LUZ QUE PARPADEA
—¿Y
ahora tampoco vas a decir nada?
Alisha
está descalza sobre la baldosa del patio, con los brazos cruzados y el vestido
rosado (ese que siempre le quedó un poco largo) pegado a las piernas por la
humedad.
«Con
ese vestido pareces alguien que espera algo», le había dicho Ignacio aquella
noche en la azotea. Ella no respondió entonces.
Ignacio
está junto al coche, girando las llaves en la mano como si no supiera qué hacer
con ellas. La camiseta negra tiene el cuello flojo y un hilo suelto que no para
de enrollar en el dedo hasta que se rompe.
«Te
gusta romper cosas que todavía sirven», le dijo Alisha una vez en voz baja,
frente al microondas, como si hablase de otra cosa.
La
luz del farol sobre la entrada parpadea. Como dudando. Como el resto de ellos.
—No
sé si estás cansado, o si simplemente no quieres decirme lo que piensas —comenta
Alisha sin moverse.
Él
la mira como se mira un libro que se ha leído muchas veces: con afecto
resignado, como si supiera ya cada palabra, cada cosa sobre ella.
No
responde. El silencio se instala otra vez entre lo dos.
Dos días
después, en la cocina, la radio suena bajito, pero nadie escucha. El locutor
anuncia tormentas para el fin de semana. Sobre la mesa hay una bolsa con plátanos
verdes, una taza sin asa y un plato con restos de tostadas. Ella dobla una
toalla húmeda como si fuera algo que tuviera sentido hacer.
—¿Quieres
que cocine algo?
La
pregunta se queda en el aire. Ignacio está de pie, junto al refrigerador, con
una botella de agua en la mano y una expresión que no termina de definirse.
—¿Vas
a hacer lo de siempre? —Alisha lo mira, y hay en su mirada algo que no es
molestia, ni lastima o tristeza, sino esa mezcla difícil de identificar que
aparece cuando alguien ha llorado más veces de lo que recuerda.
Ignacio
se encoge de hombros y deja la botella a un lado.
—Podría
intentar otra receta.
—¿Cómo
cuando hiciste pasta sin sal y dijiste que «el amor es el condimento»? —pregunta
ella, sin sarcasmo; solo recordando.
El
gato naranja, aquel que se quedó con ellos cuando nadie más lo quería, pasa
entre sus piernas como si no sintiera la tensión. Salta al sofá y se queda ahí,
indiferente.
«Esto
también va a pasar», había dicho Ignacio en un mensaje de voz semanas atrás. Alisha
lo había escuchado tres veces. Nunca le respondió.
Un viernes
por la tarde están sentados en una cafetería. Alisha toma té de jazmín y revuelve
con una cuchara de metal sin mirar lo que hace. Ignacio tiene los ojos puestos
en su móvil.
—No
entiendo por qué vinimos aquí —dice él sin levantar la voz.
—Porque
tú dijiste que «hay que hablar donde entre luz natural».
Él
frunce el ceño como si no recordara haber dicho aquello. Ella sí. Lo dijo una
mañana.
Alisha
lleva delineador puesto, pero ya está corrido. No lo corrigió a propósito.
—No
recuerdo haber dicho eso —responde él.
—No
recuerdas muchas cosas —contraataca ella.
—Tampoco
las quiero olvidar.
El
silencio vuelve, como un tercer personaje. Afuera alguien se ríe, fuerte.
Él
se pasa la mano por la nuca. Tiene ojeras marcadas y una pequeña cicatriz en la
muñeca. No se la hizo ella. Tampoco se la hizo el amor.
Alisha
va al baño y se mira al espejo. El reflejo le resulta extraño. Como si fuera
una versión de sí misma que aún no conoce del todo.
«Pareces
alguien que se va a ir sin avisar», le dijo él una madrugada, justo antes de
quedarse dormido.
Ella
se lava las manos. El agua está tibia. La deja correr unos segundos más, sin
razón.
Vuelve
a la mesa.
—¿Nos
vamos?
Ignacio
asiente. Paga la cuenta. No mira el recibo.
—Te
quiero —dice él. No suena grandioso. Suena verdadero.
Ella
se despierta sola. La ventana abierta deja entrar el ruido de la calle: un
motor, una conversación lejana, el llanto de un niño que no quiere ir al
colegio.
La
cama está deshecha solo de un lado. El suyo sigue tibio. En la mesa de noche
hay una nota escrita a mano. No es de él. Es de la madre de ella, que pasó
temprano: “Compré pan, pero el amor no se compra, mijita. Piensa bien”.
Se
sienta en el borde del colchón y mira el piso. Busca algo con los ojos, no con
las manos.
«Cuando
te vas, parece que se apaga la casa», había dicho Ignacio una vez, casi sin
querer, mientras se ponía los zapatos.
Una
semana después, Alisha toma un tren. No lleva equipaje, solo una mochila
pequeña y un libro sin terminar. Va sentada junto a la ventana. El paisaje es
plano y rápido. Un reflejo suyo aparece en el vidrio, solo por segundos. Ignacio
no está, pero la canción que suena en sus auriculares tiene su voz.
Frente
a ella, una niña juega con una muñeca de plástico. La muñeca no tiene un brazo.
La
luz del vagón parpadea dos veces. Ella no se inmuta.
«Yo
no sé estar si tú no estás conmigo», mencionó Ignacio, borracho, en una fiesta
de cumpleaños, mientras ella recogía los platos sucios.
Alisha
entra a una librería pequeña en una ciudad que no conoce. Hay olor a papel y
madera vieja. El encargado le sonríe. Ella mira los estantes como si buscara
una excusa para quedarse.
Toma
un libro al azar. Lo abre por la mitad.
Dentro,
una frase subrayada: “Hay distancias que se caminan sin moverse”.
Ella
cierra el libro sin leer más. Lo vuelve a dejar en su lugar.
Suena
su móvil y lo saca, desbloqueándolo. Un mensaje nuevo.
Ignacio: ¿Estás bien? —Sin emojis, sin explicación.
No
lo contesta. Lo guarda. Camina hacia la salida. El sol golpea fuerte en la
acera. No usa lentes oscuros.
Una
luz parpadea en la entrada del local, colgada de un cable flojo. Se detiene
ahí, por un segundo. Como si esperara que algo más sucediera.
«Vamos
a llegar viejos, pero juntos. Te lo prometo», dijo Ignacio en alguna madrugada.
Ella no le creyó, pero lo abrazó igual.
Dos
meses después, Ignacio camina por un supermercado. Lleva una lista escrita en
papel. La letra es de ella. No la tiró.
Pasa
por la sección de productos de limpieza. Se detiene frente al suavizante que
siempre compraban. Lo toma, lo huele. Lo vuelve a dejar.
«¿Y
si la llamas?», le había dicho un amigo días atrás, mientras jugaban cartas. Él
no dijo nada.
Compra
solo pan y café. Camina de vuelta a casa. La calle está vacía, pero el semáforo
cambia igual. Rojo y luego: verde.
Abre
la puerta del departamento. Todo sigue en su lugar, menos ella. El gato duerme
en la misma silla. Lo ignora.
«No
me gustas solo cuando estás feliz. Me gustas también cuando no sabes qué hacer
contigo misma».
Lo
dijo él. Fue una noche sin planes, viendo documentales sobre peces.
Se
sienta en el sofá. Toma el control remoto, pero no enciende el televisor.
Mira
la luz del pasillo. Parpadea.
Ella
vuelve a casa. No la compartida. La de su infancia. Una habitación con afiches
viejos y un armario lleno de cosas que no usa. Abre una caja en la que hay
cartas, boletos de cine, una entrada a un concierto que nunca se dio.
Toma
una hoja y escribe sin pensar. Palabras sueltas, sin fecha. No pone su nombre.
Guarda
la carta en la caja. Cierra la tapa. Se sienta en la cama. Su madre la llama
desde la cocina.
—¿Te
hago un café?
—Sí,
por favor —responde. Y su voz suena más joven.
Una
estación de buses. Ella está sentada con una maleta a sus pies. Lleva
auriculares, pero no escucha nada. En su regazo, el libro que no terminó. No lo
abre.
Un
niño pasa corriendo. Un vendedor ofrece galletas envueltas en plástico. Una
mujer sentada a su lado.
La
luz del techo parpadea. Como si dudara. Como si alguien todavía pudiera volver.
El
bus 197 está por salir.
Ella
no se levanta. Se queda ahí.
No
mira el móvil. Pero lo tiene en la mano.
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