viernes, 30 de mayo de 2025

- Relato 6 Tristán Díaz

El regreso de las procesionarias

El motor del autobús carraspea como una mujer encerrada en una habitación donde el moho se esconde tras azulejos levantados y paneles de aglomerado. También huele así. A respiración cortada y trastornos del sueño.


Cuando las puertas se abren lo hacen como el último rugido de una garganta vencida. La rendición antes del sueño. El autobús cojea frente a la parada de las canteras, y al bajar solo te espera un poste de metal gris. Cuando érais pequeños solían verter un saco de albero para asfaltar el terreno, pero ya todo rastro de amarillo ha desaparecido. 

La gravilla de la carretera está suelta, desprendiéndose de los bordes como la costra de una herida curada. La herida es el camino. Alguien quiso que la sangre cavada en esa tierra parase, que los pasos dejaran de hincarse en el bosque para que no gimiera más. Pero el jadeo caliente de los árboles al quedarse a solas sigue siendo amenazante y lastimero. Nunca le han pedido perdón.


Las agujas de pino se arrastran por caminos de tierra en una procesión decolorada por el polvo de las canteras abandonadas al final de la carretera. Casi consumido, el sendero supura flores blancas de ortiga hasta una casa en paños. La fachada gris de cemento y revestimiento abortado deja entrever los ladrillos como lencería de encaje.

El blanco que te cubre los zapatos cambia al acercarte, la cal mal mezclada se ha desprendido de las paredes, tiñe la maleza opresiva y brilla como la piel nueva de las cicatrices. La casa se alza en medio de la nada, un vacío en medio del bosque sobre el que flota el cemento y las tejas hundidas.


Mo está en la parte de atrás, se sienta en el borde y hunde las piernas, que se le manchan del óxido rojo que tiñe arroyos, manantiales y corrientes subterráneas que corren bajo el pinar. Las faldas de su ropa están empapadas como ensangrentadas. Se frota una rodilla, la otra sumergida hasta el gemelo en el pozo estrecho.

—No sabía que venías —Tiene tierra en la boca y bajo las uñas. Se apoya en las palmas de las manos para ponerse de pie, los músculos de sus muslos se curvan al ponerse en cuclillas. El gancho para cerrar el pozo está aún enganchado en la tapa de metal. No te acercas hasta que se cierra con un estruendo.

Huele a sudor, metal y caliza. Cuando levanta la vista sus pupilas están dilatadas como monedas.

Dejas la mochila en el suelo, levantando polvo al caer.

—Te he traído ropa para cuando venga el frío.

Mo sonríe sin que su boca se mueva, solo sus mejillas se contraen, apenas levantándose. La mueca es como una aparición, proyectándose sobre su piel sin llegar a tocar la carne.

No dices nada más, tu silencio flota sobre el vacío de la cal. Entre los pinos. Hasta la cantera que comenzó a sangrar cuando erais críos. Mo se deja atravesar por él, baja los ojos y te preguntas si su cuerpo podría soportar tu tacto o si tus manos atravesarían la ilusión que es su presencia.

Pasa a tu lado y levanta tu mochila sin invitarte a entrar, pero te espera junto a la puerta abierta, tras la que un camino de sombras abre solo una luz a la puerta principal al otro lado del pasillo. Deja el gancho oxidado contra la pared, donde hay una muesca roja que la corrupción del metal ha marcado.

—Tendrás hambre.

Tiras del dobladillo de la mochila que cuelga de sus manos para abrir la cremallera, que se abre sin crujir. Mo mira tus dedos entrar entre los pliegues de ropa hasta dar con una tapa azul de metal sellando un bote de cristal. Traga saliva antes de colgarse la mochila al hombro y aceptar la lata de lentejas en conserva. 

Asiente con la cabeza sin mirarte y su hombro descubierto roza tu brazo desnudo.

Recuerdas la pulpa azul de las zarzamoras explotando en su cara. La barbilla húmeda y los labios oscuros de fruta. Sus manos púrpuras, en sus ojos las pupilas eran ramilletes de círculos negros, entre los párpados un fruto arrancado del arbusto. En cuclillas, todo en ese momento cubierto de sangre y espinas. Tu cabeza nublada por el olor del azúcar quemado.

Pero eso fue hace mucho tiempo. Antes de que la cantera empezase a sangrar y el bosque se tragase lo que os quedaba de infancia.


—Siento haber tardado en venir—Mueves las últimas lentejas sobre el plato vacío. Las dejas planas en el centro, aplastándolas con el lado convexo de la cuchara.

—No te preocupes—responde Mo, y su voz parece sincera. Está descosiendo toda la ropa que has traído, utiliza como aguja una costilla de rata con ojal. El hueso está ya amarillento, Mo humedece con los labios el hilo que ha sacado de las costuras. —Ya que estás aquí, ¿podría pedirte un favor?

Los rizos de Mo son huecos y su pelo es fino y frágil, se desprende de la crisma con facilidad cuando deslizas la cuchilla a ras de la curvatura de su cabeza. Separas los mechones aceitosos entre los dedos y los dejas caer sobre el suelo de barro de la cocina. El pelo siempre le ha crecido muy lentamente, solía llevar la cabeza casi afeitada en verano, para que crezca más fuerte decía tu madre. Tan corto deja ver cada remolino, cicatriz y parche de piel, rodeándolos como un marco labrado.

Sacudes su nuca con el dorso de la mano, luego sus hombros. Luego apoyas las yemas del índice y el corazón en el hueco entre el final de su cráneo y el inicio de su cuello, solo un instante.

Solo un instante la hoja plana de la cuchilla se apoya en su última vértebra.

—Gracias—Se pasa la mano por la calavera, hundiendo los dedos en las sienes y en los huecos tras las orejas.

Le ves ponerse de pie, dándote la espalda. Siempre dos palmos debajo de ti por su torso eternamente encorvado que hace que proporcionalmente sus piernas parezcan demasiado largas, como un gabato.

Cuando habla no parece que te hable a ti. Sus palabras suspendidas en el aire y disipándose como vaho. Como si no tuvieran más sentido que el rumor de los insectos arrastrándose sobre las ramas secas, o la maleza que golpea las ventanas cuando se levanta viento.

—Mo—Te mira con la cara casi escondida entre los hombros. Sus pupilas vibrando, como células al borde de la mitosis. Todavía tienes su pelo en la yema de los dedos, y aun así sientes que aunque lo intentaras nunca podrías tocarle. Que su presencia es incomprensible, inabarcable. Escuchas el agua roja debajo de la casa. Recorre el bosque como un espectro.


El tronco blanco de la higuera está ennegrecido y muerto. Su madera echada a perder, seca y podrida. Ha sido asesinada, la carne astillada ya se ha reblandecido, el carbón sigue despintando. Un poso negro entre el polvo.

A su alrededor crecen esqueletos. Adoquines sin terminar de pavimentar, casas que solo hospedan hongos en los recovecos húmedos y carcoma en la madera podrida de muebles que no se han descompuesto aún. Los árboles crecen en las grietas de las paredes. Una hornilla de gas oxidada sobrevive sobre azulejos con el esmalte corroído. 

Atraviesas la calle que murió al nacer arrastrando en la tierra el gancho de la arqueta. El aliento de los árboles te tiñe la cara de blanco.

Saltas la reja que aún rodea la cantera, oxidada y rasgada. Quedan andamios sin desmontar, sacos vacíos, partes de maquinaria que ya no se utiliza.

En la piedra quedan estrías y poros, marcas de que alguien, hace tiempo, trabajó con ella. Está caliente al tacto, y tan suave que por un momento te preguntas si cederá si la empujas, si es solo una enorme pared de carne pálida. Tu propia carne, cubierta de su polvo, no parece muy distinta.

Ahora mismo, a los pies de esa asesina, tus manos parecen las de tu padre.

El mango del gancho te quema las palmas. Gruñe contra el suelo cuando lo levantas, y golpeas con él la piedra. Cierras los ojos al notar el impacto, y trozos de piedra rota te rajan la cara. El sudor te entra en los arañazos y diluye la sangre.

Escuchas agua fluir.

Abres los ojos, que se te llenan de lágrimas y arena. Hay agua roja derramada en el suelo, manando de la herida en la que el gancho sigue clavada. Sueltas el mango, que apenas se vence. Permanece clavado en la cantera.

—¿Qué estás haciendo?

Ves los ojos de Mo en el agujero, una de sus muchas pupilas en la marca que deja el gancho al caer al suelo con un estruendo. El agujero negro y estrecho que supura sin parar.

—Todo esto es culpa tuya—Tu voz húmeda, la nariz atascada—. Todo esto eres tú.

—Esto…—Ves su mano gesticular por el rabillo del ojo, pero no se atreve a acercarse más—. Es una inspección de seguridad fraudulenta.

—Esta es tu sangre—respondes entre dientes.

Mo aguanta la respiración. Te giras en su dirección y sientes cómo las agujas de los pinos se giran contigo, mirándoos como ojos de caracol. Nunca vais a estar a solas.

—No sigues creyendo eso.

No cree que puedas seguir creyéndolo. No quiere que lo creas.

—Mo—Notas tu boca como un océano, como si la marea estuviera subiendo y fuérais a desbordaros, la saliva debajo de tu lengua se pega a tu paladar cuando cierras la boca—. Todo esto eres tú.

Su rostro es de piedra también. Pintado de blanco, duro, impasible.

—¿Qué soy?

—¡Esto! ¡Todo!—Los árboles se erizan, escuchas ratas, insectos, pájaros, topillos. Hasta los ácaros. Todo se está moviendo. Todo se está despertando.

—¿Qué soy?—Vuelve a preguntar. Sus pupilas se inflaman. Te muerdes la lengua.

Se lo quieres decir. Se lo quieres decir pero no tienes el valor de hacerlo. Siempre piensas en lo que es, por eso has venido, cuando escuchas toser a tu madre, cuando limpias la cocina, cuando el olor no te deja dormir, sabes lo que es. Piensas en Mo y sabes lo que es. Pero, ¿en qué te convierte? ¿En qué te convierte admitírselo?

—Piensas que soy un parásito.

Has pensado en ello tanto tiempo que no tiene sentido echarse atrás. Has perdido tantos años en la culpa y el resentimiento que es la única forma de justificarlo. La única forma de justificar que algo te consuma es que se esté alimentando.

—Lo infectas todo—susurras, con espuma en la punta de la lengua—. Lo has infectado todo aquí.

—¿Te he infectado a ti?—se adelanta.

Su aliento huele a metal. A sangre.

Asientes. Tu garganta es un sumidero y arrastra el agua y la sal y a cualquiera que se atreve a nadar, te sujetas la lengua con los dientes para no tragártela.

—¿Cómo?

—Estás en todas partes, eres… todo esto. Todo lo que hay aquí, todo lo que pasa aquí es por ti. Y es como si nunca… te fueras del todo. Siempre estás ahí. He intentado huir de ti, esconderme, pero siempre estás ahí. Aunque tú no me veas yo te siento, siento cómo creces en los rincones de la habitación en la que esté. He intentado tener una vida fuera, una vida normal, pero no puedo no pensar en ti. Siempre vuelvo porque no puedo no volver.

La piedra sigue sangrando, y el agua llega a las suelas de tus zapatos, arrastra el polvo y solo deja un matiz rojizo.

—¿Te atormenta pensar en mí?

Asientes otra vez, con vergüenza caliente. Mo asiente también, los racimos de sus pupilas todavía con valor para mirarte a la cara.

Hay algo que no estás diciendo. Una parte que no estás admitiendo. Una parte que omites. Mo traga saliva, abre los labios y luego vuelve a juntarlos.

—No iba a venir. —Te secas los ojos con las manos para quitarte la sal que la espuma deja en tus pestañas—. Pero no puedo no venir.

La boca de Mo se curva.

—Puedes no venir. Puedes no venir nunca más. —Su respiración oxidada como el gancho empapado a tus pies—. No te necesito. No eres un huésped.

Respiras por la boca, levantas la barbilla, en tu cuello la corriente arrastra tu nuez, las paredes de tu garganta comienzan a juntarse en un efecto vacío. Mo sigue hablando.

—Necesitas ser un huésped, ¿no? Por eso piensas en mí como un parásito. Necesitas que te necesite para que todo esto tenga sentido. Todos estos años, todo lo que has sacrificado, todo lo que no has podido ser, todas las personas a las que no puedes querer. Si he contaminado todas esas partes de ti, entonces tiene sentido, ¿no? Si todas las partes de ti que me necesitan están aquí y nunca podrán ser tuyas del todo mientras yo viva, entonces no tienes que pensar en lo que eres tú. Si solo piensas en ti en cuanto a lo que yo hago de ti, entonces…

—Yo no soy nada.

—Eres tú—dice Mo, en algo que suena como una acusación—. Yo también pienso en ti. Yo también pienso en ti cuando no estás, y yo también siento que a veces me consume el… Para ti soy un monstruo. Me ves como a un monstruo, solías verme como un dios. —Aparta la mirada por primera vez—- Nunca vas a verme como a una persona.

Tú también apartas la mirada, su expresión parece demasiado íntima, demasiado privada, no es algo que debieras tener permitido mirar.

—Si te necesito—dice—, es de la misma forma que tú me necesitas a mí. No eres un huésped, no es parasitario. ¿Por qué has venido?

Te está mirando otra vez, con los ojos contaminados de hierro.

—No podía no volver.

El bosque ruge al viento de poniente.

—Dime por qué has venido.

¿Por qué has venido?

Ya se lo has dicho. No podías no volver. No podrías dormir, no podías ni respirar, no soportabas las paredes de tu propia casa, ni el aire, ni el cielo, ni el asfalto mojado de aceite de motor. No soportabas ni la carne de tus propias entrañas. Mo crecía en todas partes. ¿Por qué has venido?

—Quería verte—susurras a un sol rojo.

Te tiemblan las manos.

Tenías tanta rabia y tanto resentimiento. Habías pensado tanto en Mo que se te había olvidado quién era. Lo único suyo que tenías era el deseo, y el deseo se retuerce y se envenena, y te estaba matando. Reconoces esas frutas que son sus ojos, reconoces sus labios amoratados, la curva de su espalda. Ni siquiera se te había ocurrido que pudieras hacerle daño.

Pensabas que te mataría, pensabas que ibas a morir, porque toda su presencia es incomprensible, inabarcable. Porque tú no eres nada.

—¿Por qué no me has dicho eso?

—Lo siento.

Levantas la mano y esperas que toque tus dedos para subirla hasta su mejilla. Apoyas el pulgar en el borde de la cuenca de su ojo, e inclinas la cabeza hacia la suya. El pelo corto te acaricia la nariz.

—Mo—dices en voz baja—yo sí te necesito.

Mo roza la palma de tu mano con los labios.

—Lo sé.


Las ramas de los árboles golpean los cristales. El sudor traza surcos entre el polvo blanco hasta que vuestros cuerpos son una superficie marmórea.

—¿Me has estado esperando?—preguntas en voz baja, como si siguieras temiendo que el bosque te escuchase, aunque el bosque sea Mo, aunque le roces la oreja con los labios.

—Sí—responde en tu cuello, y su voz podría venir de su garganta o del silbido del viento. 

Apoyas la cadera contra su muslo, los dedos en las cicatrices de su cabeza. Tiene los ojos dulces. Las heridas que te hizo la piedra se han reblandecido por el sudor, la débil postilla se deshace en la sal y la sangre fina gotea sobre Mo. No la mira, solo te mira a ti.

—Creo que—le dices, casi sin voz—quería que vinieras a buscarme.

Mo entorna los ojos, su frente contra la tuya, tu pelo se adhiere al sudor en su piel.

—Pensaba que me daba miedo, pero la verdad es que lo estaba esperando. Siempre, en todas partes te buscaba—te ríes sin aire, Mo sonríe también aunque todavía no sepa por qué—, y te encontraba. Te encontraba aunque no estuvieses allí.

—Lo siento.

—No, no… no pasa nada. Si tú no vienes, voy yo.

Aprietas tu vientre contra el de Mo, tu nariz contra su mejilla. Mo cierra los ojos. Las hojas golpean la ventana. Te escuece la cara, los arañazos palpitando. Te apoyas en la pared, la palma húmeda de tus manos hace que la pared resulte resbaladiza como una piedra cubierta de verdina, así que te aferras al hueco sin marco de la ventana.

—Pensaba que te habías olvidado de mí—confiesa Mo, y aprieta los dedos contra tus muslos hasta que sientes que los ha hundido, que la superficie de vuestras pieles se vuelve maleable al contacto.

—Es imposible. Estás dentro de mí.

—¿Como un parásito?

—Como raíces en la tierra.

Pasas la mano por su pecho, notando los bulbos bajo su piel.

Sientes sus entrañas inclinándose hacia ti, respondiendo al tacto. Te parece que van a florecer, a dar a luz plantas carnosas desde su vientre, un tulipán importado duro contra tu estómago. El sonido de las ramas golpeando las ventanas es húmedo. La seca amenaza de los cristales y la hojarasca se hace algo orgánico. Carne húmeda.

Brazos que buscan cobijo apretándose, unas manos que dejan huellas al apretarse contra el cristal para intentar entrar, unos globos oculares trazando líneas de lágrimas como el sendero plateado de un caracol.

El calor se convierte en supuración, el viento en respiración, y Mo aún te mira, vuestros vasos sanguíneos conectándose como gemelos siameses consumiéndose entre sí en el vientre.

Eso no es una casa.

Eso no es una casa, y Mo no es una persona. Pero no necesitas una casa, y estás allí por Mo, sin importar qué sea. Porque le has pensado como un dios y como un monstruo, y todavía no sabes qué es, pero conoces la naturaleza de sus pupilas descompuestas y su voz gastada. Conoces la sangre que se mancha de la tuya.

Tus manos se enredan en el tejido de Mo, se hunden y aunque se te eriza el vello no te apartas. Acaricias las venas hinchadas de su cuello con cuidado de no hacerle daño en la piel deshilachada.

El líquido amniótico cae a borbotones sobre el tejado.


Llegas a la parada atravesando un camino que ya no existe. Las últimas mariposas de agosto tiñen la maleza de blanco despintado. La semana que viene el bosque volverá a ser verde.

El poste gris ya no está, un corte limpio en la base deja solo la forma del rectángulo de metal inscrito en el cemento, los bordes oxidados, levemente corroídos por el tiempo. Dentro, una araña hace su nido con el capullo seco de una procesionaria.


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