viernes, 30 de mayo de 2025

- Relato 3 Tristán Díaz

El estoque


El sol está alto en el centro del cielo, el día en el centro de Julio. No es suficiente para calentar el agua del Arga. Un adolescente se ríe a carcajadas y da una palmada en el hombro a un compañero vestido de blanco y rojo. Un hombre intenta cerrar los párpados de un niño.

El toro muere ahogado mientras seis hombres tiran de las cuerdas atadas a sus cuernos.


Lucía pasa la mano por la cabeza de Lucas, hace presión en la oreja cada vez que llega a ella. Gerardo está en frente de los dos, sus ojos fijos en la pantalla del ordenador portátil apoyado sobre sus rodillas. En el otro extremo del vagón, Julián grita y ríe a carcajadas. Se levanta de su asiento, con las piernas muy abiertas, y se coloca en el centro del pasillo.

―¡Señores! ¿Estamos listos?

El ruido dentro del tren es aún más alto. Lucía aprieta la mano contra la oreja de su hijo. Suelta aire por la nariz. Gerardo la mira por encima de la pantalla, niega con la cabeza y vuelve a bajar los ojos hacia la pantalla.

Julián sigue gritando. Tiene una lata de cerveza en una mano y la cintura de su mujer en la otra. Ella está muy cerca de su oído, cubriéndose la boca con la mano. Tiene el ceño fruncido. Julián se ríe aún más, la cerveza se derrama en el suelo de plástico. Aprieta aún más los dedos sobre la carne.

El tren frena y la lata rueda hasta el asiento de Lucía, que la sigue con los ojos. Cuando los levanta, los de Julián están sobre ella. Tiene las dos manos libres. Su mujer se ha caído con el frenazo y sus piernas asoman entre los asientos, la rodilla contra el reposabrazos.

Julián levanta los brazos y grita. Hay vítores. Gerardo ya ha cerrado el ordenador. Baja sus bolsas de la estantería superior. Lucía se separa de Lucas, le agarra la mano, y cruza el vagón hasta la sala de las maletas.

Lucas cierra los brazos en torno a las piernas de Mamerto cuando Lucía aún está bajando las escaleras de la estación. Levanta la maleta y se mira los pies, la frente le brilla de sudor. Gerardo anda apenas un paso detrás de ella. Tiene una sonrisa en la boca y un ordenador bajo el brazo. El calor le empaña las gafas.

―¡Abuelo!

Lucas grita. Mamerto le acaricia la cabeza y se inclina. Su espalda no se dobla lo suficiente para poder alcanzarlo. En su lugar pone las manos sobre su espalda.

―¿Cómo está mi chiquitito? ―La espalda le cruje sonoramente al levantarse. Abre los brazos.― ¡Y mi niña!

Lucía sonríe. Curva un solo brazo alrededor de la espalda de Mamerto y cierra los ojos.

―Papá, te echaba de menos.

Gerardo deja las bolsas en el suelo y le tiende la mano. Mamerto extiende la suya y le aprieta el brazo en su lugar.

―Hace tanto que no os veo que ya no sabía si me iba a equivocar de familia.

Lucía se separa de él. Frunce el ceño.

―Venga ya, papá. Que sabes que vengo todas las veces que puedo.

Mamerto le frota la espalda.

―Lo sé, hija, lo sé.

Los vítores suenan fuera de la estación. Lucía vuelve a levantar las maletas.

―Anda, vamos poniéndonos en marcha que ha sido un viajecito largo.

Comienza a andar hacia el coche la primera. Mamerto espera unos pasos atrás. Gerardo recoge las bolsas. Lucas aprieta la mano de Mamerto. Él tiene los ojos fijos en las puertas.

Julián sale, tiene el bigote negro empapado.

―Papá.

―Sí, cariño. Perdona, que se queda uno lento con la edad.


Un gato atigrado descansa sobre un sofá arañado. La puerta se abre y Lucas entra corriendo en su dirección. Antes de que pueda cerrar los brazos a su alrededor, el animal ha desaparecido.

―¡Tuntún, ven!

Lucas se pone a cuatro patas y levanta el mantel para mirar debajo de la mesa. Gerardo deja las maletas en la entrada. Lucía mira a Lucas y entrecierra los párpados.

―¡Trátamelo bien! ―Se cruza de brazos―. Mi Tuntún... tan arisco como siempre, ¿eh?

Mamerto se encoge de hombros y agita la mano lentamente.

―Conmigo siempre es cariñoso.

―Eso es porque tú te haces querer.

Gerardo cierra una por una las asas de las maletas.

―¿Dónde las dejo, viejo?

Mamerto le pone una mano sobre el hombro.

―Por aquí están bien. Luego colocamos todo, no hay prisa ninguna.

Cruza el pasillo a la cocina.

―¿Habéis desayunado?

―Sí, nos hemos tomado unos bocadillos en la cafetería del tren.

―Bueno. ¿Queréis algo de beber?

Gerardo se sienta en el sofá arañado, en el extremo opuesto al que ocupaba el gato. Levanta las palmas de las manos.

―Yo estoy bien.

―¿Tienes zumo del que me gusta?― Lucía levanta la voz mientras se sienta junto a su marido. Le pone una mano en la rodilla. Él pone la suya encima.

Mamerto también levanta la voz. La puerta de la nevera hace un sonido de succión al abrirse.

―¿Tú qué crees?

Vuelve con dos vasos de cristal amarillento. El líquido dentro es oscuro y el tinte del recipiente hace que parezca negro. Pone un par de pliegues de papel de cocina doblados sobre la mesa y los deja encima, uno delante de Lucía y otro delante de Gerardo.

Gerardo levanta las cejas.

― Por si se te antoja.

Se sienta en el sillón más cerca de la televisión. Tuntún aparece sobre su regazo.

―Bueno, contadme. ¿Qué tal el viaje?

―Pf... largo, se ha hecho largo.

―¿Y eso? Pensaba que habían arreglado las vías.

―Hemos coincidido todos los de aquí en el mismo vagón, habremos comprado todos los billetes a la vez, o no me lo explico. Y ya sabes lo ruidosos que son...

―Será la emoción de volver…

―Y tanto. Tienen pensado celebrar el regreso esta misma noche.

Mamerto parpadea lentamente varias veces. Su mano quieta sobre la cabeza del gato.

―¿Cómo?

―Julián ha propuesto que nos juntemos todos en la Coronilla. No te lo había dicho antes porque imagino que no querrás venir, pero todos los del barrio están invitados.

Mamerto pasa la palma sobre el lomo de Tuntún, que levanta las patas traseras ronroneando. 

―No, no, al contrario. Iré. Debo ir. No puedo hacerle el feo a la gente.

Lucía gira la cabeza hacia Gerardo, que tiene el vaso de zumo en la mano. Abre los ojos y arquea las cejas. Aprieta los labios, luego vuelve a girarse hacia su padre.

―¿De verdad?

―Claro. ¿A qué hora es?


Julián cruza delante de una mujer embarazada. Se apoya en la pared inclinando el cuerpo. Ocupa toda la acera. Tiene un estoque en la axila. La hoja está roma.

―¡A las buenas, muchachita! ¿Te has enterado del plan de esta noche?

―¿Y quién no? Lo has gritado a los cuatro vientos.

―No me has confirmado que vayas a venir...

Pastora abre la boca y baja los ojos. Se estira el vestido sobre el vientre abultado.

―No estoy para fiestas, como comprenderás.

―Oh, venga ya. ¡Te levantará los ánimos! ―Clava el estoque en el suelo y se apoya en él con las dos manos―. ¡Y tendrás una oportunidad única para bailar con el mismísimo Julián Montoro!

―Ten cuidado con eso, por favor. Le vas a acabar haciendo daño a alguien.

Julián sonríe. Apoya el estoque en la pared y saca de la bolsa de gimnasio que lleva al hombro dos banderillas.

―¿Prefieres éstas?

Pastora aprieta las tela del vestido entre las manos arrugándolo. Baja de la acera y camina por la carretera hasta que ha dejado a Julián atrás. Un coche le pita.

―Cuánta gente amargada hay en el mundo. ―Alza la voz sin girar la cabeza, levantando solo la barbilla― ¡Serás bienvenida si cambias de idea!

Mamerto corre tras Lucas, cuando lo alcanza, le pone una mano en el hombro. Le cuesta respirar. Están al final de la calle, en la esquina que da a la Coronilla. Lucía y Gerardo andan unos metros atrás.

―¿Estás seguro de que debe venir?

―No vamos a traerlo para tenerlo encerrado en casa… además, el abuelo se lo llevará a medianoche. ―Levanta la vista―. ¿A que sí?

―Ah, sí, sí. Por supuesto.

―Bueno, pero nosotros tampoco debemos quedarnos hasta tarde.

―Lo sé. Pero no nos vendrá mal socializar un poco. Todo el día en el cuartel, yo con el teletrabajo encima… ―Coge a Lucía de la mano―. Nos merecemos desconectar un rato ahora que has conseguido un permiso. Y a tu padre tampoco le va a hacer mal un poco de compañía.

Entran en la Coronilla. El sonido es aún más alto que el del tren. Julián entra tras ellos, todavía con una banderilla en cada mano y el estoque enganchado en el cinturón. Levanta los brazos y mueve las banderillas.

―¡Dichosos los ojos! ¡Pero si es mi viejo preferido!

Lucía pone una mano en el pecho de su hijo y otra en el brazo de su padre. Hace fuerza hacia atrás.

―Julián, por favor.

―Yo también me alegro de verte.

―Servíos algo en la barra. ¡Hay de sobra para elegir! ―Mira a Lucas, que agarra la mano de Lucía―. ¿El chaval también se apunta? Me apuesto a que sí…

Lucía cierra los ojos.

―¡Julián!

Gerardo da un paso hacia delante. Corrige su postura encorvada para erguir la espalda y ensanchar los hombros. Se acerca a Julián.

―Mantén las distancias que no hemos venido aquí a pasar el rato con borrachos. Y el niño menos.

Julián levanta las manos donde aún ondean las banderillas.

―Vale, pero no sé para qué venís entonces. Anda que te han sentado bien los años, Luci.

Lucía arruga la nariz.

―Te dije que no era buena idea traerlo.

―¿Ahora es culpa mía?

―Yo no he dicho eso.

―Lo has insinuado.

Mamerto se aclara la garganta y les toca el ancho de la espalda a ambos.

―Venga, venga. No montéis un espectáculo delante del crío. Relajaos y cuando estéis más tranquilos, os pedís algo. Yo voy a por una Fanta para el caza gatos éste.

Lucía se cubre los ojos con una mano y asiente.

Gerardo asiente con una sonrisa.

―Gracias, viejo.

Mamerto se apoya en la barra. Lucas sigue abrazándole la pierna. Hay tanto ruido que Mamerto tiene que llamar varias veces hasta que el camarero le atiende.

―Ponme una fanta de limón y lo que tengas con menos azúcar.

El camarero asiente anotándolo en la barra sin mirarlo, luego levanta la cabeza.

―¡Hombre Mamerto! Ni te había visto, no te esperaba esta noche.

―¿Qué pasa Rogelio? Nada, aquí cumpliendo. Ya sabes cómo es esto.

Rogelio niega con la cabeza mientras saca una Coca―Cola Zero y una Fanta de limón.

―A veces se me olvida que eres abuelo. Supongo que si no es por tu hija, no te vería el pelo hoy.

―No lo sabes tú bien…

A su alrededor, todos los vecinos hablan entre sí. Algunas mesas se juntan, otros separan las sillas para ponerse al día con un poco de intimidad. Julián todavía no ha guardado las banderillas, pero ahora hay dos corchos de botella clavados en las puntas. Le arrima el hombro a una chica joven. Su mujer se levanta arrastrando las patas de la silla y va hacia él. Su voz no se distingue en el ruido. Se cubre la cara con las manos unos instantes y luego se gira. Julián le sujeta el brazo. Tiene el ceño fruncido. Gesticula hacia la chica con la que estaba hablando sin soltar la banderilla. El corcho se desprende en uno de los aspavientos y la punta descubierta rasga la blusa de su mujer, que sale corriendo hacia el baño. Julián golpea la puerta. Tras varios intentos da un solo golpe más fuerte y vuelve a sentarse a la mesa, encogiéndose de hombros y negando con la cabeza antes de coger la botella por el cuello. Lucía está de espaldas todo el tiempo, con la cabeza apoyada en el hombro de Gerardo. Lucas sorbe su Fanta con pajita sentado en un taburete.


Encuentran el cadáver a la mañana siguiente. Julián está en el callejón tras la Coronilla. Sus dos banderillas clavadas en la espalda. tiene la bragueta abierta, el pene aplastado bajo el peso de su cuerpo. La sangre y la orina dejan un rastro hasta su cadáver que imita los colores de la bandera de España.

―…Sí, cada vez que se emborrachaba cogía las banderillas. Era su forma de celebrar, todos sabíamos… bueno, yo siempre le decía que en mi establecimiento no. Pero ya saben ustedes, estas cosas…

Dos policías hablan con Rogelio, el dueño. El callejón está acordonado. 

―¿Nadie le echó de menos?

―La verdad que había tanto ambiente anoche que había suficiente conmoción sin él. Cuando no estaba yo asumí que se habría ido a casa con su mujer o… por ahí, ya sabe.

―¿Por ahí?

―Sí, compréndeme usted… No está bien hablar mal de los muertos.

Uno de los policías junta los labios y asiente con la cabeza.

―Por ahí… a ver a una señorita, se refiere.

Rogelio se encoge de hombros, su pie se mueve como si llevara toda la vida haciendo claqué.

―Es lo que se me ocurre, ustedes… compréndanme. Julián era un hombre fiestero, un vividor. No quiero decir… está siendo un día duro.

―¿Vio a alguien salir detrás de él, o…?

―No, tenemos baño aquí por algo. De hecho sigue perjudicado por la fiesta de ayer.

e, usted sabe,

―¿Ofendió a alguien el señor Julián en la fiesta?

Rogelio suspira y se frota las sienes con las manos.

―La verdad que disgustó a su pobre mujer, fue una lástima que acabaran así las cosas. Ella se fue a casa antes que él.

En el fondo del callejón el sol de julio ha evaporado los fluidos. Entre las piernas de Julián, en los restos de orina seca, ha quedado el dibujo de una suela de zapato.


Lucas está en cuclillas, abriendo las puertas de la consola de Mamerto. Dentro hay fotos. Una pareja en una boda. Una pareja con un bebé. Una pareja con un niño. Una pareja con un niño y un bebé. Una pareja con una niña. Lucas las aparta. Hay caramelos de menta en el fondo. Coge uno, se lo mete en la servilleta y lo pisa. Vuelve al sofá y deja caer el caramelo en polvo sobre la tostada de Gerardo, que ronca con la boca abierta.

―¡Papá! Que se te está quedando la tostada tiesa, levántate ya.

Gerardo se frota los ojos y se incorpora lentamente, estira los brazos, la espalda, y bosteza con la boca abierta. Tiene mantequilla en la boca por haberse dormido mientras comía.

La puerta se abre con el chasqueo de las llaves. Mamerto y Lucía entran con las cabezas gachas. Mamerto para en el recibidor. Lucía sigue hasta su cuarto. Su padre se cubre la cara con la mano, arrastrando con ella las arrugas y acentuando las partes en las que su piel se hunde.

Lucas se levanta del sofá y corre a sus piernas. Mamerto respira contra su palma, cuando se la aparta de la cara está sonriendo. Se inclina y esta vez se agacha con un crujido de las rodillas para rodear a Lucas con los brazos.

―¿Y lo más bonito de mi vida?

Tuntún se asoma.

―¿Dónde estabais? ¿Habéis traído churros?

Lucía vuelve de su cuarto. Su rostro permanece serio, los músculos inmóviles. Para para darle un beso en la cabeza a Lucas 

―¿Dónde está tu padre?

Lucas señala al salón, donde Gerardo escupe en una servilleta. Lucía coge a su padre de las manos tirando hacia arriba para levantarlo y le da otro beso en la cabeza a Lucas antes de entrar al salón y cerrar la puerta tras ella.

―Mami y yo hemos ido a buscar churros y resulta que hoy no venden, ¿te puedes creer?

―¡No! ¿Quién se los ha comido? ―Mueve los ojos por todas partes mientras guarda unos segundos de silencio―. ¡El comechurros! Abuelo, dime la verdad, ¿hay un monstruo aquí?

Mamerto sonríe y le agarra las manitas. 

―No te preocupes que ya conseguiremos en cuanto haya, os traigo. Y yo conozco a un monstruo comechurros en particular…

Mamerto mueve los dedos bajo las axilas de Lucas, que se tira al suelo a carcajadas.

Lucía vuelve a entrar.

―Niños, hoy os quedáis con papi, ¿vale? Que os va a llevar de excursión…

―¿A dónde?

―No me lo ha querido decir… vas a tener que preguntarle tú, parece que es un asunto muy secreto. ―Lucas sale corriendo al salón a por su padre. Lucía y Mamerto se quedan juntos en la entrada―. Papá, yo creo que voy a estar todo el

día liada. No sé si me dejarán hacer algo, pero prefiero estar.

―Claro, hija.

―No dejes que te de mucha paliza el niño, ¿vale? Que nos conocemos.

―Ahí ya no puedo hacer promesas.

―Papá…

―Que sí, hija, tú vete y no te preocupes por nada más.

Lucía mira a Mamerto de arriba abajo. Da un paso adelante y le rodea con los brazos.

―Por cierto, papá, ¿estás bien?

―Hecho un viejo estoy.

―¿Cómo vas de accidentes?

―¡Qué accidente voy a tener! Bien, bien… mientras no me hagan reír mucho los críos no hay problema…

―Vale, bueno, si tienes algo que lavar déjamelo ahí que no me importa, ¿vale?

Mamerto se ríe apretándole el brazo ligeramente.

―¿Qué me vas a lava―...? ―Lucía mira abajo, haciéndole un gesto a los pies. Mamerto cierra los labios―. Vale, vale. Perdona, niña, que me he descuidado un poco. Pero no te tienes que preocupar.

―¿Si me tengo que preocupar por algo me lo cuentas?

―Claro que sí, cariño.

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