jueves, 30 de enero de 2025

1er Relato Zakareya Kojalli

 

                                                                Zakareya Kojalli


 

                                                          De tal nombre, tal hombre  

 

 

 
        Mi abuelo solía repetir constantemente esta expresión para decir que ciertos nombres reflejan muy bien el carácter de las personas que los llevan. La decía siempre, especialmente cuando oía nombres específicos, como los nombres bíblicos, cuyo significado está relacionado con el nombre de Dios. A él le gustaba conversar con personas que llevaban este tipo de nombres y, con curiosidad, trataba de descubrir si el significado de sus nombres se reflejaba en sus acciones. Muy a menudo, al final de esas conversaciones, terminaba muy decepcionado o muy feliz, porque podía entonces expresar su famosa declaración: "De tal nombre, tal hombre."
      Además, mi abuelo solía usar esta expresión con más frecuencia cuando el nombre de alguien coincidía de manera perfecta con su apariencia física. Como yo pasaba mucho tiempo con él, especialmente durante los veranos en su chalet en las montañas, mi mente quedó profundamente marcada por muchos de sus hábitos y expresiones lingüísticas. Por ejemplo, si hoy me encuentro con una chica que me dice que su nombre es Rosa, de inmediato siento como si fuera un perro de caza y comienzo a buscar una conexión entre su nombre y su apariencia. Ah, es una chica de piel blanca, con una cara tan bonita, sus mejillas suavemente sonrosadas, lo que crea un fuerte contraste con el color de su piel. Probablemente no diría en voz alta la famosa expresión de mi abuelo, pero seguro que la pienso en silencio en mi mente. Sin embargo, si además de todo eso, la chica parece tan limpia y huele tan bien, ya no estaría tan seguro de que esa famosa expresión de mi abuelo no se escapara de mis labios, para que luego cayera en sus oídos como una bomba. Y no solamente eso, creo que incluso podría sentir el impulso de llamarla con un nombre relacionado con el significado de una rosa. Tal vez algo loco, como "Rosario Flores de la Rosaleda-Paraíso". Es que el nombre encaja tan bien con su apariencia que ya no sabría si alguien podría llamarla por otro nombre que no fuera Rosa o Flor.
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        Bueno, pues en el caso de Rosa, como ya hemos visto, el nombre se ajustó muy bien a su apariencia, hasta que yo me di a mí mismo la libertad de darle un nombre y apellido, todos relacionados con el significado de la rosa. Pero en muchos otros casos, el nombre y la persona no siempre quedan tan armoniosamente relacionados. Lo que quiero decir es que, a veces, cuando escucho el nombre de alguien y la única información que tengo de esa persona es su nombre y su apariencia física, me quedo con la boca abierta.
        Claro que es una forma de hablar, no es que literalmente me quede con la boca abierta ni que se me salgan los ojos, pero seguramente mi cara cambiaría de color, me pondría roja, y mis ojos tal vez irían a la derecha o a la izquierda, o bajaría la vista y miraría al suelo, tratando al menos de no mirar a los ojos de esa persona que acaba de decirme que su nombre es Manuel Delgado y que apenas es capaz de mantenerse de pie por ser tan gordo.
       Así como desde siempre tengo este hábito, tan pronto como escucho el nombre de una persona, casi de manera inconsciente, me veo obligado a comparar el significado de su nombre con su apariencia física, que a veces contrasta marcadamente con el significado de ese nombre, lo cual genera confusión. A veces me pregunto, ¿por qué será que casi siempre me veo obligado a hacer esta comparación entre el significado de un nombre y el estado físico o espiritual de la persona que lo lleva?
        Seguramente no es porque me guste burlarme de esa persona, sino porque inmediatamente recuerdo el famoso dicho de mi abuelo: "De tal nombre, tal hombre", que quedó marcado en mi memoria desde que era un niño. Por eso, creo que siempre me veo obligado a hacer esta comparación entre la persona y su nombre, especialmente cuando el nombre de esa persona tiene un significado especial o diferente.
        Después de todo lo que he dicho, estoy seguro de que alguien puede tener la curiosidad y preguntarme: ¿Y tú, qué nombre tienes? ¿Tu nombre encaja bien con tu carácter? Yo creo que estas son preguntas muy legítimas, y que de cierta forma tengo que responderlas, y así demostrarles si verdaderamente me conformo al dicho de mi abuelo: "De tal nombre, tal hombre."
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         Pues déjenme contarles mi historia personal con el nombre que llevo, el que fue la misma persona que marcó mi memoria con su famoso dicho: “De tal nombre, tal hombre”, quien pudo convencer a mis padres de dármelo. Pues sí, ¡lo adivinaron! Es mi querido abuelo, quien convenció a mis padres de darme el nombre de Zacarías. Pero antes de hablar de eso, primero permítanme orar por el alma de mi amable y alegre abuelo, a quien amé mucho cuando estaba vivo, y sin duda lo amaré para siempre, debido al impacto que dejó en mi educación y toda la influencia que tuvo en mi pensamiento, con su mente iluminada, propia de un verdadero sabio. Sin olvidar lo que me dejó como un ídolo y ejemplo a seguir, así como por su personalidad equilibrada que reflejaba su naturaleza solidaria y su nobleza como un ser generoso.
         De hecho, él fue también un hombre que reflejaba perfectamente el significado de su nombre, Clemente. Aparte de haber sido tan amado por todas las personas cercanas a él, también fue una persona muy bondadosa, tolerante y siempre bien misericordiosa en su trato con la gente. Una vez más, que Dios tenga misericordia del alma de mi querido abuelo y le conceda el lugar que merece en el Paraíso.
        Zakareya es lo mismo que Zacarías en español, pero como es de origen hebreo, debe ser pronunciado y escrito de la manera mencionada. En todo caso, si mis padres aceptaron darme este nombre, evidentemente eso fue porque mi madre era muy religiosa, y mi abuelo no tuvo que esforzarse mucho con ella para convencerla, ya que al escuchar el significado de este nombre, se quedó muy enamorada de ello, y inmediatamente lo había aceptado. En lo que concierne a mi padre, él, como no era nada religioso y no le importaba si mi nombre era pagano o bíblico, también lo aceptó por respeto a su padre, que está respetado por el resto de la familia así como por todo el mundo que lo conocía.
         En fin, que Dios perdone a mis padres, y que sea muy misericordioso con sus almas, ya que desde hace pocos años, ellos también se unieron a mi querido abuelo en su eterno paraíso.
        Perdonad, es que siempre salgo del tema para abordar otras ideas que me pasan por la cabeza, pues lo siento, pero dejadme volver para hablar del nombre de Zakareya, que está compuesto por dos palabras. La primera es Zakar, que significa "recordar" en hebreo, y la
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segunda es Ya, que es el nombre de Dios. Así que muy sencillamente, mi nombre quiere decir "Dios se recordó".
         No obstante, me voy a tomar unos segundos para explicarles de qué manera se forman este tipo de nombres compuestos en la lengua hebrea. Según la gramática de esta antigua lengua, cuando el nombre de Dios forma parte de un nombre compuesto, si el nombre de Dios se coloca al final del nombre, se pronuncia como Ya y luego se añade la otra parte del nombre para formarlo. Y si se coloca el nombre de Dios al principio, se pronuncia como Yu y luego se añade la otra parte del nombre compuesto, como es el caso con la formación del nombre Yuseph o Joseph, el cual, según las explicaciones de mi abuelo, significa: "Dios da", o precisamente eso, "El regalo de Dios".
       En fin, como mencioné antes, el nombre de Zakareya lleva en él la cualidad de recordación. Así que, vamos a ver si yo soy una persona que recuerda mucho y que vivo en las profundidades del pasado más que en el recién presente, para que quizás yo mismo puedo comprender, porque yo me quedo siempre confuso, en el momento de hablar del futuro!
       Bueno, pues la mejor manera de saberlo, es que yo voy a hablar, y os dejo la tarea de descubrirlo, y así que al final ustedes me dirán que si mi nombre verdaderamente se refleja en mi carácter y en mis hechos.  
        Para comenzar, y aquí tengo que decirles recuerdo muy bien, y casi hasta hoy, cada vez que alguien me preguntaba que es mi nombre, y lo decía Zakareya, escuchaba exclamaciones como:           Ah, es un nombre bíblico, pero ¿qué tan viejo y antiguo es, no?  Es que solamente cuando os explique lo que me pasó en la vida y cuál es mi forma de ser, y algunas veces mi forma de estar, ustedes comprenderán por qué mi querido abuelo me decía siempre: "Tal nombre, tal hombre".       Antes de continuar y hablar de mi nombre, debo decirles que este nombre no me gustaba mucho cuando era niño, particularmente, cuando estaba en la escuela primaria. Aunque hoy soy un hombre viejo y tengo más de sesenta años, los recuerdos de mi infancia y, sobre todo, lo que está relacionado con mi nombre, permanecen tan vivos en mi memoria que los recuerdo como si hubieran pasado ayer. La verdad es que los niños, mis compañeros de clase,
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siempre fueron muy duros y crueles conmigo.         Claro, ellos solo querían jugar y divertirse, y como niños inocentes no se daban cuenta de lo triste que me ponía cuando, a menudo, me llamaban "Kaka-Rias" o "Saca-rias" todo el tiempo. Evidentemente, ahora, como adulto, puedo comprenderlo como una desagradable broma, pero cuando era niño no sabía cómo reaccionar. Simplemente, para mí, eso fue un horror y de cierta manera me hizo odiar la escuela. Recuerdo cómo, a veces, regresaba a casa llorando y le preguntaba a mi madre, con mucha pena, por qué me habían dado ese nombre que hacía que mis amigos se burlaran de mí en la escuela.            Mi madre siempre trataba de calmarme y explicarme que era el nombre de un profeta amado por Dios, muy sabio y piadoso.           Así que, aparte de ese amargo recuerdo de mi lejana infancia, tengo otro recuerdo, pero es todo lo contrario a lo que mis compañeros de clase me hicieron sufrir. Lo recuerdo como si estuviera justo frente a mi querida madre. Esto ocurrió, probablemente, cuando tenía menos de cinco años, cuando mi madre me preguntó si la quería. Y solo Dios sabe cuánto amo a mi madre. Cada vez que recuerdo esta historia, me hace llorar. Nunca olvidé esos ojos verdes de mi madre, tan bonitos y brillando como zafiros puros, cuando escuchaba mi respuesta a su pregunta. Seguramente, ella no esperaba esa respuesta de un niño que acababa de cumplir cuatro años. Cariñosa como era, me preguntó: "Zakareya, ¿me quieres, cariño?" Y yo, con mucho entusiasmo, me puse de pie y levanté mis manos hacia el cielo para decirle: "¡Sí, madre, te quiero mucho, te quiero como amo el pájaro que canta y el gran azul del vasto cielo!"         Mi madre, con sus lágrimas, me abrazó y me dio tantos besos, con un sonido entre llanto y risa. No sabía si mi madre estaba feliz o triste por mi respuesta, pero sí recuerdo que ella dijo: "Oh, mi niño, mi querido niño, ¡eres un poeta!"        Y claro, yo no sabía qué significaba "poeta", y eso me asustó, dándome la impresión de que mi madre no estaba contenta con mi respuesta. Por eso me quedé callado, y no me atreví a preguntarle qué significaba "poeta". Pero, como la escuchaba contar lo que pasó con tanto orgullo a todas sus amigas y a los miembros de la familia, comprendí que la palabra "poeta" no era algo malo.        Creo que ese fue uno de los recuerdos más dulces de mi infancia. También recuerdo algunos
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momentos de mi juventud que son un poco menos orgullosos, como cuando mi madre a veces me decía que era muy caprichoso y que nunca vivía el presente.         Y es cierto, yo nunca podía disfrutar del presente, pero cuando este se convertía en pasado, volvía a recordarlo con nostalgia y cariño. La impresión que me da es que siempre deseaba volver atrás en el tiempo para revivir esos momentos. Y eso, simplemente, porque en el momento en que algo me sucedía, no lo vivía conscientemente, ya que estaba demasiado preocupado por pensar y planear algo para el futuro.         Cuando era joven, tenía tantas ambiciones, proyectos, deseos y sueños por realizar, y como pasaba el tiempo pensando en cómo organizarme para cumplirlos, parecía que nunca apreciaba lo que ya había logrado. Fuese un texto de poesía, un cuadro de pintura, una escultura o incluso terminar un maratón de larga distancia, siempre lo veía como algo mecánico: terminar y pasar al siguiente. Nunca me paraba, siempre corría. Y si por casualidad me detenía a descansar un poco, ya era el momento de recordar lo que había logrado, pero eso ocurría siempre un poco más tarde, nunca en el momento en que las cosas sucedían.        De algún modo, los momentos más intensos y vivos de mi vida son los que viví en el pasado, porque, en esos momentos, no supe disfrutar del presente debido a mis preocupaciones. El presente, al final, quedó anestesiado. Por supuesto, me gusta la antigüedad, la historia me fascina, y por eso procuro inconscientemente siempre devolver todo al pasado.        Así que, fiel a mí mismo, con tantas ideas que pasan por mi cabeza, me he desviado del tema de lo que estaba hablando, y ahora recuerdo que tenía que terminar lo que mi madre siempre me decía: que soy nada más ni menos que un verdadero caprichoso, y que cuando me dé cuenta de eso, será demasiado tarde. Tan tarde que ya el tren se habría ido, dejándome atrás, solo y perplejo, por haber pensado tanto en el próximo viaje que me olvidé de llegar a la hora justa para tomar el tren del momento.        Es que después de tantos años y experiencias, creo que ya me conozco muy bien, y pienso que mi madre tenía razón. Y de alguna manera, eso confirma el dicho valioso de mi querido y justo abuelo, quien siempre me decía: "Tal nombre, tal hombre". Dios, tantas veces me lo había dicho... ¡yo qué sé! Un montón. Y por lo tanto, es cierto. Según lo que mi madre siempre me llamaba, además de "Zakareya", ella siempre me llamó, aunque sabía que no era justo y que yo era muy serio, y que me gustaba hacer las cosas con el corazón lleno.
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Pero a pesar de todo eso, recuerdo con cariño cómo me llamaba "el juguetón". Pero, ¿qué culpa tengo yo de todo eso? ¿Por qué me dieron este nombre tan relacionado con el recuerdo, este "Zakareya" que tanto se recuerda?          Como sabemos, a veces los nombres influyen en la vida y el destino de quien los lleva. Entonces, ¿por qué mi sabio abuelo no convenció a mis padres para llamarme, por ejemplo, "El Afortunado y Plácido Varón"? Quizás ese nombre habría influido en mi vida de una manera que me hubiera hecho rico y feliz, en lugar de quedarme contando mis céntimos. Yo qué sé, tal vez podrían haberme dado otro nombre, pero que tuviera algo de poder y fantasía, como "El Poderoso Mágico Faraón", y así sería un hombre de poder y magia, con mujeres corriendo detrás de mí, en lugar de quedarme solo y abandonado a mis sesenta años.       ¿Por qué me dieron este nombre de "Recordón"?        ¿Por qué no me llamaron de otro modo, aunque sea "El Cabrón"?

-Relato 2B de Juan Carlos Gil

MATCH

Miguel camina al lado de Alicia por las estrechas calles del casco antiguo de Sevilla. Ella sonríe, mientras él parece inmerso en sus pensamientos.

—¿Estás bien? —Alicia inclina la cabeza. Sus ojos observan el rostro de Miguel.

—Sí, sí —responde él, fingiendo una seguridad que no siente.

Pero la realidad es otra. Miguel está concentrado en un enemigo inesperado: el solomillo con salsa roquefort que ha cenado. Una especialidad de la casa, cargada de queso. Dentro de unos años, Miguel recordará este paseo, pero ahora solo piensa en el solomillo.

Mientras caminan, él siente que el queso no solo está en su estómago, sino también en su cabeza. Se ha convertido en un tercer acompañante, indeseado, que amenaza con sabotear la velada. Por eso, el paseo es su tabla de salvación.

Para Miguel, esa caminata cumple tres funciones esenciales.

Primero, el aire libre, que disipa cualquier posible consecuencia gaseosa.

Segundo, el bullicio de la ciudad, ideal para camuflar cualquier sonido embarazoso.

Y tercero, y más importante, le otorga tiempo. Tiempo para recomponerse y no tener que sentarse en un bar con Alicia mientras lucha contra su propio cuerpo.

El culpable de todo esto son sus nervios. Porque es su primera cita con Alicia. Y ella es una chica estupenda. La conoció por una aplicación de citas, a la que se unió más por curiosidad que por convicción. Nunca fue fan de ese tipo de plataformas. Sus amores del pasado siempre surgieron de forma más espontánea: alguna compañera de clase en la facultad, alguna colega de trabajo cuando servía copas o trabajaba como dependiente en tiendas de ropa.

Alicia, unos años menor que él, le ha sorprendido. Desde el principio notó en ella una madurez inesperada. A menudo, Miguel se siente como un adolescente atrapado en el cuerpo de un adulto, por sus aficiones, por sus inseguridades. Y lo que le dejó boquiabierto durante la cena fue que ella dijo exactamente lo mismo sobre sí misma. Como si se hubieran encontrado justo en ese punto intermedio donde ambos encajan.

El paseo continúa bajo la luz dorada de las farolas, el cielo despejado los invita a perderse en las callejuelas. Alicia le propone ir a tomar algo a un bar cercano. Pero Miguel, con el estómago aun haciendo acrobacias internas, baja la mirada y responde:

—No me encuentro muy bien… creo que será mejor que me vaya a casa.

Ella lo observa, comprensiva.

—¿Quieres que te acompañe?

—No, de verdad. Estoy bien, solo necesito descansar un poco.

La despedida es torpe, casi abrupta. Y cada uno se va por su lado, bajo un cielo que de pronto parece menos acogedor.

 

Miguel abre los ojos. El reloj marca las 12:34, pero la luz que se cuela entre las persianas es aún tenue. Una punzada le recorre el estómago —¿restos del roquefort o el nudo de la vergüenza? —. Se gira hacia el móvil, abandonado en la mesilla. Dentro de una hora lo revisará. Dentro de una semana recordará este momento y reirá. Pero ahora solo quiere hundirse en la almohada.

Anoche, tras despedirse de Alicia, caminó a casa sintiéndose un idiota. Se quitó los zapatos con torpeza y se dejó caer en la cama sin ni siquiera lavarse los dientes. Solo quería que el mundo se apagara por unas horas.

Y ahora está ahí, tumbado boca arriba, mirando el techo, repasando la cita como si fuera una autopsia. ¿Por qué no supo relajarse? ¿Por qué tuvo que pedir ese maldito solomillo? ¿Por qué huyó justo cuando la noche iba tan bien?

Coge el móvil. 12:34 de la mañana. Lo desbloquea con algo de miedo, como quien entra a una habitación oscura.

Hay un mensaje de Alicia.

Lo abre con un nudo en el estómago.

“Buenos días. Espero que estés mejor. Ayer me lo pasé muy bien, aunque me dio la sensación de que estabas incómodo al final. No tienes que explicarme nada si no quieres, solo quería decírtelo.”

Miguel se queda mirando la pantalla. No sabe si sentirse aliviado o aún más expuesto. El mensaje no es frío, pero tampoco complaciente. Es honesto. Directo. Sin adornos.

Y eso, precisamente, es lo que más le impacta.

En otras ocasiones, un silencio como el de anoche habría sido el final de todo. Cada uno habría seguido con su vida, y listo. Pero Alicia le está dando la oportunidad de ser sincero.

Miguel respira hondo. Sabe que tiene que responder. Pero no lo hace enseguida. Antes se queda unos minutos tirado en la cama, mirando el techo otra vez. No porque no sepa qué decir, sino porque quiere elegir las palabras correctas.

Miguel finalmente escribe, con los dedos un poco temblorosos, intentando no sonar ni demasiado formal ni demasiado informal.

“Hola Alicia, gracias por tu mensaje. La verdad es que no estaba bien… tuve un malestar estomacal que no supe cómo manejar, y preferí marcharme para no arruinar la noche. Siento no haberte contado esto en ese momento, pero me daba un poco de vergüenza. Aun así, la verdad es que me lo pasé muy bien contigo y me encantaría verte otra vez, si tú quieres.”

Mira el mensaje, duda un segundo, y pulsa enviar.

La espera es casi insoportable, pero entonces suena la notificación.

Alicia responde rápido:

“Gracias por ser sincero, Miguel. Me alegra que me lo digas. Yo también quiero verte otra vez.”

Miguel siente un gran alivio, como si hubiera soltado una piedra enorme.

En ese momento, sabe que esta segunda oportunidad puede ser el comienzo de algo especial.

 

Miguel llega primero a la puerta del cine. Está nervioso. Revisa el móvil otra vez, como buscando una señal que calme su ansiedad, pero no encuentra nada. Recuerda el solomillo con roquefort que le dio mala espina en la primera cita, y piensa que esta vez todo tiene que ir mejor.

Alicia aparece con una sonrisa que le quita el aliento. Lleva una chaqueta ligera y un aire tranquilo que contrasta con sus propios nervios.

—Hola—saluda ella, con la mirada clara y sincera.

—Hola. —responde Miguel —Alicia me gustaría disculparme por lo de…

Es interrumpido por Alicia.

—No pasa nada, ¿entramos? — Ella le sonríe, y Miguel tímido le devuelve la sonrisa.

Entran en la sala y toman asiento justo a tiempo. Miguel observa a un señor mayor que se sienta a su lado, carraspea con insistencia, el mismo tipo de tos que no se puede controlar. Miguel se prepara mentalmente para aguantar esa melodía durante la proyección.

La película comienza, pero la tos intermitente no deja que Miguel se concentre. Alicia se inclina hacia él, y le pregunta:

—¿Quieres que nos movamos a otro sitio? —observando a un Miguel, que aparta la mirada de la pantalla para responderle al oído.

—No, no, dice que ha llamado a su mujer y que ahora le van a traer un jarabe para la tos, para que podamos ver la película sin su carraspeo de barítono.

Alicia comenzó a reírse ante el inesperado golpe de humor de Miguel, qué tímido, también se une a la risa de ella, pero sin dejar de observar atónito su forma de reírse. Durante la primera cita no compartieron un momento así, y ahora que lo ha presenciado, está embelesado. Acaba de descubrir que le encanta hacerla reír. Siente que la risa de Alicia, tan natural y efusiva es como una melodía que no querría sacarse nunca de la cabeza.

En medio de la tos y la incomodidad, Alicia propone un cambio:

—He visto que están poniendo una remasterización de Harry Potter en otra sala. ¿Te apetece que nos colemos?

Miguel la mira, sorprendido y encantado.

—¿Enserio? Vámonos.

Se levantan y caminan hacia la otra sala, dejando atrás la tos y las molestias.

Entraron en la sala casi vacía. Las luces tenues se apagaron y la pantalla cobró vida con las primeras imágenes que iban acompañadas de la inconfundible banda sonora compuesta por John Williams. Miguel se acomodó en la butaca, más relajado al ver la sonrisa tranquila de Alicia a su lado.

Mientras las escenas se desplegaban, Miguel no podía evitar robar miradas hacia Alicia. La forma en que sus ojos seguían la historia, esa mezcla de emoción y nostalgia que reflejaba su rostro, le hacía sentir algo que nunca había experimentado durante una cita.

Alicia rompió el silencio:

—¿Sabes? Esta saga siempre me ha parecido algo más que una simple aventura de magos adolescentes que viven aventuras. Es como una conexión entre generaciones.

Miguel asintió, sin apartar la vista de la pantalla:

—Yo crecí con estas películas. Tenía la misma edad que el protagonista cuando estrenaron la primera. Me parece increíble cómo ha ido creciendo conmigo.

Ella lo miró y sonrió con complicidad.

—Es bonito pensar que esas historias nos acompañan, ¿verdad?

De repente, Miguel sintió una mezcla de timidez y valentía que se entrelazaban en su pecho. Quiso decir algo más, algo importante, pero las palabras se enredaban en su garganta.

En ese instante, Alicia se inclinó y susurró:

—¿Te alegras de haberte cambiado de sala?

Miguel respondió con sinceridad, aunque ligeramente distraído:

—Sí… Aunque creo que más que la película, lo que más me alegra es haber venido contigo.

Alicia le lanzó una sonrisa y sonrojada siguió mirando la pantalla.

 

Termina la película y las luces se encienden lentamente. Miguel y Alicia salen del cine caminando juntos hacia la calle fresca de la noche. El ambiente parecía menos frío ahora, como si la cercanía con Alicia ofreciera una calidez en el aire.

Mientras caminan, comienzan a hablar animadamente sobre la saga de Harry Potter, compartiendo anécdotas y recuerdos. Miguel se sorprende de lo fácil que es conversar con ella, cómo las palabras fluyen sin esfuerzo y sin la típica incomodidad de las primeras citas.

Alicia habla sobre su relación con la saga, que comenzó un poco más tarde que él, pero que la había atrapado para siempre. Miguel, por su parte, rememora con orgullo que creció al mismo tiempo que las películas, que la primera se estrenó cuando él tenía la misma edad que los protagonistas y cómo cada entrega marcó una etapa de su vida.

Llegando a la puerta de casa de Alicia, un silencio cómplice se instaló entre ellos. Miguel sintió el impulso de prolongar el momento, pero las dudas lo asaltaron.

—Me lo he pasado muy bien, gracias por invitarme Miguel —agradeció Alicia.

—Yo también —Miguel se queda callado, no está seguro de si debe lanzarse, y, ante la duda, se despide desde la distancia y se marcha con paso ligero.

Miguel reflexiona sobre la cita mientras vuelve a su casa. Siente una mezcla de nervios y esperanza, una inseguridad dulce que no había experimentado en mucho tiempo.

Sabe que quiere seguir conociendo a Alicia, sin prisas, con paciencia y sinceridad. Y que, aunque el futuro era incierto, estaba dispuesto a recorrer ese camino, ilusionado.

 

Miguel llega a la feria del libro un poco antes que Alicia. Todo parecía vibrar con una energía especial. La propuesta de este plan ha sido idea de Alicia y él estaba emocionado por volver a verla.

Cuando llega Alicia, Miguel siente cómo se aceleraba su corazón.

—Hola —saludó tímidamente.

Ella responde con un abrazo cálido que derrite los últimos restos de inseguridad de Miguel.

Pasean entre los puestos, deteniéndose en una tienda de cerámica pintada a mano. Alicia toma un pequeño cuenco azul decorado con delicadas flores blancas.

—Es precioso, ¿no crees? —indica ella mientras le muestra la pieza.

—No soy muy aficionado a la cerámica, pero tiene tu estilo —responde Miguel con una sonrisa tímida.

—¿Mi estilo? — cuestiona Alicia.

—Sí, un estilo irrepetible que lo hace único —contesta él, intentando sonar espontáneo y sincero.

Alicia no aparta la vista de sus ojos verdes, y Miguel siente un ligero rubor.

Siguieron caminando hasta un puesto de libros usados. Alicia comienza a buscar con entusiasmo, y finalmente saca un ejemplar de El Principito.

—Lo leí en el colegio —comenta—. Creo que ahora lo entendería de otra manera.

Miguel asiente.

—Es curioso cómo los libros cambian con nosotros.

—¿Tú lo has releído? —pregunta Alicia.

—No. Tengo miedo de que no me guste tanto como la primera vez —confiesa Miguel.

—Creo que te aferras a los recuerdos, temes que la realidad no esté a la altura —argumenta Alicia con una sonrisa suave.

Miguel se queda sin palabras, sorprendido por la sinceridad y profundidad de Alicia.

Al final del paseo, se sientan en un banco junto al río. Alicia abre El Principito y comienza a leer en voz alta. Miguel, que no suele disfrutar de lecturas en voz alta, se queda hipnotizado por su voz y la forma en que pronuncia cada palabra.

Cuando termina, cierra el libro y lo mira con ojos brillantes.

—A veces complicamos demasiado nuestro estilo y nuestra forma de observar la vida cuando lo único que queremos es ser felices.

—Para mí, la felicidad está en estos momentos —dijo Miguel, sin apartar la vista del agua—. En cosas pequeñas como esta.

—Pues, si te sirve de consuelo, yo estoy siendo muy feliz ahora mismo —le dice Alicia, entrelazando sus dedos con los suyos.

—Y yo —responde Miguel, con el corazón latiendo fuerte.

—¿Puedo preguntarte algo? — cuestiona Alicia.

—Claro —con la voz entrecortada.

—¿Por qué decidiste usar esa aplicación para conocer gente?

Miguel piensa un momento la respuesta, sin saber que responder.

—Buscaba algo diferente. Sentía que estaba atrapado en una rutina y quería salir de mi zona de confort.

—Eso es valiente —sonríe Alicia.

—¿Y tú? —ahora es Miguel quien está intrigado por su posible respuesta.

—Curiosidad. Pero nunca imaginé que conectaría con alguien así.

Miguel siente cómo se relaja por dentro.

—Esta vez no voy a esperar hasta el final para preguntarte algo.

—¿Qué pasa? —pregunta él, nervioso.

—¿Me vas a besar?

Miguel comienza a reírse, más relajado que nunca.

—Los besos no se piden, se dan.

Con el río como testigo, compartieron un beso que cierra una noche perfecta.

 

Tras despedirse, Miguel siente una mezcla de emociones. La alegría por la conexión que había creado con Alicia y la incertidumbre que siempre lo acompañaba en el amor. Camina hacia su casa con una sonrisa, pero también con dudas que revoloteaban en su mente.

Al llegar, recibió un mensaje de Alicia:

“¿Te apetece que el próximo fin de semana hagamos algo al aire libre? Conozco un lugar precioso para hacer senderismo.”

Miguel respondió sin dudar:

“Me encantaría, cuenta conmigo.”

Durante la semana, los mensajes fueron escasos pero sinceros, un reflejo del ritmo tranquilo y cómodo que ambos querían mantener. Miguel cuenta los días, deseando que llegue el fin de semana para pasar tiempo junto a Alicia.

 

Llega el esperado día y ambos caminan por un prado, sintiendo el aire fresco que llena sus pulmones. La mañana es clara, y el cielo se extiende como un lienzo azul, sin una nube que lo interrumpa. El sonido de sus pasos sobre la tierra seca acompaña la conversación pausada que mantienen.

Alicia avanza con paso firme, mientras Miguel, menos acostumbrado a estas caminatas, toma pequeños descansos para recuperar el aliento. En un momento, se detiene junto a un árbol y respira profundo, intentando absorber la calma del paisaje.

El sol dibuja sombras alargadas entre las hojas, y Miguel se acuerda del solomillo con salsa roquefort que comió en su primera cita, un recuerdo que ahora parece lejano.

—¿Te traigo una bombona de oxígeno? —pregunta Alicia.

—No hace falta, lo reservo para después —responde Miguel, y ella comienza a reírse como el día del cine.

Caminan hacia una roca grande, donde se sientan juntos, y la conversación cambia de tono, en las primeras citas, ambos fueron muy correctos, algo habitual cuando comienzas a conocer a alguien, pero ellos han ido ganando confianza el uno con el otro, y Alicia comienza a hablar de su infancia, de cómo sufrió acoso cuando comenzó el instituto. Miguel la escucha atentamente, sintiendo una mezcla de admiración y tristeza, agradeciendo que ella decida abrirse con el de esa manera.

Él también siente la seguridad de que puede abrirse con ella, y le cuenta que el acoso escolar y cómo marcó algunas de sus inseguridades que permanecen hoy en día, algo muy íntimo de él y que no suele contárselo a los demás. Alicia asiente, empatizando con su situación. El silencio que sigue después de haberse sincerado es cómodo, solo interrumpido por el canto de los pájaros y el susurro del viento.

Miguel observa a Alicia mientras el sol ilumina sus rasgos, y siente el impulso de acercarse más. Piensa en ese beso que se dieron el otro día, junto al río, y observa la mirada de Alicia que tantea sus labios.

Alicia sin decir palabra, se acerca, y sus labios se encuentran en un instante que detiene el tiempo.

Después del beso, ambos se quedan sentados en la roca un momento más, sin decir nada. Miguel siente cómo la inseguridad que lo había acompañado desde que se conocieron empieza a desvanecerse. Alicia le toma la mano, la aprieta con suavidad, como si con ese gesto dijera todo lo que las palabras aún no alcanzan a expresar.

—Gracias por traerme aquí —dice Miguel, con una sonrisa sincera—. No solo por la excursión, sino por estar aquí conmigo.

Alicia le responde con una mirada tierna y un leve asentimiento.

Al regresar, caminan en silencio y Miguel recorre todo el camino con la certeza de que este es solo el comienzo de algo especial, de que la vida le está ofreciendo una oportunidad para ser feliz, pero tiene que cuidar y conservar a Alicia, la que considera un regalo caído del cielo.


-Relato 1B de Juan Carlos Gil

 PUNTO FINAL

Volvimos a reencontrarnos después de tres meses, cuando decidimos ponerle punto final a nuestra relación. En ese momento, no entendí el motivo de aquel mensaje que recibí de ella, argumentaba que había encontrado algunas de mis cosas en su piso, y que quería devolvérmelas, aunque no recordaba haber dejado algo relevante cuando me marché. Aunque, siendo sincero conmigo mismo, quería volver a verla. Así fue como, sin estar muy seguro de las motivaciones de aquella quedada, acepté su propuesta y acepté aquella invitación de volver a quedar.


El día del reencuentro ella estaba preciosa, llevaba un vestido ancho de color blanco hueso. El cabello lo seguía manteniendo alisado y notaba en las facciones de la cara, que había cogido algo de peso, lo cual le sentaba de maravilla. La gente siempre decía que éramos una pareja de guapos, y yo siempre respondía que la guapa era ella y que yo mejoraba por estar a su lado, como una suerte de Ken, que no tiene razón de ser sin Barbie.

    Cuando llegó el momento de reencontrarnos no nos dimos dos besos. Supongo que después de haber sido novios durante dos años, las formalidades pasan a un plano secundario. Tampoco nos abrazamos, simplemente nos saludamos manteniendo la distancia y ella me devolvió las cosas que había encontrado en su piso, las supuestas cosas que eran tan importantes y por las cuales valía la pena volver a abrir una herida que ya estaba comenzando a cicatrizar. 

    Observé el contenido de la bolsa de reojo y rozaba lo ridículo. En su mayoría era ropa interior que podría haber tirado a la basura, lo que le habría pedido que hiciera si me hubiera adelantado en aquel mensaje de qué se trataba. Aunque, evidentemente, estábamos ahí por otra razón. 

    Me propuso dar un paseo y yo me dejé llevar. Pensé que la situación sería menos incómoda caminando un rato. Nos pusimos al día, ella seguía trabajando en el mismo hospital como auxiliar de enfermería, mientras que yo daba mis primeros pasos como dependiente en una conocida marca del sector textil. Con tanta habilidad y sutileza que apenas me di cuenta, en un momento de la conversación comenzó a preguntarme cosas relacionadas con la petición del subsidio por desempleo, ya que se le acababa el contrato en unos meses y no sabía los pasos que debía seguir. Iluso como siempre, me ofrecí a ayudarla con la tramitación cuando llegase el momento, dentro de varios meses, sin saber incluso dónde estaríamos unas horas más tarde.

    Tras un distendido paseo, me dijo que tenía muchísima hambre, y casualmente había cerca un bar muy conocido de la ciudad, que además le encantaba, así que decidí invitarla a cenar. Afortunadamente, era un día entre semana, y no había mucha gente en la terraza del bar. Tomamos asiento y pedimos un par de serranitos de pollo. Ella le insistió al camarero que por favor le pusiera el doble de salsa alioli a su plato. Siempre había sido de buen comer, cosa que me encantaba de ella, porque cuando yo no podía más, siempre tenía alguien a mi lado que tenía hueco para las patatas fritas que yo no era capaz de comerme.

    Retomamos la caminata tras la cena, para bajar la comida, y por el camino noté que se cansaba, que se cansaba como nunca se había cansado antes cuando decidíamos dar un largo paseo. Así que le ofrecí mi brazo y bajamos el ritmo. Pasamos por al lado del aparcamiento donde tenía mi coche, pero mi parte más castiza me pedía acompañarla hasta su portal. Durante este breve recorrido apenas habíamos hablado, y todo el ambiente se había teñido de golpe de una sensación extraña. Cuando por fin llegamos a su puerta, me hizo una pregunta que, se hizo evidente, estaba conteniendo desde hacía un buen rato.

    —Oye Álex, ¿estás saliendo con alguien? —cuestionó al tiempo que su voz se quebraba, como se quebraría un jarrón antiguo estallando contra el suelo.

    No me sorprendió la pregunta. Y aunque pudiera entender las razones por las que preguntaría algo así, tuve que meditar la respuesta unos segundos. Ser cien por cien sincero con ella, me parecía innecesario. No me apetecía contarle que hacía menos de un mes había conocido a una chica que me había hecho perder todos los papeles, pero que esa historia, lamentablemente, había terminado antes de empezar. 

    —No, no estoy con nadie —negué con rotundidad.

    No entendí muy bien si su rostro reflejaba alivio al recibir mi respuesta o si estaba esperando que le hiciera la misma pregunta para contarme algo que seguramente ya tendría más que ensayado. A diferencia de ella, yo siempre fui más cobarde y no quise correr el riesgo de encontrarme cara a cara con una respuesta que, en realidad, no quería escuchar. 

    Al igual que el inicio de este reencuentro, la despedida también se sintió distante. No hubo ni dos besos ni tampoco un abrazo. No hubo nada. Simplemente le dije desde lejos que estábamos en contacto.

    Una vez en casa, estuve un buen rato procesando todo lo que había sucedido. Ahora que lo veo a través del filtro del tiempo, creo que ella quería confesarme que estaba saliendo con otra persona. Pero en ese momento, no lo vi. En ese momento y con los sentimientos a flor de piel, incluso llegué a pensar que había posibilidades de retomar la relación, que aquella pregunta la había hecho porque, muy en el fondo, quería volver conmigo, que me estaba echando de menos, que creía que aquella ruptura había sido una mala decisión. 


Nuestros caminos se habían cruzado por primera vez en un concierto. La casualidad nos había juntado aquel día, cuando estando allí sentado, esperando a que comenzaran a cantar, apareció una chica sin saber dónde estaba su asiento asignado, asiento que resultó ser el que estaba a mi lado. Quizás fue una casualidad, pero después… lo que siguió después no fue cosa del azar.


Todo parecía sencillo con ella, como vivir dentro de una comedia romántica. Además, éramos muy jóvenes, ella tenía diecinueve años y yo veintidós, unas edades en las que el amor es muy pasional, pura intensidad. Juntos descubrimos cosas por primera vez, éramos un hombre y una mujer a medio terminar. Y con la misma intensidad con la que todo había estallado, tres años después, se desvaneció.  


Pasaron un par de días, y no nos habíamos vuelto a escribir. Siempre necesité mi tiempo para procesar mis emociones, en especial emociones de ese calibre. Además, supuse, que si ella tampoco me había escrito, era porque, quizás, también necesitaba procesar lo que había sucedido. 

    Decidí enfocarme en mi trabajo y mis aficiones. Tampoco estaba seguro de si en realidad lo que quería era volver con ella. Lo habíamos dejado porque buscábamos cosas muy distintas en la vida, ella quería formar una familia y yo estaba buscando un futuro laboral estable. Nunca le había dicho que no quería tener hijos con ella. En varias ocasiones intenté explicarle que no quería atarme durante los próximos quince o veinte años de mi vida en un trabajo que me anulara como persona, con el único objetivo de mantener a mi familia. Aquello me sonaba a un objetivo más que admirable para cualquier padre o madre, un objetivo con el que más de uno se sentiría realizado en la vida, pero no era un objetivo para mí, que no tenía claro si ese era mi destino ni el futuro que deseaba.


Cuando lo intentamos por segunda vez, llegué a pensar que aquella oportunidad que nos habían dado sí sería la definitiva. Estuvimos separados durante cinco años, pero cuando volvimos a estar juntos, parecía que todo aquello que nos había unido seguía intacto y nos sorprendimos de la fuerza con la que a veces arrastra el destino, esa fuerza que ahora nos estaba uniendo, aunque tampoco se puede decir que aquello fue fácil. Sí, habíamos decidido intentarlo de nuevo, esta vez más maduros y con las ideas más claras de lo que queríamos en nuestras vidas. Pero esta segunda oportunidad no había llegado sola. Arrastraba los vestigios de una relación que ella había dejado atrás para volver a intentarlo conmigo, una relación de cuatro años, una relación que estaba muy avanzada hacia el camino de formar una familia. 


Poco después de darnos una segunda oportunidad, decidimos vivir juntos. Aquello no duró mucho. Cuando me ofrecieron un traslado en el trabajo hacia otra tienda que estaba justo al lado de mi domicilio familiar, decidí aceptarlo y volví con mis padres, cosa que la destrozó. Ella interpretó esa mudanza como un paso atrás en nuestra relación y quizás… quizás tenía razón. Evidentemente, aquella había sido la única forma que había encontrado de un modo muy cobarde, de demostrarle que no estaba preparado para dar los pasos que ella quería dar en nuestra relación.

    Tras este cambio, me dijo que lo quería dejar, que nuestro amor era muy fuerte, pero que no estábamos hechos para estar juntos. Y no quise aceptarlo, por eso lo dejamos, oficialmente, en los papeles, pero seguimos pasando tiempo juntos. Las cosas se volvieron cada vez más extrañas entre nosotros, hasta el punto de que un día apareció en la puerta de mi trabajo. Me invitó a cenar y después de la cena me dijo que se iba de viaje unos días, que alguien del hospital le había regalado un viaje por su cumpleaños y quería hacerlo ahora, aprovechando que tenía unos días libres. Ahora entiendo que ese viaje fue la auténtica ruptura. Cuando regresó y decidimos vernos, no hizo falta confirmar la evidencia, pero no sabía aceptar, que hacía tiempo que había otra persona en su vida, una persona que había sido la causa de nuestra ruptura y que yo había provocado el día que decidí abandonar aquel piso que nunca fue mi hogar.

    Quizás por todo esto me sorprendió tanto recibir aquel mensaje suyo después de habernos separado por completo. Quizás una parte ilusa de mí llegó a pensar que la relación con la otra persona no había salido como ella esperaba, y que quería intentarlo de nuevo conmigo, una tercera vez, cosa que probablemente habría aceptado. Ella nunca había sido una persona más en mi vida. No lo había sido desde que nos conocimos en aquel concierto, donde cantamos hasta dejarnos la garganta con aquellas canciones.


Pocos días después de nuestro reencuentro, al salir de mi turno de trabajo, tenía varios mensajes de mis amigos, y en la mayoría se repetía el mismo mensaje dándome la enhorabuena. Sin entender la razón, me senté en el coche antes de volver a mi casa, y comencé a leerlos. Me estaban felicitando porque ella había subido una historia a las redes sociales, dando la bienvenida a una nueva vida… Fue en ese momento cuando empecé a entender muchísimas cosas, cuando las piezas del puzle por fin se unieron. Por eso me había devuelto las cuatro cosas que había encontrado en su piso, por eso llevaba un vestido ancho, por eso se cansaba caminando. Estaba embarazada. Me pregunté si era mío. Lo habíamos dejado hace unos meses, pero por las fechas, podría cuadrar. A los tres o cuatro meses un embarazo empieza a notarse, pero también todavía se podía ocultar, según las circunstancias, como lo había hecho ella. Por otro lado, algo tan importante, no lo dices por una red social sin avisar al padre de la criatura. Aquello no tenía sentido. Me puse nervioso, no supe qué hacer. Volví a mi casa y se lo conté a mi familia. Me aconsejó hablar con ella cuanto antes para salir de dudas.

    Le envié un mensaje a la mañana siguiente, con la intención de vernos y aclarar el tema. Durante el turno en el trabajo, hasta llegaron a darme la enhorabuena, ya que uno de mis compañeros de trabajo era un amigo en común de los dos y había visto la publicación en las redes sociales… Fue bastante incómodo. Simplemente daba las gracias cabizbajo.

    Al salir del trabajo, vi que me había respondido. Tenía la tarde libre y podíamos vernos. Supongo que ella también quería solucionarlo todo cuanto antes. Cuando llegó la hora, allí estaba, muy nervioso. La había citado en una cafetería cerca de su casa, una a la que íbamos cuando estábamos juntos. 

    Cuando entró por la puerta, la conversación que tenía preparada en mi cabeza, de cómo abordar el tema, su reacción, todo se desvaneció cuando lo primero que hizo al verme, fue darme ese abrazo que no nos habíamos dado el otro día, un abrazo  que solo era capaz de darme ella.  Me di cuenta de que nada iba a salir como yo lo había planteado, y que ese niño que estaba creciendo en su interior, no era mío. Con un abrazo se podían descubrir muchas cosas, y ese que me estaba dando lo decía todo. La razón por la que no se había atrevido a decirme que estaba embarazada en nuestro encuentro anterior, no era solo porque había conocido a alguien, era porque ese alguien ya era parte de su vida antes de finalizar nuestra historia. ¿Cómo se reúne el valor para decir algo así, a la cara, a una persona con la que pretendías formar esa familia?

    Decidimos sentarnos, y una vez que estuvimos más calmados, pedimos un café para mí y un batido de chocolate para ella. Ya no teníamos que ocultar nada, no era el momento de escondernos. Sabía que ese encuentro marcaría un antes y un después en nuestra relación. Porque toda buena historia tiene un principio y un final, y el desenlace de la nuestra estaba ahí, a la vuelta de la esquina.

    Durante el tiempo que pasamos en la cafetería, no hablamos de la otra persona, del padre de la criatura, no había sitio para él en este epílogo de nuestra historia. Sin embargo, sí quiso contarme que, cuando descubrió que estaba embarazada, tenía dudas, las dudas que surgen en una futura madre que quiere serlo, cuando le invade la magnitud de lo que se avecina. Siguió contándome, con lágrimas en los ojos, que cuando fue a la primera revisión, y escuchó el latido de la personita que vivía en su interior, todas esas dudas se disiparon.

    Me explicó también, que había subido la noticia de su estado a las redes sociales, y que tenía miedo de mi reacción, porque pensaba que me iba a enfadar al conocer la noticia por otros medios. Alegó que, el otro día, cuando nos habíamos reencontrado, creía que había logrado juntar el valor necesario para contármelo todo, pero que yo no era una persona más en su vida, cosa con la que estoy de acuerdo, y que sobre la marcha se había dado cuenta de que no era capaz. 

    A pesar del dolor que me estaba invadiendo por dentro, no era mi momento. Siempre fui muy reservado, y puede que también mi orgullo herido hiciera su papel, de modo que no quería venirme abajo. Cuando de verdad amas a otra persona, no te puedes enfadar porque vaya a tener un hijo con otro. Aunque tu corazón esté estrujado de dolor, te alegras de la noticia, quieres que ella sea feliz, y solo piensas que ese bebé nazca lo más sano posible, y que sea quien sea su padre, cuide de esa futura familia mucho mejor de lo que la habrías cuidado tú.

    Durante la despedida, ella comenzó a llorar, siendo consciente de que, a partir de ese punto, nuestros caminos se separarían para siempre. En ese momento solo pude decirle lo que realmente sentía.

    —Me alegro mucho por ti, vas a ser la mejor mamá para ese bebé —le di un beso en la mejilla, la miré sonriendo y me marché, aceptando el dolor que cada vez invadía con más fuerza mi corazón. 

    Fue cuando llegué a mi casa cuando me vine completamente abajo, siendo consciente de que esta historia, ahora sí tenía ese punto final que no quería aceptar. Después de haberlo intentado dos veces, ahora había un factor determinante que no tenía vuelta atrás, que no permitiría un tercer intento, ni ahora, ni nunca. La fuerza del destino nunca había actuado a nuestro favor, más bien siempre había intentado nadar a contracorriente y habíamos sido nosotros quienes la habíamos querido desafiar.


Un año después, caminaba en dirección a una tienda del centro comercial. Había aparcado en el otro extremo porque en navidades es imposible aparcar cerca, y tenía que cruzar todas las tiendas de esa planta hasta llegar a la que me interesaba. Mientras caminaba, en dirección contraria a mí, cruzaba el mismo pasillo una persona que había sido muy importante en mi vida, y venía empujando un carrito de bebé. Esa imagen me impactó. Hacía casi un año que no nos veíamos, y desde entonces no habíamos vuelto a hablar. Nuestras miradas se cruzaron justo en el momento que íbamos a pasar uno al lado del otro, y ese reencuentro fugaz quedó en nada más que eso, en un cruce de miradas. Parecía que ambos, en esa fracción de segundo, habíamos decidido que no íbamos a fingir un encuentro amistoso. En realidad, ninguno de los dos era para el otro una persona más que camina por el centro comercial, aunque pareció que ese era el acuerdo implícito al que habíamos llegado, el de fingir que éramos dos completos desconocidos.


martes, 28 de enero de 2025

-Relato 2 de Melanie Bermúdez

Una Noche Diferente


Nos abrimos paso entre la multitud, ignorando los insultos de algunos que también quieren avanzar. Continuamos avanzando hasta encontrar un buen lugar. Taylor choca su hombro con el mío cuando las luces se apagan a los pocos minutos, dejando solo los reflectores que iluminan el escenario.

Mis ojos se fijan en el chico que sube al escenario cuando el público estalla en gritos estruendosos. Lo miro a la cara y detallo que sus ojos son de un claro color. Lleva el cabello rubio hasta la barbilla, viste unos shorts negros y una camiseta a juego con la imagen de Mickey Mouse, lo cual me hace sonreír sin enseñar los dientes. Su presencia emana una mezcla irresistible de dulzura, rebeldía y atracción. Poco después, otro chico se une al escenario, provocando otra oleada de gritos. En solo unos segundos, puedo apreciar sus grandes ojos oscuros y desordenados mechones de cabello castaño. Está adornado con tatuajes que se extienden hasta su cuello y cara, y exhibe una sonrisa cautivadora dirigida al público.

—¡Ya va a salir Jake Hott! —grita una chica a mi lado, quien no para de saltar emocionada—. ¡Ahí viene! —Cubro mis oídos con las manos cuando vuelve a gritar, y la miro abriendo los ojos con una mezcla de susto y diversión. Ella también me ve en ese momento antes de volver los ojos al escenario—. ¡Mira... Míralo!

Levanto la vista y en ese instante todo se vuelve una locura, un completo caos.

Los gritos se intensifican cuando aquel chico hace su entrada en el escenario, y me fijo en él. Su rostro está serio, demasiado. Su cabello es negro y desordenado, y por un segundo siento que contengo la respiración cuando se pasa la mano por él, enredándolo aún más y provocando que las chicas vuelvan a gritar. Aquel gesto y su mirada le otorgan un atractivo inigualable.

Siento que mi garganta se seca cuando su camiseta negra se le levanta un poco al acomodarse las cuerdas de su guitarra eléctrica, revelando un destello de su abdomen. Mi atención sigue clavada en él, incapaz de apartar los ojos, especialmente cuando noto algo intrigante: tiene tatuajes que serpentean por la superficie posterior de ambos antebrazos, extendiéndose hasta las palmas de sus manos.

«Es como si estuviera presenciando a un dios del rock en carne y hueso».

El rubio se organiza detrás de la batería, el castaño se acomoda el bajo y el que parece un dios del rock se acerca al soporte del micrófono.

—Seattle. —Su voz resuena en el aire, causando más caos entre las chicas—. ¿Están listos para esta noche? —Entonces, su rostro se ilumina con una sonrisa cautivadora y sensual cuando escucha el escándalo.

Dirige su mirada hacia sus compañeros y señala al rubio.

—Él es Tom, nuestro baterista —lo presenta. Tom golpea la batería, provocando un estallido de emoción entre la multitud—. Matt, nuestro bajista —dice, señalando a Matt, quien hace resonar las notas del bajo, aumentando la euforia en el lugar—. Yo soy Jake, el guitarrista y vocalista. —Empieza a tocar, creando un ritmo electrizante—. Somos la banda RockZ.

—Con zeta al final —menciona el rubio y el lugar se llena de risas, mientras Jake solo pone los ojos en blanco; sin embargo, una de sus comisuras parece elevarse solo un poco. Sigo sin poder apartar la mirada de él.

Una chica grita: «¡Te amo, Jake!», a lo que él responde guiñándole el ojo.

La primera canción comienza y la multitud enloquece. Su música es rápida y la voz del vocalista encaja a la perfección, pues canta de una forma única y hermosa. No he escuchado sus canciones antes, solo vine porque quería acompañar a Taylor, ella es muy fan.

Miro a Taylor un segundo y, al volver la vista al escenario, noto que el vocalista me está mirando. Su rostro no muestra ninguna expresión y sus ojos son demasiado intensos. Me empiezo a sentir nerviosa hasta que el aire regresa a mí cuando deja de verme.

Cuando el concierto termina, pronuncia un suave «Gracias por venir». El vocalista es el primero en descender del escenario sin mirar a nadie, seguido de cerca por los demás integrantes.

Todos se dispersan y música comienza a sonar por todo el lugar, iniciando la fiesta en el bar. Mientras tanto, un grupo de personas desmonta el escenario.

Taylor propone ir por unos tragos, así que nos dirigimos a la barra. Sin embargo, mi curiosidad me lleva a voltear y echar un vistazo al grupo de chicos que suben unas escaleras hacia una zona más exclusiva del lugar. Mi atención se centra solo en el vocalista y en su espalda, ya que desde mi posición es lo único visible de él. Cuando nos sentamos y tomamos la primera ronda, dejo la cerveza vacía sobre el mesón y la miro.

—Voy al baño, no tardo.

—Aquí te espero. —Asiento y me alejo.

Por un momento, mientras me hago paso entre las personas, tengo la extraña sensación de estar siendo observada, así que me detengo y miro por encima de mi hombro, pero no veo nada más que la zona exclusiva del bar donde los miembros de la banda conversan entre ellos, rodeados de otras personas de esa área que también charlan entre sí. Parpadeo y continúo caminando.

Al salir de uno de los cubículos del baño, me enjuago el cuello y las manos con agua. Acomodo mi vestido negro corto y me observo en el espejo, quedándome ahí un minuto más, contemplándome en silencio. Cuando salgo del baño de mujeres, mis vellos se erizan al escuchar: «¡Inspección!»

Me sobresalto y retrocedo rápido. En un acto de precipitación, tomo el primer pomo que encuentro y abro la puerta del baño. Empujo un cubículo entreabierto sin siquiera pensarlo, solo para descubrir, para mi total sorpresa, la espalda grande y fuerte de un chico que está... está orinando. ¡Maldición! He entrado al baño del género equivocado.

—¡Ey! —exclama cuando mi pecho choca con su espalda, mirándome por encima de su hombro. Rápido, cierro la puerta detrás de mí al escuchar pasos acercándose.

—Lo siento. Si prefieres terminar de orinar, prometo no mirar.

Escucho un chasquido de molestia y cierro los ojos avergonzada. Entiendo su actitud, pues si estuviera en su lugar, probablemente estaría gritando como loca.

La puerta del baño de hombres se abre y las voces se intensifican. Miro a mi alrededor, buscando de forma estúpida alguna salida, hasta que escucho el sonido de una cremallera cerrándose. El chico se gira hacia mí, y al levantar la cabeza para enfrentarlo, ya que es considerablemente más alto que yo, y eso que no soy precisamente baja, mis ojos se abren de par en par al reconocerlo.

Los ojos intensos se clavan en mí con seriedad, y no me siento intimidada solo porque un miedo mucho peor me consume, por lo que me muevo a un lado con la intención de subirme al inodoro, tratando de ocultar mis piernas de las miradas de los policías afuera, pero mi mala suerte vuelve a manifestarse cuando me doy cuenta de que no hay ninguno, sino un urinario.

«No sé cómo subirme a eso».

Me vuelvo hacia el vocalista de la banda, quien me mira con el ceño fruncido. Mi mirada se desliza rápido por su cuerpo, y él se da cuenta, especialmente cuando me detengo un par de segundos más de lo debido en su entrepierna.

—¿Por qué miraste hacia abajo? —habla tan bajo que me cuesta escucharlo.

—No lo hice —respondo en el mismo tono.

—Lo hiciste.

Estoy a punto de contestar, pero en cambio, aprieto los labios al oír voces acercándose.

Hemos atrapado a diez menores. Los llevaremos a la estación —informan por lo que parece ser un walkie-talkie.

—Entendido, equipo —responde uno de los policías presentes en el baño.

—Estos chicos no respetan las reglas. Con el concierto de la banda esa que se está haciendo famosa, era de esperar que hubiera menores y venta de alcohol. Vamos a revisar a todos los que podamos —escucho decir a otro policía presente en el baño. «Son dos».

Observo al chico frente a mí, y a su vez, él me mira con mayor atención.

—¿Hay alguien aquí? —pregunta uno de ellos, deteniéndose frente a este cubículo.

Justo cuando veo por debajo de la rendija que uno se está agachando para verificar al no escuchar nada, Jake sujeta mis muslos y me levanta con facilidad, obligándome a envolver mis piernas alrededor de su cintura.

—Sí, ¿qué pasa? —pregunta sin apartar la mirada de mis ojos, como si estuviera explorando cada parte de mi rostro.

Mi cuerpo reacciona a su tacto, especialmente cuando sus pulgares rozan la parte interna de mis muslos mientras me sostiene firme.

—Lo siento, chico, estamos realizando una inspección de rutina. ¿Puedes salir y dejarnos revisar tu identificación?

Se mantiene en silencio, pero con cuidado me baja cuando ve que los policías se alejan un poco. Abre la puerta lo justo para salir, simulando que había estado usando el baño. El silencio se instala, pero segundos después puedo escuchar cómo los policías le agradecen y veo las sombras debajo de la puerta moverse hacia la salida. Cuando pienso que no queda nadie más aparte de mí, el cubículo se abre de nuevo y aquellos ojos vuelven a dirigirse a los míos. No dice nada y yo tampoco. Solo nos miramos. Reuniendo valentía, lo observo con mayor atención y entreabro los labios, dejando salir lo primero que se me ocurre.

—Hola.

Arruga la frente y la mirada que me da logra intimidarme.

—¿Qué fue todo eso? —Ladea la cabeza, manteniendo la misma mirada. Ahora me siento tonta porque no me saludó.

Me encojo de hombros.

—¿Por qué quieres saber? —Una contrapregunta estúpida, pero es que no quiero contarle lo que sucede.

Da un paso hacia adelante y en ese estrecho espacio, siento que me roba todo el oxígeno.

—Porque sí. —Es tan cortante al hablar.

No le voy a decir nada, así que, decidida, paso por su lado para salir del cubículo, pero antes de que pueda abandonar el baño, siento cómo toma mi brazo, deteniéndome.

—No has respondido a mi pregunta.

Nos volvemos a mirar.

—No quiero hacerlo.

Me evalúa en un instante y luego se cruza de brazos, manteniendo una expresión desafiante.

—Entonces iré a decirles que te revisen, porque tienes cara rara.

Pasa junto a mí como si nada y entreabro los labios, siguiéndolo antes de que salga y empujando la puerta con la palma de mi mano para cerrarla de nuevo.

—¿Sabes? Lo que tienes de talento, lo tienes de idiota.

Se voltea y entonces, me sonríe. Lo hace mostrándome todos sus dientes, dejándome embobada durante unos instantes, como si su sonrisa me hubiera dejado en trance. Niego con la cabeza y reacciono.

—¿Gracias? —Deja de sonreír pasados unos segundos y su expresión vuelve a ser seria, aunque más neutral si eso es posible.

Tomo una profunda bocanada de aire y cierro los ojos por un breve momento, para después mirarlo de nuevo.

—Por favor, no digas nada.

Creo percibir un brillo fugaz en sus ojos, de esos que pasan tan rápido que no puedes estar segura si fue real o no.

—Con una condición.

—¿Cuál?

—Tu nombre.

Es una condición extraña, pero él parece ser alguien extraño, así que menciono el primer nombre que se me viene a la mente.

—Fabiola —miento y sus ojos se entrecierran.

—Ese nombre no te queda.

Sonrío y noto que baja enseguida la mirada a mis labios.

—Díselo a mis padres.

Salgo del baño y lo hace después, alcanzándome y aparentando desinterés, aunque aún puedo sentir sus ojos sobre mí. En un momento de distracción, choco con su costado sin querer.

—Mira por dónde vas —dice serio.

—Mejor tú mira por dónde caminas…, tonto.

Veo un atisbo de diversión mientras seguimos caminando. Es un gesto sutil que apenas percibo, pero sé que está ahí.

—Deberías aprender mejores insultos.

—Y tú deberías aprender a caminar —contraataco.

De repente, se detiene bruscamente y se gira hacia mí, obligándome a hacer lo mismo y mirarlo. Arrugo la frente mientras sigo mirando sus ojos... ¿De qué color son? No he conseguido identificarlos hasta ahora, y la escasa luz en este lugar no ayuda.

—Sé caminar y me llamo Jake.

«Lo sé», pienso.

—¿Te pregunté?

Chasquea los dientes y desliza de forma sutil su lengua por el labio inferior.

—Grosera.

Adopto la misma expresión seria que él.

—Tú también lo eres.

—Yo soy así.

Lo dice tan tranquilo que ni siquiera espero a que diga que es broma, porque está claro que no lo es.

—No me caen bien los tipos como tú —añado.

—¿Te pregunté? —Enarca una ceja y me escanea de pies a cabeza.

Mis mejillas comienzan a arder. Volteo y continúo caminando, dándole la espalda, aunque escucho sus pasos detrás de mí. Al llegar a la salida del pasillo, me detengo y giro la cabeza para mirarlo una última vez. Él hace lo mismo con la misma expresión seria. Ruedo los ojos y comienzo a caminar en dirección opuesta a la suya.

Ya no hay música; el lugar está medio vacío porque los policías piden a todos dirigirse a la salida. Al parecer, el bar incumplió la ley de venta a menores y una sonrisa se dibuja en mis labios cuando veo a Steve llorando en una esquina. Sus ojos hacen contacto visual con los míos y le guiño un ojo antes de desaparecer y salir a la oscuridad de la noche. Pero al salir, regreso de inmediato al notar a un policía acercándose a mí. Camino rápido, abriéndome paso entre la gente y chocando con varios para poder avanzar. Busco a Taylor, pero no la veo por ningún lado. Miro por encima de mi hombro y veo al mismo policía mirándome, moviendo a las personas que salen para llegar hasta mí.

Llego a las escaleras que conducen a la zona exclusiva del bar y subo corriendo, perdiéndolo de vista y encontrándome con más personas, pero ninguna de ellas es Taylor.

—Creo que ya se fue —dice una voz cerca de mí.

Sigo buscando hasta que choco con alguien y al voltear veo que es el vocalista de la banda. Está hablando por teléfono.

—Olvida lo que dije. —Me observa con fastidio—. Yo no te debo ningún fa… —Se calla cuando parece acordarse de algo—. En ese caso, Batman te debe un favor por ayudarlo con la vecina, no yo.

No sé qué hago ahí parada como una idiota, así que doy la vuelta para buscar un lugar donde esconderme cuando veo al policía buscándome. Sin embargo, la mano de Jake se cierra sobre mi muñeca, deteniéndome.

—Ponla al teléfono o no va a creerme.

Trato de liberar mi muñeca, pero su agarre se intensifica. Me extiende el teléfono y lo tomo sin comprender del todo.

—¿Qué se supone que haga con esto? —Me mira con cierto aire de desesperación.

—Póntelo en la oreja —responde con mal humor, como si tuviera que explicarme algo evidente.

—¿Hola?

Mila, soy yo, Taylor.

—¿Taylor? —Arrugo la frente.

No te asustes, estoy bien. Intenté llamarte, pero no respondiste, así que pensé que habías dejado tu móvil en casa. —Me doy cuenta de inmediato de que olvidé guardar el teléfono en mi sostén y hago un gesto mientras bajo la mirada a mis pechos. Jake observa la acción con curiosidad—. Jake te hará el favor de llevarte.

—¿Qué? No, no quiero eso. —Lo miro y me encuentro con sus ojos—. ¿Tú dónde estás?

Con Matt, el bajista de la banda. Te conté todo por chat antes de darme cuenta de que dejaste el móvil, así que cuando llegues, tómalo y lee todo —susurra, como asegurándose de que quien está a su lado no la escuche.

—Pero Taylor…

Te amo. Adiós. —Me cuelga.

Aparto el móvil de mi oreja y Jake extiende la mano, indicándome que se lo pase, así que se lo entrego. Suelta mi muñeca y nos quedamos mirándonos.

—Vamos. —Se dirige a las escaleras, pero lo detengo agarrándolo del brazo.

—No puedo ir por ahí.

—¿Por qué no?

—Porque... —Me escondo detrás de su espalda al creer que el policía me ha visto cuando su cabeza gira hacia acá—. Necesito salir de aquí ahora mismo o estaré en problemas.

Él observa al policía que se acerca a las escaleras para subir a esta zona y luego vuelve a dirigir su atención hacia mí. Sujeta mi muñeca y empieza a caminar en la dirección opuesta, llevándome consigo.

Veo al rubio de la banda, echando un vistazo al alboroto del bar mientras un grupo de chicas lo rodea. Nos ve, me saluda con la mano, y sin saber muy bien por qué, le respondo con un gesto similar.

Jake abre una puerta con escalerillas de emergencia y bajamos rápido, adentrándonos en un callejón. Me suelto y se me queda mirando.

—Gracias por ayudarme, pero no te conozco y prefiero irme sola.

Me mira igual de serio que antes. Su rostro parece nunca cambiar de expresión.

—Como quieras. —Me da la espalda y se aleja, saliendo por la entrada del fondo, mientras que yo me dispongo a tomar la más cercana.

Todavía hay caos por todas partes. A algunos aún les piden la identificación. Aún así, somos tantos jóvenes que sería imposible revisarnos a todos.

Me alejo de la entrada principal y de los policías. Cruzo la calle y me dirijo hacia el estacionamiento donde dejamos el coche, pero al llegar descubro que el lugar está vacío. Por un momento, consideré que lo dejó aquí, y que luego regresaría por él. Pero ahora veo que se marchó tanto con el coche como con el chico.

Los nervios me invaden y giro en todas las direcciones, comenzando a ponerme nerviosa porque no tengo nada conmigo: ni dinero, ni móvil. ¿Cómo se supone que me iré a casa? Creí que podría resolverlo de otra manera, pero ya veo que no.

Un coche se detiene a mi lado, y la ventanilla se baja, revelando a un hombre al volante.

—¿Necesitas que te lleven, lindura?

—No.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Pareces perdida. —No respondo.

La puerta del copiloto se abre, y el sujeto sale. Estoy a punto de retroceder un paso cuando veo que se acerca; pero entonces, se escucha un estruendo y al voltear, observo una moto elegante que aparece de la nada en medio del lugar, atrayendo las miradas de las chicas que se centran en su conductor.

—¿Algún problema? —pregunta deteniéndose detrás del coche.

Su rostro muestra algo nuevo, una expresión y seriedad que, si lo estuviera viendo por primera vez, me haría salir corriendo del miedo. Creo que es precisamente lo que le sucede al tipo frente a mí, quien da un paso atrás y niega, para luego acercarse de nuevo al coche.

—Ninguno. —Sube y se va.

Vuelvo a dirigir la mirada hacia el dueño de la moto, quien la enciende, y me da la impresión de que se marchará.

—¿Me estás acosando? —pregunto cuando se detiene a mi lado, solo la movió un poco.

Esboza una sonrisa de lado, elevando ligeramente la comisura de sus labios.

—No eres mi tipo, así que no te creas afortunada.

Cruzo los brazos y lo miro mal. 

—Déjame en paz.

Giro para alejarme hacia quién sabe dónde, pero baja de la moto y se coloca frente a mí, obligándome a retroceder para poder verlo mejor.

—Créeme, eso quisiera.

Empiezo a sentirme incómoda por su mirada fija en mis ojos, la cual provoca un espasmo en mi cuerpo. Así que decido decir lo primero que se me viene a la cabeza para librarme de esa situación.

—Deja de molestarme.

—No te estoy molestando.

—Lo haces ofendiéndome.

—No te ofendí.

—Lo hiciste llamándome fea.

—Nunca te llamé fea. —Continúa observándome y yo hago lo mismo. Parece realmente entretenido por mi reacción—. ¿Siempre eres tan dramática?

—Sí —respondo con orgullo y, una vez más, en esa noche, él me sonríe de verdad, aunque no por mucho tiempo.

Señala con la cabeza hacia su moto.

—Vamos, no me hagas arrepentir de esto.

—No iré a ninguna parte contigo. Ya te lo dije, no te conozco.

Da un paso atrás, acercándose a su moto.

—Yo tampoco te conozco, Mila, pero alguien está cobrándose un favor que mi perro le debe, así que vamos. —Ignoro el hecho de que ya conoce mi verdadero nombre.

—Batman es un perro. —Eso provoca una pequeña sonrisa en mí, y dirige su mirada hacia mis labios.

—Estoy perdiendo la paciencia y tengo muy poca, así que sube ahora o quédate aquí en medio de la nada. —Señala sin interés la cuadra de afuera del estacionamiento—. Tengo entendido que hay ladrones en la zona que esperan encontrar a chicas como tú para robarlas, cortarles el cabello y…

Agarro mi cabello largo entre mis dedos, y él medio sonríe o ¿lo imaginé?

Camino hacia su moto y la observo, sintiendo un hilo de nervios porque no me gustan. De reojo, noto que me mira, intento fingir normalidad mientras subo. Se acerca y me dirige una última mirada antes de tomar su casco y colocármelo. Sin apartar los ojos de mí, lo asegura y luego se sube.

—Sujétate —me pide, y obedezco agarrándome de la parte trasera.

Mira por encima de su hombro y mantiene una expresión seria al observar dónde me estoy sujetando. Vuelve la mirada al frente y enciende la moto. Arranca y, enseguida, frena bruscamente, lo que me impulsa hacia adelante y me obliga a rodear su cintura. Le miro con rabia, pero rápidamente cambio la expresión al descubrir que me está observando a través del retrovisor con una mirada divertida.

Vuelve a arrancar, cierro los ojos y, al abrirlos, noto que estamos pasando a toda velocidad frente a la entrada del bar. Justo en ese momento, el mismo policía que me siguió antes sale por el mismo callejón que yo y nos ve pasar. Le dice algo a otro policía y cada uno sube a una moto, empezando a perseguirnos. Lo que faltaba: una persecución y solo por ser menor de edad.

—¡Agárrate fuerte! —Obedezco.

Gira en una esquina y suelto un grito al ver cómo la moto se inclina en la curva, acercando mi rostro al pavimento.

—¡No grites! —me grita.

Gira en otra esquina y vuelvo a gritar.

—¡Deja de hacer eso! —pido, cuando la moto se inclina de nuevo hacia el suelo.

Miro por encima de mi hombro. Eran dos motos las que nos seguían, pero ahora solo hay una. Al volver la vista al frente, grito cuando la moto que no había visto aparece de repente frente a nosotros. Jake frena en seco, haciendo rechinar las llantas. Creí que estábamos acabados, pero en un instante, realiza una maniobra con una velocidad inexplicable y acelera hacia otro lado, haciendo que los dos policías se estrellen.

—¡Tus gritos me desconcentran!

No he dejado de gritar y puedo sentir cómo mi corazón late a toda velocidad.

—¡Para, por favor! —grito e insisto moviendo sus hombros.

Cuando lo hace, bajo rápido. Mis manos tiemblan y me resulta difícil respirar. Me observa desde la moto, sin bajar. No hay señales de los policías ni se percibe el sonido de las sirenas.

—Tenía que perderlos —comenta serio, aunque percibo cierta amabilidad en él. ¿O será que de nuevo lo estoy imaginando?

—Lo sé. —Y compartimos una mirada durante un buen rato.

Es el primero en apartar la vista, observando alrededor.

—Deberíamos irnos. Esta calle no es segura.

No quiero volver a montarme en esa moto, pero no tengo otra opción.

—¿Estás bien? —pregunta cuando me subo. No respondo y dirige la mirada al frente—. Dirección. —Se la doy y arranca.

«La respuesta es no, no estoy bien».

Cuando ingresamos a mi calle, no espero a que se detenga frente a mi casa, y salto de la moto. Estuve a punto de caerme, pero me recompuse enseguida. Estaciona en la acera y me mira con seriedad.

—Conduces como un maldito loco. —Lo señalo con el dedo y le entrego su casco de mala gana—. Podrías habernos matado.

—Sigues con vida, deja de quejarte y agradece. —Cruza los brazos sobre el pecho y me mira con expresión de estrés.

—No te voy a agradecer nada.

Observa a los lados y luego hacia mí.

—Estás histérica por nada. Además, te salvé de la policía y así es como me pagas. —Sé que con eso último tiene razón, así que solo observo la moto con inseguridad y se percata de ello—. No te gustan, lo noté.

—Y a pesar de eso, decidiste ir a toda velocidad —reprocho.

—Enfrentar los miedos es la mejor manera de superarlos.

—Ve y dile eso a alguien que le importe. —Hago un gesto con las manos, echándolo para que se largue, pero doy varios pasos atrás, nerviosa, cuando se baja de la moto, llevando esa expresión intimidante que ya había mostrado al hombre que me acosó en el estacionamiento—. De todas formas, no pareces ser el tipo de chico que va tranquilo en una motocicleta así —añado antes de que llegue hasta mí.

—No lo soy —me mira directamente a los ojos al alcanzarme—, pero si no hubieras sido tan ruidosa en el camino, habría hecho una excepción.

Algo golpea contra mi pecho y siento cómo mis latidos se aceleran debido a eso.

—No te creo.

Ladea la cabeza con una acción tan relajada que mi corazón se acelera aún más.

—No tienes porqué creerme.

Una suave brisa acaricia nuestros cabellos mientras seguimos mirándonos sin apartar la vista.

—Debería entrar ya —menciono y sabiendo que es lo correcto, agrego—: Gracias.

Él continúa observándome, detallándome con un ligero ceño fruncido.

—¿Por qué te asustan? —la pregunta me detiene antes de darle la espalda.

Me lo quedo mirando sin saber si responder con la verdad o no. No lo conozco, seguramente no lo volveré a ver, así que…

—Mi padre murió en una cuando yo era niña, un auto lo atropelló. —No hay cambio de expresión en él—. Y yo… bueno, yo estaba allí y vi todo. Él estaba por recogerme en la escuela cuando ocurrió.

Espero una respuesta, pero está nunca llega. No digo nada más y le doy la espalda, caminando hacia el árbol junto a mi ventana. Me detengo en seco, miro atrás y nuestros ojos hacen contacto por última vez. Él sigue ahí, mirándome fijamente. Regreso la mirada al frente y continúo avanzando. Escalo con cuidado, aferrándome a las ramas hasta llegar a la ventana. Al pisar el suelo de madera de mi habitación, me volteo y aún lo veo ahí.

Bajo la mirada al piso, sintiéndome extraña, y cierro las cortinas. Pasado un minuto, escucho el ruido de su moto alejándose.