SALVACIÓN
Virginia Alfonzo
Ocurrió un noviembre, y aunque la tímida brisa decembrina anunciaba de vez en cuando su llegada, el calor de aquella época era persistente. Aún recuerdo la humedad en mis hombros descubiertos. Parecía una noche como cualquier otra, pero no, fue una noche que pareció durar toda la vida. Ese día decidí llevar zapatos de tacón alto a la facultad —y eso que para ir a clases soy de zapatillas— no sé en qué estaba pensado cuando decidí semejante idiotez. Salí de clases a las siete de la noche, no me apetecía quedarme a ver la última materia, era viernes y escazas seis cuadras me separaban del departamento en el que residía.
El naranjal era la típica urbanización familiar de Maracaibo, edificios de tan solo tres pisos de alturas y casas con años de antigüedad que se negaban a pasar de moda, sin embargo, poco a poco se fue convirtiendo en una zona de estudiantes debido a su cercanía con una de las universidades más prestigiosas del país. Por esas calles caminaba yo, distraída con un celular analógico (era lo único que no te robaban en aquellos años), el celular de alta gama lo dejabas en casa o lo escondías entre tus pertenencias, pero para estar en la calle sin miedo al robo, el analógico era la mejor opción. El resonar de mis tacones rosados daban aviso de mi llegada, cual reloj avisando la hora, el tacón, marcaba mis pasos.
Parecía un viernes cualquiera, las señoras sacaban las sillas al frente de sus casas y así poder socializar con sus vecinos, los estudiantes iban o regresaban de clases, los comercios ofrecían desde ventas de películas hasta comida callejera. En fin, la normalidad de una pequeña ciudad en plena hora pico. Pero para mí, justo al completar doscientos metros de mi recorrido, se convirtió en una noche infernal, la noche que conocí al “individuo” cómo decidí llamarlo. Distraída con el celular no pude percatar que un hombre se me acercaba, lo hizo tan rápido que cuando me di cuenta ya el individuo tenía mi brazo derecho entrelazado con el suyo. Lo miré de perfil, era un hombre alto, con una tez morena y unos rizos a medio hacer. Parecía un estudiante más, algo mayor, bueno, eso fue lo que me pareció. No lo conocía, nunca en mi vida me lo había cruzado en esas calles repletas de alumnos. El miedo se apoderó de mí, los latidos de mi corazón aumentaron, un hombre que no conocía me tenía atada a su brazo y no tuve el valor de gritar.
Traté de mantener la calma (era lo que siempre me aconsejaba mamá), mantener la calma y no resistirme al robo.
—No tengo nada de valor, te lo juro —Le mostré la diminuta cartera que poseía.
—Cállate y camina. Finge que soy tu novio y estarás bien —comenzó a avanzar e hizo presión en mi brazo, era la orden para que caminara a su lado.
Claro que lo obedecí. No sabía qué quería este hombre misterioso. ¿Estaba esperando encontrar un lugar privado para robarme sin miedo a ser atrapado? No lo entendía, lo cierto era que caminaba atada a un desconocido a la vista de todos.
Cuatro cuadras me separaban de mi vivienda, fue entonces que comencé a hacerme más hipótesis en mi cabeza. <<Sabrá en donde vivo? ¿Querrá desvalijar el departamento?>> Si esa era su intención, se llevaría una sorpresa, porque en un piso de estudiantes no hay nada que valga realmente la pena, ni sofá teníamos y talvez eso sería peor. Porque en Venezuela, si no tienes nada de valor que le interese al ladrón, lo lamentas. Así que mi preocupación aumentó.
Seguimos avanzando, nunca nos acercamos a mi departamento, al contrario, el individuo decidió apuntar sus pies hacia una manzana rodeada de edificios, calles angostas que comunicaban a esas residencias con la avenida, suponía que buscaba algún rincón oscuro para cometer su fechoría, para nuestra sorpresa la gente subía y bajaba por esas calles con mucha frecuencia. No me atrevía a voltear para verle la cara o decirle algo que lo hiciera arrepentir. Creo que del miedo la voz se me fue a otro lugar, porque de mí no salía ni una sílaba.
—¡Somos novios! Si le haces alguna seña a alguien ya vas a ver—. Su voz era firme.
¿Qué podía hacerme si lo ponía en descubierto? Ni eso podía pensar, mi mente estaba totalmente bloqueada.
El retumbar de mis latidos opacaban el sonido de mis tacones al caminar. <<Maldito día en el que me puse estos tacones.>>Con otros zapatos al menos hubiese intentado correr. Pero sabía que eso era mentira, mi cuerpo estaba petrificado y sólo se movía por el mero acto de seguir a mi opresor.
Escondido entre los edificios había un viejo bar al que iba con mis compañeros de la facultad y otras veces con Wili, el encargado de una de las residencias estudiantiles, era amigo de todos, quien no conociera a Wili, no vivía en el naranjal.
La puerta del bar logró abrirse e intenté alargar mi mirada para a ver si él estaba ahí. Se había convertido en mi esperanza, pero no, un par de hombres encendía un cigarrillo en las afuera del bar, y ninguno era Wili. El individuo debió ver mi intento veloz de ver hacia el bar, porque enseguida me giró hacia él por el brazo.
—¡Disimula! que no se den cuenta. ¡Somos novios!, mírame como si estuvieras enamorada —. La comisura de su labio se levantó a modo de sonrisa y avanzó.
Qué quería este hombre conmigo, no me terminaba de robar, pero tampoco me dejaba ir. Todo era confuso, hasta que por mi mente pasó una hipótesis que me aterraba: había sido secuestrada.
Por aquella época estaba de moda el secuestro exprés. Su modalidad era abordar a una persona cuya descripción física la hiciera lucir de clase media y yo con esos malditos tacones rosados parecía una víctima perfecta. Los perpetradores te abordaban, te metían en un auto y te paseaban por toda la ciudad. En el trayecto te obligaban —con pistola en mano— a sacar todo el dinero que pudiera dispensarte el cajero automático, luego llamaban a tu familia para exigir el rescate monetario (muchas veces sumas absurdas), el paseo del terror duraba veinticuatro horas, ese era el tiempo que te privaban de tu libertad y era el reloj que corría para que la familia consiguiera el dinero. Eso era un secuestro exprés, un problema que estaba creciendo, tanto, que hicieron una película sobre eso, y por supuesto yo la había visto.
Si ese hombre no tenía intensión de despojarme de mis pertenencias, no había otra respuesta que el secuestro. El frío comenzó a helarme las venas. Claro, en un secuestro exprés siempre participaban al menos tres personas y él era uno.
—Por favor, toma el teléfono. No vale nada, pero es lo único que tengo, no tengo dinero —mi voz era débil.
—¡Cállate! —hizo presión sobre el brazo que le servía de grillete—. Sigue caminando.
Su respuesta me confirmó lo que temía. Había descartado el robo, este hombre tenía otras intenciones. Las gotas frías de sudor corrían por mi cuello, tenía la necesidad de gritar, de pedirle ayuda a uno de los transeúntes. Pero no podía hacerlo, tenía miedo de las consecuencias que eso traería. Pensé en mis padres, en cómo se iban a sentir cuando estos inadaptados los llamara para solicitar un rescate, uno que no llegaría, porque mi familia era lo que se bautizó como la clase media pobre —no eres ni de clase media ni llegas a ser pobres— estás en el limbo de la sociedad, viviendo al día. Así, que si mi destino dependía de un trueque monetario, eso solo significaba una cosa: ya estaba muerta en vida.
Seguimos transitando el mismo cuadrante, perdí la cuenta de las veces que caminamos las mismas aceras. Las personas seguían su rumbo, incluso choqué con alguna de ellas, el individuo me acercaba hacia su cuerpo y se disculpaba con el atropellado. Nadie sospechaba.
En nuestra caminata, añoraba encontrarme con alguien conocido. Pero esa noche, el gocho no fue a su habitual partido de dominó en el bar de la esquina. Marta estaba en una cita asi, que no iba a transitar aquella calle. Y Wili, seguía sin aparecerse por el bar. Qué ironías, ese bar siempre estaba lleno de caras conocidas, estudiantes de la universidad, algún vecino jubilado y hasta un par de policías corruptos amigos del barrio, hasta Wili que no se perdía una noche de una buena cerveza. Muchas veces traté de tomar otro camino a casa porque simplemente no quería que me vieran pasar y verme obligada a quedarme un rato a conversar. Esa maldita noche nadie apareció, todos los asistentes que entraban o salían de ese bar eran desconocidos.
—Déjame ir, por favor —. Fueron las únicas palabras que alcancé a decir
El silencio fue su respuesta. Mi brazo ya había perdido su fuerza vital, tanto tiempo atado a él lo debilitó. Aún recuerdo cómo el calor que emanaba de su cuerpo me cubría por completo, sin embargo, no era suficiente para calmar el frio me recorría entera.
La noche parecía no terminar. Miraba con temor a mi alrededor a la espera de un cómplice que no llegaba. Su plan no era retenerme en ningún departamento aledaño, lo sabía por la cantidad de veces que recorrimos los mismos portales. El sonido de cada auto me hacía estremecer <<en este me van a subir>> pensaba. Pero no, el auto seguía su rumbo y nosotros el nuestro.
Otra vez pasamos por delante del bar, la esperanza me regresaba al cuerpo. Ese bar era mi única salvación. Esta vez la puerta estaba entre abierta, nadie fumaba afuera. Podía escuchar las risas y las fichas de dominó retumbar sobre la mesa. Muchas voces, pero ninguna me era familiar. Wili no había llegado.
Intenté ver más allá, en el horizonte. Capaz podía divisar alguna silueta conocida. Tanta gente respirando a mi alrededor y ninguna a la que pudiera pedirle ayuda. ¿Por qué no había un rostro conocido?, uno que se acercara a saludarme y poder hacerle entender la situación en la que estaba envuelta. En vez de eso, éramos el individuo y yo. Supongo que el papel de novia ficticia me salía muy bien, porque nadie sospechaba del paseo terrorífico del que estaba siendo víctima. Pero, << ¿Víctima de qué? >> Ese hombre no me terminaba de robar y tampoco de secuestrar. Poco sabía de mi secuestrador, no podía ver sus expresiones o leer su lenguaje corporal, tampoco me atrevía a verlo, para mí lo importante era ver a la multitud en búsqueda de alguien o algo que me sacara de ese horror. Pero su brazo…ese perverso brazo ya sentía que se estaba fundiendo con el mío, al punto que ya no distinguía en donde terminaba el mío y comenzaba el de él.
No sé cuánto tiempo duró aquel paseo, pero cada minuto era como una eternidad. <<¿Cuándo terminará esto?>> me preguntaba constantemente. Mis pensamientos eran ráfagas de hipótesis entrelazada con plegarias. Pero escapar no pasaba por mi cabeza. El Terror de lo que podía sucederme si tan solo lo intentaba, me paralizaba. ¡Debí gritar! ¡Debí correr! En vez de eso, seguía los pasos de ese hombre, como si mi cuerpo hubiese estado diseñado para ese momento. En dónde habían quedado mis instintos de supervivencia, en dónde había dejado mi valentía. Parece que todo eso se esfumó en el momento justo que aquel malnacido se pegó a mi brazo.
Caminamos siempre en círculos. Pasamos una y otra vez por los mismos lugares. Por qué no desviarnos, por qué siempre por los mismos lugares, por qué no terminaba de hacer lo que se había planteado cuando me abordó y me dejaba en paz. Debí llevar el celular que, si tenía valor, capaz su precio era equivalente a lo que valía mi libertad. Debí dejar esos malditos tacones en su caja, debí haber estado más atenta al camino y no al mensaje de texto que estaba leyendo. Debí quedarme en clases…debí, pero no lo hice.
De vez en cuando mis piernas flaqueaban y cuando pasaba, el tirón de aquel brazo me obligaba a permanecer derecha. La caminata era silenciosa, lo que me parecía más aterrador, si hubiese intentado amenazarme psicológicamente por lo menos hubiese tenido la oportunidad de descifrar a aquel hombre. Pero él no era un malhechor como los otros. Los otros, jugaban con tu psiquis hasta romperte, pero él me torturaba de otra manera, lo hacía con la ausencia de sus palabras y con el suspenso de lo que haría conmigo.
Nos acercábamos nuevamente al bar y mis sentidos se alertaban. Había varios hombres y una señora fumando en las afueras. Nacieron mis esperanzas de nuevo. Uno de esos hombres podía ser Wili o la señora ser Diana, su novia. Llevaban unos cuantos meses saliendo. Diana, era una mujer divorciada que había encontrado el amor nuevamente con Wili. En ese bar comenzó su historia de amor y también era el punto de encuentro de los viernes. Si algo les gustaba a ambos era una buena cerveza. Diana era una fumadora activa, decía que eran dos cigarros por cada vaso de cerveza, así que, la posibilidad de que esa señora fumando en la puerta fuese ella eran muchas. Diana me salvaría con uno de esos abrazos que tanto odiaba, porque eso si tenía ella, no escatimaba para demostrar su cariño invadiendo tu espacio personal. Esa noche por primera vez deseaba que fuese ella y me rodeara con sus brazos al verme.
Pasamos, miré con cautela y no era ella, tampoco Wili. Era un grupo de desconocido a los cuales les daba igual las parejas que pasaban por esa calle. Sí, pareja porque esa era la actuación que debía hacer y la estaba cumpliendo por mi bien. Nunca había sido tan obediente en mi vida. Al contrario, siempre fui de las que me decían que debía hacer algo y rápidamente hacía lo opuesto. Pero el miedo que se apoderó de mi cuerpo no me permitía alejarme de él.
El individuo vio mi afán de ver hacia el bar y con un fuerte apretón de brazo mi mirada volvió a dirigirse hacia el frente. Esta vez me pegó más a él y aceleró el paso. Mi mente ya cansada no estableció más hipótesis, ahora, solo había plegarias en ella. Rezaba para que todo terminara rápido y ese hombre me regresara mi libertad. Seguía sin saber el objetivo de aquel encuentro, sólo quería que acabara.
Con tantas veces pasando por los mismos lugares ya todo me parecía igual. No distinguía un portal del otro y ahora ese maldito bar tenía su puerta cerrada, sólo música salía de su interior, así sería imposible que alguien me viera. Avanzamos media cuadra, justo detrás de ese bar y en medio de los edificios había un pequeño estacionamiento, ahí por primera vez se detuvo, dejándome ver su rostro.
Me tomó por la muñeca del brazo que tenía dormido y de un tirón tomó la otra muñeca, colocándonos frente a frente. Sus manos enormes servían de grilletes, aún recuerdo la fuerza que ejercía sobre ellas, asegurándose de que no escapara. Su rostro no daba miedo, no era la cara de ex convicto que imaginaba. Al contrario, era una cara jovial, apacible. Pero la profundidad de sus ojos negros sí me hicieron temerle. Volví a recordar aquel consejo de mamá —Entrega todo, no te resistas, lo importante es que no te hagan daño—. Y en un último intento de acabar con aquella tortura le volvía a ofrecer mis pertenencias.
—Toma, llévate todo, te juro que no gritaré —.la voz apenas salía por mi boca—Llévatelo y déjame ir, por favor.
El individuo seguía atándome de las muñecas y las levantó hasta la altura de su pecho. Me miró fijamente.
—No vas a gritar. ¿Estás viendo eso que está allá? —señaló con su cabeza la dirección en la que debía mirar.
Volteé la mirada y vi el lugar que me indicaba. Justo, detrás de ese bar, en medio de los edificios y a un costado del estacionamiento había un descampado cuyo perímetro estaba delimitado por rejas de aluminio. Adentro, sólo había oscuridad y hierbas que hace años nadie podaba. Estaba abandonado y para mi mala suerte la puerta estaba abierta. El individuo me haló por las muñecas colocando mi cara frente a la suya nuevamente.
—Vamos a entrar ahí y ya sabes lo que va a pasar—.me miró en espera de alguna respuesta.
En el preciso momento que terminó esa frase. “ya sabes lo que va a pasar” mis piernas se doblaron hasta llevarme al suelo, quedando sujeta solo por sus manos que alzaban las mías. Ya no era miedo, era terror. Claro que sabía lo que pasaría al momento que cruzara esa puerta, él no quería mis pertenencias, tampoco secuestrarme, él me quería a mí. Quería perpetrar la fragilidad de mi ser. Esa noche, apoyada en esos asquerosos tacones, mi peor miedo estaba por hacerse realidad, iba a ser violada a escasos metros de mi casa, mientras los desconocidos se alcoholizaban en ese bar y los vecinos hacían su vida con total normalidad, sin siquiera sospechar, que esa noche casi bajo sus narices, un hombre me iba a destrozar el alma.
Las lágrimas inundaron mis ojos y con voz temblorosa hice escuchar mi ruego.
—No, por favor, te lo pido —la debilidad en mi cuerpo me tumbó mucho más dejándome de rodillas y seguí repitiendo —No, no, no —fue lo único que alcancé a decir con mi llanto ahogado.
No imagino cual fue mi cara, pero de lo que si estoy segura era que el pánico debió brotar de mis ojos y si el rostro de ese individuo hubiese sido un espejo, yo me estaba reflejando en él. Nunca aparté mi mirada de la suya mientras le suplicaba y pude ver cómo la mirada profunda que tenía, se le llenó de angustia, pude ver el miedo entrando a sus ojos. Rápidamente soltó mis manos, dejándome libre al fin.
—Perdón —mirándome fijamente— ¡Perdóname! —dio la vuelta y corrió.
Me levanté de inmediato, tenía miedo a que se arrepintiera, ambos corrimos en direcciones opuestas, y también volteamos para verificar que no nos estábamos persiguiendo. Él corrió huyendo de mí, y yo de él.
Logré llegar a la avenida que estaba concurrida como cualquier viernes, aun en shock por lo que acaba de ocurrirme, pero más por lo que no me pasó. Su mirada de terror al pedirme perdón se grabó en mi mente. No era la mirada de alguien que hacía ese tipo de cosas, era la mirada de un chico asustado. Tal vez, fue mi desobediencia al negarme entrar en aquel descampado lo que me salvó o fue la inexperiencia de aquél individuo en cometer actos criminales, su mirada me lo confirmó, esa sería su primera vez violando a alguien y yo su primera víctima. No me importaba saber las razones, o buscar explicaciones al porqué de su arrepentimiento, sólo agradecía, era libre, estaba completa… ¡Me había salvado!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.