El reino de los pecados que habitan a Albert
Los pensamientos drenantes del Envidioso —o Albert— juegan un rol muy importante en su vida. Es como…, sí, como el rey del ajedrez. Y él solo un simple peón. Uno que obedece.
No es raro —para nada— en su historia.
Ese cansancio que no se va, su forma escasa de comer: todo se debe a ellos.
Es una persona hueca. Se llena con las ausencias de otros. Así se siente protagonista. Por la culpa que lo carcome.
Una culpa que no le pertenece.
Pero es un masoquista. De los buenos.
Como si le gustara sufrir. Todo el tiempo. Y después lamentarse. Hasta el cansancio.
¿Cómo una persona puede estar tan vacía… sin estar realmente así?
Pero bueno.
Según la mente del Envidioso: sí.
Lleva una vida desdichada. Llenita de vacíos.
Y aún no la ha podido culminar.
—¿Terminaste ya de estar en tu burbuja?
La voz del Verdadero —no es Albert, ¿no?— lo arrastra de regreso a la realidad. Se encuentra en un lugar sin tiempo, sin coordenadas —como siempre—. El subconsciente de un joven suicida con una obsesión —qué miedo— hacia la cultura japonesa. Esa fijación lo empuja a transformar aquel paraje mental en una réplica del castillo Gifu, una de las tantas residencias de Oda Nobunaga —su japonés favorito—, el célebre señor de la guerra.
Ese castillo, en su mente, es una especie de santuario de los traicionados.
Cada torre representa una herida.
Cada sala, un rencor.
Cada puente colgante, una relación rota.
Todo está limpio, ordenado. Pero es falso.
Como él.
—Ya sabes… lo típico. —Le resta importancia. Sacude su yukata azul mar, que ya empieza a ensuciarse con el polvillo que arrastra el viento leve. Peina su cabello azul grisáceo, pero se detiene al soltarlo y mira sus muñecas—. ¿Tienes alguna goma?
Verdadero busca —con cierto hastío— en los bolsillos de su yukata negro, encuentra una y se la entrega.
—Hemos perdido demasiado tiempo. Vamos.
—¿A dónde? —pregunta, ajustándose la manga del yukata. Un hilo suelto le roza la piel y le recuerda una de las heridas más inútiles de su infancia. De esas que no sangran… pero duelen—. ¿A dónde más?
—Con los demás, ¿a dónde más?
“Nunca confíes demasiado en alguien, recuerda que el diablo fue antes un ángel.”
Envidioso —el famoso chico suicida— recuerda una de las tantas frases de Kaneki Ken, protagonista del manga Tokyo Ghoul, obra del mangaka Sui Ishida. Su obra psicológica favorita.
Las palabras del Verdadero lo arrastran de nuevo a su mente. Siempre están ahí. Cómo tatuajes invisibles.
Virtuoso —tampoco es Albert, pero ahí está—, el gemelo menor del Verdadero, los alcanza por fin. No entiende por qué está tardando tanto si los demás los están esperando. Sí, claro. Un completo dolor de cabeza, eso es Virtuoso.
Envidioso sabe que solo viene a abrir las viejas heridas que ya están en Albert —en él, querrá decir—, esas que lo han hecho clasificar a su familia según los pecados capitales que la Iglesia ha rechazado a toda costa.
Y aquí, en este castillo mental, los va sentando en su trono.
Uno a uno.
Albert los ve.
Y ellos también lo ven a él.
La envidia sin razón
Primo, el envidioso Albertino.
El creador de todo esto: Albert.
Dentro de él, la envidia toma forma. No nació: es Albert, ¿vale? Y apenas tenía cuatro años. Solo por saber de la existencia de un hermano mayor sin haberlo conocido. Para él, era como si el tiempo se hubiera congelado justo antes de que comenzara su hermandad con Liam.
—¡Liam! —Su madre lo regañó al verlo correr por el patio de los abuelos paternos.
Envidioso empezó a agrietar la burbuja de cristal donde Albert —él también— ha estado encerrado, al ver a su hermano mayor correteando por el lugar que, según él, le pertenecía. Y le sigue perteneciendo, cabe aclarar.
¿Qué es compartir? Estupideces.
Es más, ¿por qué tendría que compartir? Por débil.
Esos pensamientos solo hicieron que la grieta creciera con los años.
—¿Por qué no juegas con tu hermano? —cuestionó Jesús, el abuelo paterno, con una postura que imponía respeto.
—¿Para qué? —respondió con molestia, sin mirarlo.
Ver a Liam correr por ese patio que él sentía suyo le hervía la sangre. Le parecía un intruso alegre. Un ladrón sonriente.
—Si ni siquiera lo conozco —murmuró.
Anhelaba aquellos días donde solo existía él para los ojos de sus cuidadores.
Donde no había que disputar el cariño. Ni el espacio. Ni los silencios.
Quizá no entiende qué es exactamente lo que sentía. Ni por qué.
Pero el Envidioso sí lo sabía. Y se frotó las manos con gusto.
Liam no había hecho nada malo. Solo existía. Y eso bastaba.
Albert lo odiaba por eso.
Y así, una culpa absurda —sin remordimiento, pero con peso— quedó suspendida entre hermanos.
Una culpa que no se nombra, que nadie quería ver, pero que todo lo manchaba.
Una culpa que se guardó como un recuerdo torcido en la memoria del menor.
Un pecado menos.
O el primero, según cómo se mirase.
La pereza de la ayuda
Seconda: la perezosa Elizabetina.
La abuela materna de Liam y Albert: Elizabeth.
Perezosa surgió en ella a los sesenta y un años, justo después de su partida. La misma que provocó en Albert —Envidioso— un silencio asfixiante, casi sepulcral, incluso rodeado del bullicio.
—¿De qué murió la abuela, madre?
Una pregunta sin respuesta, por supuesto. Llenó a un niño de apenas ocho años con los abismos de sus propios pensamientos.
Elizabeth era buena. O eso recordaba. Una mujer que parecía siempre tener algo que hacer, pero que nunca estaba realmente presente. Como una presencia fantasma: visible, pero intangible.
Nunca se sentó a hablar con él. Ni con sus hijos de los que sentía.
Nunca se detuvo a preguntarle cómo se sentía. No se detuvo a preguntarle a sus hijos cómo se sentían ante la situación: la infidelidad de su padre.
Ni cuando lloró por primera vez sin razón y Elizabeth aprendió a callarse.
Ni cuando su mundo empezó a caerse sin que nadie lo notara. Porque Perezosa ya estaba destruida por dentro.
Y aunque lo sabía, nunca intervino. Nunca se metió. Nunca ayudó, ni a ella misma. No hizo nada…
—Al menos mi abuela no se ahorcó.
Palabras hirientes. Provinieron de alguien de su misma edad. Y no las esperaba. Pero… ¿qué podía saber él? Nada de lo que se sentiría orgulloso después.
Ese comentario, sin embargo, lo desangró por dentro. Una daga sin filo, pero profunda. Porque ella se ahorcó. Dejó de luchar. Se rindió en vida.
Perezosa, ¿por? Pues…
Por no haber pedido ayuda a tiempo.
Por dejarse ir.
Por observar sin actuar.
Por amar, quizá, en silencio… pero con una flojera brutal.
Y Albert, el niño que ya se acostumbraba a los vacíos, lo entendió todo demasiado pronto.
Entendió que la ausencia también puede ser un acto de pereza. Que dejarse morir lentamente es más cobarde que hacerlo de golpe.
Cansado de la autoculpa insistente de su mente y del vacío en su corazón —ese que lo acompañaba desde hace demasiado—, decidió avanzar.
Y así, entre la confusión de la infancia y el inicio del odio mal disimulado le dió la bienvenida a la vida adulta.
Dos tachados. Cinco por delante.
La lujuria de la comodidad
Terzo, el lujurioso Francistino.
El padre de Liam y Albert: Francisco.
Lujurioso llegó sin previo aviso al padre —al rol de padre, quiero decir—. Aunque, si se miraba con atención, ya dejaba entrever pequeños matices desde el primer embarazo de su esposa. Nunca fue un hombre firme. Más bien, uno bastante inmoral. Su plan era abandonar el hogar apenas sus hijos alcanzaran la mayoría de edad. Pero como la jugada no le salió como esperaba, tuvo que desquitarse con alguien más.
—Es tu culpa.
Albert sabía que no era cierto.
Ese roce externo al círculo familiar, esa grieta que acumuló desconfianza en el cabecilla del hogar —Colérica—, no fue culpa suya. Fue de quien lo permitió. Y ahora cargaba con el resultado.
A los dieciocho años, sentía que tenía el deber de proteger a su madre de hombres como él. No quería que se repitiera lo mismo que había pasado con Elizabeth: por aguantar años de infidelidad, terminó huyendo incluso de la vida.
Tras el descubrimiento del engaño, era predecible que Francisco tendría que abandonar la casa. Esa casa donde aparentaban ser una familia feliz… aunque hacía años no había calidez entre sus miembros. La gota que colmó el vaso fue el dinero, quien terminó tentando a la representante del pecado de la ira en el hogar.
Y aunque Albert se hiciera el fuerte —porque no le quedaba de otra—, un designio de culpa se instaló en su mente y en su corazón. Francisco —tan correcto, tan pulcro— fue quien trajo la verdad a la mesa, pero la culpa cayó sobre Albert. Siempre sobre él.
¿Por qué? Porque era más fácil.
Francisco era un hombre débil, consumido por su necesidad de comodidad. Amaba sentirse deseado, admirado, servido. Pero sin ofrecer lo mismo a cambio. Su lujuria no era sexual: era emocional. Se sentía cómodo solo si lo adoraban. Si no, huía.
Albert no quiso quedarse atrapado en esa lógica. Pero, en el fondo, sabía que algo de esa herencia seguía latiendo dentro.
Tres tachados. Cuatro por delante.
La ira acumulada
Quarto, la colérica Isabellina.
La madre de Liam y Albert: Isabella.
Colérica está enojada. Mucho.
Mantener un hogar donde solo eres el banco desgasta, y con el tiempo, calcina.
—Mientras no me golpee o me sea infiel… —decía, como quien se consuela con sobras, resignada a obtener un poco más de las migajas emocionales que arrastraba desde su infancia.
Cansada de Francisco —Lujurioso, recuerden—, un hombre que nunca la eligió realmente, un compañero que esperaba ser servido sin devolver afecto, decidió al fin darle un alto. Un alto para apaciguar la furia acumulada. Casi dos décadas. Veinticuatro años, vaya tela.
Albert la escuchó gritar una vez. Solo una.
Fue suficiente.
—No eres un padre, Francisco. Eres un huésped caro.
La frase se le quedó grabada. Porque ese día la voz de su madre no era triste. Era ardiente, filosa, inapelable.
Como si por fin hubiese recordado quién era antes de ser madre.
Pero la culpa incitada —esa que Francisco supo sembrar con maestría pasiva— la empujaba cada vez más cerca del borde. No se sentía apreciada. No por sus hijos, no por su pareja, y ni siquiera por ella misma.
Colérica no grita. Colérica piensa.
Y en su mente, Isabella ensaya conversaciones donde por fin alguien le da las gracias. Donde no se siente invisible. Donde no le duele la espalda de tanto cargar con todos.
—¿Sabes lo que más duele? —le dijo un día a Albert—. Que ni siquiera me odien. Solo… me ignoran.
Esa fue la primera vez que él vio a Colérica llorar.
No por rabia.
Por cansancio.
Albert no dijo nada. Porque era demasiado joven para entender. Y demasiado viejo, ya, para no cargarlo también.
La ira de Isabella no explotó.
Se volvió piedra.
Se volvió silencio.
Cuatro tachados. Tres por delante.
La codicia del estatus
Quinto, el codicioso Manuelino.
Primo de Liam y Albert; sobrino de Francisco: Manuel.
El dinero lo puede arreglar todo, sí.
Y mientras más se posea, más vistoso se vuelve ante los ojos de una sociedad sedienta de apariencias. Por supuesto, eso no significa que tenga que ser dinero propio.
Para Manuel —el quinto pecado, Codicioso— el dinero no era un recurso: era religión. Fe con billetes. Esperanza en cuotas. Caridad pagada.
El hijo de nadie pero el reflejo de muchos. Criado entre alfombras que no eran suyas y tragos que no pagaba, entendió pronto que la opulencia era una entrada a cualquier lugar. Incluso a los corazones.
—¿Crees que a alguien le importa de dónde viene el dinero cuando estás vestido como un rey? —le dijo una vez a Albert, mientras mostraba su nuevo reloj. De imitación, por supuesto, pero nadie debía saberlo.
Codicioso no cargaba con culpa.
No la necesitaba.
La culpa, para él, era cosa de pobres.
Pagaba las cenas familiares para recordarles que podía. Regalaba cosas caras —compradas con tarjetas ajenas— solo para ver sus nombres mencionados con admiración.
—¿Cómo lo haces? —le preguntaban.
Y él respondía con una sonrisa ladeada. Nunca decía la verdad. Porque, al final, el dinero es misterio, magia, humo…
Pero un humo que huele a poder.
Albert lo miraba con cierto desprecio, contenido —por supuesto—. No lo odiaba. Tampoco lo admiraba. Lo entendía.
Porque Manuel vivía bajo un principio sencillo:
—Si no puedes tener respeto, compra atención.
Una vez, le preguntaron en una cena si tenía miedo de quedarse sin nada.
—¿Sin qué? ¿Sin dinero? —rió Manuel—. El dinero siempre aparece. Hay que saber de quién tomarlo, no cómo ganarlo.
Y todos se rieron. Incluso los que sabían que hablaba en serio.
Codicioso dormía tranquilo.
Porque a diferencia de los otros pecados, Manuel jamás se sintió culpable.
No por robar, no por mentir, no por fingir.
Porque, al final, Codicioso no quiere amor.
Quiere aplausos.
Y si son falsos, también sirven.
Cinco tachados. Faltan dos.
La gula de lo perdido
Sesto, el glotón Liamino.
Hermano mayor de Albert: Liam.
La manera voraz en que Glotón —Liam, por si acaso— bebía de aquella sustancia que alguna vez fue considerada sagrada, era inquietante.
—¡Uno más! —decía con una sonrisa que ya no era suya.
Cada sorbo era un hueco más profundo.
Cada trago lo alejaba un poco más del niño que fue, del hermano que quizás quiso ser, del hijo que tal vez nunca supo cómo ser.
Las calles oscuras lo envolvían mientras lo acompañaba un vaso por undécima vez.
No era la primera, tampoco la última.
Albert lo encontró una noche apoyado contra la pared de un bar cerrado, riéndose solo.
—¿Liam?
—¡Hermanito! —respondió con los brazos abiertos y olor a desesperación fermentada.
Albert no dijo nada más.
Solo lo acompañó hasta casa.
En silencio.
La culpa sin conocimiento era demasiado penosa para decirla. Porque Liam no se sentía culpable.
Sentía hambre.
Sed.
Un vacío que no sabía nombrar.
Y lo llenaba como podía.
—No es tan grave —murmuró una vez frente al espejo—. Todos beben.
Pero no todos beben así.
No con esa ansiedad.
No con esa necesidad de desaparecer lentamente, trago a trago, en una niebla de risas forzadas y pasos tambaleantes.
Glotón no se devoraba la comida.
Se devoraba el tiempo.
Los momentos.
Las oportunidades.
Y a sí mismo.
Albert intentó ayudarlo varias veces.
—Podemos hablar, si quieres.
—¿Hablar? ¿De qué? ¿Del sermón del día?
—De ti. De lo que te duele.
—No me duele nada —respondió Liam, tragando saliva como si fuera whisky.
Pero sí le dolía.
Solo que no sabía dónde.
Ni cómo decirlo.
Ni si valía la pena.
El pecado de la gula no siempre es un exceso de comida.
A veces es un exceso de vacío.
Un hambre emocional que corroe desde dentro.
Y así, Glotón seguía brindando por nada.
Por nadie.
Por no sentir.
Seis tachados.
Uno más, y el círculo estará completo.
La soberbia es el alma
Settimo, el soberbio Jesusino.
El abuelo paterno de Liam y Albert: Jesús.
El orgullo que Jesús sentía por su linaje y la salud que mantenía a la familia fuerte era la base de su ego elevado, casi impenetrable. Era un hombre que medía el valor de las personas por el apellido que llevaban, por la pureza de la sangre que corría en sus venas, y por las apariencias que podía mostrar a los demás.
—Mis nietos ya están en la universidad —se jactaba ante cualquiera que quisiera escuchar sus historias, como si eso le diera un lugar de privilegio en la sociedad.
Pero esa soberbia no era solo palabras huecas. Soberbio no dudaba en usar su lengua afilada para minimizar a quien no cumpliera con sus estándares, incluso a su propio nieto.
—¿Literatura? ¿De verdad vas a estudiar eso? —preguntó con desdén a Albert una tarde, cruzando los brazos y mirando fijamente, esperando una respuesta que confirmara su juicio.
Albert guardó silencio, sintiendo ese peso en el pecho. No era solo el rechazo a su elección, sino todo lo que representaba esa soberbia para él: un muro invisible que lo separaba de alguien que debería ser su apoyo.
Jesús no sólo despreciaba las decisiones que no encajaban en su visión perfecta, sino que también odiaba con fervor a cualquiera que fuera una mancha para su orgullo familiar. Preferiría verlos muertos antes que reconocerlos como parte de su sangre si eso significaba que mancillaban su “perfecto” linaje.
La culpa que ese orgullo sembraba en Albert no se manifestaba como arrepentimiento en Jesús; más bien, se alimentaba de ella para justificar su rigidez y seguir elevando su ego.
—La familia es todo, pero solo si es como yo la imagino —decía con voz firme, sin espacio para discusión.
Una soberbia que lastimó, que separó, y que siguió siendo el alma oscura que corroyó la relación con su propia sangre.
Fin de los pecados
—Por fin, de verdad —dice Envidioso con un suspiro cargado de cansancio y alivio—. Y así es como concluyen mis vacíos más significativos —añade mirando a Virtuoso, quien lo observa con una mezcla de tristeza y comprensión.
Envidioso no necesita explicar más. Ha intentado todo. Cada camino, cada escape mental, cada estrategia para calmar aquel ruido interno que no cesa. Antes de terminar amarrado a una silla, con aquella inyección letal acercándose, ha sentido que está al borde del abismo. Quizás, piensa con amargura, que la lobotomía debería ser legal para casos como el suyo, aunque las consecuencias fuesen devastadoras.
—¿Crees que valió la pena? —pregunta Virtuoso en voz baja, cruzando los brazos.
Envidioso baja la mirada y luego la levanta, con una chispa de desafío.
—¿Que si valió la pena vivir con este peso? No lo sé. Pero al menos ya no tengo que seguir huyendo de mí mismo.
—¿Y ahora qué? —insiste Virtuoso.
—Ahora... supongo que solo queda aceptar. Aceptar todo lo que soy y lo que he sido. Aceptar que la mente puede ser un campo de batalla donde no siempre ganamos, pero sí aprendemos a sobrevivir —responde Envidioso, su voz más calmada que nunca.
El silencio los envuelve. En ese instante, entre la oscuridad y la calma, se cierra un ciclo, y quizás, comienza uno nuevo. Porque, aunque los pecados han marcado su historia, no definen el final.
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