martes, 13 de mayo de 2025

-Relato 5 de Anna Orlitskaia

La compañera de piso


Escuché sus pasos en el pasillo poco después de las ocho. Era demasiado temprano, así que me quedé un rato con el móvil en la cama, con la cortina medio bajada. Cerró la puerta del baño, abrió el grifo. Luego la cafetera comenzó a burbujear. Olí el café. La silla raspó el suelo. Mientras desayunaba, se le cayó una cucharita. Sonido del agua en el fregadero. Sus pasos en el pasillo.

    Cuando salí, ella ya no estaba en la cocina. Casi no quedaba ninguna huella de su presencia, solo una cucharita con un poco de mermelada en el fregadero que se le habría olvidado. La cafetera, aún caliente, estaba en la mesa. Quedaba una porción de café para mí.

    Me hice tostadas y me serví el café. Me senté. Masticaba lento mientras miraba el móvil. Desde su cuarto se escuchaba música baja, canciones suaves en inglés. El teclado del ordenador, también.

    Fregué la vajilla que había usado y la dejé en el escurreplatos. Fui al baño, luego volví a mi cuarto.

    Poco después de las nueve, ella salió. Llevaba un pantalón de lino y una camiseta blanca. El móvil en la mano. Justo salía yo. Nos saludamos brevemente.

    —Buenos días.

    —Buenos días. —Se apoyó en el marco de su puerta—. ¿Trabajas hoy?

    —Sí, tengo que irme ya. Que tengas un buen día.

    —Tú también. Hasta pronto.

    Me puse la chaqueta, cogí la mochila y salí. En el ascensor, un hombre mayor con una bolsa de basura. Nos saludamos brevemente. En la calle, pasaban los autobuses llenos. Caminé unos diez minutos hasta la estación de metro. Me bajé cinco paradas después y caminé hasta el centro comercial.

    Entré a trabajar a las diez. El encargado me preguntó si podía cubrir el turno del sábado, para sustituir a un compañero que estaba de baja. Le dije que sí. Pasé la mañana ordenando cajas, reponiendo latas de conserva y subiendo productos a los estantes. A mediodía me tocó la caja. Una señora se quejó porque no le aplicaron el descuento. Otra preguntó por el baño. El aire acondicionado estaba fuerte.

    A las cuatro, comí una ensalada de pasta en la sala del personal. Dos compañeros hablaban de un partido. No participé. Luego volví al almacén. Un paquete de detergente se me rompió al cargarlo y tuve que recogerlo. Después saqué la basura por la puerta de servicio. Hacía calor.

    A las ocho y cuarto, me cambié y salí. Caminé hasta el metro. En la estación había gente con bolsas de compra y mochilas, grupos de estudiantes que iban a casa después de clase. Me senté un momento en el banco del andén.

    Volví a casa sobre las nueve. En el salón no había luces encendidas. Desde su cuarto llegaba el murmullo de una videollamada. Pasé por la cocina. Había una bolsa del supermercado sobre la encimera, medio vacía. Un paquete de arroz, plátanos, una botella de vino blanco. Al lado del fregadero, un cuenco con restos de ensalada.

    Colgué la chaqueta en el perchero. Encendí la lámpara del salón. Me senté en el sofá y me puse a mirar redes sociales en el móvil. Al fondo, su voz. Estaba hablando con alguien, despacio. Se reía.

    La puerta de su cuarto seguía entrecerrada. Se oyó cómo movía cosas. Un cajón que se abría y se cerraba, un vaso apoyado con fuerza sobre una superficie. Luego silencio. Al cabo de unos minutos, salió con una bolsa de ropa. Me saludó con un gesto y fue al baño. Puso la lavadora. Al salir, volvió a encerrarse y puso música a bajo volumen.

    Sobre las nueve y media, oí cómo ella abría la ventana en su cuarto. Fui a la cocina y calenté algo de comida del otro día en el microondas.

    Me serví un vaso de agua y apagué la luz. Volví al sofá. Oí un grito que llegaba desde la calle. Me acerqué un rato a la ventana, pero vi a nadie.

 

Al día siguiente trabajé en mi horario habitual, de diez a ocho. Volví a casa sobre las nueve. Ella estaba en la cocina, cortando cebolla sobre la tabla de madera. Llevaba auriculares. Me vio y se los quitó.

    —Voy a hacer pasta. Hay espinacas y algo de queso. ¿Quieres?

    La miré y le dije que sí. Tenía el pelo recogido, algo desordenado, una mecha rubia se le caía sobre el hombro.

    Dejé la mochila en mi cuarto, me lavé las manos y volví. La observé de lejos unos segundos. Estaba picando ajo. Saqué una sartén y puse agua a hervir. Busqué el colador en el armario de arriba.

    —¿Quieres ver algo mientras cenamos?

    —Bueno… Quería empezar esa serie que va sobre los dos hermanos que vuelven a la casa del lago. —Por un segundo, nuestros ojos se cruzaron—. Esa que es como una mezcla entre misterio y policiaca.

    —¿La del padre enfermo y la herencia?

    —Esa.

    —Uf. Demasiado densa para hoy. —Se quitó la mecha suelta de la cara—. Yo empezaría una más ligera. Esa que va de un chico que empieza de cero en otra ciudad.

    Asentí. Ella echó las espinacas a la sartén con el ajo. Mientras ella los revolvía con una cuchara de madera, probé la pasta que burbujeaba en la olla.

    Preparamos la mesa del salón con dos platos, cubiertos, vasos y una jarra de agua. Pusimos las raciones y nos sentamos. En la pantalla, el protagonista llegaba a una entrevista de trabajo. En el segundo episodio ya tenía un nuevo piso y dos vecinos, un chico y una chica.

    —Este personaje me recuerda a alguien. —Llenó su vaso y me propuso más agua a mí con un gesto. Negué con la cabeza.

    —¿A quién?

    —No sé. A ti, tal vez.

    No dije nada, solo sonreí. Terminamos de comer y alejamos la mesa del sofá. Mientras veíamos el tercer episodio, su cabeza empezó a inclinarse levemente hacia mí: se estaba quedando dormida. Su mejilla casi rozaba mi hombro, una mecha de pelo rubio se cayó encima de mi brazo. No me moví. Así nos quedamos unos segundos, tal vez unos minutos.

    De repente levantó la cabeza con un movimiento brusco. La sacudió, dijo «uff» y se sentó en una posición más recta. Puse la película en pausa, me levanté y empecé a recoger los platos.

    —Puedo fregar yo. —Se levantó también.

    —No pasa nada. Ya estoy con ello.

    —Bueno. Entonces me voy a dormir. Estoy muerta. Puedes terminar de ver el capítulo si quieres, no me importa.

    —También estoy cansado. Si quieres lo seguimos viendo otro día. Que descanses.

    —Buenas noches.

    Apagó la tele y se fue por el pasillo. Cerró la puerta con suavidad. Terminé de fregar, limpié la mesa con un trapo, apagué la luz de la cocina y fui a mi cuarto.

 

El sábado me desperté sobre las ocho y media, como todos los días que iba a trabajar. Ella ya no estaba. En la cocina, una nota pegada con imán en la nevera: «Paso el fin de semana fuera. Vuelvo el domingo por la noche o el lunes. Que tengas un buen finde».

    Fui al trabajo como siempre. Metro, centro comercial, escaleras mecánicas hasta el supermercado, estanterías, caja, almacén. En la sala del personal, a mediodía, uno de los chicos comentó que era un buen día para irse a la playa. Comimos pizza de microondas. Por la tarde, entró mucha gente. Hacía calor.

    Antes de salir, hice la compra en el mismo supermercado donde trabajaba: una barra de pan, yogures, café, una bolsa de patatas y un bote de tomate frito. También cogí dos barritas de chocolate con avellanas.

    En casa no había nadie. El salón estaba en penumbra. La puerta de su cuarto, cerrada. Silencio. Encendí la luz en el pasillo. Me duché, me preparé un sándwich y cené en la cocina. Después me senté en el sofá con el portátil. Estuve un rato mirando vídeos en YouTube.

    El domingo me desperté tarde. Calenté agua, me hice un té y me senté un rato en la cocina, comiendo una de las dos barritas de chocolate. Luego abrí las ventanas y empecé a limpiar. Recogí en la cocina. Cambié las sábanas. Puse la lavadora. Pasé el trapo por las estanterías en el salón.

    Pasé la aspiradora, saqué la basura. Luego abrí el portátil en la mesa del salón. Miré los horarios del trabajo de la semana siguiente. Me quedé un rato revisando correos. Nada importante, solo avisos y publicidad.

    Por la tarde, me senté en el sofá. Leí un rato, luego encendí la tele. Vi dos episodios de la serie que habíamos empezado el jueves.

    Sobre las ocho, puse agua a hervir y me preparé pasta con tomate. Cuando lavé los platos, ya era de noche. Me senté un rato en la cocina, con la ventana abierta. Afuera no pasaba nada. No había viento. No se oían coches. El edificio de enfrente tenía todas las persianas bajadas.

    Dejé la segunda barrita de chocolate en la mesa de la cocina con una simple nota «Para ti» que escribí a mano. Cuando me fui a dormir, ella todavía no estaba.

 

El lunes no trabajaba. Me despertó el ruido de la cerradura y la puerta al cerrarse. Me quedé en la cama, sin mirar el reloj. Oí sus pasos en el pasillo. Entró en la cocina. Abrió la nevera. Luego armarios. Agua del grifo.

    Me levanté, me puse el pantalón y fui al baño. Cuando salí, ella estaba sentada en la mesa, con un cuenco de cereales y el móvil al lado. Tenía la piel algo enrojecida. Llevaba una camiseta ancha y unas sandalias.

    —Buenos días.

    —Buenos días. —Levantó la vista del móvil—. Gracias por limpiar, la semana que viene me toca a mí.

    —De nada. ¿Qué tal el finde?

    —Espectacular. —Hablaba rápido, como si llevara varias horas despierta—. Estuvimos en la playa de Santa Marta, creo que te dije que quería ir. El agua estaba buenísima.

    Me acerqué a la mesa. La barrita de chocolate seguía allí, intacta.

    —Toma, es para ti.

    —Uy, gracias. —Sonrió levemente. Luego se levantó—. Bueno, me voy que tengo clase. Ya estoy llegando tarde.

    Puso la barrita de chocolate en el bolsillo del pantalón, llevó el cuenco al fregadero y se fue a su cuarto. Oí cómo abría cajones, cerraba puertas del armario, sus pasos rápidos. Dentro de poco salió, ya con otra ropa y la mochila con el portátil que siempre usaba para ir a la universidad.

    —Nos vemos luego.

    Desde la cocina, oí la puerta cerrarse. Abrí la nevera, saqué los dos últimos huevos que quedaban en la caja, puse la sartén a calentarse y me quedé un rato mirando por la ventana, sin fijarme en nada en concreto.

 

Por la tarde estuve en casa. Pasé un buen rato en el salón, con el portátil. Busqué unas cosas que tenía que comprar, hice pedidos en Amazon, abrí redes sociales. Hacía calor, estaba con el aire acondicionado puesto. Luego, cerré el portátil y lo dejé sobre la mesa. Me quedé un rato sin hacer nada.

    Me levanté y fui a la cocina. Abrí la nevera. Cogí un yogur, luego una cuchara del cajón. Volví al salón, me senté de nuevo en el sofá y puse la televisión para que sonara de fondo, con el volumen bajo. Había un programa de reformas. Un hombre medía un pasillo con una cinta métrica.

    Poco tiempo después, escuché la puerta. Ella entró con pasos ligeros. Dejó las llaves en la repisa, colgó la chaqueta en el perchero.

    —Hola.

    Entró en el salón.

    —Hola. ¿Qué tal las clases, bien?

    —Sí, pero me muero de cansancio. Teníamos presentación en grupo y luego una prueba. Y todavía tengo cosas que preparar para mañana.

    —Ánimo. ¿Un día de estos podríamos ver otro capítulo de la serie? Si es que puedes, claro.

    —No sé, es que tengo una semana bastante tensa en la universidad. Pero igual el viernes. Te aviso. —Quitó la mochila del hombro—. Ah, y por cierto, el jueves va a venir un amigo a cenar. Ya lo habíamos hablado hace tiempo. Si no te importa, claro.

    —Ningún problema.

    —Si quieres, te quedas a cenar con nosotros. Lo vamos a hacer sencillo, algo de picoteo. Va a traer vino. Y vemos alguna peli. Ya me dirás.

    —Sí, es un buen plan.

    Se fue directamente a su cuarto. Me quedé un rato más sentado, mirando la pantalla del televisor, pero sin seguir lo que pasaba allí. El programa de reformas había terminado, ponían publicidad.

    Apagué la tele, me levanté y fui a mi habitación. Cerré la puerta, me puse los auriculares. Puse una canción y me estiré en la cama, mirando hacia la pared.

 

El jueves por la mañana, ella salió a comprar justo después de desayunar. Yo estaba en la cocina tomando café. No trabajaba ese día. En la mesa, tenía el portátil abierto, pero no estaba haciendo nada. Había dormido mal.

    Volvió menos de una hora después, cargada con dos bolsas de plástico llenas. Traía pan, refrescos, varios paquetes, dos cajas de galletas saladas, una bolsa de manzanas. También algo de queso, hummus, frutos secos.

    —Menos mal que aún no hace calor. —Empezó a distribuir las cosas: unas en la nevera, otras las dejaba en la mesa—. Me olvidé de la lista, pero creo que lo he cogido todo.

    No respondí. Me quedé en la mesa, con el café ya frío. Ella iba y venía entre la cocina y su cuarto, canturreando algo. Abrió un armario, movió platos, sacó una bandeja. Luego se agachó a mirar en los cajones bajos.

    Volvió a salir. Ahora llevaba una bolsa de tela. Dijo que le faltaba un par de cosas y que sería rápido. La oí bajar las escaleras.

    Por la noche, poco antes de las ocho, se metió en la cocina. Se había cambiado de ropa, llevaba unos pantalones cortos y una camiseta de flores. El pelo suelto. Cortaba verduras sobre la tabla de madera. Luego preparó una bandeja con pan cortado, tarros pequeños con salsas y frutos secos. Puso música en su móvil, algo suave, apenas audible desde el pasillo.

    Yo estaba en mi cuarto. Tenía la puerta entreabierta. Leía sin concentración, escuchando los ruidos que venían de la cocina. El cuchillo contra la tabla, la puerta de la nevera, la bandeja metálica que se apoyaba sobre la encimera.

    Llamaron al timbre. Me quedé quieto. Escuché cómo ella iba a abrir.

    —¡Hola!

    —¡Hola! —Una voz masculina, risas, una mochila que caía en el suelo.

    —Aún queda poner la mesa. ¿Me ayudas?

    Se oyó movimiento, el sonido de los platos y los cubiertos. Ella le daba instrucciones:

    —Pon ese plato ahí. Las copas en el centro.

    —¿Tu compañero va a estar?

    —Creo que sí. Supongo. El otro día me dijo que sí.

    Abrieron la botella de vino. Sus voces, algunas risas más. Ella se movía ligera, hablaba rápido, su voz se alzaba y bajaba. Él respondía con frases cortas, a veces en tono de broma.

    Desde mi cuarto, escuchaba todo sin moverme. Dejé el portátil sobre la cama, abierto pero con la pantalla hacia la pared. Me levanté, caminé hasta el armario, abrí un cajón sin buscar nada. Volví a sentarme.

    Alguien golpeó suavemente mi puerta.

    —Ya está todo. Ven cuando quieras.

    Asentí. Ella no esperó respuesta. Se fue. Oí cómo volvía a reírse con él en el salón.

    Esperé unos minutos más. Luego me levanté y abrí la puerta. Desde allí veía el salón. Ella estaba de pie, sirviendo algo en platos pequeños. Él la observaba sonriendo desde el sofá. La mesa del centro estaba llena: pan, quesos, frutos secos, patatas fritas, cuencos con salsas.

    Ella me vio y se giró hacia mí.

    —Ven. —Me hizo un gesto con la mano. Caminé despacio hasta el salón—. Este es Alberto, un amigo.

    Él se levantó del sofá y alargó la mano.

    —Juan.

    —Encantado.

    —Igualmente.

    Ella me dio una copa de vino ya servida. Me senté en una esquina del sofá.

    Durante un momento no hablamos. Ella se sentó al lado de él. Yo tomé un sorbo pequeño del vino. No dije nada.

    —Bueno, ¿vemos algo? —Alberto puso su copa en la mesa—. ¿Esa película que te dije la última vez?

    —Vale. —Ella se levantó—. Voy a traer el ordenador y el cable.

    Salió del salón. Se escucharon los pasos rápidos de sus pies descalzos en el pasillo.

    Miré un segundo a Alberto y enseguida bajé la vista a mi vaso. Mientras tanto, él empezó a contarme a qué película se refería: un clásico estadounidense que ella no había visto. Me preguntó si lo había visto yo, pero ni siquiera me sonaba el título.

    Pronto volvió ella con su portátil y un cable.

    —Chicos —me levanté—, creo que paso de la película, disculpad. Me duele la cabeza. Voy a salir a dar una vuelta.

    Ella levantó la vista.

    —¿Seguro? ¿No quieres quedarte un rato?

    —Es que no me siento bien, de verdad. Pasadlo bien.

    Dejé la copa sobre la mesa y me levanté. Ella no dijo nada más. Él asintió con la cabeza, en silencio. Cogí la chaqueta del perchero, las llaves y salí.

    En la calle hacía fresco. Caminé sin rumbo durante un rato. Había poca gente. Pasé por una panadería cerrada, una farmacia iluminada, un portal con luces bajas. En la esquina, vi un bar abierto. Entré.

    Había un camarero detrás de la barra y dos personas más, al fondo. Me senté en un taburete y miré unos segundos delante de mí, sin fijarme en nada en concreto. El camarero se acercó.

    —Un whisky, por favor.

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