Sonidos
de ciudad
Camino
con lentitud, saboreando en mis pies la agradable frescura que trae consigo
cada ola al llegar a la orilla. El agua me cubre hasta los tobillos antes de
alejarse, sólo para regresar con más fuerza y alcanzarme ahora un poco más
arriba de la rodilla. El sol vierte sin piedad sus rayos sobre mí, pero para
nada me molesta. Después de estos meses de duro invierno, de sólo sentir frío,
su caricia es bienvenida. Levanto la vista y observo la inmensidad del cielo
azul, completamente despejado, hasta donde mis ojos me permiten. Respiro hondo
y el intenso olor a sal marina me limpia los pulmones. Cuánta paz. Cuánta calma
y tranquilidad. Ojalá pudiera estar así para siemp…
—¡LA
BASURAAAAA! —la voz de un hombre se intercala con el sonido de la campana que
anuncia el paso del camión recolector. Tilín, tilín, tilín, tilín, tilín,
tilín—. ¡LA BASURAAAAA!
Despierto
con un salto que casi me hace llegar al techo. Un momento después, ya más
tranquila, me siento en la cama y miro a mi alrededor. El sonido de las olas se
desvanece, reemplazado por el incesante repiqueteo de la campana. Tilín,
tilín, tilín, tilín. La caótica mañana de un miércoles en la Ciudad de
México se traga los últimos resquicios de serenidad que me ofreció el sueño.
Salgo de la cama con la sensación de haber dormido 2 horas en vez de 7 y me
visto con la ropa deportiva que usé ayer, convencida de que todavía logra aguantar
un día más. Busco en mi teléfono alguna rutina de yoga para iniciar el día y
salgo a la terraza. El motor de cientos y cientos de coches que transitan con
prisa por la avenida, la música a todo volumen que los camioneros comparten con
su pasaje y el tronar constante de los cláxones de gente enfurecida con el de
enfrente se mezclan en una sinfonía poco agradable de escuchar a las ocho de la
mañana.
Extiendo
mi tapete sobre el suelo y me quedo mirando las manchas negras de polvo que lo
cubren en algunos sitios. Necesita una lavada con urgencia, pero, igual que la
ropa, puede soportar otro día más. Inicio con la rutina: inhalar, exhalar;
posición del árbol, posición de la mesa; sentir mi respiración, estar presente…
—¡PIDA
SUS RICOS TAMALES OAXAQUEÑOS! ¡YA LLEGARON SUS RICOS Y DELICIOSOS TAMALES
OAXAQUEÑOS! HAY DE SALSA VERDE, ROJA, DE MOLE Y DE DULCE. ¡ACÉRQUESE Y PIDA SUS
RICOS TAMALES OAXAQUEÑOS!
La
concentración me abandona junto con el equilibrio. Sin poder evitarlo, caigo de
cara al piso. De suerte, logro meter a tiempo las manos y evito quebrarme la
nariz y los dientes. Tal parece, es imposible encontrar algún tipo de paz
interior en esta ciudad de locos. Ya que estoy en el piso, aprovecho para de
una vez hacer la savasana. Miro la hora en mi teléfono: 8:52am. Estoy al
límite de faltas en la clase de hoy, por lo que es imperativo que llegue a tiempo
a la universidad. Me acuesto boca arriba, inhalo profundamente y cierro los
ojos. Escucho los latidos agitados de mi corazón e intento fijar mi atención en
eso. Pum. Pum Pum. Pum. Pum Pum. Poco a poco relajo mi cuerpo. Dejo que
la gravedad haga su trabajo y me ancle al suelo. Pum. Pum Pum. Pum. Pum Pum.
Tiemblo un poco al sentir el roce del aire frío sobre mi piel cubierta de sudor.
La falta de sueño se hace presente de inmediato. La voz del video se hace
ininteligible y mi mente ya no puede seguir el ritmo de mi corazón. Morfeo me
reclama. Igual no pasa nada si me duermo un par de minutitos más…
—¡EL
AGUA ELECTROPURAAAAA! —el camión del agua se estaciona frente a la casa sin
apagar el motor, el cuál ruge feroz a falta de aceite o mantenimiento o sabrá
Dios qué. El vendedor toca la puerta con insistencia antes de volver a gritar—.
¡AGUA E-PURAAAAA!
A
la chingada, mejor ya me voy a bañar.
***
Ya
por la noche, después de un largo día de escuela, trabajo y de lidiar con el
espantoso tráfico de la ciudad, me dispongo por fin a descansar. Pongo en mi
bocinita un poco de música ambiental, le doy un trago a mi café y continúo con
mi lectura en turno. El ritual perfecto para antes de dormir, y entonces…
—¡SE
COMPRAN COLCHONES, TAMBORES, REFRIGERADORES, ESTUFAS, LAVADORAS, MICROONDAS O
ALGO DE FIERRO VIEJO QUE VENDAAAAA!
No,
no, no, no, esto sí ya es el colmo. ¿El fierro viejo? ¡¿A esta hora?!
Increíble. No lo puedo creer. Lo único que falta es que se active la alerta
sísmica. Ya está, suficiente. Mañana mismo empiezo a buscar un lugar al que
mudarme. Así no se puede vivir. Estoy tan enojada que ni siquiera me termino mi
café. Apago la música y la luz. Me acuesto y me tapo la cabeza con una
almohada. Antes de quedarme dormida, alcanzo a escuchar a lo lejos el chiflido
del carrito de los camotes.
***
El
día siguiente transcurre igual que el anterior. Y el siguiente. Y el siguiente,
y el siguiente, y el siguiente. Y varios días más hasta que finalmente recibo
la noticia que esperaba: ¡me voy de intercambio a Sevilla!
En
el momento de recibir la carta de aceptación de la universidad mi emoción fue genuina,
palpable a kilómetros. Sin embargo ahora, horas más tarde, una vez que la
información se ha asentado por completo en mí… me encuentro aterrada. Confieso
que no esperaba que me aceptaran. No realmente. Apliqué a la convocatoria más
por impulso, por lo enojada que estaba ese día por tanto ruido y caos y todo,
pero nunca pensé que fuera a dar resultado. No contemplé que fuera a
convertirse en un nuevo proyecto, en una nueva etapa. Y ahora, siendo sincera,
tengo miedo. Nunca he vivido en otra parte. Y, aunque estos últimos días la
ciudad me ha sacado constantemente de quicio, no sé qué esperar de un cambio
tan grande.
Intentando
controlar el torrente de emociones que me asaltan constantemente, dedico los
días posteriores a realizar trámites, hacer algunas compras y empacar. Esto
último fue sin duda de lo más difícil. Desearía poder llevarme todo, pero a
raíz de que sólo tengo una maleta de 25 kilos y otra de 15, priorizar lo
esencial se convirtió en la meta. En menos de una semana estoy dentro del avión,
con una fila de asientos para mí sola y un viaje de por lo menos 13 horas.
Rumbo a mi nueva vida.
***
Es
impresionante lo distinto que transcurren las mañanas aquí. Hacía tanto tiempo
que no experimentaba esta magnitud de silencio que ha llegado a resultarme
abrumador. Ahora incluso pienso que la ruidosa soy yo. En ese punto estoy. Desconozco
si esta aura de sosiego se debe exclusivamente al área en la que resido o si es
una cualidad general de la ciudad. Es cierto que el ritmo de vida en Sevilla es
distinto al de Ciudad de México: aquí, todo parece discurrir más lento, como
miel que cae de un tarro.
Sin
embargo, dentro de este micro universo que es la capital andaluza, la zona
norte de la Isla de la Cartuja parece ser un mundo aparte. Alejada de todo y de
todos; bueno, lejos en términos de lo que representa esta pequeña urbe de 140
km2. Lo suficiente al menos para que el ajetreo del centro no la
alcance. Mi nuevo hogar da la sensación de ser el único edificio habitado en el
área. Frente a mí, Isla Mágica: cerrada hasta nuevo aviso. En realidad, hasta
que la primavera nos bendiga de nuevo con su presencia. A un costado, el hotel
Barceló Renacimiento: imagino que habrá algunos huéspedes, pero no los
suficientes como para notar señales de vida provenientes del complejo. Detrás, la
Facultad de Ingeniería, la Facultad de Comunicación y otros edificios más cuyos
usos y propósitos desconozco. En resumen, a menos que seas estudiante, docente
u oficinista, no tienes ningún motivo para venir por aquí. Fuera del horario
laboral, y principalmente los fines de semana, es como vivir en una ciudad post
apocalíptica.
***
Despierto con el sonido de la alarma de mi teléfono. 6:45, lunes. La apago de inmediato porque siento que suena tan fuerte como para despertar al edificio entero, y eso que la puse en el nivel de volumen más bajo posible. Salgo de la cama y miro por la ventana: oscuridad casi total, sin rastro del sol en el horizonte. Lo único que se escucha es el sonido ocasional de alguno que otro coche que pasa por la calle. Caliento agua en el microondas, pero enseguida lo detengo. Es demasiado ruidoso. Opto por calentarla en la estufa, pero apenas la enciendo, comienza a hacer un espantoso sonido que seguro se escucha en el otro lado de la ciudad. No importa, mejor tomarla así. Me preparo para bajar al gimnasio, abrigada apenas lo suficiente para mantener el frío a raya hasta que el ejercicio me haga entrar en calor. Abro con cuidado la puerta, pero no puedo evitar que rechine cual cerdo siendo degollado. El golpe que da al cerrarse bien podría ser un trueno en una furiosa tormenta. ¿Es que no hay nadie despierto a esta hora? ¿Cómo es posible que sólo se escuchen mis pasos? Qué raro.
El
gimnasio está vacío, lo cuál no es motivo alguno de queja. Por primera vez en no
tengo idea cuánto tiempo, logro realizar una rutina de yoga completa sin
interrupciones de ningún tipo. Incluso, y sólo por disfrutar del placer del
silencio, me permito añadir una sesión de meditación antes de finalizar con la savasana.
La práctica concluye con éxito: mi cuerpo se siente relajado y mi mente y
espíritu están en paz. Continúo el resto del día con esa sensación de casi
poder levitar y realizo mis actividades domésticas en un agradable, aunque
extraño, silencio.
Por
la noche, cuando todos han vuelto ya a sus respectivos hogares, el rinconcito
de mundo que me contiene regresa a su estado natural de cementerio. Aunque he
de decir que en este camposanto ni los grillos ni las chicharras nos honran con
su cantar. Lo que sí parece probable es que, al mirar por la ventana de mi
cuarto, logre divisar alguno que otro espectro recorriendo las abandonadas calles
de la Cartuja. Realizo mi ritual antes de dormir, dedicándole una hora a la
novela que tengo que terminar antes de la clase de mañana. Lo único que escucho
en este tiempo, además de la voz en mi cabeza que lee, es la música que puse a
mínimo volumen para acompañarme y el ocasional golpe de una puerta cada vez que
alguien entra o sale de su cuarto. Muy bien, hora de dormir. Qué maravilloso
día.
***
Han
transcurrido dos meses desde mi llegada. El primero pasó sin complicaciones,
más allá de adaptarme a una nueva rutina. Sin embargo, en el último mes, han
estado ocurriendo una serie de eventos que bien pueden estar relacionados con…
algo que aún no logro descifrar. La primera vez que pasó no le di mayor
importancia; asumí que se trataba de un mal entendido. La segunda vez se me
hizo por lo menos curioso: dos episodios similares en un lapso tan corto de
tiempo dan para pensar, aunque sea un poco, pero decidí resolverlo simplemente
como una interesante coincidencia. La tercera vez sembró en mí la semilla de la
duda: ¿estaré sufriendo de algún problema auditivo? ¿los sonidos están sólo en
mi cabeza o alguien más podrá oírlos? ¿será posible que alguien me esté jugando
alguna especie de broma macabra? Con el discurrir de los días, los fenómenos
acústicos aumentaron en frecuencia e intensidad, haciendo que me fuese
imposible seguirlos pasando por alto.
No recuerdo con exactitud la fecha
en que inició todo esto, pero sí recuerdo una sensación en específico:
incomodidad. En algún punto comenzó a resultarme incómoda la falta constante de
ruido a mi alrededor. Intenté no prestarle demasiada atención, seguir adelante,
adaptarme, pero la sensación creció, y fue escalando al grado de llegar a ser
insoportable. Mi solución fue recurrir a la música en todo momento y a horas y horas
interminables de podcasts y audiolibros, lo que fuera con tal de escuchar algo
además de la voz en mi cabeza que parecía cada día más alterada. No funcionó. Poco
importaba que pusiera una canción a todo volumen, aún a través de ella lograba
oír a lo lejos una voz que gritaba: “¡LA BASURAAAAA!”. O “¡AGUA
ELECTROPURAAAAA!”. O a cualquiera de la colección interminable de pregoneros
que abundan en las calles de Ciudad de México.
¿A qué se debe esto? ¿Es pura nostalgia
por mi país? ¿Acaso estoy tan habituada al constante ruido de fondo que, a
pesar de lo mucho que lo odiaba, ahora que ya no está lo extraño? ¿O
simplemente estoy enloqueciendo? Sea lo que sea, es fuerte y parece importarle
muy poco lo que yo haga. No hay ya un día en que no lo escuche y si aún no
estoy loca, sin duda pronto lo estaré. Tengo que encontrar una solución antes
de que empeore más.
***
Tres
meses llevo aquí y estoy lejos de mejorar. El fenómeno creció, de sólo estar en
mis oídos, a poseerme entera en cuerpo y mente. Ahora, cada vez que lo escucho,
es como si entrara en trance: mi cerebro parece olvidar por completo todo
sentido de lógica, de orientación geográfica y espacial, y actúa conforme a lo
que cree escuchar. No importa cuántas veces me repita a mí misma que estoy en
Sevilla, en España, a 8,973 kilómetros de distancia de Ciudad de México. No
importa que intente con todas mis fuerzas mantenerme en mi sitio, al final mis
pies se mueven sin que pueda evitarlo. Es como si fuera un agente del MK Ultra
y alguien, algún demiurgo malvado, conociera la clave de activación y
disfrutara de jugar conmigo.
Ayer, por no ir más lejos, era día
de limpieza en mi piso. Hay que dejar todo recogido para que el personal de
mantenimiento pueda entrar al cuarto y barrer y trapear. Eso incluye sacar la
basura. Después de tres meses, tengo perfectamente claro que la basura se tira
en los contenedores habilitados fuera del edificio. Lo he hecho cientos de
veces sin ningún problema. Pero de cuándo en cuándo, mi Huehuecóyotl personal (el
coyote trickster, un bromista, el equivalente mexica del dios Loki) ansía
divertirse y mueve los hilos del viento para generar la vibración que en mi
oído se traduce como:
—¡LA
BASURAAAAA! —voz, campana. Tilín, tilín, tilín, tilín, tilín—. ¡LA BASURAAAAA!
Clap. Activación del programa MK
Ultra. ¿Listo para obedecer? Sí señor, claro que sí. Me imagino que algo
así sucede en mi cerebro, porque apenas dejo de escuchar el eco del grito, tomo
las bolsas de basura, busco en mi cartera alguna moneda y salgo corriendo
escaleras abajo. Ayer corrí casi una cuadra entera antes de volver en mí y darme
cuenta de lo ridícula que seguro me veía corriendo por ahí con mis bolsas de
basura en mano. Es una bendición que la Cartuja siempre esté deshabitada.
Tristemente para mí, los episodios
de locura no siempre me pescan en momentos de soledad. Hoy por la mañana me
encontraba conversando con unos amigos en el patio de la residencia, cuando de
pronto:
—¡PIDA
SUS RICOS TAMALES OAXAQUEÑOS! ¡YA LLEGARON SUS RICOS Y DELICIOSOS TAMALES
OAXAQUEÑOS! HAY DE SALSA VERDE, ROJA, DE MOLE Y DE DULCE. ¡ACÉRQUESE Y PIDA SUS
RICOS TAMALES OAXAQUEÑOS!
Traté de permanecer inmóvil, serena.
Hice un esfuerzo sobrehumano por centrarme en la conversación, en la persona
frente a mí y en lo que decía. Pero sobrepuesta a todos los demás sonidos,
escuchaba la voz de Huehuecóyotl: “Vamos, ¿no se te antojan unos tamalitos?
¿Hace cuánto que no te comes un riquísimo tamal verde? O uno de dulce, con su
respectivo atolito… Vamos, tienes que alcanzar el carrito. Se está yendo, se
está yendo. Alcánzalo. ¡Alcánzalo! ¡ALCÁNZALO!”. Sin dar ningún tipo de
explicación, sin despedirme ni nada, salí corriendo en pos del señor de los
tamales. Y como si no fuera ya suficiente vergüenza correr tras de algo que no
está ahí, recuerdo escucharme gritar: ¡ESPERE! ¡SEÑOR, ESPÉREME! ¡DEME DOS
VERDES, UNO DE DULCE Y UN ATOLE! ¡SEÑOOOOOR!
Necesito ayuda. Verdaderamente
necesito ayuda psicológica. Psiquiátrica. Debería internarme por el bien de
todos. No puedo seguir así. Tengo que hacer algo, antes de que cause un
verdadero desas…
—¡ALERTA
SÍSMICA! —guaguaguaguaguaguaguaguaguagua—. ¡ALERTA SÍSMICA!
No mames, la alerta. ¿Está
temblando? Está temblando. No mames, no mames, no mames, ¿qué hago? Estoy en un
quinto piso, ¿me dará tiempo de bajar? ¿O mejor me quedo aquí? Me puedo meter
debajo del escritorio… no, no, no. Mejor aviso a los demás. Salgo corriendo al
pasillo y toco con fuerza las puertas que me quedan al alcance.
—¡Salgan!
¡Está temblando! ¡SALGAN! Tenemos que evacuar.
Escucho
las voces somnolientas de mis vecinos: “¿Qué pasa? Tía, ¿por qué nos
despiertas a esta hora? Será gilipollas…”. Pero ninguno parece reaccionar
como debería. ¿Qué les pasa? Allá ellos, yo me largo de aquí. Bajo a toda
velocidad las escaleras, antes de que la alarma termine de sonar. En recepción
me encuentro con el personal administrativo, quienes hacen todo lo posible por
tranquilizarme, asegurándome que no está temblando. Al no conseguirlo, llaman a
emergencias. A lo lejos, como si estuviera debajo del agua, escucho a los
paramédicos discutir a gritos con el personal de la residencia: “¡Está
sufriendo un brote psicótico! Hay que trasladarla al hospital. ¿Saben si bebió
o consumió algún tipo de sustancia?”. Acostada en la camilla, dentro de la
ambulancia, escucho el sonido de la sirena cada vez más distante y le pregunto
al paramédico junto a mí si él también la oye.
***
Al
final no hubo ningún sismo. Lo que sí es que me echaron de la residencia.
Motivo: provocar pánico y caos en las instalaciones, poniendo en riesgo la vida
de la comunidad.
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