La compañera de piso
Escuché sus pasos en el pasillo poco después de las ocho. Era demasiado temprano, así que me quedé un rato con el móvil en la cama, con la cortina medio bajada. Cerró la puerta del baño, abrió el grifo. Luego la cafetera comenzó a burbujear. Olí el café. La silla raspó el suelo. Mientras desayunaba, se le cayó una cucharita. Sonido del agua en el fregadero. Sus pasos en el pasillo.
Cuando salí, ella
ya no estaba en la cocina. Casi no quedaba ninguna huella de su presencia, solo
una cucharita con un poco de mermelada en el fregadero que se le habría
olvidado. La cafetera, aún caliente, estaba en la mesa. Quedaba una porción de
café para mí.
Me hice tostadas
y me serví el café. Me senté. Masticaba lento mientras miraba el móvil. Desde
su cuarto se escuchaba música baja, canciones suaves en inglés. El teclado del
ordenador, también.
Fregué la vajilla
que había usado y la dejé en el escurreplatos. Fui al baño, luego volví a mi
cuarto.
Poco después de
las nueve, ella salió. Llevaba un pantalón de lino y una camiseta blanca. El
móvil en la mano. Justo salía yo. Nos saludamos brevemente.
—Buenos días.
—Buenos días. —Se
apoyó en el marco de su puerta—. ¿Trabajas hoy?
—Sí, tengo que
irme ya. Que tengas un buen día.
—Tú también. Hasta
pronto.
Me puse la
chaqueta, cogí la mochila y salí. En el ascensor, un hombre mayor con una bolsa
de basura. Nos saludamos brevemente. En la calle, pasaban los autobuses llenos.
Caminé unos diez minutos hasta la estación de metro. Me bajé cinco paradas después
y caminé hasta el centro comercial.
Entré a trabajar
a las diez. El encargado me preguntó si podía cubrir el turno del sábado, para
sustituir a un compañero que estaba de baja. Le dije que sí. Pasé la mañana
ordenando cajas, reponiendo latas de conserva y subiendo productos a los
estantes. A mediodía me tocó la caja. Una señora se quejó porque no le
aplicaron el descuento. Otra preguntó por el baño. El aire acondicionado estaba
fuerte.
A las cuatro,
comí una ensalada de pasta en la sala del personal. Dos compañeros hablaban de
un partido. No participé. Luego volví al almacén. Un paquete de detergente se me
rompió al cargarlo y tuve que recogerlo. Después saqué la basura por la puerta
de servicio. Hacía calor.
A las ocho y
cuarto, me cambié y salí. Caminé hasta el metro. En la estación había gente con
bolsas de compra y mochilas, grupos de estudiantes que iban a casa después de
clase. Me senté un momento en el banco del andén.
Volví a casa
sobre las nueve. En el salón no había luces encendidas. Desde su cuarto llegaba
el murmullo de una videollamada. Pasé por la cocina. Había una bolsa del
supermercado sobre la encimera, medio vacía. Un paquete de arroz, plátanos, una
botella de vino blanco. Al lado del fregadero, un cuenco con restos de ensalada.
Colgué la
chaqueta en el perchero. Encendí la lámpara del salón. Me senté en el sofá y me
puse a mirar redes sociales en el móvil. Al fondo, su voz. Estaba hablando con
alguien, despacio. Se reía.
La puerta de su
cuarto seguía entrecerrada. Se oyó cómo movía cosas. Un cajón que se abría y se
cerraba, un vaso apoyado con fuerza sobre una superficie. Luego silencio. Al
cabo de unos minutos, salió con una bolsa de ropa. Me saludó con un gesto y fue
al baño. Puso la lavadora. Al salir, volvió a encerrarse y puso música a bajo
volumen.
Sobre las nueve y
media, oí cómo ella abría la ventana en su cuarto. Fui a la cocina y calenté
algo de comida del otro día en el microondas.
Me serví un vaso
de agua y apagué la luz. Volví al sofá. Oí un grito que llegaba desde la calle.
Me acerqué un rato a la ventana, pero vi a nadie.
Al día siguiente
trabajé en mi horario habitual, de diez a ocho. Volví a casa sobre las nueve.
Ella estaba en la cocina, cortando cebolla sobre la tabla de madera. Llevaba
auriculares. Me vio y se los quitó.
—Voy a hacer
pasta. Hay espinacas y algo de queso. ¿Quieres?
La miré y le dije
que sí. Tenía el pelo recogido, algo desordenado, una mecha rubia se le caía
sobre el hombro.
Dejé la mochila
en mi cuarto, me lavé las manos y volví. La observé de lejos unos segundos. Estaba
picando ajo. Saqué una sartén y puse agua a hervir. Busqué el colador en el
armario de arriba.
—¿Quieres ver
algo mientras cenamos?
—Bueno… Quería
empezar esa serie que va sobre los dos hermanos que vuelven a la casa del lago.
—Por un segundo, nuestros ojos se cruzaron—. Esa que es como una mezcla entre
misterio y policiaca.
—¿La del padre
enfermo y la herencia?
—Esa.
—Uf. Demasiado
densa para hoy. —Se quitó la mecha suelta de la cara—. Yo empezaría una más
ligera. Esa que va de un chico que empieza de cero en otra ciudad.
Asentí. Ella echó
las espinacas a la sartén con el ajo. Mientras ella los revolvía con una
cuchara de madera, probé la pasta que burbujeaba en la olla.
Preparamos la
mesa del salón con dos platos, cubiertos, vasos y una jarra de agua. Pusimos
las raciones y nos sentamos. En la pantalla, el protagonista llegaba a una
entrevista de trabajo. En el segundo episodio ya tenía un nuevo piso y dos
vecinos, un chico y una chica.
—Este personaje
me recuerda a alguien. —Llenó su vaso y me propuso más agua a mí con un gesto.
Negué con la cabeza.
—¿A quién?
—No sé. A ti, tal
vez.
No dije nada,
solo sonreí. Terminamos de comer y alejamos la mesa del sofá. Mientras veíamos
el tercer episodio, su cabeza empezó a inclinarse levemente hacia mí: se estaba
quedando dormida. Su mejilla casi rozaba mi hombro, una mecha de pelo rubio se
cayó encima de mi brazo. No me moví. Así nos quedamos unos segundos, tal vez
unos minutos.
De repente
levantó la cabeza con un movimiento brusco. La sacudió, dijo «uff» y se sentó
en una posición más recta. Puse la película en pausa, me levanté y empecé a
recoger los platos.
—Puedo fregar yo.
—Se levantó también.
—No pasa nada. Ya
estoy con ello.
—Bueno. Entonces
me voy a dormir. Estoy muerta. Puedes terminar de ver el capítulo si quieres,
no me importa.
—También estoy
cansado. Si quieres lo seguimos viendo otro día. Que descanses.
—Buenas noches.
Apagó la tele y
se fue por el pasillo. Cerró la puerta con suavidad. Terminé de fregar, limpié
la mesa con un trapo, apagué la luz de la cocina y fui a mi cuarto.
El sábado me
desperté sobre las ocho y media, como todos los días que iba a trabajar. Ella
ya no estaba. En la cocina, una nota pegada con imán en la nevera: «Paso el fin
de semana fuera. Vuelvo el domingo por la noche o el lunes. Que tengas un buen finde».
Fui al trabajo
como siempre. Metro, centro comercial, escaleras mecánicas hasta el
supermercado, estanterías, caja, almacén. En la sala del personal, a mediodía,
uno de los chicos comentó que era un buen día para irse a la playa. Comimos
pizza de microondas. Por la tarde, entró mucha gente. Hacía calor.
Antes de salir,
hice la compra en el mismo supermercado donde trabajaba: una barra de pan,
yogures, café, una bolsa de patatas y un bote de tomate frito. También cogí dos
barritas de chocolate con avellanas.
En casa no había
nadie. El salón estaba en penumbra. La puerta de su cuarto, cerrada. Silencio.
Encendí la luz en el pasillo. Me duché, me preparé un sándwich y cené en la
cocina. Después me senté en el sofá con el portátil. Estuve un rato mirando
vídeos en YouTube.
El domingo me
desperté tarde. Calenté agua, me hice un té y me senté un rato en la cocina, comiendo
una de las dos barritas de chocolate. Luego abrí las ventanas y empecé a
limpiar. Recogí en la cocina. Cambié las sábanas. Puse la lavadora. Pasé el
trapo por las estanterías en el salón.
Pasé la
aspiradora, saqué la basura. Luego abrí el portátil en la mesa del salón. Miré
los horarios del trabajo de la semana siguiente. Me quedé un rato revisando
correos. Nada importante, solo avisos y publicidad.
Por la tarde, me
senté en el sofá. Leí un rato, luego encendí la tele. Vi dos episodios de la
serie que habíamos empezado el jueves.
Sobre las ocho,
puse agua a hervir y me preparé pasta con tomate. Cuando lavé los platos, ya
era de noche. Me senté un rato en la cocina, con la ventana abierta. Afuera no
pasaba nada. No había viento. No se oían coches. El edificio de enfrente tenía
todas las persianas bajadas.
Dejé la segunda
barrita de chocolate en la mesa de la cocina con una simple nota «Para ti» que
escribí a mano. Cuando me fui a dormir, ella todavía no estaba.
El lunes no trabajaba.
Me despertó el ruido de la cerradura y la puerta al cerrarse. Me quedé en la
cama, sin mirar el reloj. Oí sus pasos en el pasillo. Entró en la cocina. Abrió
la nevera. Luego armarios. Agua del grifo.
Me levanté, me
puse el pantalón y fui al baño. Cuando salí, ella estaba sentada en la mesa,
con un cuenco de cereales y el móvil al lado. Tenía la piel algo enrojecida.
Llevaba una camiseta ancha y unas sandalias.
—Buenos días.
—Buenos
días. —Levantó la vista del móvil—. Gracias por limpiar, la semana que
viene me toca a mí.
—De nada. ¿Qué
tal el finde?
—Espectacular. —Hablaba
rápido, como si llevara varias horas despierta—. Estuvimos en la playa de Santa
Marta, creo que te dije que quería ir. El agua estaba buenísima.
Me acerqué a la
mesa. La barrita de chocolate seguía allí, intacta.
—Toma, es para
ti.
—Uy, gracias. —Sonrió
levemente. Luego se levantó—. Bueno, me voy que tengo clase. Ya estoy llegando
tarde.
Puso la barrita
de chocolate en el bolsillo del pantalón, llevó el cuenco al fregadero y se fue
a su cuarto. Oí cómo abría cajones, cerraba puertas del armario, sus pasos
rápidos. Dentro de poco salió, ya con otra ropa y la mochila con el portátil que
siempre usaba para ir a la universidad.
—Nos vemos luego.
Desde la cocina,
oí la puerta cerrarse. Abrí la nevera, saqué los dos últimos huevos que
quedaban en la caja, puse la sartén a calentarse y me quedé un rato
mirando por la ventana, sin fijarme en nada en concreto.
Por la tarde
estuve en casa. Pasé un buen rato en el salón, con el portátil. Busqué unas
cosas que tenía que comprar, hice pedidos en Amazon, abrí redes sociales. Hacía
calor, estaba con el aire acondicionado puesto. Luego, cerré el portátil y lo
dejé sobre la mesa. Me quedé un rato sin hacer nada.
Me levanté y fui
a la cocina. Abrí la nevera. Cogí un yogur, luego una cuchara del cajón. Volví
al salón, me senté de nuevo en el sofá y puse la televisión para que sonara de
fondo, con el volumen bajo. Había un programa de reformas. Un hombre medía un
pasillo con una cinta métrica.
Poco tiempo
después, escuché la puerta. Ella entró con pasos ligeros. Dejó las llaves en la
repisa, colgó la chaqueta en el perchero.
—Hola.
Entró en el salón.
—Hola. ¿Qué tal
las clases, bien?
—Sí, pero me
muero de cansancio. Teníamos presentación en grupo y luego una prueba. Y
todavía tengo cosas que preparar para mañana.
—Ánimo. ¿Un día
de estos podríamos ver otro capítulo de la serie? Si es que puedes, claro.
—No sé, es que
tengo una semana bastante tensa en la universidad. Pero igual el viernes. Te
aviso. —Quitó la mochila del hombro—. Ah, y por cierto, el jueves va
a venir un amigo a cenar. Ya lo habíamos hablado hace tiempo. Si no te importa,
claro.
—Ningún problema.
—Si quieres, te
quedas a cenar con nosotros. Lo vamos a hacer sencillo, algo de picoteo. Va a
traer vino. Y vemos alguna peli. Ya me dirás.
—Sí, es un buen
plan.
Se fue
directamente a su cuarto. Me quedé un rato más sentado, mirando la
pantalla del televisor, pero sin seguir lo que pasaba allí. El programa de
reformas había terminado, ponían publicidad.
Apagué la tele,
me levanté y fui a mi habitación. Cerré la puerta, me puse los auriculares. Puse
una canción y me estiré en la cama, mirando hacia la pared.
El jueves por la
mañana, ella salió a comprar justo después de desayunar. Yo estaba en la cocina
tomando café. No trabajaba ese día. En la mesa, tenía el portátil abierto, pero
no estaba haciendo nada. Había dormido mal.
Volvió menos de
una hora después, cargada con dos bolsas de plástico llenas. Traía pan,
refrescos, varios paquetes, dos cajas de galletas saladas, una bolsa de
manzanas. También algo de queso, hummus, frutos secos.
—Menos mal que
aún no hace calor. —Empezó a distribuir las cosas: unas en la nevera, otras las
dejaba en la mesa—. Me olvidé de la lista, pero creo que lo he cogido todo.
No respondí. Me
quedé en la mesa, con el café ya frío. Ella iba y venía entre la cocina y su
cuarto, canturreando algo. Abrió un armario, movió platos, sacó una bandeja.
Luego se agachó a mirar en los cajones bajos.
Volvió a salir.
Ahora llevaba una bolsa de tela. Dijo que le faltaba un par de cosas y que
sería rápido. La oí bajar las escaleras.
Por la noche,
poco antes de las ocho, se metió en la cocina. Se había cambiado de ropa,
llevaba unos pantalones cortos y una camiseta de flores. El pelo suelto.
Cortaba verduras sobre la tabla de madera. Luego preparó una bandeja con pan
cortado, tarros pequeños con salsas y frutos secos. Puso música en su móvil,
algo suave, apenas audible desde el pasillo.
Yo estaba en mi
cuarto. Tenía la puerta entreabierta. Leía sin concentración, escuchando los
ruidos que venían de la cocina. El cuchillo contra la tabla, la puerta de la
nevera, la bandeja metálica que se apoyaba sobre la encimera.
Llamaron al
timbre. Me quedé quieto. Escuché cómo ella iba a abrir.
—¡Hola!
—¡Hola! —Una voz
masculina, risas, una mochila que caía en el suelo.
—Aún queda poner
la mesa. ¿Me ayudas?
Se oyó
movimiento, el sonido de los platos y los cubiertos. Ella le daba
instrucciones:
—Pon ese plato
ahí. Las copas en el centro.
—¿Tu compañero va
a estar?
—Creo que sí.
Supongo. El otro día me dijo que sí.
Abrieron la
botella de vino. Sus voces, algunas risas más. Ella se movía ligera, hablaba
rápido, su voz se alzaba y bajaba. Él respondía con frases cortas, a veces en
tono de broma.
Desde mi cuarto,
escuchaba todo sin moverme. Dejé el portátil sobre la cama, abierto pero con la
pantalla hacia la pared. Me levanté, caminé hasta el armario, abrí un cajón sin
buscar nada. Volví a sentarme.
Alguien golpeó
suavemente mi puerta.
—Ya está todo. Ven
cuando quieras.
Asentí. Ella no
esperó respuesta. Se fue. Oí cómo volvía a reírse con él en el salón.
Esperé unos
minutos más. Luego me levanté y abrí la puerta. Desde allí veía el salón. Ella
estaba de pie, sirviendo algo en platos pequeños. Él la observaba sonriendo desde
el sofá. La mesa del centro estaba llena: pan, quesos, frutos secos, patatas
fritas, cuencos con salsas.
Ella me vio y se
giró hacia mí.
—Ven. —Me hizo un
gesto con la mano. Caminé despacio hasta el salón—. Este es Alberto, un amigo.
Él se levantó del
sofá y alargó la mano.
—Juan.
—Encantado.
—Igualmente.
Ella me dio una
copa de vino ya servida. Me senté en una esquina del sofá.
Durante un
momento no hablamos. Ella se sentó al lado de él. Yo tomé un sorbo pequeño del
vino. No dije nada.
—Bueno, ¿vemos
algo? —Alberto puso su copa en la mesa—. ¿Esa película que te dije la
última vez?
—Vale. —Ella
se levantó—. Voy a traer el ordenador y el cable.
Salió del salón.
Se escucharon los pasos rápidos de sus pies descalzos en el pasillo.
Miré un segundo a
Alberto y enseguida bajé la vista a mi vaso. Mientras tanto, él empezó a
contarme a qué película se refería: un clásico estadounidense que ella no había
visto. Me preguntó si lo había visto yo, pero ni siquiera me sonaba el título.
Pronto volvió
ella con su portátil y un cable.
—Chicos —me
levanté—, creo que paso de la película, disculpad. Me duele la cabeza. Voy a
salir a dar una vuelta.
Ella levantó la
vista.
—¿Seguro? ¿No
quieres quedarte un rato?
—Es que no me siento
bien, de verdad. Pasadlo bien.
Dejé la copa
sobre la mesa y me levanté. Ella no dijo nada más. Él asintió con la cabeza, en
silencio. Cogí la chaqueta del perchero, las llaves y salí.
En la calle hacía
fresco. Caminé sin rumbo durante un rato. Había poca gente. Pasé por una
panadería cerrada, una farmacia iluminada, un portal con luces bajas. En la
esquina, vi un bar abierto. Entré.
Había un camarero
detrás de la barra y dos personas más, al fondo. Me senté en un taburete y miré
unos segundos delante de mí, sin fijarme en nada en concreto. El camarero se
acercó.
—Un whisky, por favor.
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