Señales
Gatuso mira absorto la pantalla. Su escena favorita, al fin: el león grande y el león pequeño, juntos al filo del acantilado de cara a una esponjosa extensión sin orillas, naranja bajo el vasto sol del horizonte. La fascinación de Gatuso brota del paisaje, desconocido y, al mismo tiempo, familiar, vagamente familiar, como un aroma a atún palpado en sueños.
Conoce la escena como la palma de su pata. Solía verla con el niño. Era una tortura placentera: aquel diablillo rubio, tras perseguirlo por todos los rincones del departamento, lo cargaba como a un peluche, lo llevaba hasta el sillón y lo mantenía cautivo entre sus bracitos de fideo hasta que la película terminaba. Niño malcriado, insoportable como un poodle. Pero ya no más. El niño se fue. Desapareció como una rata. Y Gatuso está feliz, porque ahora, para ver la película, puede acurrucarse a sus anchas en el sillón, imitando la forma curva de una barra de pan.
Su felicidad, sin embargo, es empañada por el creciente jadeo húmedo que emerge a su derecha. Gira la vista; al otro extremo del sillón, iluminado por el resplandor que emerge de la pantalla, se encuentra aquel moreno caradura que presume ser su amo (solo un perro puede tener amo), radiante en otro tiempo, abatido ahora entre los cojines, flaco, cada vez más flaco como el cigarro que muere lento en su boca, flaco y quebrado como sus ojos lacrimosos ante la televisión. Lleva una semana viendo la misma película. Desde que la mujer se llevó al niño, el hombre, echado en el sillón, sintoniza una y otra vez la trágica historia del rey de la selva. Y llora. Solloza. Siempre con la misma escena. La escena en que el rey muere, traicionado por su hermano, quien lo empuja por un precipicio.
Estudiando al hombre, Gatuso se pregunta en qué momento se volvió tan sensible, tan debilucho.
Aunque esta vez algo pasa. Justo cuando el león está a punto de morir, la televisión se apaga de golpe. También, una lámpara del rincón. En un segundo, el pequeño departamento ha quedado hundido en la fina penumbra del atardecer que ingresa por el balcón. Solo se distingue el diminuto círculo amarillo del cigarro, aunque no por mucho tiempo: el hombre se lo quita de la boca y lo lanza con furia a un suelo sembrado de colillas y varias latas de cervezas.
–Mierda –balbucea como un bebé–. Lo que faltaba.
Gatuso mira cómo la silueta echada a su lado se levanta entre quejidos y camina hasta la televisión para darle una serie de golpecitos infructuosos. El hombre revisa el enchufe, mueve los cables, aprieta botones del control remoto, pero nada. La televisión está tan muerta como el león. Entonces le da un feroz puñetazo; Gatuso, ovillado entre los cojines, se incorpora de golpe ante el estruendo de la televisión sobre el piso. La silueta, tambaleándose como si sus piernas fueran de gelatina, se dirige luego hacia la pared junto a la biblioteca y aprieta el interruptor de la luz. No ocurre nada. El departamento sigue en sombras.
–Puta vida. –Abre la ventana, sale al balcón, echa un lento vistazo a la ciudad, luego vuelve al sillón y se deja caer de espaldas como un buceador en aguas negras. Enciende un nuevo cigarro–. Puta vida…
Gatuso bosteza. El asunto le parece patético. Decide distraerse en el circuito de siempre. Entonces estira sus huesos y, ligero como la hoja seca que cae en otoño, se lanza de un brinco hasta el piso. Vuelve a estirarse, vuelve a bostezar. Envuelto en la nube de tabaco que flota estática en el departamento, se deja arrastrar por la inercia hacia la cocina, esquivando con sensualidad maquinal las colillas de la alfombra como si fuese desfilando por un campo minado que al mismo tiempo es una pasarela.
La cocina está un poco más iluminada. En la amplia ventana situada sobre el lavaplatos se enmarcan dorados los edificios de la ciudad, bañados por los últimos guiños del sol. Gatuso se dirige al rincón donde está su plato con galletas de pollo. Al menos este hombre devenido en deprimida bestia aún puede llenar su plato. Y, sin embargo, pese a que son sus favoritas, Gatuso cree que esta vez las galletas tienen un sabor extraño. No es que sea un sabor diferente. Es, de hecho, justamente al revés. Mientras la tritura con sus colmillos, juzga que tienen un sabor demasiado conocido, demasiado predecible, como un maullido que, de tanto repetirlo, pierde su significado, su sello de novedad. Entre arcadas, Gatuso escupe al plato pequeños fragmentos viscosos, convencido de que, al menos por hoy, su plato no guarda espacio para el asombro.
Sin darse cuenta, empujado una vez más por el flujo de la costumbre, se halla de pronto en el otro rincón de la cocina, donde está su cuenco con agua. El flujo se rompe, sin embargo, cuando Gatuso, en vez de hundir su lengua de lija en el agua, se queda simplemente mirando el cuenco. Hace mucho tiempo que no reparaba en su rostro, difuso ahora sobre la superficie quieta y ensombrecida del agua. Imperfecciones, nada más. Su pelaje azabache, antaño lustroso, hoy aparece tan desteñido como aquella alfombra del living transformada en cementerio de colillas. Y esos bigotes, largos y torcidos como las cuerdas de la guitarra que él mismo cortó con sus garras, hastiado ya de las cursilerías que el hombre le cantaba al niño, y a veces también a la mujer.
Al rato la penumbra se hace espesa y sus rasgos se van disolviendo inexorables en el agua. De pronto ya no quedan más que sus contornos; primero con sorpresa, luego con espanto, Gatuso advierte que, desde lo más hondo del cuenco, lo mira fijamente, con ojos amarillos, un león. Haciendo caso a su cola encrespada, da media vuelta y sale disparado como un conejo.
Cuando el pánico cesa al fin, entiende que está sentado en la caja de arena, la última parada del circuito, aliviando su panza voluminosa. Un pestañeo más y ahora está nuevamente sobre el sillón, sacándole brillo, con su lengua de lija, a su envoltura azabache
Algo anda mal. La lengua, entonces, se detiene. No es solo el picor que desde hace un rato está atacando su garganta. Es otra cosa. Mirando hacia sus adentros, Gatuso se pregunta si él es, en verdad, el rey de su vida, o si, por el contrario, no es más que un vasallo al servicio de una fuerza ciega, inmemorial, perversamente silenciosa que lo hace ir y venir, ir y venir de un lado a otro, inconsciente como un sonámbulo, para cumplir así con la puta rutina: comer, mear, lavarse y dormir, y luego comer, mear, lavarse y dormir otra vez, y otra vez, y otra, y otra, y así, cada día, como si estuviera atrapado en una película absurda en que el comienzo es el final y el final, el comienzo.
Su único portal hacia algo diferente, hacia un mundo situado fuera de las estrechas paredes negras de este departamento gobernado por el humo, era la televisión. Maldito bastardo, piensa mirando la espalda enjuta del hombre que, más allá del cristal de la ventana, ensombrecido por el atardecer, se halla nuevamente en el balcón, la cabeza gacha, las manos sobre la baranda, observando quién sabe qué, las calles abarrotadas quizá, los carros, el movimiento frenético de cuerpos ajenos que a cada paso exhalan vida, la vida que ha de vibrar en todos los lugares, pero no en este departamento.
¿Cuándo se jodió este hombre? Gatuso recuerda la época en que vivían los dos. Solo los dos. Con ojos chispeantes, el hombre se la pasaba largas horas en su escritorio, poseído por el ritmo infatigable de los dedos que caían suaves y ágiles sobre las teclas del ordenador, llenando y rellenando con extraños signos negros la interminable hoja blanca de la pantalla. Luego, cuando la noche entraba por el balcón, el hombre se levantaba al fin del escritorio, encendía las luces y se lanzaba al sillón para sobarle la panza a Gatuso y mimarlo con snacks de atún. Entonces se iban juntos a la cama. El hombre se dormía con un libro abierto sobre el pecho, y Gatuso, en un pequeño hueco formado por el brazo y las costillas del hombre. Hasta que un día apareció la estúpida mujer rubia y luego el estúpido niño rubio y entonces todo se fue a la mierda.
Es el rey. El león. Sus patas arañando urgidas las rocas que componen el borde del acantilado. Abiertos sus ojos amarillos, vastos como la última exaltación de sol que antecede a la oscuridad del poniente. Las pupilas dilatadas en el cielo, la ayuda no aparece. Su hermano. Aparece su hermano. Puede ayudarlo. Puede. Pero el egoísmo, la ceguera. Ceden las garras del rey. Su sepultura es el aire, el viento helado engendrado por el precipicio y la traición.
Gatuso abre los párpados. Lentamente, como las alas rotas de un ave. De inmediato se retuerce bajo el rigor de una tos seca. Y otra. Y otra. No sabe cuánto ha dormido, solo sabe que el picor en su garganta ha crecido con rudeza. Carraspea ásperamente. Tal vez sea una bola de pelos atascada. Le ha ocurrido antes, son las consecuencias de una obsesiva pasión por la higiene. Pero, tras echar un vistazo a su alrededor, advierte que no. Que, en realidad, la causa de su picor es el aire tóxico, inmóvil, esas volutas de humo que se cuelan como culebras por su rosada nariz.
El culpable está ahí, en el extremo opuesto el sillón, moreno, más moreno en las sombras, la nuca apoyada en el respaldo, un nuevo cigarro en la esquina de la boca.
–¡Bastardo bueno para nada! –ruge Gatuso, sabiendo de antemano que su lenguaje es inaccesible para el humano–. ¡No tienes consideración alguna por mis pulmones!
El hombre gira la cabeza; en la penumbra del departamento, atenuada ligeramente por el resplandor nocturno de la ciudad que trepa por el balcón, Gatuso puede ver el temblor de sus ojos, vacíos e insondables como la fisonomía de un precipicio.
–Puta vida, mi amigo. –Sus palabras balbuceantes emergen envueltas en el humo–. Tú y yo ante esta puta vida.
El hombre alza la mano, lenta, torpe, el cigarro entre los dedos, y la mano se estira, horada el aire opaco, busca la cabeza suave de Gatuso, quien, sentado al otro extremo del sillón, puede ver cómo la mano se acerca, trémula, sombría, humeante por el cigarro entre los dedos, ni te atrevas, bastardo, a tocarme con tu mano asquerosa, y la cola de Gatuso se endurece, repentinamente se eriza, y las garras, empujadas por un desconocido frenesí, van floreciendo silenciosas, brillantes por la punta de sus patas, ni te atrevas, bastardo, ni te atrevas, por primera vez desde que lo recogió a la orilla del río en aquella noche invernal extraviada en el tiempo, cuando él apenas sabía maullar, Gatuso se siente capaz, no sin cierto dolor, de atacar del hombre, de hacerle daño. Entonces la mano cae, suave y sudorosa, sobre Gatuso, e inmediatamente la mano se retira, se eleva acompañada de un grito como si hubiera tocado una olla hirviendo, el cigarro volando por los aires hasta apagarse en la alfombra, mientras el hombre, pasmado ahora, contempla su mano que vibra, surcada, de un segundo a otro, por crecientes hilos de sangre.
Gatuso asume que el hombre va a vomitar una sarta de insultos para luego golpearlo, del mismo modo que golpeó la televisión hace un rato, del mismo modo que golpeó a la mujer la noche en que ella, con la mejilla morada, decidió tomar al niño y partir. Sin embargo, el hombre, petrificado, se limita a mirar, primero a su mano roja, luego a Gatuso, y luego a su mano roja otra vez.
–Ya, ya –susurra con voz tambaleante como la piedrecilla al filo del despeñadero–. Entiendo, entiendo…
Al rato se levanta, camina hacia la biblioteca junto al escritorio y coge una pequeña foto enmarcada apoyada contra los libros.
La mira.
Es él, en alguna playa soleada, abrazando a la chillona mujer y al malcriado niño.
Entornados los ojos, la mira.
De pronto, empuñando la mano ensangrentada, la eleva por el aire negro; en el sillón, los pelos de Gatuso se yerguen ante el sonido agudo del cristal quebrándose. A través de la negrura, puede ver cómo el hombre, con la mano más roja que antes, retira la foto del marco roto para, lentamente, romperla.
–Ya, ya. Entiendo, entiendo…
Los trocitos de la foto se unen al cementerio de las colillas, y el hombre, para sorpresa absoluta de Gatuso, se sienta ante el escritorio, abre el ordenador que, al parecer, le queda un resto de batería y, sin limpiarse la mano, con el aspecto de un fantasma debido a la pálida luz de la pantalla que lo envuelve, empieza a teclear.
La noche ya es madura, y la ciudad se estira, luminosa y susurrante, bajo las patas de Gatuso. Sentado al borde del balcón, con la esperanza de que la brisa fresca pueda borrarle la culpa de sus garras, contempla, desde este piso 10, los autobuses que, diminutos allá abajo, se deslizan calmos por la calle, las personas que transitan charlando como hormigas felices por la acera, los perros que corren de acá para allá jugando como idiotas en la pequeña plaza arbolada.
Gatuso cree de pronto estar dentro de su escena favorita, cree ser el rey erguido ante su reino. Solo que él, a diferencia del león, no conoce este reino. Apenas lo ha pisado. Hurgando en su memoria, solo ve confusos retazos del río donde lo recogió el hombre; es todo lo que recuerda, todo lo que conoce de la ciudad. De ahí en más, su mundo se redujo a un sillón, a una caricia humana perfumada a tabaco, a un calabozo con forma de departamento.
Con las luces de los edificios reflejándose palpitantes en sus pupilas, Gatuso se pregunta cómo será la vida allá abajo, qué sorpresas, qué bocados, qué gatitas esconderá, mientras el rumor incansable de este reino misterioso, caracterizado por coches y transeúntes, asciende, como un ronroneo lleno de presagios, hasta sus orejas puntiagudas.
Al poco rato, sin embargo, el rumor adquiere una resonancia un tanto hostil, como si el ronroneo se hubiera convertido en un rugido lleno de reproches. Gatuso se ruboriza de inmediato y, como si masticara nuevamente las galletas de pollo, siente cómo un sabor agrio comienza a dominar su paladar. Lo sabe, claro que lo sabe: es el rugido de los leones, sus parientes lejanos que lo regañan merecidamente por su pereza, su cobardía, su inmundo amor a la mediocridad.
Gatuso derrama su mirada una vez más por las calles, tantea su latido. Luego mira hacia el interior del departamento, hacia el moreno cuerpo triste que, inclinado sobre el escritorio, hace rebotar sus dedos sobre el teclado. Los leones también hubieran agredido a ese hombre, intenta convencerse Gatuso.
Aquella agresión es su único trofeo felino. El primero de muchos. Porque la decisión está tomada.
La puerta negra se yergue como una lápida ante Gatuso. Sentado frente a ella, la mira fijamente, mientras su cola rígida corta el aire detrás de él como una espada. Si tan solo tuviera una mano con dedos largos y flexibles… Una mano como la que usó la mujer cuando, entre lágrimas y con el niño entre sus brazos, giró la manilla y atravesó el umbral sin mirar atrás.
En busca de nuevas posibilidades, da la vuelta, cruza las sombras del departamento y de un salto sube hasta uno de los anaqueles centrales de la biblioteca, repleto de tomos gruesos y desteñidos y bordados con letras indescifrables para él: Pizarnik, Pavese, Plath y demás. Gatuso se desliza hacia la esquina del anaquel, donde hay un pequeño galardón plateado; con su pata rauda, lo empuja. Sin embargo, el estruendo del galardón contra el piso no inmuta en lo más mínimo al hombre, quien permanece sumergido en la escritura.
Entre gruñidos, Gatuso camina ahora hacia la esquina contraria, donde, apoyada contra un libro de un tal o de una tal Woolf, se encuentra una foto enmarcada del tonto niño rubio. Su pata repite el procedimiento. Ante el estallido de cristales rotos, el hombre, por primera vez desde que se sentó, quita los ojos de la pantalla. Con la cabeza hacia el suelo mira la foto unos segundos. No le importa, enseguida vuelve a posar la mirada sobre el ordenador.
Masticando su fracaso entre gruñidos ahora más ruidosos, Gatuso aterriza ligero en el piso. Su plan era espantar al hombre. El niño solía andar descalzo por el departamento, de manera que el hombre, siempre que veía un vidrio quebrado en el suelo, enloquecía: primero limpiaba rápidamente con la escoba, y luego echaba los vidrios a una bolsa que salía a depositar a unos contenedores situados quién sabe dónde. Lo importante era que, para salir, debía abrir la puerta. Pero claro, el maldito niño ya no está…
Entre hondos bostezos, Gatuso vuelve al sillón y se acurruca como una barra de pan entre los cojines. En la oscuridad del departamento, los ojos se le hacen pesados, cada vez más, y bosteza, bosteza y bosteza como un prisionero esperando la liberación.
Sobre el telón negro de sus parpados, comienza a proyectar su vida cuando abandone el departamento. Apenas se abra la puerta, correrá, como la mujer y el niño, sin mirar atrás, bajará las escaleras y saldrá, al fin, a esa región desconocida que es la calle.
Al principio, tal vez, su cola erizada le revelará el vértigo de la calle, con esos bocinazos y esos cuerpos caminando raudos y serios por la acera, y entonces recordará, durante una fracción de segundo, el silencio que caracterizaba al departamento. No pasa nada, pensará, soy un león, soy un león. Se adentrará en una callejuela y conocerá a una pandilla de pelaje atigrada que lo acogerá. Cuando llegue la hora de la cena, se dará cuenta de que no hay cena, puesto que cada uno debe cazarla. Sus compañeros le recomendarán ir al río, donde están las ratas más suculentas de la ciudad. De camino hacia el río, su paladar evocará, durante una fracción de segundo, la estela de las galletas de pollo. La suerte, sin embargo, lo hará encontrarse con una pequeña barra de jamón al costado de un contenedor de basura. Exhibiendo una sonrisa formada por colmillos, volverá a esa madriguera hecha cajas de cartón donde vive la pandilla. El felino más fornido, con un tajo en la cara y el pelaje lleno de sarna, se acercará y de un manotazo le quitará el botín.
–Buen trabajo, muchacho. Ya puedes irte.
–¿Cómo?
–Que te vayas, he dicho.
La noche se hará más noche y Gatuso, errando por la orilla del río, envidiará la vida de las ratas que juntas nadarán de espaldas en el agua. Pensará entonces en el hombre, en la bendita hora en que lo recogió junto a este mismo río, en las tardes en que, tras servirle un cuenco de leche, le acariciaba la panza, en cómo se volvió un desgraciado la noche en que la mujer, sollozando, le reveló que él no era el padre del niño.
Volverá entonces a inmiscuirse en el laberinto de la ciudad, decidido a reconquistar el departamento, la obscena pero deliciosa mediocridad, la caricia del hombre, del amo.
Tras vagar toda la noche, descubrirá a la distancia, iluminado por el sol naciente, el balcón donde solía contemplar la ciudad, aquel desconocido pero familiar reino palmado en sueños, ahí es, ahí es, ahí es…
La puerta, extrañamente, está abierta. Un grupo de personas con placa en el pecho registran el departamento. Con pinzas y guantes blancos recogen las latas de cerveza y las colillas del piso y las insertan en gruesas bolsas transparentes. Pese al frío del amanecer, la ventana que da al balcón está completamente abierta; desde la calle asciende un concierto de bocinazos, acompañado por uno que otro grito, alboroto inusual a esta hora de la mañana.
–Mire, inspector.
–¿Sí?
–El ordenador. Y está encendido.
–¿Algo interesante?
–Mmmh… Un word de nueve páginas, inspector.
–Vamos, lee el comienzo.
–Dice: Gatuso mira absorto la pantalla. Su escena favorita, al fin: el león grande y el león pequeño, juntos al filo del acantilado…
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