qué te trae acá? –Me preguntó.  

Repetí lo mismo de con la psicóloga, como si yo misma tuviera una grabadora instalada en la garganta.

     – Ya veo, ¿puedes contestar este formulario por favor?, y cuéntame, ¿Cuándo fue la última vez que intentaste quitarte la vida? –Me preguntó serenamente.  

     – Hace 1 mes –. Contesté.

     –Mira, Juli, es importante decirte que tenemos un protocolo que nos indica que, en estos casos, es importante estar un tiempo en observación. Para eso, te ofrezco quedarte unos días aquí con nosotros, o bien, venir siete veces a la semana para continuar con tu proceso. 

En ese momento, suspiré. El viento estaba tan pesado que volvía al aire irrespirable, como si cada respiración fueran agujas que se clavaran en mis pulmones.  

Asentí. Mi garganta estaba seca; las palabras no salían.  

     – Sígueme por favor –. Me dijo, y comenzamos a caminar por el pasillo. Me sentí obligada a seguirlo, como si fuera una flecha que no tuviera otra opción que ir en esa dirección.  

    Llegamos a una habitación. Estaba alumbrada por una lámpara con luz cálida, las paredes estaban decoradas con cuadros que representaban paisajes tranquilos. Uno de ellos era un huerto rústico con árboles frutales y un lago pintado al estilo Monet.  

     – Puedes llamar algún familiar para que te traiga ropa o cosas de comer que te gusten. Si no, aquí puedes tomar algo de nuestro armario que las personas han venido a donar.

     – Sí, gracias –. Respondí, no tenía a quién llamar y como los demás internos, me sentí abandonada.  

Al día siguiente, me desperté cuando la alarma sonó. Esa sensación de pesadez en el cuerpo, ese cansancio, habitaba todo mi ser. Miré al techo, que tenía algunas manchas de humedad, durante un par de minutos. Las sábanas aún conservaban el calor de la noche anterior, pero me las quité con rapidez, pues si me detenía a pensar, me quedaría acostada el día entero.  

    Al caminar por el pasillo al consultorio, me encontré con un hombre que llevaba tierra en los bolsillos de su pantalón. Le pregunté a la estudiante, que estaba caminando hacia la cafetería, sobre ese hombre y me contó que se llamaba Federico y que siempre llevaba tierra en los bolsillos. Lo primero que hacía cada mañana era acercarse a la reja de la entrada y, delicadamente, se agachaba para recoger la tierra hasta rebosar los bolsillos del pantalón.  

     – ¿Tierra? ¿Eso hace todos los días? –Me quedé pensando.  

    Llegué a mi consulta del día. El doctor me abrió la puerta. Me senté en un sillón grande que tenía algunos desgastes en la tela, pero lo sentí cómodo. No había escritorio entre nosotros, solo una mesa pequeña con unos papeles y una taza de café caliente sobre ella. La luz tenue y cálida envolvió la atmósfera del consultorio.  

     – ¿Cómo te encuentras hoy, Julia? –Preguntó con un tono amable, pero directo.  

Sentí una especie de suavidad en el aire que me invitaba a hablar.  

     – Desde que mi madre murió siento que ya no hay nada para mí en esta vida –. Me sorprendí a mí misma al decirlo, como si por fin sintiera que el que escuchaba no estaba esperando cualquier palabra para utilizarla en mi contra.  

    El psiquiatra asintió lentamente, como si estuviera comprendiendo lo que decía sin apresurarse a darme una respuesta. Su silencio era un espacio de tregua donde mis palabras podían florecer. Él no me apuraba o me corregía, solo estaba allí, escuchando.  

     – Parece que tienes claro que, por la muerte de tu madre, no queda nada en esta vida para ti, pero qué pasaría si nos preguntamos ¿Qué de tu madre permanece viva en esta vida, Juli? –Me dijo con un tono de voz muy firme y amorosa a la vez.

    Me detuve. Esa pregunta me hizo pensar. En ese instante algo se movió dentro de mí. No sabía la respuesta exacta.  

     – No lo sé, ¿Cómo puedo saber eso? –Pregunté.  

El psiquiatra sonrió levemente y, con cálida ternura, me miró a los ojos.  

     – Quizás, para descubrirlo primer tenemos que estar vivos nosotros –. Me respondió.

    Un calor abrigador me recorrió el cuerpo al escuchar esas palabras. En ese momento, la tensión de cada fibra de mis nervios descansó. Una esperanza, tan frágil como una semilla acunó mis entrañas y una ligera fuerza latió, una que empezaba a despertar en lo más hondo de mi interior.  

     – Tienes razón –. Pensé y salí del consultorio hacia mi habitación.

Días después, caminando por el pasillo hediondo, me encontré con Federico. Extendió su mano, ofreciéndome un puñado de la tierra de su bolsillo. Se quedó parado mirándome sin decir nada. Tomé la tierra con mis manos, con un respeto tan antiguo como las raíces que nacen de ella y la guardé en mi bolsa, como si estuviera guardando un secreto.

     – Gracias, Federico –. Le sonreí suavemente.  La pondré en la maceta de azahares que tengo en casa –. Le dije. Di la media vuelta dándole la espalda, y caminé a mi habitación.  

    Después del tiempo acordado, salí un miércoles primero de mes de aquel sitio con la ropa de las donaciones puesta y la tierra de Federico en mi bolsillo. Me di cuenta de que la angustia, el vacío y las ganas de morir seguían atravesándome, aunque tal vez con menos intensidad, solo que ahora, también llevaba conmigo una factura de pago y una receta de medicamentos.  

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