GRIETAS
Miro el reloj de reojo, aunque no me haga falta. Sé que
es tarde, lo siento en la densidad del aire que empieza a sofocar. El calor se
filtra a través de las paredes y el sol entra por la ventana, transformando la
habitación. Reviso mentalmente la ruta que tomaré. Hace días que no voy a
clases, y esa distancia pesa. Sé que hoy hablaremos de Crimen y Castigo,
y aunque ya la leí, la siento como un sueño difuso, una niebla que se cuela
entre diversos pensamientos. Intento no sofocarme y simplemente salgo.
Decido tomar la carretera principal. No es la hora ideal,
aunque, en esta ciudad, ninguna lo es. La calle tiene sus ventajas: la
constante circulación de autos y personas me da una ilusión de seguridad. Pero
esa misma multitud puede volverse opresiva, llena de un ruido y movimiento con una
carga asfixiante.
Mientras camino, veo a un hombre junto a la acera de la
otra calle, inclinado sobre un poste. Tiene una gorra descolorida que le cubre
el rostro, y sus movimientos lentos me atrapan por un instante. Hace un gesto
de ajustar algo en su camisa, el vaivén de su brazo, me golpea con una fuerza
inesperada. Y de repente una grieta en mi mente se abre paso, nítida como si la
estuviera viviendo de nuevo.
Dos meses atrás volvía de clase, eran aproximadamente las
tres de la tarde, una hora en que las personas han terminado de almorzar. En
aquel día, una sensación incomoda invadió todo mi cuerpo, me pregunté si eran
reales las corazonadas, y definí que no costaba nada escucharlas. Algo
inexplicable me motivó a pasar la calle, nunca lo hago a la altura de la
universidad, no me gusta ese camino, me parece antiestético, como un fragmento
de realidad que no encaja en lo que quiero ver. Además, suelo ser rutinaria, me
gusta repetir el camino a casa, observar cada detalle que se repite, a las
personas en su día a día, me gusta pensar en la imagen que queda de cada
persona con la que me encuentro, la uno con la del día siguiente, intento
recrear su vida, adivinar en qué piensan.
El trayecto hasta la residencia estudiantil era breve,
cinco minutos a lo sumo. Aquella tarde iba distraída, como siempre. Las sombras
de los árboles bailaban en el asfalto, y yo las seguía con la mirada, mientras
pensaba en lo que comería más tarde o en los trabajos que tenía pendientes. Fue
entonces cuando escuché mi nombre.
Me detuve, miré alrededor, ladeé la cabeza, buscando el
origen de esa voz. No encontré nada. Una coincidencia, pensé. Mi nombre es
verdaderamente común, existen miles de mujeres llamadas de la misma forma, y
creo que este permite tantas combinaciones como sea posible.
Continué caminando, di dos pasos y lo volví a escuchar. Esta vez, estaba allí, al otro lado de la calle, esa calle por la que
pasaba todos los días, junto a la panadería que solía bajar en pijama cada
mañana.
Mi piel se erizó, un sudor frio
recorrió mi espalda, me sentí ahogada. Él estaba allí, en medio del bullicio,
sus ojos eran lo único que cortaba el aire, tan duros que incluso el ruido se
volvía lejano. Era una mirada que no gritaba, prometía tormentas. Había un
filo en sus pupilas que te hacía dudar si debías apartar la vista o quedarte
para recibir el golpe. Recordé las marcas rojas sobre mis muñecas que gritaban
lo que nunca me atrevería a contar. El olor a alcohol, una luz que parpadeaba,
y el frío de la calle.
El aire se me atascó en la
garganta, como si un hilo invisible estuviera jalando con fuerza. Mi corazón
latía desbocado, un tambor furioso que parecía a punto de romperme las
costillas. Quise mover las piernas, pero estaban rígidas, inútiles. Todo en mí
gritaba que corriera, que escapara de ahí, estaba atrapada, congelada,
incapaz de reaccionar.
Me había convencido de que él nunca existió, que ese evento que tanto me atormentaba por las noches y el miedo que me invadía cada vez que salía, había sido sólo un sueño. No era nadie. No me había encontrado con nadie al salir de la discoteca. No me habían hecho daño. No había sido real. Sin embargo, allí estaba, sabía mi nombre, sabía dónde vivía, me esperaba.
—¡Ayuda! —grité, o intenté gritar. Mi
voz salió rota, apenas un susurro desesperado. Tragué saliva y lo intenté de
nuevo, más fuerte esta vez.
Un par de cabezas se giraron hacia mí,
vi sus miradas llenas de curiosidad, pero no de urgencia. ¿Por qué no se
levantaban? ¿Por qué no hacían nada? Sentí que el aire me abandonaba, el pecho
apretado, encerrado en un corsé invisible.
Me acerqué a una mesa y golpeé la
superficie con ambas manos, haciendo que los cubiertos saltaran.
—¡Necesito ayuda! —dije, casi
sollozando. Mi voz salió quebrada, un sonido que me resultó tan extraño que
apenas lo reconocí como mío.
El camarero me miró con los ojos muy
abiertos, inmóvil, atrapado entre la duda de hablar o huir. Una mujer cercana
retrocedió un paso, su gesto reflejaba el rechazo instintivo ante la intensidad
de mi urgencia.
—Por favor, llamen a la policía... —mi
voz se deshizo en un murmullo esta vez, y las lágrimas comenzaron a nublarme la
vista. Me sentí como un barco hundiéndose mientras todos observaban desde la
orilla.
Las luces azules comenzaron a
bailar en las paredes del restaurante, parpadeaban, marcaban cada latido
desbocado de mi corazón. Dos figuras uniformadas entraron con pasos decididos.
Traté de enderezarme en la silla, mis piernas todavía temblaban, y mis
manos, aferradas al borde de la mesa, parecían ajenas a mí.
Sentí el peso de sus miradas
antes de que hablaran, evaluándome, juzgando si estaba en peligro inmediato.
Uno de ellos empezó a anotar algo en una libreta, pero mis ojos estaban fijos
en la puerta, esperando verlo otra vez. Esa posibilidad, aunque remota, seguía
apretándome el pecho.
Intenté explicarme, las
palabras salían torpes, entrecortadas, parecían estar atrapadas en un lugar muy
profundo. No podía dejar de mirar hacia la mesa vacía que había ocupado, me
parecía que el aire alrededor aún guardaba el eco de su presencia. Cada vez que
cerraba los ojos, lo veía ahí, con una mirada fija, desafiando mi estabilidad.
Alguien mencionó las cámaras de
seguridad, y por un momento, mi mente se aferró a esa idea como un salvavidas.
Quizás allí encontrarían algo. Quizás confirmarían que no estaba perdiendo la
cabeza. Pero incluso si lo encontraban, incluso si lo detenían, no habría
suficientes pruebas para condenarlo, no es un delito estar en una calle y mirar a una persona cualquiera.
El resto fue un desfile de voces,
movimientos mecánicos y preguntas que respondí sin pensar, como si todo se desarrollara
en una dimensión aparte. Afuera, las luces seguían parpadeando. Adentro,
intentaba recordar cómo se sentía respirar normalmente.
Después de este evento, decidí
buscar otro lugar en donde vivir. La idea de que él me había estado observando,
había seguido mis pasos, conocía mis horarios, me provocaba un enorme pánico.
No pasaron muchos días hasta que encontré un piso un poco más apartado de la
universidad.
A pesar del mal recuerdo intento
aligerar el paso porque llegaré tarde. Esta nueva ruta no cambia mucho de la
anterior. Las casas se alinean como soldados fatigados, fachadas viejas
cubiertas de polvo, algunas con pintura descascarada que revelan capas de
colores olvidados. Otras, más recientes, intentan parecer modernas con tonos
brillantes y ventanas amplias, pero no pueden esconder el peso de la calle que
las contiene.
Los postes de luz están oxidados,
inclinados, cargaban con más años de los que deberían. Unos cuantos cuelgan
cables flojos que parecen serpentear al viento, casi tocando los techos de los
autos que pasan. Las aceras están agrietadas, invadidas por pequeñas hierbas
que insisten en crecer entre las fisuras, desafiando el abandono.
A lo lejos, una tienda de esquina
despliega su escaso inventario: muebles y sillas antiguas apiladas. La madera
está gastada, las patas de las sillas desniveladas y los bordes de los muebles
parecen haber sido mordidos por el tiempo.
Junto a la puerta, un hombre
mayor está sentado en una silla de plástico que desentona con todo el
inventario. Su figura encorvada se mezcla con las sombras del toldo que apenas
lo cubre del sol. Tiene una mirada que se clava, fría y calculadora, un
escrutinio que parece descifrar más de lo que debería. Sus ojos persiguen todo
lo que pasa, moviéndose de un lado a otro, escudriñando cada movimiento. Un
cazador que no utiliza sus manos. Cada tanto, levanta la cabeza lentamente,
parece escuchar un sonido que nadie más percibe.
La atmósfera alrededor de la tienda
me da una impresión más espesa, el calor es diferente allí, pegajoso,
inquietante. El hombre me mira cuando paso frente a él, no aparta la mirada,
sigue cada uno de mis pasos. Siento cómo su atención se desliza sobre mí,
pesada, como una mano invisible que insiste en quedarse.
Aprieto los labios y sigo
caminando, el sonido de mis pasos ahora parece más fuertes, más torpes. Me
convenzo de no girar la cabeza, aunque una punzada de curiosidad y alarma me
quema la nuca.
Unos metros más adelante lo
escucho, sus palabras burdas, cortantes, denotan que el respeto no existe en su
vocabulario. Silva, hace sonidos desagradables. Las palabras que escupe logran
encapsular mi cuerpo en su boca. Me doy asco, guardo silencio y solo continúo
caminando.
Llego a la clase, los minutos se
deslizan en cámara lenta mientras intento deshacerme de las múltiples miradas
que siento cada vez que estoy fuera. Pero no puedo. Mi mente regresa a
palabras, a miradas, a la tensión en mis músculos, a mi fragilidad.
—Bien, ¿quién quiere comenzar con la evaluación de Crimen
y castigo? —pregunta el profesor, dejando que la mirada se deslice por el
aula como un faro.
—Raskólnikov vive atrapado entre lo que cree que es
y lo que el mundo le devuelve —interrumpe un compañero antes de que nadie más
levante la mano. Su voz suena segura, casi ensayada—. Justifica sus actos
porque quiere convencerse de que está por encima del resto, de que su crimen es
diferente, necesario. Pero la realidad no tarda en recordarle lo contrario.
El profesor lo escucha en silencio y asiente
lentamente.
—¿Y qué crees que lo impulsa a actuar?
Mi voz sale antes de que ni siquiera me dé cuenta de
que estoy hablando.
—La idea de que el fin justifica los medios, aunque
también hay un desprecio subyacente. Un hartazgo hacia un mundo que no encaja
con lo que quiere él. Y la sensación de que, por un momento, tiene el control
—digo, midiendo cada palabra.
Mientras hablo, una imagen cruza
mi mente: Raskólnikov de pie frente a la vieja usurera, tratando de convencerse
de que está haciendo lo correcto. Hay algo en ese pensamiento que me inquieta.
En el aula, las voces siguen, se han vuelto un murmullo. El calor ha cedido un poco, aunque el aire continúa cargado, como si el día no quisiera soltarse del todo.
El viejo de la tienda de muebles
sigue ahí, parece apoderarse de toda la calle, ha echado raíces en ese sitio.
Estaba encorvado en su silla, los brazos apoyados sobre las rodillas, los dedos
horribles y manchados tamborileando un ritmo que solo él entiende. Apenas me
acerco, levanta la vista, y su sonrisa, si es que puede llamarse así, me golpea
como un aire rancio.
Me observa con una lentitud que
me revuelve el estómago, de arriba abajo, evaluándome con la frialdad de quien
examina un objeto en venta. Mis pies titubean, sigo caminando, fingiendo
que no siento su presencia. Él lo nota, claro que lo nota, y se reclina hacia
adelante, la silla cruje bajo su peso. Gruñe, y las palabras parecen impregnadas
de algo viscoso.
El calor sofocante de la tarde se
enreda con un escalofrío que sube lento por mi espalda, como una advertencia de
la que no puedo escapar. Su voz me alcanza, grave y calculada, cada palabra
desgarra algo dentro de mí, algo que no sabía que podía perder.
No puedo más. Mis pasos se
detienen, mi cuerpo ha decidido por mí. Me doy la vuelta, y el ruido de la
calle desaparece de golpe. Ahí está, con esa sonrisa torcida y un destello en
los ojos que dicen disfrutar de cada segundo, para él este momento es un
espectáculo del que no puede apartar la vista.
Me detengo en medio de la
carretera. El calor del asfalto sube en ondas, pero ya no siento nada. Me
olvido de los coches que pitan, de las motos que pasan rozándome, de las
miradas incrédulas que me atraviesan como cuchillas. Me olvido de las reglas,
de los semáforos, de la prisa de las personas por llegar a cualquier parte.
Solo hay una cosa en mi mente, una furia que me consume, que no puedo contener.
—¡Viejo asqueroso! —grito, y mi
voz se eleva por encima del rugido de los motores.
No puedo parar. Mis manos
tiemblan, no de miedo, sino de la fuerza que me sostiene, la furia que he
acumulado en cada mirada lasciva, en cada silbido que me ha hecho encoger los
hombros, en cada gesto que me ha robado la tranquilidad.
—¡Me repugna! —las palabras salen
como un látigo, señalándolo con un gesto que pretende arrancarlo de la calle,
del aire, del mundo—. ¡Todo en usted es repugnante!
Él me mira, por primera vez sin
esa sonrisa. Sus ojos todavía intentan retener ese poder, ese desprecio que
cree merecer. Y entonces lo recuerdo: el hombre de la discoteca, su sombra
siguiéndome por los pasillos oscuros, su aliento demasiado cerca de mi cuello.
Y otro más. Y todos los demás.
Mi vista se nubla. Las palabras
siguen saliendo, no las reconozco. Grito, sollozo, mi voz quebrándose y
reconstruyéndose en cada respiración. Me siento pequeña y enorme al mismo
tiempo.
El tráfico empieza a detenerse.
Los coches se acumulan, las bocinas resuenan en todas direcciones. Pero no
escucho nada de eso, solo el latido en mis oídos, el peso de mi propia rabia
que finalmente ha encontrado una grieta por donde salir.
Escupo entre lágrimas. Mis
palabras no son solo para él, son para todos. Para el silencio cómplice, para
las risas que siempre acompañan esos comentarios, para la indiferencia que me
ha dejado sola tantas veces.
Alguien me grita desde un coche, no entiendo lo que dice. La multitud empieza a crecer a mi alrededor, un
círculo de rostros sorprendidos, algunos curiosos, otros desconcertados. Y ahí
estoy, en el centro de todo, agotada, temblando, pero todavía en pie. Él no
dice nada. Ya no puede. Mi voz, mi ira, han llenado el espacio entre nosotros,
han arrancado la máscara que llevaba puesta.
El sonido de los motores comienza
a apoderarse del aire, mis palabras aún laten en cada rincón de la calle.
Él se mantiene, como si de alguna manera pensara que todo iba a quedar en un
intercambio de gritos, en la paranoia de una chiquilla histérica. Pero la energía
en el ambiente ha cambiado, una tensión flota, invisible y pesada, como una
cuerda tensa a punto de romperse.
No sé de dónde vienen, pero
llegan. Surgen de entre las sombras, como una marea que avanza sin sonido
previo, arrastrando consigo un aire pesado, cargado de algo que se siente en
cada poro de mi piel. No hay palabras, no hay señales. Solo una comprensión
tácita, brutal, de lo que está por suceder.
Uno de ellos da el primer paso,
rápido, decidido. Su mano se estrella contra el pecho del viejo, un empujón que
lo desestabiliza, lo hace retroceder tambaleándose, como si el suelo bajo sus
pies hubiera desaparecido. El cuerpo del anciano titubea, sus movimientos son torpes
y lentos.
El primer golpe cae con un sonido
sordo, un impacto seco contra la mandíbula que lo hace girar la cabeza, su
cuello se convierte en un resorte flojo. El ruido de los nudillos contra la
piel resuena, áspero, como el crujido de algo a punto de romperse. El viejo
intenta sostenerse, su equilibrio es precario, y el siguiente golpe lo
alcanza antes de que pueda decir palabra alguna.
El aire se le escapa del cuerpo
con un jadeo ahogado cuando un puño le hunde el estómago. Su boca se abre, pero
no salen palabras, solo un gemido mudo, un hilo de saliva y sangre que se
mezcla en su barbilla. Su cuerpo intenta reaccionar, la fuerza de los
impactos no le da tregua. Está atrapado en un ritmo que no puede detener, una
sucesión de golpes que lo desarman pieza por pieza.
Las manos de los otros se suman
al ataque, moviéndose con una sincronía aterradora, como si la violencia fuera
de un lenguaje que todos entienden sin necesidad de ensayos. Lo empujan hacia
el asfalto caliente, donde su cuerpo cede por completo, sus rodillas chocan
contra el suelo con un golpe que parece sellar su derrota. Su ropa se adhiere a
su piel, oscurecida por el sudor, la sangre y el polvo que lo cubren.
No hay palabras, solo el sonido
de los puños al chocar contra la carne y hueso, el jadeo entrecortado de los
agresores, y el silencio opresivo de quienes observan. Nadie interviene. Nadie
ni siquiera parpadea. El tiempo parece detenerse mientras el viejo se desploma.
La escena se convierte en un espectáculo, para la cantidad de personas que
pasan por casualidad.
Cuando los hombres finalmente se
detienen, se alejan con la misma rapidez con la que llegaron, dejan tras de sí
un vacío tan denso como el aire después de una tormenta. El viejo yace en el
suelo, sus extremidades desparramadas, como si se hubiera deshecho la
estructura que lo mantenía en pie.
La multitud comienza a
diseminarse, primero lenta, luego más rápido, como si el peso de la escena los
empujara a huir. Algunos lanzan miradas de reojo, otros agachan la cabeza y se
pierden en las calles, nadie se atreve a decir nada. Queda solo el eco de los
pasos, difuminándose en las esquinas, y un silencio pesado, áspero, que se pega
a la piel como el polvo tras una ráfaga de viento.
Por un instante, el rostro del
anciano se distorsiona en mi mente, es él, el mismo hombre de hace dos meses,
quien me observa desde el suelo, con esa misma mueca torcida. No sé si mi mente
me está jugando una mala pasada o si siempre han sido la misma persona, una
sombra que se multiplica, que se arrastra por cada rincón de mi memoria.
El viejo, me mira con el ceño
fruncido, y entonces, con una voz que mezcla el cansancio, el dolor y la
ronquera de mil cigarros mal fumados, suelta:
—¿Y ahora usted quién se cree, lesbiana
hijueputa?
Su respuesta cae como un ladrillo.
Por un segundo, me quedo helada. ¿Qué clase de insulto arcaico era ese? La
escena se vuelve surrealista: alguien a lo lejos grita que me quite de la
carretera. Pero el viejo sigue ahí, desparramando una expresión de triunfo tan absurda
que no me permite mover un solo centímetro de mi cuerpo. Entonces lo veo: no
hay redención en las grietas. Solo la promesa de que un día, quizás, en el eco
del juicio eterno, esas grietas se abran del todo.
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