Imperceptible
Con el miedo que
siempre me habían dado los cambios, nunca pensé que, a mis veintiocho años, una
chica como yo dejaría su trabajo estable para mudarse a Londres, la ciudad en
la que quise vivir desde que tuve uso de razón, a intentar vivir del teatro. Nunca
comprendí muy bien la relación que me unía a esa ciudad, pero siempre me había
sentido atraída hacia ella con una fuerza inexplicable, propia de las cosas que
están destinadas a fuego, sin posibilidad alguna para la negación.
Venía de una familia de médicos, de lo que podría entenderse como uno de
esos denominados destinos grabados a fuego, sin opción a la negación o al
cambio. Mi bisabuelo era oftalmólogo y mi abuelo siguió sus pasos.
Posteriormente, mi padre siguió los pasos de mi abuelo, y yo, para variar un
poco en esa línea perfectamente marcada, decidí especializarme en la medicina
digestiva una vez finalicé la carrera, con el fin de llegar a la raíz de los
problemas intestinales que siempre padecí desde pequeña. Para intentar
contrarrestar mis tortuosos dolores diarios, una pequeña pelotita antiestrés de
color morado se convirtió en mi fiel compañera, la cual padecía sin rechistar
todos mis, demasiado abundantes, ataques hacia ella.
A pesar de mi esfuerzo, lo cierto es que no lo conseguí. Durante mis años
de estudio, nunca llegué a conocer la razón de mis guerras intestinales, aunque
sí pude llegar a otras conclusiones. Era una persona frustrada, muy frustrada.
Cuando a los ocho años mi abuelo me llevó a la primera obra de teatro que veía
en mi vida, supe enseguida, como si de otro destino inexorable se tratara, que
eso era lo que yo quería hacer el resto de mis días. Yo siempre quise contar
historias al mundo, a la gente, pero acabé pasándoles consulta y siendo yo la
receptora de sus historias. Pero, como todas las cosas designadas a pasar, allí
estaba yo, ex convicta de la medicina, en Londres, en esa habitación minúscula
de siete metros cuadrados, escribiendo la que iba a ser mi primera obra de
teatro.
Llegué a la
ciudad con una maleta y sin alojamiento, albergando a toda la valentía que
nunca antes había tenido. Durante las dos primeras semanas, dormía en hostales
de mala muerte, mientras, por las mañanas, me dedicaba a buscar algún piso
decente por sus alrededores. Me hubiese encantado decir que pude permitirme
vivir en algún apartamento acomodado en Notting Hill, pero la realidad
es que acabé compartiendo un piso mugroso de diez habitaciones en Tower
Hamlets.
La primera vez que pisé la que iba a ser mi habitación de mi fantasía, cada
vez menos fantasiosa, londinense, mi intestino vino a saludarme como hacía
tiempo que no lo hacía. Mientras me retorcía de dolor, saqué de mi bolsillo, como
pude, mi maltratada pelota morada, y la apreté con fuerza hasta que el dolor
iba cesando poco a poco. Cuando parecía estar algo más estable, alguien llamó a
mi puerta y, seguidamente, sin esperar a mi confirmación, un chico rubio
apareció ante mí.
—Hola, soy Thomas. Estamos pared con pared —exclamó él—. Tú debes ser
Nora, ¿no? En esta ciudad parece no estilarse entablar ningún tipo de
conversación con los compañeros de piso. —Me apretó la mano.
Thomas tenía
razón. De los nueve compañeros de piso que tenía, nadie se dignó a dirigirme
unas palabras de bienvenida salvo él, que, por instantes, me hizo sentir que
aquellas cuatro paredes podían llegar a ser algo parecido a una casa. Las
interacciones que había mantenido con el resto de compañeros se habían limitado
a un contacto visual acompañado de una tímida sonrisa y unos ojos achinados. Con
una cerveza en mano a modo de invitación inaugural, hablamos durante horas
sobre nuestros fracasos e ilusiones, y acerca del porqué de la elección de
Londres para llevar a cabo estas últimas. Thomas era informático y trabajaba diseñando
páginas webs para distintas empresas. Entre risas, me contó que su sueño era
montar una aplicación que tuviera tanta repercusión como lo había tenido en su
día Facebook. En definitiva, su aspiración vital era ser rico y no tener que
compartir semejante habitáculo atestado de bártulos y personas. Sin duda, podía
empatizar con él.
En mi intento de
dramaturga tardía, gasté prácticamente todos mis ahorros en un curso de
escritura teatral de una escuela de renombre de la ciudad. Cada martes y jueves
cogía un metro en dirección a Eton Avenue para ir a la Royal Central School
of Speech and Drama, que además de ser una institución prestigiosa en el
ámbito, tenía un nombre que me divertía pronunciar. En el momento de
matriculación me pregunté si sus estudiantes resultarían tan pedantes como lo
hacía su nombre.
A mi frustración por mi tardío desempeño vocacional se le sumaba la
correspondiente a las relaciones personales. Más concretamente, a las
sentimentales. Mi familia, además de pertenecer a un linaje de médicos, se
caracterizaba por su especial afinidad por lo tradicional. En los meses previos
a tomar la decisión de dejar la medicina e irme a probar suerte a la capital
británica, también me atreví a dejar a Carlos, el que había sido mi novio
durante más de nueve años. Esto causó gran revuelo en mis padres, los cuales
pensaban que estaba tirando toda mi vida por la borda en un arrebato de
rebeldía.
Elisabeth
también acudía a mi curso de dramaturgia. A diferencia de mí, ella sí se había
desarrollado en el ámbito teatral desde edad temprana. La primera vez que la vi
entrar en clase con su cabellera corta y jersey de rayas, sentí de nuevo como
el destino estaba presente en todo aquello. Los días iban pasando y con ellas
las lecciones impartidas, y con estas, las tareas pendientes.
Tal y como sucede con todas las cosas designadas a ocurrir, la mayoría de
veces inesperadas, Elisabeth y yo nos sumimos en un beso cohibido uno de los
días que nos quedamos juntas hasta la madrugada haciendo trabajos del curso.
Ella estaba escribiendo, sentada y apoyada sobre la pared, y yo, mientras,
garabateaba en el suelo. Toda la incertidumbre que había podido sentir durante
las últimas semanas se transformaba en alivio. Nunca estuve segura de, si la
conexión que sentía entre ambas estaba solo en mi cabeza o si era algo mutuo,
con lo que me alegró comprobar que se trataba de la segunda opción. Pero, cuando
lo nuestro sucedió, inmediatamente vinieron a mi cabeza todos y cada uno de los
miembros de mi familia, los cuáles estaba segura de que me terminarían de
tachar de loca.
Ese día, Elisabeth
se quedó un rato más. Terminamos la tarea que teníamos que entregar el día
siguiente y, aún avergonzadas y algo descolocadas, nos besamos por más tiempo.
No sabía bien qué estaba pasando ni hacia dónde nos llevaría, pero me sentía
bien, muy bien. Quizás Londres se quedó en mi subconsciente durante tantos años
sin una causa aparente para que yo pudiera seguir conociéndome.
Tras despedirla,
y aún nerviosa, me tumbé en la cama y, de pronto, mi móvil sonó.
—Sí, ¿dígame? —Esperé una respuesta, pero no llegó—. ¿Me escucha? ¿Quién
es? —dije más alto, sin obtener tampoco respuesta alguna.
En ese momento, miré a la pantalla, a la cual no había atendido por la presura
de contestar antes de que el ruido del teléfono pudiese despertar a algunos de
mis compañeros de piso. Era un número oculto. Me volví a pegar el móvil a la
oreja y, entonces, la persona al otro lado del teléfono pareció cobrar vida. Su
respiración era cada vez más agitada, en forma de bocanadas, y, después de unos
segundos, me mandó a callar con un sutil y elegante “Shhh”. El miedo se apoderó
de mí. En ese instante, mi cuerpo se aplacó por un dolor violento de estómago,
obligándome a dirigirme hacia el suelo. Me arrastré por él como pude, y,
alargando mi mano nerviosa hacia un cajón, alcancé a tientas a coger mi pelota
morada. Después de estrujarla con todas las fuerzas que tenía en ese momento,
mi cuerpo se relajó. Entonces vinieron a mí todo tipo de pensamientos, entre
ellos, los ligados a la culpabilidad. Mi cabeza lucía como una coctelera que
combinaba ingredientes tan indigestos para mí como eran mi familia, Elisabeth y
Carlos juntos.
Al día siguiente
me levanté con las ojeras propias de alguien que ha trasnochado durante toda la
noche. Como cada mañana que asistía al curso, cogí el metro en Mile End
y me bajé en Swiss Cottage, pero esas doce paradas y transbordo
correspondiente que separaban a un punto del otro, los sentí diferentes. Miraba
a todos los pasajeros del metro en busca de una mirada delatora que los acusara
como ese número oculto que me hizo callar la noche anterior.
Cuando llegué a la escuela, Elisabeth me esperaba en la puerta, apurando
las últimas caladas de su cigarrillo. Durante todo ese día, experimenté una
sensación de desconcierto constante. Por un lado, mi cuerpo se sentía
inherentemente atraído por su calidez, pero por otro, un afán de protección me
recorría de pies a cabeza, forzándome a alejarme de ella.
Durante una
semana mantuve distancias. No sabía bien si era una decisión consciente, pero
toda la confusión que algún momento de mi vida pude sentir hacia mí y mi
identidad se vio acrecentada por mil. Por su parte, pude notar desconcierto y,
cierto enfado ante mi actitud, pero no podía hacer otra. Eran demasiados
cambios juntos para mí en tan poco tiempo.
Conforme pasaron
los días, las cosas fueron volviendo a su cauce. Mi móvil no volvió a sonar y,
poco a poco, cada vez me inclinaba más a pensar que el incidente del móvil no
había sido más que eso, un incidente aislado y sin importancia. Una vez esa
ansiedad desmedida había salido de mí, pude pensar en Elisabeth. No quería ni
imaginarme lo que podía haber pensado de mí durante esos días. La había estado
evitando durante toda la semana, comportamiento que, sin duda, hubiera
criticado en cualquier otra persona, tachándola de inmadura e irresponsable.
En un intento de redimir de alguna forma lo que había hecho, al salir de
clase me pasé por una librería cercana a la escuela para comprarle a Elisabeth
un libro del que me había hablado, con el fin de regalárselo en la próxima
clase a modo de disculpa. Toda la mezcla de emociones vividas esas semanas,
hicieron que, nada más aterrizar en mi minúscula habitación, me quedara
profundamente dormida en la cama mientras ojeaba el móvil. Mi descanso se vio
interrumpido por los que, en mi todavía estado de ensoñación, parecían ser unos
pequeños golpes en mi puerta. Antes de que pudiese mediar palabra, Thomas entró
en mi habitación.
—Perdona. —Su voz sonaba dulce. Su apuro por no despertarme era notable—.
En la puerta hay una chica de pelo corto que pregunta por ti. Me ha dicho que
no se va a ir hasta que hable contigo ¿La dejo pasar?
—Eh…sí. Dile que pase —balbuceé aún aturdida, intentado acicalarme lo más
rápido posible.
Ese día,
Elisabeth y yo pasamos la noche juntas. Después de aclarar todos los motivos
que me hicieron actuar como lo hice, hicimos el amor con la torpeza, y suerte,
que caracteriza a los primerizos. Hablamos sobre mi crisis de identidad, la
presión que ejercía en mí mi familia y todos los miedos que me había generado
esa, para ambas, nueva situación. Pero,
a decir verdad, le expuse todas mis preocupaciones del momento menos una: esa llamada
en oculto. No quería que nadie supiera lo sucedido. En cierta manera, me
avergonzaba pensar que alguien pudiera juzgarme y pensar en lo mucho que me
asusté por un gesto insignificante propio de cualquier bromista.
A pesar de mi convencimiento por quitarle importancia al incidente, y de
la tranquilidad que me transmitía el cuerpo de Elisabeth, la realidad era que,
durante toda la noche, estuve pendiente de mi teléfono. Pero, para mi absoluta
tranquilidad, nada inusual pasó esa noche.
Elisabeth se fue
a la mañana siguiente. Ese día no teníamos clase, así que aproveché el resto de
mañana para terminar trabajos de clase que tenía pendientes. Compartir piso con
nueve personas significaba tener la cocina poco tiempo libre, así que decidí
ser precavida y empezar a prepararme el almuerzo antes de que llegara el resto
de marabunta. Me encantaba cocinar con música, así que, mientras mi pasta se
hervía, me dedicaba a soltarme la melena a ritmo de salsa. Pero de pronto, se
hizo el silencio. El reproductor de mi móvil dejó de sonar. Me acerqué a
comprobar qué ocurría y entonces vi que una llamada lo había interrumpido.
“Número oculto”, decía la pantalla. Descolgué el teléfono y, tal y como sucedió
en la anterior ocasión, al otro lado me esperaban unas respiraciones
entrecortadas coronadas con un siseo final.
Inmediatamente, mi estómago respondió, llevándome al suelo
irremediablemente. Mi pelota estaba, seguramente, perdida en algún lugar de la
habitación, con lo que no pude hacer uso de ella. Intenté calmarme controlando
mi respiración. Por qué me alteraba tanto, me decía a mí misma. Seguramente
fuera, simplemente, un adolescente aburrido que intentaba hacerse el gracioso.
Si se trataba de
un joven bromista, el chiste se había convertido en una broma demasiado pesada.
Durante toda la siguiente semana, esa identidad oculta llamaba a mi teléfono
cada mañana, nada más despertarme. Aunque bloqueara el contacto, aparecía con
más fuerza a través de otra identidad oculta. El pánico se había apoderado
totalmente de mi persona. Cuando caminaba por las calles londinenses, no podía
más que mirar a mi alrededor en busca de posibles culpables. Esa persona
parecía vivir dentro de mí, manejando el tic tac de mi reloj interno a la
perfección. Cada día pensaba en
contarlo, en soltar el peso de tener que llevar esa carga sola, pero la
vergüenza y culpabilidad que sentía me impedían hacerlo.
Al final de esa
semana llamé a Carlos. Quería saber cómo estaba,
saber de él. También miré vuelos a España, y la manera de volver a la medicina.
Quizás, todo aquello de irme a vivir a Londres mi sueño frustrado no había sido
más que un arrebato. Tal vez, dejar mi trabajo, a mi novio, y encapricharme de
la primera inglesa bohemia que me encontraba sí que era tirar mi vida por la
borda.
Ese jueves no
pude más. Cuando abrí los ojos me encontré sumergida en una habitación de luces
blancas, utilizadas tanto para examinar como para interrogar. De nuevo, volvía
a mi hábitat natural; el hospital, pero no en forma de decisión consiente ni
deliberada. Ese jueves me desmallé en mitad de la calle, nada más salir de la
puerta de metro, a unos metros de mi escuela.
La presión que había experimentado mi cuerpo lo había llevado a su
límite. Podía recordar el inicio del dolor y cómo palpé rápidamente todo mi
bolso en busca de mi pelota morada, pero a partir ahí, mi consciencia comenzó a
tornarse confusa.
Aún en estado de confusión, pude escuchar la voz de Thomas a lo lejos.
Una tarde decidimos guardar nuestros respectivos contactos como preferentes en
caso de alguna urgencia, y ese día había llegado. Cuando lo vi, sentí alivio y
no pude más que echarme a llorar. Con su usual calma y ternura me preguntó qué
había pasado, qué me podía haber desencadenado tal crisis. Avergonzada, me
atreví a contarle todo lo sucedido. En una primera instancia, Thomas me regañó
por no haberle contado todo aquello antes, pero después comprendió toda la
mezcla de contradicciones internas que sentía, las cuales me hicieron actuar
así.
Estuve dos días
ingresada. La inflamación de mi intestino era tal que necesité varios días de
antibióticos intravenosos. Nunca supe si, a pesar de mi frustración con la
profesión, llegué a ser una buena doctora alguna vez, pero sin duda, lo que
nunca había sido era una buena paciente. Cada segundo en esa cama de hospital
se me hacía eterno y desesperante.
A mi salida del ingreso, Thomas estuvo cuidándome, en nuestro peculiar
piso, los días siguientes. Quise ser justa, así que llamé a Elisabeth para
contárselo todo. Tal y como había sucedido con mi compañero, de primeras no
entendió la flagelación que había supuesto pasar por eso sola, pero después,
comprendió mis razones.
Después de esos días
de calma, las llamadas cesaron. El alivio era extraño, como si la ausencia de
esa tensión constante dejara un vacío aún más pesado. Thomas seguía tan atento
como siempre, con su forma de ser tranquila y protectora, asegurándose de mi
bienestar a cada segundo de manera desinteresada.
Una noche, mientras veíamos una película juntos en el salón, le agradecí todo
lo que hacía por mí.
—No sé qué habría hecho sin ti—dije, sincera. Él sonrió.
—Para eso estamos los compañeros de pisos mugrientos, ¿no? —Se levantó a
la cocina y me trajo una taza de té que había estado preparando.
Todo parecía volver a su cauce. Incluso la taza de té que me alcanzó,
como hacía cada noche, tenía el gesto de rutina que me hacía sentir segura.
Thomas se sirvió otra taza para él y brindamos. Seguidamente, este tamborileó
sus dedos contra la mesita del salón, un gesto que solía hacer de forma
automática.
En ese instante, el sorbo de té trajo consigo un pensamiento revelador a
mi cabeza. Las llamadas de esa identidad oculta vinieron nítidas a mis oídos.
Podía escuchar a la perfección su respiración agitada y posterior siseo, pero
entonces, vino a mí un pequeño detalle que parecía haber pasado por alto hasta ese
momento. Miré a Thomas en silencio.
—¿Estás bien? —Se acercó a mí.
—Sí... estoy bien —mentí, intentando que mi voz no temblara.
Algo hizo clic en mi cabeza. Como si de un chivatazo al oído se tratara,
fui consciente de que, en todas las llamadas que había recibido, había un
acompañamiento de fondo, un ruido imperceptible que en ese momento no lo era
tanto; un pequeño golpeteo. Siempre lo atribuí a un eco de la línea.
Thomas seguía moviendo sus dedos ligeramente sobre la mesa. Yo no podía
parar de mirarlos. Sentía que cada movimiento, cada pequeño golpe, retumbaba en
mi cabeza.
—¿Seguro que estás bien? —Me miró, dirigió su mirada hacia sus manos, y
paró súbitamente.
Miré sus manos, reposadas en sus rodillas, tranquilas ahora. Mi miedo se
tornó entonces perceptible.
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