martes, 27 de mayo de 2025

-Relato 1B de Nerea Vera

 

Imperceptible

Con el miedo que siempre me habían dado los cambios, nunca pensé que, a mis veintiocho años, una chica como yo dejaría su trabajo estable para mudarse a Londres, la ciudad en la que quise vivir desde que tuve uso de razón, a intentar vivir del teatro. Nunca comprendí muy bien la relación que me unía a esa ciudad, pero siempre me había sentido atraída hacia ella con una fuerza inexplicable, propia de las cosas que están destinadas a fuego, sin posibilidad alguna para la negación.

Venía de una familia de médicos, de lo que podría entenderse como uno de esos denominados destinos grabados a fuego, sin opción a la negación o al cambio. Mi bisabuelo era oftalmólogo y mi abuelo siguió sus pasos. Posteriormente, mi padre siguió los pasos de mi abuelo, y yo, para variar un poco en esa línea perfectamente marcada, decidí especializarme en la medicina digestiva una vez finalicé la carrera, con el fin de llegar a la raíz de los problemas intestinales que siempre padecí desde pequeña. Para intentar contrarrestar mis tortuosos dolores diarios, una pequeña pelotita antiestrés de color morado se convirtió en mi fiel compañera, la cual padecía sin rechistar todos mis, demasiado abundantes, ataques hacia ella.

A pesar de mi esfuerzo, lo cierto es que no lo conseguí. Durante mis años de estudio, nunca llegué a conocer la razón de mis guerras intestinales, aunque sí pude llegar a otras conclusiones. Era una persona frustrada, muy frustrada. Cuando a los ocho años mi abuelo me llevó a la primera obra de teatro que veía en mi vida, supe enseguida, como si de otro destino inexorable se tratara, que eso era lo que yo quería hacer el resto de mis días. Yo siempre quise contar historias al mundo, a la gente, pero acabé pasándoles consulta y siendo yo la receptora de sus historias. Pero, como todas las cosas designadas a pasar, allí estaba yo, ex convicta de la medicina, en Londres, en esa habitación minúscula de siete metros cuadrados, escribiendo la que iba a ser mi primera obra de teatro.

 

Llegué a la ciudad con una maleta y sin alojamiento, albergando a toda la valentía que nunca antes había tenido. Durante las dos primeras semanas, dormía en hostales de mala muerte, mientras, por las mañanas, me dedicaba a buscar algún piso decente por sus alrededores. Me hubiese encantado decir que pude permitirme vivir en algún apartamento acomodado en Notting Hill, pero la realidad es que acabé compartiendo un piso mugroso de diez habitaciones en Tower Hamlets.

La primera vez que pisé la que iba a ser mi habitación de mi fantasía, cada vez menos fantasiosa, londinense, mi intestino vino a saludarme como hacía tiempo que no lo hacía. Mientras me retorcía de dolor, saqué de mi bolsillo, como pude, mi maltratada pelota morada, y la apreté con fuerza hasta que el dolor iba cesando poco a poco. Cuando parecía estar algo más estable, alguien llamó a mi puerta y, seguidamente, sin esperar a mi confirmación, un chico rubio apareció ante mí.

—Hola, soy Thomas. Estamos pared con pared —exclamó él—. Tú debes ser Nora, ¿no? En esta ciudad parece no estilarse entablar ningún tipo de conversación con los compañeros de piso. —Me apretó la mano.

 

Thomas tenía razón. De los nueve compañeros de piso que tenía, nadie se dignó a dirigirme unas palabras de bienvenida salvo él, que, por instantes, me hizo sentir que aquellas cuatro paredes podían llegar a ser algo parecido a una casa. Las interacciones que había mantenido con el resto de compañeros se habían limitado a un contacto visual acompañado de una tímida sonrisa y unos ojos achinados. Con una cerveza en mano a modo de invitación inaugural, hablamos durante horas sobre nuestros fracasos e ilusiones, y acerca del porqué de la elección de Londres para llevar a cabo estas últimas. Thomas era informático y trabajaba diseñando páginas webs para distintas empresas. Entre risas, me contó que su sueño era montar una aplicación que tuviera tanta repercusión como lo había tenido en su día Facebook. En definitiva, su aspiración vital era ser rico y no tener que compartir semejante habitáculo atestado de bártulos y personas. Sin duda, podía empatizar con él.

 

En mi intento de dramaturga tardía, gasté prácticamente todos mis ahorros en un curso de escritura teatral de una escuela de renombre de la ciudad. Cada martes y jueves cogía un metro en dirección a Eton Avenue para ir a la Royal Central School of Speech and Drama, que además de ser una institución prestigiosa en el ámbito, tenía un nombre que me divertía pronunciar. En el momento de matriculación me pregunté si sus estudiantes resultarían tan pedantes como lo hacía su nombre.

A mi frustración por mi tardío desempeño vocacional se le sumaba la correspondiente a las relaciones personales. Más concretamente, a las sentimentales. Mi familia, además de pertenecer a un linaje de médicos, se caracterizaba por su especial afinidad por lo tradicional. En los meses previos a tomar la decisión de dejar la medicina e irme a probar suerte a la capital británica, también me atreví a dejar a Carlos, el que había sido mi novio durante más de nueve años. Esto causó gran revuelo en mis padres, los cuales pensaban que estaba tirando toda mi vida por la borda en un arrebato de rebeldía.

 

Elisabeth también acudía a mi curso de dramaturgia. A diferencia de mí, ella sí se había desarrollado en el ámbito teatral desde edad temprana. La primera vez que la vi entrar en clase con su cabellera corta y jersey de rayas, sentí de nuevo como el destino estaba presente en todo aquello. Los días iban pasando y con ellas las lecciones impartidas, y con estas, las tareas pendientes.

Tal y como sucede con todas las cosas designadas a ocurrir, la mayoría de veces inesperadas, Elisabeth y yo nos sumimos en un beso cohibido uno de los días que nos quedamos juntas hasta la madrugada haciendo trabajos del curso. Ella estaba escribiendo, sentada y apoyada sobre la pared, y yo, mientras, garabateaba en el suelo. Toda la incertidumbre que había podido sentir durante las últimas semanas se transformaba en alivio. Nunca estuve segura de, si la conexión que sentía entre ambas estaba solo en mi cabeza o si era algo mutuo, con lo que me alegró comprobar que se trataba de la segunda opción. Pero, cuando lo nuestro sucedió, inmediatamente vinieron a mi cabeza todos y cada uno de los miembros de mi familia, los cuáles estaba segura de que me terminarían de tachar de loca.

 

Ese día, Elisabeth se quedó un rato más. Terminamos la tarea que teníamos que entregar el día siguiente y, aún avergonzadas y algo descolocadas, nos besamos por más tiempo. No sabía bien qué estaba pasando ni hacia dónde nos llevaría, pero me sentía bien, muy bien. Quizás Londres se quedó en mi subconsciente durante tantos años sin una causa aparente para que yo pudiera seguir conociéndome.

Tras despedirla, y aún nerviosa, me tumbé en la cama y, de pronto, mi móvil sonó.

—Sí, ¿dígame? —Esperé una respuesta, pero no llegó—. ¿Me escucha? ¿Quién es? —dije más alto, sin obtener tampoco respuesta alguna.

En ese momento, miré a la pantalla, a la cual no había atendido por la presura de contestar antes de que el ruido del teléfono pudiese despertar a algunos de mis compañeros de piso. Era un número oculto. Me volví a pegar el móvil a la oreja y, entonces, la persona al otro lado del teléfono pareció cobrar vida. Su respiración era cada vez más agitada, en forma de bocanadas, y, después de unos segundos, me mandó a callar con un sutil y elegante “Shhh”. El miedo se apoderó de mí. En ese instante, mi cuerpo se aplacó por un dolor violento de estómago, obligándome a dirigirme hacia el suelo. Me arrastré por él como pude, y, alargando mi mano nerviosa hacia un cajón, alcancé a tientas a coger mi pelota morada. Después de estrujarla con todas las fuerzas que tenía en ese momento, mi cuerpo se relajó. Entonces vinieron a mí todo tipo de pensamientos, entre ellos, los ligados a la culpabilidad. Mi cabeza lucía como una coctelera que combinaba ingredientes tan indigestos para mí como eran mi familia, Elisabeth y Carlos juntos.

 

Al día siguiente me levanté con las ojeras propias de alguien que ha trasnochado durante toda la noche. Como cada mañana que asistía al curso, cogí el metro en Mile End y me bajé en Swiss Cottage, pero esas doce paradas y transbordo correspondiente que separaban a un punto del otro, los sentí diferentes. Miraba a todos los pasajeros del metro en busca de una mirada delatora que los acusara como ese número oculto que me hizo callar la noche anterior.

Cuando llegué a la escuela, Elisabeth me esperaba en la puerta, apurando las últimas caladas de su cigarrillo. Durante todo ese día, experimenté una sensación de desconcierto constante. Por un lado, mi cuerpo se sentía inherentemente atraído por su calidez, pero por otro, un afán de protección me recorría de pies a cabeza, forzándome a alejarme de ella. 

 

Durante una semana mantuve distancias. No sabía bien si era una decisión consciente, pero toda la confusión que algún momento de mi vida pude sentir hacia mí y mi identidad se vio acrecentada por mil. Por su parte, pude notar desconcierto y, cierto enfado ante mi actitud, pero no podía hacer otra. Eran demasiados cambios juntos para mí en tan poco tiempo.

 

Conforme pasaron los días, las cosas fueron volviendo a su cauce. Mi móvil no volvió a sonar y, poco a poco, cada vez me inclinaba más a pensar que el incidente del móvil no había sido más que eso, un incidente aislado y sin importancia. Una vez esa ansiedad desmedida había salido de mí, pude pensar en Elisabeth. No quería ni imaginarme lo que podía haber pensado de mí durante esos días. La había estado evitando durante toda la semana, comportamiento que, sin duda, hubiera criticado en cualquier otra persona, tachándola de inmadura e irresponsable.

En un intento de redimir de alguna forma lo que había hecho, al salir de clase me pasé por una librería cercana a la escuela para comprarle a Elisabeth un libro del que me había hablado, con el fin de regalárselo en la próxima clase a modo de disculpa. Toda la mezcla de emociones vividas esas semanas, hicieron que, nada más aterrizar en mi minúscula habitación, me quedara profundamente dormida en la cama mientras ojeaba el móvil. Mi descanso se vio interrumpido por los que, en mi todavía estado de ensoñación, parecían ser unos pequeños golpes en mi puerta. Antes de que pudiese mediar palabra, Thomas entró en mi habitación.

—Perdona. —Su voz sonaba dulce. Su apuro por no despertarme era notable—. En la puerta hay una chica de pelo corto que pregunta por ti. Me ha dicho que no se va a ir hasta que hable contigo ¿La dejo pasar?

—Eh…sí. Dile que pase —balbuceé aún aturdida, intentado acicalarme lo más rápido posible.

 

Ese día, Elisabeth y yo pasamos la noche juntas. Después de aclarar todos los motivos que me hicieron actuar como lo hice, hicimos el amor con la torpeza, y suerte, que caracteriza a los primerizos. Hablamos sobre mi crisis de identidad, la presión que ejercía en mí mi familia y todos los miedos que me había generado esa, para ambas, nueva situación.  Pero, a decir verdad, le expuse todas mis preocupaciones del momento menos una: esa llamada en oculto. No quería que nadie supiera lo sucedido. En cierta manera, me avergonzaba pensar que alguien pudiera juzgarme y pensar en lo mucho que me asusté por un gesto insignificante propio de cualquier bromista.

A pesar de mi convencimiento por quitarle importancia al incidente, y de la tranquilidad que me transmitía el cuerpo de Elisabeth, la realidad era que, durante toda la noche, estuve pendiente de mi teléfono. Pero, para mi absoluta tranquilidad, nada inusual pasó esa noche.

 

Elisabeth se fue a la mañana siguiente. Ese día no teníamos clase, así que aproveché el resto de mañana para terminar trabajos de clase que tenía pendientes. Compartir piso con nueve personas significaba tener la cocina poco tiempo libre, así que decidí ser precavida y empezar a prepararme el almuerzo antes de que llegara el resto de marabunta. Me encantaba cocinar con música, así que, mientras mi pasta se hervía, me dedicaba a soltarme la melena a ritmo de salsa. Pero de pronto, se hizo el silencio. El reproductor de mi móvil dejó de sonar. Me acerqué a comprobar qué ocurría y entonces vi que una llamada lo había interrumpido. “Número oculto”, decía la pantalla. Descolgué el teléfono y, tal y como sucedió en la anterior ocasión, al otro lado me esperaban unas respiraciones entrecortadas coronadas con un siseo final.

Inmediatamente, mi estómago respondió, llevándome al suelo irremediablemente. Mi pelota estaba, seguramente, perdida en algún lugar de la habitación, con lo que no pude hacer uso de ella. Intenté calmarme controlando mi respiración. Por qué me alteraba tanto, me decía a mí misma. Seguramente fuera, simplemente, un adolescente aburrido que intentaba hacerse el gracioso.

 

Si se trataba de un joven bromista, el chiste se había convertido en una broma demasiado pesada. Durante toda la siguiente semana, esa identidad oculta llamaba a mi teléfono cada mañana, nada más despertarme. Aunque bloqueara el contacto, aparecía con más fuerza a través de otra identidad oculta. El pánico se había apoderado totalmente de mi persona. Cuando caminaba por las calles londinenses, no podía más que mirar a mi alrededor en busca de posibles culpables. Esa persona parecía vivir dentro de mí, manejando el tic tac de mi reloj interno a la perfección.  Cada día pensaba en contarlo, en soltar el peso de tener que llevar esa carga sola, pero la vergüenza y culpabilidad que sentía me impedían hacerlo.

Al final de esa semana llamé a Carlos. Quería saber cómo estaba, saber de él. También miré vuelos a España, y la manera de volver a la medicina. Quizás, todo aquello de irme a vivir a Londres mi sueño frustrado no había sido más que un arrebato. Tal vez, dejar mi trabajo, a mi novio, y encapricharme de la primera inglesa bohemia que me encontraba sí que era tirar mi vida por la borda.

 

Ese jueves no pude más. Cuando abrí los ojos me encontré sumergida en una habitación de luces blancas, utilizadas tanto para examinar como para interrogar. De nuevo, volvía a mi hábitat natural; el hospital, pero no en forma de decisión consiente ni deliberada. Ese jueves me desmallé en mitad de la calle, nada más salir de la puerta de metro, a unos metros de mi escuela.

La presión que había experimentado mi cuerpo lo había llevado a su límite. Podía recordar el inicio del dolor y cómo palpé rápidamente todo mi bolso en busca de mi pelota morada, pero a partir ahí, mi consciencia comenzó a tornarse confusa.

 

Aún en estado de confusión, pude escuchar la voz de Thomas a lo lejos. Una tarde decidimos guardar nuestros respectivos contactos como preferentes en caso de alguna urgencia, y ese día había llegado. Cuando lo vi, sentí alivio y no pude más que echarme a llorar. Con su usual calma y ternura me preguntó qué había pasado, qué me podía haber desencadenado tal crisis. Avergonzada, me atreví a contarle todo lo sucedido. En una primera instancia, Thomas me regañó por no haberle contado todo aquello antes, pero después comprendió toda la mezcla de contradicciones internas que sentía, las cuales me hicieron actuar así.

 

Estuve dos días ingresada. La inflamación de mi intestino era tal que necesité varios días de antibióticos intravenosos. Nunca supe si, a pesar de mi frustración con la profesión, llegué a ser una buena doctora alguna vez, pero sin duda, lo que nunca había sido era una buena paciente. Cada segundo en esa cama de hospital se me hacía eterno y desesperante.

A mi salida del ingreso, Thomas estuvo cuidándome, en nuestro peculiar piso, los días siguientes. Quise ser justa, así que llamé a Elisabeth para contárselo todo. Tal y como había sucedido con mi compañero, de primeras no entendió la flagelación que había supuesto pasar por eso sola, pero después, comprendió mis razones.

 

Después de esos días de calma, las llamadas cesaron. El alivio era extraño, como si la ausencia de esa tensión constante dejara un vacío aún más pesado. Thomas seguía tan atento como siempre, con su forma de ser tranquila y protectora, asegurándose de mi bienestar a cada segundo de manera desinteresada.

Una noche, mientras veíamos una película juntos en el salón, le agradecí todo lo que hacía por mí.

—No sé qué habría hecho sin ti—dije, sincera. Él sonrió.

—Para eso estamos los compañeros de pisos mugrientos, ¿no? —Se levantó a la cocina y me trajo una taza de té que había estado preparando.

Todo parecía volver a su cauce. Incluso la taza de té que me alcanzó, como hacía cada noche, tenía el gesto de rutina que me hacía sentir segura. Thomas se sirvió otra taza para él y brindamos. Seguidamente, este tamborileó sus dedos contra la mesita del salón, un gesto que solía hacer de forma automática.

En ese instante, el sorbo de té trajo consigo un pensamiento revelador a mi cabeza. Las llamadas de esa identidad oculta vinieron nítidas a mis oídos. Podía escuchar a la perfección su respiración agitada y posterior siseo, pero entonces, vino a mí un pequeño detalle que parecía haber pasado por alto hasta ese momento. Miré a Thomas en silencio.

—¿Estás bien? —Se acercó a mí.

—Sí... estoy bien —mentí, intentando que mi voz no temblara.

Algo hizo clic en mi cabeza. Como si de un chivatazo al oído se tratara, fui consciente de que, en todas las llamadas que había recibido, había un acompañamiento de fondo, un ruido imperceptible que en ese momento no lo era tanto; un pequeño golpeteo. Siempre lo atribuí a un eco de la línea.

Thomas seguía moviendo sus dedos ligeramente sobre la mesa. Yo no podía parar de mirarlos. Sentía que cada movimiento, cada pequeño golpe, retumbaba en mi cabeza.

—¿Seguro que estás bien? —Me miró, dirigió su mirada hacia sus manos, y paró súbitamente.

Miré sus manos, reposadas en sus rodillas, tranquilas ahora. Mi miedo se tornó entonces perceptible.

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