jueves, 22 de mayo de 2025

-Relato 1B de Erea Alonso

 Victoria alada


Por extraño que parezca, la llamada me cogió sentada en el sillón azul de mi habitación, pensando sobre qué hacer con mi futuro, si quedarme en Madrid o volver a mi ciudad. Por aquel entonces vivía en Batán, al lado de Casa de Campo, me había mudado justo después de la pandemia, con los veinticinco años recién estrenados. No me gustaba el barrio pero fue lo mejor que encontré, por no decir lo único. En los últimos meses se habían producido cantidad de robos y peleas que le habían colgado el cartel de “problemático”. Por si esto fuera poco, unas semanas antes de que me mudase, habían intentado violar a una chica en el pasadizo que permitía cruzar de un lado a otro de la A-5. Pasadizo que yo tenía que cruzar todos los días para poder coger el metro que, por otro lado, era el único modo que había para salir de Batán. El único sería quizás decir mucho, también se podía salir del barrio en coche o caminando, si estabas dispuesta a atravesar el gran parque de Casa de Campo. 

Las últimas semanas el dilema acerca de si quedarme o irme de la ciudad se había convertido en algo recurrente, sin embargo, nunca llegaba a ninguna conclusión al respecto. Al acabar la carrera no sabía muy bien qué hacer con mi futuro, me daba miedo el vacío al que debía enfrentarme tras cuatro años con una misma rutina. No tenía sentido que me quedase en la ciudad en la que había estudiado, allí ya no tenía nada que hacer, ni existía tampoco nada que me retuviera. Volver a mi ciudad también carecía de sentido, no me quedaban amigos allí y habría tenido que mudarme de nuevo a casa de mis padres. Tras cuatro años de maravillosa independencia, no estaba dispuesta a tener que pasar por ese trámite. Siempre había querido vivir en Madrid, todo el mundo a mi alrededor iba a parar, de un modo u otro, a ese epicentro y decían que era la ciudad de las oportunidades para los artistas jóvenes. ¿Por qué no? Pero nadie me había explicado que el modo de vida madrileño no era el mismo que el de las pequeñas y humildes ciudades a las que estaba acostumbrada, los primeros meses fueron para mí como estar en medio de la jungla. Relaciones líquidas, trabajos precarios, alquileres muy altos, cucarachas por todas partes… Por suerte, había encontrado en el sillón azul de mi habitación un remanso de paz al que aferrarme cuando sentía que todo a mi alrededor giraba a una velocidad vertiginosa. Y allí permanecía sentada cuando me sonó el móvil. Era Paula. Si Paula me llamaba solo se podía tratar de algo serio, nunca lo hacía y llevábamos meses sin vernos. Fue directa al grano.

—¿El 5 de marzo cómo lo tienes? ¿Me puedes sustituir en un trabajo?

—¿En Levadura madre? —pregunté mientras intentaba recordar si era ella la que trabajaba en la famosa cadena de panaderías de la ciudad.

—No, una cosa nueva que estoy haciendo. Muchas de mis amigas lo hacen… —dejó la explicación sostenida, sin una aclaración final.

—¿No tendréis un onlyfans?

 Tras mi broma, se produjo un silencio incómodo que ninguna de las dos se atrevía a romper. Yo porque no entendía qué estaba pasando y Paula, supongo, no encontraba las palabras.

—Se trata de posar desnuda en la universidad para que te dibujen —anunció finalmente.

La idea me pareció tan exótica que no pude resistirme. 


Una semana después me encontraba plantada frente a un grupo de chavales de entre dieciocho y veinte años con tan solo una bata de leopardo que mi compañera de piso Julia me había dejado. No sé quién sentía más nervios, si ellos o yo. Por teléfono no me había parecido una situación tan tensa como la que estaba a punto de vivir ahora. Me sentía tan agitada que pensaba que me iba a desmayar. Me sudaban las manos, me pitaban los oídos y un inmenso calor subía desde mis pies hasta mi cabeza. Llegó el momento de desnudarme y tras los diez primeros segundos de una intensidad abrumadora, me sentí reconfortada, me gustó esa mezcla de dos sensaciones tan contrarias: la musculatura tensa y activa para conseguir mantener la posición y la mente despejada, casi en blanco.

Tal fue la repercusión de esta experiencia, que se suponía pasajera y efímera, que tan solo dos semanas después comenzaba a formar parte de la cantera de modelos fijos del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Éramos en total cinco modelos, dos chicos y tres chicas, todos de edades y profesiones similares: artistas. No puedo decir que el salario fuese gran cosa, todo lo contrario, pero me sentía más realizada posando que doblando pijamas en cualquier tienda de ropa de la gran ciudad. Había tres salas en los talleres del Círculo: una sala de apuntes o poses rápidas, una sala de dibujo o poses más largas, y una sala de pintura o poses fijas. Los modelos nos íbamos moviendo de una sala a otra en periodos de veinte días. Me tocó empezar por la sala de pintura, según mis compañeros narraban, la peor, tanto por el ambiente como por el nivel de exigencia. Debía adoptar una posición fija en la que estuviese de pie y que tendría que mantener durante cuatro horas al día en los próximos veinte días. Ojalá alguien me hubiese instruido como yo hice posteriormente con los modelos que entraban nuevos. Las condiciones eran tan malas que trabajar allí consistía en un ir y venir de chicos y chicas que, en la mayoría de los casos, no pasaban de la primera semana. Mi primer error, básico, fue poner todo el peso del cuerpo sobre una pierna, en lugar de sobre las dos. Mi segundo error, también básico, fue mirar directamente a un foco que me abrasaba los ojos y la cara. Me quedaban por delante diecinueve días de una posición que me pareció imposible de mantener apenas pasó la primera hora.

La segunda semana en esa posición, el martes, sentí que me iba a desmayar. En la sala hacía un calor que me resultaba insoportable y una mosca no paraba de volar alrededor de mi cabeza. Sentía su zumbido constante atravesando mis canales auditivos hasta instalarse en mi cerebro de manera insufrible, como una especie de tortura que en un primer momento resulta tenue, pero que alargada en el tiempo se vuelve insoportable. Durante el descanso, tuve la sensación de que uno de los socios no despegaba la vista de mí. Un tipo bajito y con gafas de pasta. Me miraba de manera inquisitiva, como quien analiza un complejo problema que no alcanza a resolver. Finalmente, se acercó y me susurró al oído: «Te has movido». Nunca llegué a saber si se trataba de una queja, una observación o un reproche. 


Gracias a aquel trabajo la ciudad comenzó a parecerme más amable. O tal vez es que llegó la primavera y cualquier ciudad se tiñe de gentileza de su mano. Algunos días, cuando me tocaba trabajar en el primer turno y salía temprano, me pasaba el resto de la tarde perdiéndome por sus calles y descubriendo nuevos lugares. Lo que más me gustaban eran las cafeterías en las que la gente se sentaba solitaria con su ordenador y en actitud de estar creando un proyecto de gran relevancia. Los pensamientos sobre si irme o quedarme se disiparon y empecé a disfrutar la ciudad, a vivirla. Por las mañanas museos y exposiciones, por las tardes paseos, noches de teatro o de cine, de vinos con amigos o con desconocidos a los que no volvería a ver. Ahora sí que me sentía viviendo de pleno la vida madrileña que tenía en mente desde la adolescencia. 

Una noche, recién acabado mi turno y mientras daba mi vuelta rutinaria por la sala de pintura para espiar los cuadros de los que cada tarde asistían allí con la misma devoción que quien acude a misa un domingo, apareció un socio con el que apenas había hablado una o dos veces. Entró a la sala con gran estruendo, venía con prisa y frenético. Me pareció curioso que llegase a esa hora, puesto que quedaban apenas diez minutos para que los talleres del Círculo cerrasen. Nada más entrar, hizo un barrido rápido a la sala y fue al verme que sus ojos se detuvieron. Vino directo a mí. No era raro que alguno de los socios se dirigiese a mí, en el poco tiempo que llevaba posando me había ganado su simpatía. La mayoría eran señores ya jubilados que tenían el dibujo o pintura como afición, pero que nunca habían podido dedicarse a ello profesionalmente. También había algún que otro estudiante de Bellas Artes, e incluso algunas personas que se dedicaban profesionalmente a la ilustración, la pintura o la animación en 2D. En los pequeños descansos que teníamos era habitual que me pasease entre los caballetes y los bancos de pintura y terminase charlando con alguno de los socios. Por eso no me sorprendió cuando Dani se acercó a mí decido. Lo que me llamó la atención fue su agitación. Se dirigió a mí alterado.

—¿Cuándo se cambia la pose?

—Mañana —respondí de manera escueta y un poco desconcertada ante la situación.

—No puede ser. No he acabado. —Dani se dio la vuelta y comenzó a empujar las sillas de la sala—. ¡Maldita sea!

Pese a que no entendía la urgencia de la situación, intenté tranquilizarlo.

—Te queda mañana.

—No puedo venir.

—Bueno, igual la próxim… —antes de que pudiese acabar me interrumpió con brusquedad.

—¿Posas en privado?

—Em…

—Quiero contratarte —insistió.

—Bueno, no sé… —Traté de buscar las palabras más amables para rechazar su oferta, sin embargo, él actuó con rapidez.

—Te pago lo que sea. Mi número. —Sacó una tarjeta de su bandolera y me la dio—. Llámame.

Tan rápido como vino se fue y con él, mi calma. Me quedé allí, patidifusa, sin acabar de comprender qué había pasado, tratando de reconstruir la conversación en busca de algún detalle que quizás había pasado por alto. ¿Por qué estaba tan alterado? ¿Por qué tenía tanta importancia para él terminar ese dibujo? ¿Y por qué iba a querer contratarme en privado alguien que ya pagaba por venir a pintarme y que podía hacerlo todos los días? Lo primero que pensé fue, quizás, en un tema de horario. En seguida lo descarté, los socios podían asistir de lunes a sábado de 16 a 22 de la tarde, lo cual ofrecía muchas opciones. Además, él había acudido en numerosas ocasiones en mi turno de trabajo. Tras descartar esa opción, inevitablemente, me vino a la cabeza la posibilidad de que quizás estaba tratando de ligar conmigo y no sabía cómo. Era un chico joven, yo también. Tal vez había confundido mi amabilidad con otra cosa y su timidez le impedía proponerme una cita, por lo que esa era la única opción posible que encontraba para forzar un encuentro a solas. Cabía también la posibilidad que él mismo me había comentado, el dibujo que estaba haciendo era para él muy importante y necesitaba acabarlo por algún motivo que escapaba a mi entendimiento. A pesar de que en ese momento me encontraba posando en la sala de pintura o pose fija, y la mayoría de socios que la frecuentaban lo hacían con sus lienzos y óleos, él llevaba un gran rollo de papel y un paño blanco y se dedicaba a dibujar con barras de carboncillo. De la nada, una cuarta opción asaltó mi cabeza en forma de alarma. Tal vez me encontraba ante un loco que lo único que quería era llevarme a su casa bajo un pretexto artístico para poner en marcha sus fantasías más oscuras y retorcidas. Una vez allí, desnuda y desvalida, estaría a su merced y quizás acabaría saliendo con los pies por delante o en una bolsa de plástico, descuartizada. Esta última opción me pareció tan inquietante que al salir del edificio tuve que comprobar varias veces que no estaba abajo esperándome. En el metro traté de perderme entre la gente, en el bolsillo tenía mi spray de pimienta preparado para la acción. Quizás fuese la paranoia o que Dani me había pegado su estado de agitación, pero me dio la sensación de que alguien me estaba siguiendo. Ya en el barrio me pareció sentir que tras de mí venían unos pasos cada vez más cercanos. Atravesé el pasadizo que me separaba de mi calle corriendo y jadeando, cuánto más intensificaba mi ritmo, más cerca me parecía tener a alguien. No me sentí a salvo hasta que crucé el portal del edificio, y a pesar de todo, desde la ventana de mi habitación comprobé que no había nadie merodeando por la calle. En un primer momento no vi a nadie, sin embargo, en mi segunda comprobación me pareció ver una figura masculina escondiéndose detrás de un árbol. Bajé la persiana, cerré con llave y caí exhausta sobre mi cama.


En los días siguientes, me paseaba nerviosa en los descansos del trabajo por si me cruzaba con Dani y me echaba en cara el no haberle llamado. Lo mismo a la salida y entrada. Empecé a llegar con el tiempo justo y a marcharme corriendo como si tuviese un compromiso ineludible al que acudir. También en mis paseos por la ciudad me mostraba inquieta y me giraba todo el rato para comprobar que nadie me estaba siguiendo. En varias ocasiones, me pareció ver a alguien tratando de esconderse o disimulando frente a mis continuos sondeos. Si iba en el metro y alguien clavaba su mirada en mí, al instante me bajaba y cambiaba de línea. Tenía la sensación constante de que alguien me seguía.

Un día me crucé con Dani en los ascensores y me saludó normal, como si aquella proposición nunca hubiera existido, tuvimos una conversación banal acerca del tiempo y al llegar a la planta seis, cada uno nos dirigimos hacia una sala distinta. Respiré aliviada, solo se trataba de una de esas cosas que se proponen, pero que nunca se llegan a cumplir.


Una tarde, durante mi descanso, paseaba tranquila entre los dibujos de los socios cuando descubrí algo realmente perturbador. En una de las bancadas para los artistas, vi una serie de dibujos que representaban a las modelos en situaciones de índole sexual. Los dibujos eran en blanco y negro, muy realistas. En ellos también estaba yo, siendo sometida en una especie de juego de BDSM. En uno de los dibujos aparecía de rodillas, con los brazos atados en la espalda y la cabeza de medio lado, como si estuviera siendo sometida por una fuerza invisible. En otro, una de mis compañeras estaba representada a cuatro patas, con marcas que parecían azotes, dibujadas con trazos rápidos de carboncillo. Sentí un pinchazo en la boca del estómago acompañado de una sensación de desazón. Por primera vez desde que estaba allí, aprecié que mi desnudez, mi vulnerabilidad, no solo habían sido observadas, sino imaginadas, manipuladas, convertidas en otra cosa. Aquellos dibujos me hicieron sentir expuesta y sucia, me convirtieron en partícipe de algo que yo no había consentido. Miré hacia un lado y otro para ver si encontraba al autor o a la autora, pero no había nadie cerca. En seguida, un socio se acercó a mí para preguntarme sobre mi ciudad natal porque planeaba ir de visita. Nunca llegué a saber a quién pertenecían esos dibujos.


Mis planes por la ciudad continuaban, a veces sola, a veces acompañada. Pese a mi incesante intranquilidad, no dejaba de descubrir sitios nuevos. Una noche, volvía a casa después de haber salido a cenar con Julia. Aprovechando que la temperatura estaba buena nos habíamos quedado paseando, tomando un helado y compartiendo confidencias hasta tarde. Una vez en el portal, ella se adelantó porque quería llamar a su madre, yo me quedé revisando el buzón. Lo que me encontré me dejó helada. Se trataba de un dibujo mío posando en el Círculo de Bellas Artes, pintado con ceras pastel, muy bello. ¿Cómo era posible que ese dibujo hubiera llegado hasta allí? ¿Quién me lo había dejado? Miré por todo el portal en busca de pistas, pero no encontré nada. Subí corriendo a casa y me encerré en mi habitación. Una vez arriba, revisé el dibujo una y otra vez en busca de algo que me permitiese reconocer a su autor, una firma, un estilo que me resultase familiar, ni rastro de ello. En un primer momento, pensé en hacerlo añicos y tirarlo a la basura, sin embargo, cuanto más lo observaba más me gustaba. Había en ese dibujo algo hipnótico, magnético. Acabé por colgarlo en mi pared.


Los días continuaron pasando y, pese a mi constante intranquilidad, cada vez veía más factible la idea de quedarme en la ciudad por un tiempo. A veces, cuando me tocaba posar en la sala de apuntes, cuyas ventanas daban al espacioso cielo que rodeaba la Gran Vía, miraba las vistas y me sentía suspendida en el aire, formando parte de ese cielo. Por primera vez, formaba parte de algo tan caótico e inmenso como el mundo, ocupaba en él un espacio que consideraba propio. 

Una noche, al salir del cine, me sentía más nerviosa que de costumbre. Al comprobar el móvil, un mensaje de whatsapp de un número que no tenía guardado:

«Hola Sara, soy Dani, del CBA. El chico que dibuja con carboncillo. Hemos coincidido varias veces. Llámame porfa».

¿Dani otra vez? Cómo era aquello posible. Fue él quien me dio su número y no al revés. Lo recordaba perfectamente, en ningún momento le había facilitado esa información. Pensaba que su proposición ya había quedado atrás, pero él parecía mostrarse insistente. Puse el móvil en modo avión y decidí que no era el momento de lidiar con ello. 

A la mañana siguiente me senté en el sillón azul y tracé una estrategia para que aquella propuesta no llegase a materializarse.

—Hola, ¿Dani? Soy Sara.

—Sí, dime.

—Es por lo que hablamos aquel dí…

—Claro. ¿Cuándo podríamos organizarlo? —preguntó con rapidez.

—Quería hablar primero de precios.

—Por supuesto —sonaba acelerado y nervioso, igual que el día de la propuesta.

—Mira, yo para posados en privado suelo cobrar 40 euros la hor… —no me dejó acabar la frase, en seguida me interrumpió.

—Perfecto. ¿Este viernes puedes?

Me quedé perpleja. ¿Estaba dispuesto a pagarme 40 euros la hora por posar para él? ¿Y ahora qué? ¿Qué podía decir yo?

—Hey, ¿el viernes de mañana? —volvió a preguntar.

—No puedo.

—¿Miércoles o jueves? —insistió.

—Sí, sí. Claro. Jueves.

—Te paso la ubicación por whatsapp.

—¿De tu casa?

—No, de mi estudio —afirmó antes de colgar.


Durante toda la semana le di vueltas al asunto. Traté de buscar excusas para no acudir, pero todo me sonaba muy forzado. Teníamos un trato, un contrato verbal, yo había propuesto un precio y él lo había aceptado. Ya no podía recular. Y a decir verdad, me venía muy bien ese dinero extra. Al menos nos íbamos a encontrar en su estudio, eso lo hacía parecer un artista serio y no un simple depravado sexual. 

Llegó el día y allí me encontraba, frente al portal de su estudio. Antes de timbrar me aseguré de compartir mi ubicación en tiempo real con varias amigas y de lanzar la advertencia de que si no respondía antes de las dos del mediodía, llamasen a la policía. El piso era antiguo, muy amplio. Al cruzar el umbral de la puerta, para mi sorpresa, me invadió una gran tranquilidad, como si ese espacio me resultase familiar, como si ya hubiese estado antes allí. Estaba terriblemente desordenado, había lienzos y telas por todas partes y una cantidad ingente de tubos de óleo abarrotaban el suelo de tal manera que había que ir saltando de un lado a otro para no pisarlos. Me mostró el amplio apartamento que le servía a la vez de estudio artístico y casa. Al llegar a su habitación mi corazón comenzó a latir con intensidad, pero no se trataba necesariamente de algo malo, no podría explicar qué fue lo que sentí. Dani se mostraba sereno, su actitud me ayudó a sentirme todavía más relajada. Mientras me enseñaba el apartamento, no pude evitar fijarme, tenía unas manos muy bonitas. Me contó que quería presentarse a una residencia artística de un museo alemán y que para ello necesitaba un portfolio realista. Por eso me había llamado. Hasta el momento, toda su obra se había basado en arte abstracto y conceptual y necesitaba generar nuevo material. Los primeros veinte minutos los perdimos hablando de sus proyectos, de su trayectoria profesional y de su futuro como artista. A medida que la charla avanzaba, mi apacibilidad aumentaba. Una vez que acabamos de hablar, pasamos al lío. Me quité la ropa. Él dibujó. No pasó nada. Y sin embargo, comenzó a pasar todo.

Desde esa ocasión, he posado incontables veces para él. Hoy, mi querido sillón azul descansa en su apartamento plagado de lienzos y óleos. Sigo formando parte de un mundo caótico e inmenso, pero esta vez, el espacio que ocupo ya no es solo mío, sino compartido con Dani.


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