LA ÚLTIMA VOLUNTAD DE MARCELINO VENTURA
Marcelino Ventura se levanta bien temprano por la mañana, como hace cada día desde que está ingresado en el Hospital General Universitario Gregorio Marañón de Madrid. Intuye que su hijo Luis estará ya de camino, pues el médico los ha citado para darles una noticia. Como cada día, Marcelino se incorpora en su cama empleando el grado de esfuerzo justo y necesario y comprueba que todo sigue igual que ayer y anteayer y el día anterior y el anterior a aquel. Se palpa la entrepierna y comprueba que no ha mojado la cama mientras dormía (solo pasa de vez en cuando, pero nunca está de más comprobarlo). Comprueba, además, que su compañero de habitación y buen amigo, Francisco, sigue dormido, como de costumbre. Y, también como de costumbre, carraspea varias veces para tratar, sin éxito, de despertarlo. Para Marcelino, la vida en el hospital es bastante aburrida, sobre todo cuando Francisco no está disponible para compartir una buena partida de cartas, pero se conforma. De todas maneras, piensa, qué otra cosa podría hacer un viejo como él llegado este punto de la vida.
—Buenos días, Marcelino. ¿Ha dormido usted bien? —La auxiliar entra en la habitación como un soplo de aire, cruza la estancia como si anduviese sobre patines y abre las cortinas de la ventana de par en par—. A uno que yo me sé se le han vuelto a pegar las sábanas, ¿eh?
La muchacha agarra a Francisco por la pierna y le mete una sacudida. Él ni se inmuta.
—Marcelino, ¿preparado para hablar con el médico? —Le ayuda a ponerse en pie y le atusa el pijama. Él ríe porque considera que no está tan viejo como para que una chavalilla como ella tenga que ayudarle a levantarse.
—Si no hay más remedio...
Marcelino es lo que muchos considerarían un viejo entrañable. Disfruta como nadie de una buena conversación y siempre está dispuesto a ayudar a quien lo necesite. Todo el mundo lo quiere en el hospital y esto él lo sabe porque varias veces ha escuchado a las enfermeras y auxiliares decirle a su hijo Luis y a Laura, la mujer de este, lo encantadas que están con él y lo bien que se lo pasan escuchando las historias que siempre cuenta sobre las aventuras que vivió de joven en su pueblo de la Mancha, antes de llegar a la ciudad de Madrid.
—Me voy a que me pasen revista, Francisco. Nos vemos en un ratico. —Con una sonrisa en la boca, como siempre, el viejo se agarra del brazo de la joven auxiliar y echa a andar en dirección a la puerta. Francisco parece no inmutarse, se da la vuelta en la cama y sigue roncando.
De camino a la consulta del doctor, Marcelino saluda a todo aquel con quien se encuentra. Al llegar a la sala de espera, mira el reloj de la pared y piensa que su hijo Luis se está retrasando. Todo parece estar funcionando según su plan: la auxiliar le dirá que el doctor le está esperando y que puede pasar si lo desea, abrirá la puerta y le invitará a sentarse. Entonces, él sonreirá y le hará un gesto de aprobación con la cabeza, cordialidad ante todo. Acto seguido, la muchacha saldrá y él podrá quedarse, al fin, a solas con el médico para intentar convencerlo de que le cuente todas las noticias antes de que Luis y Laura entren en la consulta. Así, él sabrá qué es exactamente lo que le sucede antes que su hijo y podrá decidir por sí mismo la información justa que compartirá con este acerca de su propio estado de salud.
Está seguro de que funcionará.
—No puedo hacer eso, señor Ventura. —El doctor niega con la cabeza mientras lee el informe que sostiene con la mano derecha y se pasa la izquierda por la barbilla.
—¿Cómo? ¿No puede usted decirme cuáles son los resultados de mis propios análisis?
—No, señor. Son las reglas. La normativa interna exige esperar a la llegada de algún familiar o responsable para compartir este tipo de informaciones dado su estado de salud física y mental. —El doctor mira hacia la puerta como si, por echar un vistazo, la familia del viejo fuese a aparecer por arte de magia.
—¡Vamos! Si estoy perfectamente, doctor. Usted ya me ve... Apiádese de mí. Sea lo que sea lo que dice ese informe, quiero ser yo mismo quien se lo comunique a mi hijo.
Marcelino es un anciano bonachón, pero cuando se irrita, se irrita de verdad y lo cierto es que un anciano bonachón irritado y con un estado de salud delicado puede llegar a ser muy convincente. Por esa razón el médico decide, por una vez, hacer la vista gorda y compartir con Marcelino las noticias que se derivan de los análisis.
Cuando recibe la noticia, Marcelino se queda completamente quieto y sin decir una palabra. Mira al doctor, pero sus ojos parecen no estar viendo nada. Al volver en sí, lo primero que hace es echar la mano a su entrepierna para comprobar que no se ha hecho pis en los pantalones. Tras unos instantes, se pone en pie y comienza a caminar en dirección a la puerta. Aún no abre la boca. Mientras su mano agarra el pomo para poder salir de la consulta, le parece escuchar al médico diciendo algo a su espalda, pero no le presta atención. No le interesan sus palabras ahora mismo. Lo único que Marcelino tiene en mente en este momento es volver a la habitación que comparte con Francisco y convencer a este para que le ayude a fugarse del hospital esa misma mañana, sin tardar.
—¿Cómo vas a fugarte del hospital? ¿Te has caído y te has golpeado en la cabeza al salir de la consulta o qué te pasa? —Francisco se frota la cara. Todavía tiene los ojos llenos de legañas y parece que necesita emplear mucho esfuerzo para mantener sus párpados separados.
—¿No oyes lo que te digo? El médico dice que me quedan veinticuatro horas de vida y no pienso pasarlas aquí metido. Necesito salir. —Marcelino se calza sus zapatillas y camina hasta la ventana para comprobar si su hijo Luis está entrando en el hospital—. Todavía hay tiempo, pero tenemos que darnos prisa porque Luis estará a punto de llegar.
—¿Y qué pretendes hacer por ahí tú solo? Que ya tienes una edad... —Francisco se sienta en el borde de la cama. Parece que, por fin, tiene intención de levantarse.
—Hay una cosa que necesito hacer antes de morir, Francisco. —Marcelino se pone muy serio, casi melancólico, y se acerca a su amigo y compañero de habitación—. Es por una mujer.
—¿Por una mujer? ¿Pero estamos locos o qué pasa? A estas alturas, una mujer... ¿Y qué piensas hacer con ella? ¿Sacarla a bailar? ¿Llevártela de viaje? Por el amor de Dios, Marcelino...
—Lo único que quiero es poder declararle mi amor a la mujer que he querido toda mi vida antes de que se acabe todo. Quiero que sepa la verdad.
Con las últimas palabras de Marcelino, su compañero se queda completamente callado. Se miran a los ojos fijamente durante unos segundos sin decir nada hasta que Francisco decide romper el silencio:
—Muy bien. ¿Cuál es tu plan?
El sol alcanza ya casi su punto más alto en el cielo de Madrid. Esto le hace plantearse a Marcelino que la hora debe estar rondando el mediodía. Ataviado con su pijama y sus zapatillas de hospital, recorre las calles de la ciudad con la intención de llegar a El Corte Inglés de Goya en unos catorce minutos a pie. Sin embargo, cuando se ve cruzando los muros que rodean al parque de El Retiro se da cuenta de que no ha tomado la dirección correcta. Aun así, decide entrar al parque y darse un paseo alrededor del Estanque Grande. Piensa que le ayudará a despejar su mente y aclarar sus ideas. Mientras camina entre los árboles piensa en la ayuda que le ha prestado su amigo Francisco y en cómo no le ha hecho ninguna pregunta acerca de su confesión de amor. Esto le lleva a plantearse, a su vez, cómo le explicará a su hijo Luis que ha sentido la necesidad de escaparse del hospital para declararse a una mujer de la que ha estado enamorado prácticamente toda su vida y que no es su madre. Cuando llegue a ese río, cruzará ese puente, piensa el viejo.
Al encontrarse ante sí una masa de agua tal como la del estanque central de El Retiro, Marcelino siente la necesidad de comprobar disimuladamente que no se le ha escapado el pis. Tras palparse, una vez más, la entrepierna, de una forma tan elegante como sutil, repara en la visión de un anciano, que parece tener su misma edad y complexión, sentado en un banco dando de comer migas de pan a las palomas. Al ver a este hombre, tan distinguido y refinado a la hora de vestir, Marcelino se da cuenta de que no puede presentarse ante el gran amor de su vida para hablar de sentimientos con un horrendo pijama de hospital.
—Buenos días, caballero. —Marcelino toma asiento en el banco, justamente al lado del señor que alimenta a los pájaros.
—Buenos días. —El anciano no levanta la vista de su actividad, por lo que probablemente tampoco repara en el atuendo de Marcelino por ahora.
—Mire, me gustaría comentarle una cosica...
Comienza así una laboriosa y disparatada negociación entre los dos viejos que termina con un intercambio de ropa en los servicios públicos del parque del Retiro y una serie de indicaciones para llegar caminando hasta El Corte Inglés de Goya en unos diez u once minutos.
Marcelino emprende su camino hacia el centro comercial y reflexiona sobre el poder de convicción que le otorga la posibilidad de jugar la carta de las últimas veinticuatro horas de vida. Al pasar por delante de los escaparates y ventanales de tiendas y restaurantes, se detiene a admirar en el reflejo su nuevo aspecto y se arrepiente de no haberse comprado nunca un conjunto de marca así de elegante y resultón, a pesar de la insistencia de su mujer en que debía cuidar un poco más su imagen. Piensa, una vez más, en su hijo Luis y se pregunta si estará buscándole por la ciudad, si conocerá ya la noticia del médico y si habrá llamado a la policía para denunciar la desaparición, aunque, gracias a los conocimientos que tiene sobre casos policiales relacionados con ausencias de personas a raíz de las horas que se ha pasado viendo capítulos y capítulos de la serie Sin rastro, es consciente de que ha pasado muy poco tiempo para que puedan considerarlo desaparecido.
Las dimensiones del edificio de El Corte Inglés le resultan intimidantes, pero, llegado a este punto, está decidido a entrar, no sin antes llevarse la mano a los pantalones, no vaya a ser que, debido a los nervios, las prisas o la emoción, haya sucedido algún escape involuntario. Todo en orden. Antes de cruzar las puertas automáticas se toma unos segundos para trazar en su mente el plan a seguir: recorrerá los pasillos iluminados y abarrotados de la planta baja en busca de alguna tienda donde pueda conseguir un anillo especial para la mujer de su corazón, cuando la haya encontrado, avanzará con paso firme y seguro hacia la dependienta que regente el local y le pedirá amablemente que le dé la mejor de las joyas de toda la tienda para conquistar el amor de una bella dama, esta insistirá en preparárselo en una cajita muy mona y delicada alegando que por eso le pagan y al resto de sus clientas les encanta el detalle y, entonces, él echará mano de su cartera y...
—¡Mecachis en la mar salada! —Marcelino descubre que no lleva dinero encima.
—¿Ocurre algo, caballero? —La dependienta retuerce los morros como si se oliese lo que va a ocurrir a continuación—. ¿No irá usted a decirme que no puede permitirse pagar ese anillo?
—Pues, verá, lo cierto es que...
—Oh, es una pena. En ese caso... —La dependienta intenta arrebatarle la caja con el anillo de las manos al anciano, pero este se aferra a ella como si su corta vida dependiera de ello—. Suelte, caballero. Por favor se lo pido. Devuélvame el anillo ahora mismo o me veré obligada a llamar al guardia jurado.
Marcelino cede y le devuelve la caja a la muchacha. Sin embargo, al cabo de apenas un segundo, vuelve a la carga con una nueva estrategia:
—¡Anda! ¡Pero si yo a usted la conozco! ¿No le suena a usted mi cara? Ya decía yo...
—¿Disculpe? Creo que se está usted confundiendo, caballero. —La dependienta se muestra totalmente descolocada. Marcelino lo deduce a partir de la arruga que se forma entre sus cejas, perfectamente depiladas y peinadas.
—Mujer, que soy viejo, pero todavía no he perdido la cabeza. ¿No se acuerda que fue usted quien le vendió a mi hijo su anillo de compromiso?
—Es que con la cantidad de clientes que pasan por aquí a lo largo del día...
—Pues ya se lo digo yo, que vine con él a comprarlo y era de los caros... Así que ya sabe, puede fiarse de mí, que soy antiguo cliente y un hombre de confianza.
Durante un rato, siguen los dos discutiendo. Marcelino intenta que la dependienta le deje llevarse el anillo prometiéndole que su hijo Luis pasará en un rato a pagarlo. Ella se niega, porque no confía en el buen hacer de la gente de ciudad. Él le dice que viene de un pueblo donde podían dejar las puertas abiertas toda la noche y nunca a nadie le había faltado nada. Ella sigue firme en su negativa.
—Se acabó. Ha conseguido agotar mi paciencia. Voy a llamar ahora mismo a seguridad para que le acompañen a la salida, ya que usted no tiene pinta de hacerlo por su propio pie. —La dependienta mira hacia la puerta y comienza a llamar a gritos al encargado de seguridad, pero nadie aparece—. Se pasan el día paseándose sin hacer nada, pero cuando se les necesita, nunca están disponibles... Tendré que hacer una llamada.
La dependienta se gira unos segundos para coger el teléfono y llamar a la persona encargada de la seguridad del centro comercial. Marcelino aprovecha, entonces, ese momento para, rápidamente, abrir la cajita, meterse el anillo en el bolso y volver a cerrarla, dejándola tal y como estaba, encima de la línea de caja.
—Tranquila, señorita, tranquila. No hace falta que llame a nadie. Ya me voy yo solo, no se preocupe, pero deje usted la cajita preparada y con el anillo dentro, que yo le prometo que volveré o mandaré a alguien a por él más pronto que tarde. Muchas gracias y disculpe las molestias, ¿eh? Buenas tardes. Adiós. —Marcelino arranca a paso acelerado hacia la puerta intentando disimular y decide no mirar atrás en ningún momento.
De vuelta en la calle, se apoya en la pared exterior del edificio y se palpa la entrepierna para asegurarse de que no se le han escapado unas gotas con el miedo a ser descubierto robando un anillo de los buenos en El Corte Inglés. Piensa que no puede quedarse mucho tiempo ahí parado, pues corre el riesgo de que le descubran y, también, de que su hijo Luis lo encuentre e intente llevárselo de vuelta al hospital. Además, el tiempo corre y el reloj le va restando horas con cada tic tac de las manecillas. Es el momento de ir a por todas, se dice a sí mismo. Pregunta indicaciones a una simpática y risueña señora que pasa caminando por la acera y se dirige hacia la boca de la parada de metro de Manuel Becerra. Baja las escaleras, comprueba que no hay seguridad alrededor y consigue convencer a una joven con coletas y mochila para que lo cuele y poder montarse en la línea 2 hasta la Elipa.
Sentado en el metro decide cuáles serán sus siguientes pasos: saldrá de la parada de metro con la ayuda de otra alma caritativa que le permita colarse, luego caminará unos pocos minutos por la calle de Santa Felicidad hasta llegar al cruce entre la Plaza de Santa Aurelia y la tienda de loterías Felicidad 20. Una vez allí, comprobará los nombres en las etiquetas de los telefonillos del edificio que hace esquina al lado del área de juego infantil donde su hijo Luis jugaba de niño en las visitas a su tía en la ciudad con Verónica, hija de la mujer que ocupa su corazón. Tras unos minutos de investigación exhaustiva, encontrará por fin el nombre de Sabina Fernández, levantará su mano derecha y pulsará con el dedo índice el botón del porterillo automático. Escuchará una voz preguntando:
—¿Quién?
Y él responderá con otra pregunta:
—¿Podría hablar con Sabina Fernández?
La entrada se abrirá, él avanzará con paso firme y seguro hasta la puerta correspondiente y esperará, escuchando atentamente los pasos que se acercan tras ella para abrirle.
—Lo siento, señor. Mi madre falleció hace tiempo. —Verónica está muy alta, mayor. Marcelino no puede evitar pensar que está hecha toda una mujer y se parece a su madre. Cree que no lo reconoce.
—¿Cuándo? —El anciano no puede evitar llevarse las manos al pantalón, ahora un poco húmedo por la noticia.
—Hace un par de meses. —La voz de Verónica suena firme. Parece una mujer muy seria o, quizá, un poco triste.
—¿Dónde está?
—En el Cementerio de la Almudena. A un par de calles de aquí. Si quiere, puedo acompañarle. Ahora mismo no tengo nada que hacer.
Marcelino y Verónica emprenden el camino hacia el cementerio en completo silencio. Al llegar, la joven mujer le enseña al anciano dónde se encuentra la tumba de su madre. Él observa atentamente cómo ella se besa los dedos y los dirige hacia la lápida. Sus ojos se empañan, sin llegar a soltar una lágrima. Luego, se retira y lo deja solo. El viejo permanece en silencio con la mirada fija en la tierra donde reposa el cuerpo de su amada Sabina. Entonces, escucha una voz a su espalda que le resulta muy familiar:
—¡Papá! Por Dios, papá. ¡Qué susto nos has dado! —Luis se acerca con paso rápido, casi al trote—. ¿Cómo se te ocurre fugarte del hospital? ¿Se te ha ido la cabeza o qué te pasa?
—Luis, por favor, contrólate. Mira. —Laura agarra a Luis por el hombro y le hace frenar en seco.
—¿Cómo me habéis encontrado? —Marcelino les habla sin levantar la mirada hacia ellos.
—Cuando llegamos al hospital, la auxiliar nos contó lo que había pasado. —Laura hace un gesto con la cabeza a Luis para que se tranquilice mientras ella toma la palabra—. Yo salí a buscarte inmediatamente por la zona que rodea al hospital y Luis se quedó con Francisco intentando sacarle información sobre tu plan de fuga y tu paradero. Al final, a cambio de una victoria jugando a las cartas y unas chocolatinas, consiguió que le dijese cuál había sido el objetivo de tu fuga. Busqué información sobre Sabina y me enteré de que...
—Papá, es hora de volver al hospital. —Luis se coloca al lado de su padre y le pasa el brazo por encima de los hombros.
—Mejor vámonos a casa. —Laura se muestra más razonable y empática. Luis la mira y asiente.
Marcelino sigue mirando hacia el suelo sin decir una palabra. Se agacha frente a la lápida de Sabina empleando el grado de esfuerzo justo y necesario y saca de su bolsillo el anillo. Lo besa y lo deja sutilmente sobre la tumba. Estira los brazos hacia su hijo y su nuera esperando que estos le ayuden a ponerse de nuevo en pie.
—Podemos irnos a casa, ya he hecho todo lo que tenía que hacer antes de morir. —Marcelino dedica un último vistazo hacia la tierra y sonríe.
Luis se emociona. No puede evitar que se le escapen unas lágrimas. Laura le da un beso en la mejilla y lo abraza. Marcelino se coloca entre ellos y se agarra a sus brazos para emprender el camino a casa. El sol está ya muy bajo, pronto será de noche. Los tres caminan a paso lento hacia la salida.
—Papá, ¿te has meado? —Luis se tapa la nariz con la mano.
El viejo se echa a reír a carcajadas.
—Mira que he intentado estar pendiente... Por cierto, yo no me preocuparía tanto por eso... Es posible que mañana tengas que darte una vuelta hasta El Corte Inglés de Goya para saldar una pequeña deuda...
—¡¡¡Papá???
Marcelino mira a Laura y le guiña un ojo. Los dos se echan a reír mientras Luis se queja y pide explicaciones. Al final, como no puede con ellos, se une a su padre y a su esposa y los tres acaban deshechos en carcajadas.
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