domingo, 19 de enero de 2025

-Relato 1 de Valentina Tapia

 Filtración 


—¿Efectivo o tarjeta? —La cajera comenzó a preparar la máquina para cobrarme sin esperar mi respuesta. Tras pasar los dos paquetes de pañales, me quedé congelada, pensando en las formas de evitar mi llegada a casa. En mi adolescencia, había logrado sortear ayudar a mi madre con mi hermano pequeño; solo decir pañal requiere de mí un esfuerzo sobrehumano. Ahora me veía obligada a enfrentar una intimidad que nunca pedí. Sentía que alguien me estaba castigando; solo me quedaba averiguar quién. Me consolaba la idea de no haber nacido en la antigüedad y, quizás por primera vez, encontré la paz en la cultura del desecho.

—¿Efectivo o tarjeta? —Esta vez evitó la cordialidad. Detrás de mí esperaba una gran fila de carros llenos de cerveza, quesos y carnes. Todas las personas parecían reptiles milenarios, elegantes y maquillados.

—Efectivo. —Me puse a buscar dentro de mi bolso, sin mirarla para evitar su expresión de reprobación, mientras cancelaba el pago en la máquina. Sentía la rapidez de Ignacio llenando las bolsas; ya iba por la cuarta y había comenzado a sudar. Siempre me ha sorprendido la forma en que aguanta el desvelo y la fatiga. Durante la noche no habíamos dormido nada; él, especialmente, se había quedado limpiando el desastre de Carmen. Cuando di con la alcancía de metal, escuché una risa sarcástica proveniente de la fila.

—Si vuelvo a escuchar otra risa, pagaré en céntimos. —Me arrepentí de haber dicho eso en ese mismo momento. Nunca había dicho algo así, pero me pareció que esa persona, a la que nunca más vería, era un buen catalizador de mis frustraciones.

Pagué y la chica de la caja comenzó a atender inmediatamente al siguiente cliente; no se detenía y repetía sus líneas con gran velocidad. Ayudé a terminar con las bolsas. Nuestras cosas se mezclaron en la caja con las de un señor que nos miraba, protegiendo con un gesto su mercancía. Tomamos lo nuestro: pañales, comida congelada, papillas, productos de limpieza, papel higiénico, un extractor de humedad, pilas, té relajante, unas pocas verduras, pechuga de pollo, y nos fuimos.

Nos habían dicho que en marzo empezaría a calentar el sol, pero esa mañana había un grado bajo cero. La ropa nos pesaba más que las bolsas; Ignacio estaba encorvado por el peso de sus abrigos. Cantaba bajito; ya no nos quedaba conversación para distraernos, ni fuerza que no fuera para cargar la compra hasta el edificio. Una llovizna nos mojaba lentamente. Los adoquines estaban húmedos y nosotros arrastrábamos los pies. Ignacio resbaló en uno y, sin caer al suelo, se puso a reír. Yo no me pude contener y me largué a reír junto a él. Estábamos al borde, lo sabíamos. Sin decirlo, decidimos bajar las bolsas y sentarnos en una banca que había camino a casa.

—No quiero más agua. —Ignacio miraba el cielo mientras se le mojaba la cara. La noche anterior me había levantado al baño y mis calcetines se habían empapado hasta los tobillos. Buscamos por todo el lugar la fuga, hasta que finalmente dimos con una cascada que brotaba desde nuestro techo y corría por el muro. Con una ingeniería artesanal y una toalla, diseñamos la forma para que el agua no escurriera al piso y fuera redireccionada a nuestra tina.

Logramos tener nuestro baño bajo control a las dos de la madrugada. Cuando regresamos a la cama, nos costaba conciliar el sueño; el sonido de la fuga se mezclaba con los pasos que venían del piso de arriba. Decidimos acabar con todo y subir a conocer a nuestro vecino para conversar sobre el caos nocturno en el que estábamos.

En pijama y con unos abrigos sobre nosotros, subimos al piso de arriba. Desde la puerta, podíamos escuchar la voz de alguien murmurando. Tocamos el timbre tres veces y no obtuvimos respuesta. Ignacio presionó el timbre y lo mantuvo por cuatro segundos. Estaba desesperado; a mí, en cambio, me pareció un tiempo excesivo para un ser humano a las dos de la madrugada. Escuchamos que se acercaban los pasos de alguien y que hablaba bajo detrás de la puerta.

—¿Quié é? —La primera vez que escuché la voz de Carmen, me pareció que estaba completamente perdida.

—Los vecinos del piso de abajo. —No tuvimos respuesta, así que volvimos a repetirlo más fuerte.

—¿Y qué están buscando? —Tenía un acento andaluz muy marcado.

—Tiene una fuga de agua que llega directo a nuestro baño. —No esperábamos que esta frase tuviera el resultado que tuvo, pero Carmen nos abrió de un solo movimiento la puerta. Tenía puesto un camisón que, a momentos, se le pegaba al cuerpo, especialmente en la parte inferior, que se encontraba más mojada. Tenía manchas de tierra también y unas pantuflas que podíamos oler desde la puerta. Parecía avergonzada; podría decir que tenía los ojos húmedos. Con el tiempo, he vuelto a intentar descifrar esa expresión. Atrás de ella corría una pequeña corriente que atravesaba desde, por lo que después nos enteraríamos, su habitación hasta la cocina.

Venga, venga, pasa —Nos contó que desde la mañana había tenido una filtración y que había utilizado todas las toallas para detenerla. Cuando llegamos al baño, no solo tenía toallas, sino también pantalones, manteles y un par de sostenes. Nunca había visto ropa interior de personas mayores; me dio una punzada en el estómago y un frío en la espalda. Mi cabeza había evitado pensar en la vida de los ancianos más allá de sus chalecos, placas y zapatos ortopédicos. Con eso era suficiente.

La bocina de una Vespa hizo saltar a Ignacio de la banca, y la gente que la conducía se burló de él. Se había dormido unos segundos y tenía el pelo pegado a la cara por la humedad. Me miró y sonrió. Tenía los ojos rojos, llevaba dos semanas trabajando sin descanso. Agarré más bolsas que él; intentó discutirme, pero sabía que podía desplomarse en cualquier momento. Comenzaron a sonar las campanadas del mediodía. Me sentía con la percepción alterada, flotando en el espacio, sin cuerpo. Ignacio cada vez me parecía más un bulto que una persona.

Llegamos a la entrada de nuestra calle y el restaurante de Robles estaba cerrando. Los camareros bajaban la persiana; cuando nos vieron, corrieron a desearnos una feliz noche de Reyes y nos dieron un puñado de dulces. Me pareció un gesto conmovedor. En Chile no celebramos la noche de Reyes. Con Ignacio, habíamos estado preparándonos para vivir esta fiesta y salir a ver la Cabalgata, pero no tenía que decirle nada, estaba claro que nos acostaríamos temprano. En su departamento, Carmen tenía muchas fotografías de la preparación de las carrozas de Reyes; parecía muy comprometida con su hermandad. Estaban por todas partes. A diferencia de lo que uno pensaría de la casa de una señora mayor, no tenía fotografías de sus hijos o de sus nietos, solo de diferentes carrozas y los trajes de quienes las componían. Tenía, además, dibujos de los vestuarios de diferentes festividades; claramente era una obsesión. Me daba la impresión de que había trabajado en costura. Eso y que tenía dos máquinas de coser, una en el salón principal y la otra en su habitación.

—¡Ay, pobre señora Carmen! —Robles escuchaba la historia de boca de Ignacio, quien había aprovechado recibir los dulces para darse otra pausa de las bolsas de las compras. Mientras se cambiaba el uniforme, el camarero nos contaba que la mujer había vivido allí antes de que el restaurante se instalara. La visitaba semanalmente una sobrina, pero hacía más de tres semanas que no la habían visto pasar por allí. Era bastante tímida, nunca saludaba y se vestía, como Robles diría, con mucha ropa, ya que pocas veces lograban saber si era ella o un abrigo con pies. Al parecer, nadie le había conocido pareja, ni mucho menos hijos o nietos. El relato comenzaba a ponernos ansiosos; poco a poco figurábamos como las únicas personas cerca de ella, y no sabíamos qué hacer. Con Ignacio, nunca habíamos podido hacernos cargo de otra vida que no fuese la nuestra. Ambos habíamos tenido un gato que habíamos abandonado en Chile por falta de compromiso, y habíamos decidido, al comienzo de nuestra relación, no tener hijos.

Le preguntamos a Robles qué podíamos hacer. Llevábamos solo dos meses en Sevilla y no teníamos contactos a quienes recurrir. El camarero pudo sentir nuestra desesperación, nos intentó tranquilizar, nos dio un par de números institucionales a los que podíamos llamar y se comprometió a ayudarnos a la vuelta de las fiestas. Con Ignacio nos miramos, comprendiendo que tendríamos que hacernos cargo de Carmen, por lo menos, un par de días más.

Llegamos a nuestro piso, dejamos las bolsas en el suelo y dormimos una siesta. Mi celular comenzó a sonar después de cuarenta minutos. Salí de la habitación para no despertar a Ignacio. Contesté a mi madre mientras me preparaba un cereal con yogur y le conté toda nuestra aventura sevillana. Ella se puso a llorar; se compadeció de Carmen, le pareció horroroso que alguien pudiera estar viviendo en esas condiciones. Empezó a hablarme de la importancia de los hijos y de acompañarse en familia. Fue introduciendo lentamente sus opiniones sobre mi vida y cómo debía replantearme ser madre. Le colgué. Me parecía injusto, tenía muchas ganas de llorar, y ella había utilizado el espacio, teniendo que consolarla yo.

Cuando llegamos a España con Ignacio, nos instalamos en plena crisis habitacional. Nos había costado mucho conseguir alojamiento y los precios habían aumentado más de lo que nuestro presupuesto podía aguantar. Habíamos pasado meses de mucha tensión y no había podido llorar en ningún momento. Me comenzó a llamar mi padre; siempre ocurría lo mismo: le colgaba a mi madre y él me llamaba para decirme que no debía tratarla así. Decidí no contestarle y me senté a comer mi merienda. Sobre mi cabeza, podía escuchar los pasos de Carmen dando vueltas en círculo, justo sobre mí.

Me acabé el cereal y ordené superficialmente la casa. Le escribí una nota a Ignacio, diciéndole que estaría arriba. Tomé las bolsas de las compras y subí al primer piso. Tenía las llaves de Carmen; me las había entregado la noche anterior. Cuando entré, ella estaba en su cama; había decidido recostarse un momento. Le dije que no se preocupara, que aprovechara para descansar un poco, que yo me haría cargo de la casa.

Comencé por la cocina. En su refrigerador solo había dos zanahorias blandas, media cebolla y un par de frascos con ungüentos extraños. Boté todo y lo limpié minuciosamente. Le dejé adentro las verduras, las papillas, la pechuga de pollo y la comida congelada. Luego limpié el resto de la cocina mientras le preparaba una sopa. Era evidente que llevaba un par de días sin comer. Se veía flaca y aceptó durante la noche que le subiera un plato de fideos. La cocina olía extraño; no había bajado la basura. Así que abrí todas las ventanas para ventilar.

Decidí continuar con el baño y terminar rápidamente con él. Habíamos pasado toda la noche adentro, acarreando el agua y arreglando la cañería; el lugar se había vuelto parte de un trauma. Estaba muy sucio, había manchas cafés dentro de la tina y dos bolsas de pañales sucios junto al inodoro. En el lavamanos también había unas manchas rojas, parecían de sangre. Cuando le pregunté a Carmen si había estado bien de salud, ignoró completamente mi pregunta. Supuse que la había incomodado; nunca he sido mucho de predicar el cuidado personal, cada quien sabe lo que quiere hacer con su cuerpo, así que no volví a preguntar. Muchas veces me habían obligado a hacerme exámenes de sangre porque mis padres me encontraban muy escuálida, y muchas veces la discusión sobre el tabaco había acabado en juntas familiares. Si alguien quiere morir, no seré yo precisamente la que se interponga. Ese baño era, sin duda, un desafío, así que mezclé todos los químicos que tenía a mi disposición y rocié cada rincón.

Bajé la basura del baño y de la cocina. Cuando volví a subir, Carmen estaba sentada en el sillón del cuarto de estar. Me miraba desconfiada, quizás con vergüenza; yo entendí que había pasado una línea al limpiar el baño, pero también quise entender que me lo agradecía. Ella olía muy mal, así que le propuse ayudarla para que pudiera darse una ducha, y aceptó inmediatamente. Carmen era una mujer reservada y, podría decir, hasta dura; lo notaba. Ignacio también lo había notado. Pero también entendía que lo que estaba ocurriendo era un estado de excepción en su vida y que, si bien yo podía ofrecer ayuda y ella aceptarla, no era la forma en que nos relacionaríamos. Es más, quizás, después de esto, nunca hablaríamos del tema otra vez.

Le saqué el camisón, con cuidado de no mirarla. La llevé al baño; ella abrió un cajón bajo el lavamanos y sacó un banquito, lo puso en medio de la tina y entró, agarrándome de la mano. La dejé sentada y me fui a su habitación. Puse su ropa en el pasillo, abrí su cama y noté que la había manchado más de una vez. Le cambié las sábanas y puse todo junto a lavar. Limpié rápidamente su cuarto. Lo dejé ventilando para que se fuera todo ese olor. Puse el extractor de humedad. En su máquina de coser tenía un trajecito pequeño, muy pequeño, como para un recién nacido. Era precioso, con detalles muy cuidados. En el cuello le estaba cociendo unas blondas blancas.

Me llamó desde el baño, corrí a buscarla; se veía más relajada, el vapor del baño la acogía. La dejé sentada en su cama, sola en su habitación. Sentí cómo suspiraba aliviada. Pensé en esa sensación, cuando las cosas vuelven a su lugar. Frente a mí estaban las bolsas de pañales. Pensé que las necesitaría, así que tomé una y se la llevé. Las recibió detrás de la puerta con fineza y determinación. Comprendí que no necesitaría mi ayuda; podía hacerlo sola. Nunca había estado tan cerca de alguien, pensé.

—¿Es para su sobrina? —Sabía que estaba excediendo un límite al preguntarle eso. Habíamos conversado lo justo y necesario, nada sobre nuestras vidas privadas, pero sentí que me lo debía.

—Pa’ su niño, sí. —Sentía cómo se vestía detrás de la puerta y podía reconocer cada gesto. Lo hacía de abajo hacia arriba, eso estaba claro. Se abotonaba el chaleco en la misma dirección, lo que suele ser poco común. Se perfumaba. Se ponía los anillos de la mano izquierda primero y después los de la derecha. Finalmente, los zapatos.

Cuando salió de la habitación, me dio un escalofrío. Era otra persona, muy digna, hasta despectiva. Le pasé su alcancía, le dije que había comprado todo excepto el chocolate amargo; no tenían de la marca que quería, pero que yo tenía un poco en mi piso y se lo podía subir después.

—No te preocupes, niña. —Dijo y se sentó en la máquina de coser de la sala de estar. Nos quedamos en silencio; solo se escuchaba la máquina de coser. Comencé a soltar los músculos por primera vez desde que estábamos en España. Ella se detuvo, me miró y movió los labios como lo hace alguien que se compadece de otra persona. Imaginé que yo le había hecho el mismo gesto en algún momento; teníamos esos intercambios. Tomó sus lentes, se los puso y continuó cosiendo. Me daba la espalda mientras lo hacía. Miré las fotografías de las carrozas que crecían a su alrededor; Carmen era fascinante. Me sentía muy cómoda en ese lugar, y las lágrimas comenzaron a desplegarse con completa naturalidad. Me entregué a ese piso, me entregué a los pañales, a las sábanas sucias, a la intimidad, a esa vieja andaluza. Pasó un rato hasta que sonó el timbre; había llegado Ignacio. Noté que se sorprendió al ver a Carmen; todo había cambiado mucho, hasta él se veía más descansado.

—Supongo que querrán pasar la Noche de Reyes solos. Yo ya me voy a dormir. —Me imagino que a mucha gente esta expresión le podría parecer amarga, pero a nosotros solo nos desconcertó por un segundo. Estábamos felices de poder volver a nuestra casa y descansar. Ignacio intentó decirle que, si necesitaba algo más, no dudara en avisarnos, pero Carmen lo interrumpió con un gesto. El cambio de la mujer era radical, pero no incongruente. Fui a buscar la ropa de la lavadora para tenderla y ella nos fue acercando a la puerta en silencio. Nos dio las gracias.

—El jueves paso a buscarte para llevarte al doctor. —Afirmé sin dudar. Ella me miró y asintió con la cabeza.

Fuimos a tender la ropa en la azotea. Tomé sus sostenes y su ropa interior manchada, pero limpia, y la extendí como una bandera al viento. Nos quedamos disfrutando del aire unos minutos; el cielo se había abierto, ya no había sol, todo estaba pintado de azul. Volvimos a nuestro piso e Ignacio me contó que, de camino a buscarme, se había encontrado con unas vecinas. Él le contó toda nuestra tragedia, o más bien, la tragedia de Carmen, y se coordinaron para hacer turnos, llevarle las compras, ayudarle con el cambio de sábanas y bajarle la basura. Yo sabía que esa idea no le agradaría, pero preferí que las cosas tomaran su curso. Ignacio me decía que, con la ayuda de esas vecinas y de Robles, solo tendríamos que ir dos veces cada uno por semana mientras pensábamos qué hacer a largo plazo. Yo solo lo miraba y pensaba que tenía unas pestañas hermosas y que era la persona más gentil que conozco.

Ignacio se fue a dar una ducha mientras yo preparaba arroz. Escuché a Carmen moviéndose arriba. Caminaba desde la sala de estar hasta su pieza. Me la imaginé cambiándose la ropa y volviendo a ponerse un camisón, uno parecido al que tenía cuando la encontramos. Estaba exactamente arriba de mí, sentada sobre su cama.

La ducha se cerró y serví dos platos de arroz con huevo.


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