sábado, 31 de mayo de 2025

-Relato 4 Melanie Bermudez

LUZ QUE PARPADEA


—¿Y ahora tampoco vas a decir nada?

Alisha está descalza sobre la baldosa del patio, con los brazos cruzados y el vestido rosado (ese que siempre le quedó un poco largo) pegado a las piernas por la humedad.

«Con ese vestido pareces alguien que espera algo», le había dicho Ignacio aquella noche en la azotea. Ella no respondió entonces.

Ignacio está junto al coche, girando las llaves en la mano como si no supiera qué hacer con ellas. La camiseta negra tiene el cuello flojo y un hilo suelto que no para de enrollar en el dedo hasta que se rompe.

«Te gusta romper cosas que todavía sirven», le dijo Alisha una vez en voz baja, frente al microondas, como si hablase de otra cosa.

La luz del farol sobre la entrada parpadea. Como dudando. Como el resto de ellos.

—No sé si estás cansado, o si simplemente no quieres decirme lo que piensas —comenta Alisha sin moverse.

Él la mira como se mira un libro que se ha leído muchas veces: con afecto resignado, como si supiera ya cada palabra, cada cosa sobre ella.

No responde. El silencio se instala otra vez entre lo dos.

 

Dos días después, en la cocina, la radio suena bajito, pero nadie escucha. El locutor anuncia tormentas para el fin de semana. Sobre la mesa hay una bolsa con plátanos verdes, una taza sin asa y un plato con restos de tostadas. Ella dobla una toalla húmeda como si fuera algo que tuviera sentido hacer.

—¿Quieres que cocine algo?

La pregunta se queda en el aire. Ignacio está de pie, junto al refrigerador, con una botella de agua en la mano y una expresión que no termina de definirse.

—¿Vas a hacer lo de siempre? —Alisha lo mira, y hay en su mirada algo que no es molestia, ni lastima o tristeza, sino esa mezcla difícil de identificar que aparece cuando alguien ha llorado más veces de lo que recuerda.

Ignacio se encoge de hombros y deja la botella a un lado.

—Podría intentar otra receta.

—¿Cómo cuando hiciste pasta sin sal y dijiste que «el amor es el condimento»? —pregunta ella, sin sarcasmo; solo recordando.

El gato naranja, aquel que se quedó con ellos cuando nadie más lo quería, pasa entre sus piernas como si no sintiera la tensión. Salta al sofá y se queda ahí, indiferente.

 

«Esto también va a pasar», había dicho Ignacio en un mensaje de voz semanas atrás. Alisha lo había escuchado tres veces. Nunca le respondió.

 

Un viernes por la tarde están sentados en una cafetería. Alisha toma té de jazmín y revuelve con una cuchara de metal sin mirar lo que hace. Ignacio tiene los ojos puestos en su móvil.

—No entiendo por qué vinimos aquí —dice él sin levantar la voz.

—Porque tú dijiste que «hay que hablar donde entre luz natural».

Él frunce el ceño como si no recordara haber dicho aquello. Ella sí. Lo dijo una mañana.

Alisha lleva delineador puesto, pero ya está corrido. No lo corrigió a propósito.

—No recuerdo haber dicho eso —responde él.

—No recuerdas muchas cosas —contraataca ella.

—Tampoco las quiero olvidar.

El silencio vuelve, como un tercer personaje. Afuera alguien se ríe, fuerte.

Él se pasa la mano por la nuca. Tiene ojeras marcadas y una pequeña cicatriz en la muñeca. No se la hizo ella. Tampoco se la hizo el amor.

Alisha va al baño y se mira al espejo. El reflejo le resulta extraño. Como si fuera una versión de sí misma que aún no conoce del todo.

«Pareces alguien que se va a ir sin avisar», le dijo él una madrugada, justo antes de quedarse dormido.

Ella se lava las manos. El agua está tibia. La deja correr unos segundos más, sin razón.

Vuelve a la mesa.

—¿Nos vamos?

Ignacio asiente. Paga la cuenta. No mira el recibo.

—Te quiero —dice él. No suena grandioso. Suena verdadero.

 

Ella se despierta sola. La ventana abierta deja entrar el ruido de la calle: un motor, una conversación lejana, el llanto de un niño que no quiere ir al colegio.

La cama está deshecha solo de un lado. El suyo sigue tibio. En la mesa de noche hay una nota escrita a mano. No es de él. Es de la madre de ella, que pasó temprano: “Compré pan, pero el amor no se compra, mijita. Piensa bien”.

Se sienta en el borde del colchón y mira el piso. Busca algo con los ojos, no con las manos.

 

«Cuando te vas, parece que se apaga la casa», había dicho Ignacio una vez, casi sin querer, mientras se ponía los zapatos.

 

Una semana después, Alisha toma un tren. No lleva equipaje, solo una mochila pequeña y un libro sin terminar. Va sentada junto a la ventana. El paisaje es plano y rápido. Un reflejo suyo aparece en el vidrio, solo por segundos. Ignacio no está, pero la canción que suena en sus auriculares tiene su voz.

Frente a ella, una niña juega con una muñeca de plástico. La muñeca no tiene un brazo.

La luz del vagón parpadea dos veces. Ella no se inmuta.

 

«Yo no sé estar si tú no estás conmigo», mencionó Ignacio, borracho, en una fiesta de cumpleaños, mientras ella recogía los platos sucios.

 

Alisha entra a una librería pequeña en una ciudad que no conoce. Hay olor a papel y madera vieja. El encargado le sonríe. Ella mira los estantes como si buscara una excusa para quedarse.

Toma un libro al azar. Lo abre por la mitad.

Dentro, una frase subrayada: “Hay distancias que se caminan sin moverse”.

Ella cierra el libro sin leer más. Lo vuelve a dejar en su lugar.

Suena su móvil y lo saca, desbloqueándolo. Un mensaje nuevo.

Ignacio: ¿Estás bien? —Sin emojis, sin explicación.

No lo contesta. Lo guarda. Camina hacia la salida. El sol golpea fuerte en la acera. No usa lentes oscuros.

Una luz parpadea en la entrada del local, colgada de un cable flojo. Se detiene ahí, por un segundo. Como si esperara que algo más sucediera.

 

«Vamos a llegar viejos, pero juntos. Te lo prometo», dijo Ignacio en alguna madrugada. Ella no le creyó, pero lo abrazó igual.

 

Dos meses después, Ignacio camina por un supermercado. Lleva una lista escrita en papel. La letra es de ella. No la tiró.

Pasa por la sección de productos de limpieza. Se detiene frente al suavizante que siempre compraban. Lo toma, lo huele. Lo vuelve a dejar.

«¿Y si la llamas?», le había dicho un amigo días atrás, mientras jugaban cartas. Él no dijo nada.

Compra solo pan y café. Camina de vuelta a casa. La calle está vacía, pero el semáforo cambia igual. Rojo y luego: verde.

Abre la puerta del departamento. Todo sigue en su lugar, menos ella. El gato duerme en la misma silla. Lo ignora.

 

«No me gustas solo cuando estás feliz. Me gustas también cuando no sabes qué hacer contigo misma».

 

Lo dijo él. Fue una noche sin planes, viendo documentales sobre peces.

Se sienta en el sofá. Toma el control remoto, pero no enciende el televisor.

Mira la luz del pasillo. Parpadea.

 

Ella vuelve a casa. No la compartida. La de su infancia. Una habitación con afiches viejos y un armario lleno de cosas que no usa. Abre una caja en la que hay cartas, boletos de cine, una entrada a un concierto que nunca se dio.

Toma una hoja y escribe sin pensar. Palabras sueltas, sin fecha. No pone su nombre.

Guarda la carta en la caja. Cierra la tapa. Se sienta en la cama. Su madre la llama desde la cocina.

—¿Te hago un café?

—Sí, por favor —responde. Y su voz suena más joven.

 

Una estación de buses. Ella está sentada con una maleta a sus pies. Lleva auriculares, pero no escucha nada. En su regazo, el libro que no terminó. No lo abre.

Un niño pasa corriendo. Un vendedor ofrece galletas envueltas en plástico. Una mujer sentada a su lado.

La luz del techo parpadea. Como si dudara. Como si alguien todavía pudiera volver.

El bus 197 está por salir.

Ella no se levanta. Se queda ahí.

No mira el móvil. Pero lo tiene en la mano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.