Rubor rococó
Seis horas. Seis
horas lleva ya Pepe metido en esa caja de madera sin moverse. Con lo sumamente
incómodo que es no poder cambiar de postura por un rato…Pues seis horas lleva allí
quieto, conteniendo la respiración como quien dice; aguantando el tipo. Seis
horas, y las que le quedan. Y el peinado. ¡Ay, el peinado! El pelito ese
repeinado que le han puesto, perfectamente acicalado hacia la derecha, con una
raya al lado hecha con una precisión que ni el mejor cirujano. Que a Pepe no le
gusta eso, ¿cómo tiene que decirlo? Que el pelito ese repeinado con gomina es
de gilipollas, hombre. A él le gusta la raya en medio y el pelo con movimiento.
Y encima gomina mala. Un poco de colorete lleva también. Pero, ¿la tía esa que
lo ha pintado qué se ha creído? ¿Ha confundido el Tanatorio de San Jerónimo con
Versalles o qué le pasa? Nada, que no le van a dejar tranquilo
ni el día de su funeral. Lo único que le falta es que empiece a sonar el himno
del Betis.
No puede creerlo. A Pepe no le puede estar pasando eso. Es inmediato; es
escuchar los primeros acordes y que el cuerpo se le descomponga. Del disgusto,
le empiezan a caer sudores fríos que le destrozan todo su rubor rococó. Qué coraje
que no se pueda ni limpiar la frente a toquecitos con su pañuelo de tela. Ni un
día le han dejado ser refinado. Ni un
día. “Aquí estamos todos, pa´cantarte tu canción”, empieza a sonar.
Quién se atreve. Quién es el
desgraciado que se ha atrevido a poner eso. No le alcanza la vista. Lo intenta,
pero no consigue distinguir bien, y mira que le han colocado en el ataúd ese,
abierto de par de par, pasando frío, apoyado sobre esa superficie inclinada que
le está dando hasta vértigo. “Estamos apiñados como balas de cañón”, sigue
reproduciéndose. Desde luego, que en la sala se van a empezar a rifar balas de
cañón.
—Por favor, vamos a tener un poquito de respeto, ¿no? — La hija de Pepe
pone orden en la sala. A él le ha llevado la contraria siempre, pero la niña
tiene coraje y dice las cosas cuando hay que decirlas. Eso hay que admitirlo.
—Niña, que me
están llamando y el móvil es nuevo y no sé descolgarlo. — Ese es el Parrita. Es
el Parrita, seguro. Su voz de paquete y medio de Malboro diario es
inconfundible. ¿El tío no podía cambiar el dichoso politono por un día?
Remedios se acerca al féretro. Pepe podría distinguir el olor de su Remedios hasta en el Infierno. Agarrada a sus lumbares, la mujer se apoya sobre la madera. Ahora que Pepe la tiene al lado, la huele y se pone malo. A ella le gusta mucho el perfume de la Carolina Herrera esa, y a Pepe, más, claro. Bueno, la huele y la ve, que le han dejado los ojos abiertos y ya se le están empezando a secar. Está a punto de levantarse a pedir un suero fisiológico. Remedios tiene la pobre mala cara. No para de darle besos a su cadena de la Macarena, llorando a lágrima viva. Tiene los rulos sin hacer y las uñas de las manos con la pintura descorchada. Sin duda, está afectada, porque las uñas pueden pasar sin pintarse, pero lo de los rulos no, y eso lo sabe Pepe. Aun así, qué guapa está la “jodía” con cualquier cosa que se ponga, piensa él. Mercedes se reclina sobre el ataúd y le habla a Pepe de tú a tú.
—Pepillo, hijo de perra, ¿ahora qué hago yo sin ti? Mira que te dijo el
médico que tenías que bajar esa barriga con lo de tu enfermedad. Pero tú, ni
caso, venga a empinar el codo. —Pepe huele su perfume de la Carolina Herrera y
se desboca cual potrillo envejecido—. Qué solita me has dejado.
Pepe nota a
alguien más acercarse al féretro. ¿La gente no tiene ojos? ¿Qué pasa, que
también los tienen secos y la neblina les impide ver lo evidente? Uno no se
acerca a romper el momento romanticón de otra persona, por favor. ¡Pero bueno!,
¿qué ven de refilón sus ojos perjudicados? Ese es el Fali. Qué buena gente es
el Fali, atento siempre a lo que su familia necesita, arrimando el hombro donde
haga falta.
—Lo siento mucho, Remedios. Tú sabes que aquí estoy yo para lo que a ti
te haga falta. —Qué buena gente es el Fali.
—Gracias, Fali. —
Remedios le corta rápido el sentimentalismo. Pepe sabe que a ella no le ha
gustado nunca ni un pelo; dice que tiene la mano muy larga.
—Remedios, ahora
que Pepe ya no nos escucha, quería decirte que yo lo hubiera intentado contigo
si él no se hubiera metido por medio. Tú eso lo sabes, ¿no? — ¿Cómo?
—¡Tú lo que eres
es un sin vergüenza!
—Remeditos,
piénsatelo, que el invierno viene frío. —Pepe escucha el sonido de una
cachetada.
Que alguien lo sujete. Que alguien lo sujete rápido porque, ahora, sí que
se van a empezar a disparar balas de cañón. Pero será… ¡será! Qué sudores. Ay,
¡qué sudores! Pepe se retuerce en sí. ¡No le arrancaran la mano al Judas
rastrero ese! Y Remedios. Qué pena, Remedios. Qué poquito caso le había hecho
siempre con eso. «Remedios, ¡qué te gusta inventar! Tú te crees que todos van
detrás de ti, mujer ¡Que no eres la Claudia Chife, mi arma!». ¡Ay,
Remedios!, se lamenta ahora ¡Perdóname, por dios! Que hay cosas que parece que
uno solo puede aprender de muerto.
Pepe se intenta tranquilizar. Respira hondo, como explica una matasanos
que a él le gusta ver en un canal de Yutú que le recomendó su médico de
cabecera. Inspira en uno, dos, tres, cuatro; retiene en uno, dos; expulsa en
uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Repite el proceso un par de veces. Que no
se diga que es un hombre que no se cuida. Lo único que ocurre es que se ha
empezado a cuidar tarde.
“¡MIAU!”. Se le
sale el corazón del sobresalto. Pero, ¿qué es eso? No se lo puede creer. El que
faltaba; Ronaldiño. Pero, ¿qué leches hace allí Ronaldiño? El gato empieza a
arañar el ataúd en un intento de alcanzar la cara de Pepe, al que ahora tiene
atemorizado y puede empatizar con el miedo que sienten aquellos que se atreven
a subirse a un tablero en el circo a que, un zumbado con puntería, les lance
cuchillos al aire. Aunque su ojo esté al borde de la completa deshidratación y
de la consecuente pérdida, lo último que le gustaría a Pepe es que, el gato
hijo de puta y dentudo de su cuñada, se lo arranque de un zarpazo el día de su
funeral.
—Ronaldiño, dile hola al tito Pepe. — Gertrudis, la cuñada de Pepe, le
habla al gato como si fuera un niño repelente y malcriado. Remedios se acerca
rápidamente al ver el panorama.
—Gertrudis, ¡ten
cuidado! Hazme el favor: ¡Que le va a sacar un ojo! — Remedios pone orden y
salva el ojo de su marido.
A Pepe comienza
a picarle la nariz. Al principio es un picor sutil, pero después esa se
sutileza se transforma en un deseo de arrancarse la nariz a restregones
violentos.
— Pero
Gertrudis, ¿qué haces trayéndote el gato aquí? — Remedios se echa las manos a
la cabeza.
—Ahora que Pepe
ya no nos escucha, yo creo que él le ha tenido siempre mucha tirria a mi Ronaldiño
y le ha deseado el mal en más de una ocasión. — Gertrudis le da un beso al gato
y se lo acerca a su pecho, pero este continúa intentando alcanzar el ojo de
Pepe.
—Pero, ¿qué
dices, chiquilla? Que mi Pepe lo que le tenía es alergia al gato. — El ojo de
Pepe, ya algo enrojecido, nota cada vez más la presencia del gato dentudo e
hijo de puta.
—Lo he traído
para que hagan las paces, que los gatos son unas criaturas muy espirituales y
no se pueden quedar con eso dentro. —Gertrudis se emociona—. Además de que los
gatos traen mucha tranquilidad y favorecen el traspaso del plano terrenal al
celestial.
Pepe no aguanta más. No entiende a la mística de Gertrudis cuando habla y
siente su nariz y ojo derecho palpitar del picor. Su cuñada le acerca cada vez más
el gato a la cara, a la par que entona unos cantes en un idioma raro. “¡Que sí,
que no soporto al gato pelón acaballado este! ¡Quítamelo ya de encima, coño!”,
grita Pepe en su pensamiento.
¿Eso que
escucha? ¡No! Por la Virgen de la Macarena y el Santísimo Sevilla Fútbol Club,
¡Otra vez no, por favor! “Aquí estamos todos, pa´cantarte tu canción. Estamos
apiñados como balas de cañón”, suena.
—Niña, por favor; ponme esto en silencio, que no veo sin las gafas. — Oye
al Parrita gritar apurado desde el otro lado de la sala.
La sintonía del infierno cesa, Gertrudis aparta a Ronaldiño de la cara de Pepe y, de pronto, se hace el silencio. Como si en la sala regalasen algo, el gentío que rodea al féretro se dispersa. Pepe siente como toda la marabunta se condensa ahora en el fondo norte de la sala, dejándole unos minutos de respiro necesario. Percibe como el ambiente de su alrededor se oxigena, permitiéndole volver a respirar tranquilo.
El murmuro del fondo se acerca progresivamente al ataúd de nuevo. Pepe siente el sofoco de la gente y oye un micrófono acoplar. Voy a pedir un poquito de atención a los aquí presentes— Ese es el Selu, ¿no? Sí, es el Selu, amigo de Pepe de toda la vida. Seguidamente, un micrófono acopla y se reproduce el himno del Sevilla. ¡Ahora sí! Pepe nota su ascensión a los cielos. Cada nota de esa música está creada por Dios. Sus músculos se relajan, vuelve su rubor dieciochesco y sus ojos se hidratan de la emoción en el pecho. Sí, Sevillista será hasta la muerte.
Por primera vez en esas seis horas, Pepe siente que la muerte merece la
pena. Embriagado en su regocijo “blanquirojo”, escucha las palabras de su
compadre de afición, totalmente entregado. El Selu cuenta la historia de cómo
conoció a Pepe en un partido del Sevilla a los veinte años en el Sánchez
Pizjuan, dando berridos como un desgraciado, y cómo no se ha separado de este,
en cada temporada, hasta el día de hoy. Pepe percibe los sollozos de los asistentes
y los sorbidos de sus moquillos acuosos. El Selu sí que es un amigo de verdad,
se dice a sí mismo.
El micrófono vuelve a acoplar al desconectarlo y Pepe siente como el
gentío vuelve a disgregarse. “Selu, compadre. Eres un amigo”, le brota desde el
corazón. Ese sentimiento de plenitud se refuerza cuando percibe que Remedios se
vuelve a acercar al féretro. En ese instante, Pepe solo puede pensar en el
Sevilla Fútbol Club y en las feromonas que desprende la colonia de la Carolina
Herrera esa, que le consiguen sacar hasta los colores, pero su momento de calma
apasionada se interrumpe cuando siente unos pasos aproximarse. Es el Selu.
—Mira, Remedios, que te quería comentar yo una cosilla — le dice.
—Dime, mi arma.
—Remedios sonríe y le toca el hombro.
— Ahora que Pepe
ya no nos escucha, ¿tú te acuerdas de su camiseta del club firmada por Jesús
Navas? — Carraspea y Remedios frunce el ceño—. Remedios, que me lo ha mirado mi
nieto y eso en Internet vale un pastón. Que tengo a un gabacho detrás que dice
que me endiña quinientos euros por la camiseta.
Pepe no da
crédito. ¿El recuerdo de una vida por quinientos míseros euros?
—Selu, tú sabes
que esa camiseta era muy importante para mi Pepe. —Está incrédula.
—Remeditos, tú
piénsatelo y me dices. Si te lo digo porque, en el fondo, te va a doler ver la
camiseta en la casa. — Lo sabrá él—. Y para tenerla allí cogiendo polvo en el
cajón… No sé, hija, que me está viniendo la cosa mala.
¡La cosa mala! ¡No le arrancaran las manos al Judas pesetero ese! ¡Tanto
pedir, cobrando y todo la vitalicia de viudedad de la suegra! Un puñal duele
menos. A Pepe le vienen ahora las palabras de su hija a la cabeza,
advirtiéndole de la falsedad que se traían sus amigotes. «Tú estás trastorná
perdía, eh. Entre los hombres no tenemos los malos rollos esos que os
traéis vosotras». Natalia, hija. Perdóname, ¡por Dios!, piensa ahora Pepe. Cada
minuto que pasa está más seguro de que hay cosas que uno solo puede aprender
cuando estira la pata. Todo lo cercano a la muerte, ajeno y propio, siempre trae
consigo un halo de revelación.
Pepe siente como
su cuerpo vibra del disgusto, deseoso de levantarse a, primero; estirar las
piernas, y segundo; a plantarle cara a todos los allí presentes, maldiciéndoles
y echándoles a patadas de la sala. Su rabia concentrada se transforma en un
sonido acelerado de los latidos de su corazón, los cuales parecen rebotarle
contra las sienes. Todo por culpa de la almohadilla esa que le han puesto en el
ataúd, que hace un vacío que para qué.
—¡Remedios! ¡Remedios! — Grita Gertrudis con el corazón en un puño.
Remedios corre hacia su hermana —. Remedios,
te juro que yo estoy notando presencias, eh. Está la vibración por los cielos. Mírame
los pelos, que los tengo como escarpias.
—¡Ay, chiquilla!
¡Calla ya con eso, que me estás poniendo mala! —Remedios besa su cadenita de la
Macarena y se santigua.
Pepe intenta hacer las respiraciones de la Matasanos, pero no hay manera.
Inspira, retiene y espira, pero no consigue rebajar las ganas de patear a
diestro y siniestro.
—¡Remedios! —La voz insistente de Gertrudis saca a Pepe aun más de sus casillas—. Pepe está teniendo problemas para dejar el plano terrenal. Estoy segura. Se está intentado comunicar con nosotros.
De repente, el
murmullo de la estancia parece dirigirse, otra vez, al fondo norte. Pepe nota
algo raro. En el ambiente hay una especie de tono alarmante que se intuye por la
manera en la que la gente corre rápidamente hacia allí. Este intenta ver lo que
está pasando, pero la inclinación del féretro no es la suficiente como para
tener un buen ángulo de visión de toda la sala. No entiende quién narices ha pensado
esa colocación tan inútil del ataúd: la
suficiente como para tener a alguien en un sinvivir pensando que se va a caer
hacia delante, pero no lo bastante inclinada para permitir tener una buena panorámica.
El runrún de la estancia va creciendo de forma exponencial. Todo ese rebaño
descarriado ahora centra su atención en un único sujeto: el Fali. Pepe activa su
antena parabólica lo máximo posible y consigue distinguir algunas frases
completas. “Fali, ¿qué te pasa? “Fali, ¿te acompaño a que te dé el aire?” “Fali,
siéntate. ¡Hazme el favor, que te vas a caer!”, puede captar. Tras unos minutos
de consejos— entiende, Pepe, no seguidos —la sala grita al unísono, y a este le
llega el retumbo de un gran golpe: el de un cuerpo cayendo al suelo.
La sala se convierte en un gallinero en pánico. Pepe escucha como los asistentes
sugieren poner a Fali con las piernas en alto por si es una bajada de tensión. Algunos
discuten sobre si es conveniente o no darle un poco de agua, mientras otros
anuncian que han encontrado en sus bolsos algo para que el Fali coma, diagnosticándole
una bajada de azúcar provocada por el disgusto tan grande de la muerte de su
amigo Pepe.
A Pepe le empieza a palpitar otra vez la cabeza. Primero, el Fali intenta
levantarle a Remedios, y ahora, el muy cabrón envidioso, intenta robarle
protagonismo en el día de su muerte. “Tú veras, que este es capaz de palmarla y
todo”, ronda por la cabeza de Pepe. Ahora, sí que sí, ha llegado a su límite.
La cólera le corroe desde las uñas de los pies, cortadas para la ocasión, hasta
la coronilla repeinada con gomina mala.
Cuando toda la ira
acumulable se desate en su cuerpo, Pepe sentirá como su riego sanguíneo vuelve
a él con el vigor del grito de la afición sevillista ante un Derbi. Su rubor
rococó vendrá de casa. Sus pulmones se llenarán de aire y, sus piernas y manos,
empezarán a tener fuerzas suficientes para levantarse y bajarse del féretro. Lo
hará y dejará a todos boquiabiertos. En un movimiento decidido, se despeinará
su pelo engominado. Irá en dirección al Fali y le cogerá del cuello de la
camisa. Le guanteará la cara hasta que se le suba la tensión y el azúcar, o se
le baje lo perro traidor. Después, le arrancará los pocos pelos que le quedan
en su cabellera casi calva, para favorecerle así el crecimiento capilar, y, por
último, le dará una patada en el estómago para controlarle la acidez.
—¡Ay, Remedios! —Grita Gertrudis. Ronaldiño no para de bufar, mientras da
vueltas sobre sí mismo— ¡Ya estoy notando una presencia desmedida!
—¡Ostia, mamá! —Dice
la hija de Pepe— ¡Que papá se está moviendo! ¡Mírale como aprieta los puños!
“Aquí estamos
todos, pa´cantarte tu canción”, empieza a sonar.
—Niña, ¡tú esto
no me lo has puesto bien en silencio! —Grita el Parrita desde la otra punta de
la sala.
—Mamá, ¿papá se
estaba tomando las pastillas de la narcolepsia esa?
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