domingo, 19 de enero de 2025

-Relato 1 de Erea Alonso

 Victoria alada

Por extraño que parezca, la llamada me cogió sentada en el sillón azul de mi habitación, pensando sobre qué hacer con mi futuro, si quedarme en Madrid o volver a mi ciudad. Por aquel entonces vivía en Batán, al lado de Casa de Campo. No me gustaba el barrio pero fue lo mejor que encontré, por no decir lo único. En los últimos meses se habían producido cantidad de robos y peleas que le habían colgado el cartel de “problemático”. Por si esto fuera poco, unas semanas antes de que me mudase, habían intentado violar a una chica en el pasadizo que permitía cruzar de un lado a otro de la A-5. Pasadizo que yo tenía que cruzar todos los días para poder coger el metro que, por otro lado, era el único modo que había para salir de Batán. El único sería quizás decir mucho, también se podía salir del barrio en coche o caminando, si estabas dispuesto a atravesar el gran parque de Casa de Campo. Las últimas semanas el dilema acerca de si quedarme o irme de la ciudad se había convertido en algo recurrente, sin embargo, nunca llegaba a ninguna conclusión al respecto. 

Al acabar la carrera no sabía muy bien qué hacer con mi futuro, me daba miedo el vacío al que debía enfrentarme tras cuatro años de una misma rutina. No tenía sentido que me quedase en la ciudad en la que había estudiado, allí ya no tenía nada que hacer, ni existía tampoco nada que me retuviera. Volver a mi ciudad también carecía de sentido, no me quedaban amigos allí y habría tenido que mudarme de nuevo a casa de mis padres. Tras cuatro años de maravillosa independencia, no estaba dispuesta a tener que pasar por ese trámite. Siempre había querido vivir en Madrid, todo el mundo a mi alrededor iba a parar, de un modo u otro, a ese epicentro y decían que era la ciudad de las oportunidades para los artistas jóvenes. ¿Por qué no? Pero nadie me había explicado que el modo de vida madrileño no era el mismo que el de las pequeñas y humildes ciudades a las que estaba acostumbrada, los primeros meses fueron para mí como estar en medio de la jungla. Relaciones líquidas, trabajos precarios, alquileres muy altos, cucarachas por todas partes… Por suerte, había encontrado en el sillón azul de mi habitación un remanso de paz al que aferrarme cuando sentía que todo a mi alrededor giraba a una velocidad vertiginosa. Y allí permanecía sentada cuando me sonó el móvil. Era Paula. Si Paula me llamaba solo se podía tratar de algo serio, nunca lo hacía y llevábamos meses sin vernos.

—¿El 5 de marzo cómo lo tienes? ¿Me puedes sustituir en un trabajo?

—¿En Levadura madre?

—No, una cosa nueva que estoy haciendo. Muchas de mis amigas lo hacen…

—¿No tendréis un OnlyFans?

 Tras mi broma, se produjo un silencio incómodo que ninguna de las dos se atrevía a romper. Yo porque no entendía qué estaba pasando y Paula, supongo, no encontraba las palabras.

—Se trata de posar desnuda en la universidad para que te dibujen.

La idea me pareció tan exótica que no pude resistirme. Una semana después me encontraba plantada frente a un grupo de chavales de entre 18-20 años con tan solo una bata de leopardo que mi compañera de piso Julia me había dejado. No sé quién estaba más nervioso, si ellos o yo. Por teléfono no me había parecido una situación tan tensa como la que estaba a punto de vivir ahora. Me sentía tan agitada que pensaba que me iba a desmayar. Me sudaban las manos, me pitaban los oídos y un inmenso calor subía desde mis pies hasta mi cabeza. Llegó el momento de desnudarme y tras los diez primeros segundos de una intensidad abrumadora, me sentí reconfortada, me gustó esa mezcla de dos sensaciones tan contrarias: la musculatura tensa y activa para conseguir mantener la posición y la mente despejada, casi en blanco.

Tal fue la repercusión de esta experiencia, que se suponía pasajera y efímera, que tan solo dos semanas después comenzaba a formar parte de la cantera de modelos fijos del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Éramos en total cinco modelos, dos chicos y tres chicas, todos de edades y profesiones similares: artistas. No puedo decir que el salario fuese gran cosa, pero me sentía más realizada posando que doblando pijamas en cualquier tienda de ropa de la gran ciudad. Había tres salas en los talleres del Círculo: una sala de apuntes o poses rápidas, una sala de dibujo o poses más largas, y una sala de pintura o poses fijas. Los modelos nos íbamos moviendo de una sala a otra en periodos de veinte días. Me tocó empezar por la sala de pintura, según mis compañeros narraban, la peor, tanto por el ambiente como por el nivel de exigencia. Debía adoptar una posición fija en la que estuviese de pie y que tendría que mantener durante tres horas al día en los próximos veinte días. Ojalá alguien me hubiese instruido como yo lo hice posteriormente con los modelos que entraban nuevos. Las condiciones eran tan malas que trabajar allí consistía en un ir y venir de chicos y chicas que, en la mayoría de los casos, no pasaban de la primera semana. Mi primer error, básico, fue poner todo el peso del cuerpo sobre una pierna, en lugar de sobre las dos. Mi segundo error, también básico, fue mirar directamente a un foco que me abrasaba los ojos y la cara. Me quedaban por delante 19 días de una posición que me pareció imposible apenas pasó la primera hora.

Gracias a aquel trabajo la ciudad comenzó a parecerme más amable. O tal vez es que llegó la primavera y cualquier ciudad se tiñe de gentileza de su mano. Algunos días, cuando me tocaba trabajar en el primer turno y salía temprano, me pasaba el resto de la tarde perdiéndome por sus calles y descubriendo nuevos lugares. Lo que más me gustaban eran las cafeterías en las que la gente se sentaba solitaria con su ordenador con actitud de estar creando un proyecto de gran relevancia. Los pensamientos sobre si irme o quedarme se disiparon y empecé a disfrutar la ciudad, a vivirla. Por las mañanas museos y exposiciones, por las tardes paseos, noches de teatro o de cine, de vinos con amigos o con desconocidos a los que no volvería a ver. Ahora sí que me sentía viviendo de pleno la vida madrileña que tenía en mente desde la adolescencia. 

Una noche, recién acabado mi turno y mientras daba mi vuelta rutinaria por la sala de pintura, para espiar los cuadros de los que cada tarde asistían allí con la misma devoción que quien acuda a misa un domingo, apareció un socio con el que apenas había hablado una o dos veces. Entró a la sala con gran estruendo, venía con prisas y frenético. Me pareció curioso que llegase a esa hora, puesto que quedaban apenas diez minutos para que los talleres del Círculo cerrasen. Nada más entrar, hizo un barrido rápido a la sala y fue al verme que sus ojos se detuvieron. Vino directo a mí. No era raro que alguno de los socios se dirigiese a mí, en el poco tiempo que llevaba posando me había ganado su simpatía. La mayoría eran señores ya jubilados que tenían el dibujo o pintura como afición pero que nunca habían podido dedicarse a ello profesionalmente. También había algún que otro estudiante de Bellas Artes, e incluso algunas personas que se dedicaban profesionalmente a la ilustración, la pintura o la animación en 2D. En los pequeños descansos que teníamos era habitual que me pasease entre los caballetes y los bancos de pintura y terminase charlando con alguno de los socios. Por eso no me sorprendió cuando Dani se acercó a mí decido. Lo que me llamó la atención fue su agitación. 

—¿Cuándo se cambia la pose?

—Mañana.

—No puede ser. No he acabado.

—Te queda mañana.

—No puedo venir.

—Bueno, igual la próxim…

—¿Posas en privado?

—Em…

—Quiero contratarte.

—Bueno, no sé…

—Te pago lo que sea. Mi número— sacó una tarjeta de su bandolera. —Llámame.

Tan rápido como vino se fue y con él, mi calma. Me quedé allí, patidifusa, sin acabar de comprender qué había pasado, tratando de reconstruir la conversación en busca de algún detalle que quizás había pasado por alto. ¿Por qué iba a querer contratarme en privado alguien que ya pagaba por venir a pintarme y que podía hacerlo todos los días? Lo primero que pensé fue, quizás, en un tema de horario. En seguida lo descarté, los socios podían asistir de lunes a sábado de 16 a 22 de la tarde, lo cual daba muchas opciones. Además, él había acudido en numerosas ocasiones en mi turno de trabajo. Tras descartar esa opción, inevitablemente, me vino a la cabeza la posibilidad de que quizás estaba tratando de ligar conmigo y no sabía cómo. Era un chico joven, yo también. Tal vez había confundido mi amabilidad con otra cosa y su timidez le impedía proponerme una cita, por lo que esa fue la única opción posible que encontró para forzar un encuentro a solas. Cabía también la posibilidad que él mismo me había comentado, el dibujo que estaba haciendo era para él muy importante y necesitaba acabarlo por algún motivo que escapaba a mi entendimiento. A pesar de que en ese momento me encontraba posando en la sala de pintura o pose fija, y la mayoría de socios que la frecuentaban lo hacían con sus lienzos y óleos, él llevaba un gran rollo de papel y un paño blanco y se dedicaba a dibujar con barras de carboncillo. De la nada, una cuarta opción asaltó mi cabeza en forma de alarma. Tal vez me encontraba ante un loco que lo único que quería era llevarme a su casa bajo un pretexto artístico para poner en marcha sus fantasías más oscuras y retorcidas. Una vez allí, desnuda y desvalida, estaría a su merced y quizás acabaría saliendo con los pies por delante o en una bolsa de plástico, descuartizada. Esta última opción me pareció tan inquietante que al salir del edificio tuve que comprobar varias veces que no estaba abajo esperándome. En el metro traté de perderme entre la gente, en el bolsillo tenía mi spray de pimienta preparado para la acción. Ya en el barrio, atravesé el pasadizo que me separaba de mi calle corriendo y jadeando. No me sentí a salvo hasta que crucé el portal del edificio, y a pesar de todo, desde la ventana de mi habitación comprobé que no había nadie merodeando por la calle. Caí exhausta sobre mi cama.

En los días siguientes, me paseaba nerviosa en los descansos del trabajo por si me cruzaba con Dani y me echaba en cara el no haberle llamado. Lo mismo a la salida y entrada. Empecé a llegar con el tiempo justo y a marcharme corriendo como si tuviese un compromiso ineludible al que acudir. También en mis paseos por la ciudad me mostraba inquieta y me giraba todo el rato para comprobar que nadie me estaba siguiendo. 

Un día me lo crucé en los ascensores y me saludó normal, como si aquella proposición nunca hubiera existido, tuvimos una conversación banal acerca del tiempo y al llegar a la planta seis, cada uno nos dirigimos hacia una sala distinta. Respiré aliviada, solo se trataba de una de esas cosas que se proponen pero que nunca se llegan a cumplir. Volví a mi rutina como si nada.

Mis planes por la ciudad continuaban, a veces sola, a veces acompañada. No dejaba de descubrir sitios nuevos. A menudo me preguntaba cómo podía haberme planteado la idea de marcharme, con todas las posibilidades que la ciudad me ofrecía. Hasta el barrio, que tanto me desagradaba al principio, adquirió un aire cálido y acogedor, familiar. Encontré una frutería de confianza, en la que me regalaban las cosas que estaban a punto de ponerse malas, una farmacia en la que ya conocían mis dolencias, un bar en el que se acordaban de mi nombre… Por fin había encontrado mi pequeño lugar en medio de la infinitud de la gran ciudad. A veces, cuando me tocaba posar en la sala de apuntes, cuyas ventanas daban al espacioso cielo que rodeaba la Gran Vía, miraba las vistas y me sentía suspendida en el aire, formando parte de ese cielo. Por primera vez, formaba parte de algo tan caótico e inmenso como el mundo, ocupaba en él un espacio que consideraba propio. 

Fue una noche, al salir del cine, cuando la inquietud volvió. Al comprobar el móvil, un mensaje de whatsapp de un número que no tenía guardado:

«Hola Erea, soy Dani, del CBA. El chico que dibuja con carboncillo. Hemos coincidido varias veces. Llámame porfa».

¿Dani? Cómo era aquello posible. Fue él quien me dio su número y no al revés. Lo recuerdo perfectamente, en ningún momento le había facilitado esa información. Pensaba que su proposición ya había quedado atrás pero él parecía mostrarse insistente. Puse el móvil en modo avión y decidí que no era el momento de lidiar con ello. 

A la mañana siguiente me senté en el sillón y tracé una estrategia para que aquella propuesta no llegase a materializarse.

—Hola, ¿Dani? Soy Erea.

—Sí, dime.

—Es por lo que hablamos aquel dí..

—Claro. ¿Cuándo podríamos organizarlo?

—Quería hablar primero de precios.

—Por supuesto —sonaba acelerado y nervioso, igual que el día de la propuesta.

—Mira, yo para posados en privado suelo cobrar 40 euros la hor…

—Perfecto. ¿Este viernes puedes?

Me quedé perpleja. ¿Estaba dispuesto a pagarme 40 euros la hora por posar para él? ¿Y ahora qué? ¿Qué podía decir yo?

—Hey, ¿el viernes de mañana?

—No puedo.

—¿Miércoles o jueves?

—Sí, sí. Claro. Jueves.

—Te paso la ubicación por whatsapp.

—¿De tu casa?

—No, de mi estudio.


Durante toda la semana le di vueltas al asunto. Traté de buscar excusas pero todo me sonaba muy forzado. Teníamos un trato, un contrato verbal, yo había propuesto un precio y él lo había aceptado. Ya no podía recular. Al menos nos íbamos a encontrar en su estudio, eso lo hacía parecer un artista serio y no un simple depravado sexual. 

Llegó el día y allí me encontraba, frente a la puerta de su estudio. Antes de timbrar me aseguré de compartir mi ubicación en tiempo real con varias amigas y de lanzar la advertencia de que si no respondía antes de las 14, llamasen a la policía. El piso era antiguo, muy amplio. Al cruzar el umbral de la puerta hice un esfuerzo titánico por controlar los temblores que los nervios me estaban causando. Estaba terriblemente desordenado, había lienzos y telas por todas partes y una cantidad ingente de tubos de óleo abarrotaban el suelo de tal manera que había que ir saltando de un lado a otro para no pisarlos. Me mostró el amplio apartamento que le servía a la vez de estudio artístico y casa. Al llegar a su habitación mi corazón comenzó a latir con intensidad, sentí cómo la boca se me secaba, por fortuna, rápidamente la dejamos atrás. Se mostraba sereno, su actitud me ayudó a relajarme. Me contó que quería presentarse a una residencia artística de un museo alemán y que para ello necesitaba un portfolio realista. Por eso me había llamado. Hasta el momento, toda su obra se basaba en arte abstracto y conceptual y necesitaba generar nuevo material. Los primeros veinte minutos los perdimos hablando de sus proyectos, de su trayectoria profesional y de su futuro como artista. 

Aparte de esa ocasión, he posado incontables veces para él. Hoy, mi querido sillón azul descansa en su apartamento plagado de lienzos y óleos. Sigo formando parte de un mundo caótico e inmenso, pero esta vez, el espacio que ocupo ya no es solo mío, sino compartido.


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