La resistencia
No
fue hasta el momento en el que Edu entró a estudiar Comunicación Audiovisual y
decidió formar un grupo de música con algunos colegas de la facultad, cuando
los efectos de la picadura del Mosquito Intelectualoide Oscuro llegaron a su
máximo exponente. Hasta entonces, se había dejado entrever en según qué gestos
hostiles y de superioridad, pero llegados a ese punto, el cuello de Edu se
había estirado lo suficiente como para confirmar que miraba a todo su alrededor
por encima del hombro.
—
Pero tía, mamá, ¿qué coño haces?
—La madre de Edu abrió la puerta de su habitación. Esta lucía como una
especie de ataúd en el que descansa un vampiro de poca monta afectado por el
olor de unos ajos en descomposición, olor sospechosamente similar al de un
adolescente tardío que lleva una semana sin lavarse el sobaco. Edu estaba
tirado en el suelo, con unos cascos en las orejas y una guitarra en las manos,
intentando grabar una de las canciones del EP after punk, versión Hacendado, en
el que estaban trabajando él y su grupo.
—Niño,
ventila esto, ¡hazme el favor! ¡No veas la peste que hay aquí! —A Edu le trajo
al mundo Carmen, una mujer a la que, aparentemente, no se la podía considerar
como muy after punk, pero que, en la cola de la carnicería, sacaba toda su
rebeldía y reivindicación cuando alguna caradura se le intentaba colar para
pedir, antes que ella, esa poca carne picada que quedaba en la vitrina.
—Mamá
joder, ¡no entiendes nada! La luz contamina toda la grabación ¡Todo mi trabajo
a la mierda! —Carmen subió la persiana de la habitación y abrió la ventana para
que entrara su denominada “gracia de Dios”.
—Escúchame,
Luz contaminada; ¿Quieres pucherito hoy para comer o no?
Esa
noche, Edu se miró en el espejo del baño y le gustó lo que vio. Su pelo cada
vez estaba más sucio y largo, lo que facilitaba su tarea de cardarlo y cardarlo
hasta que el resultado fuese una masa informe en formato vertical. En su
apretada agenda de cantante y compositor de grupo underground, la
higiene personal era un plano vital muy poco estimulante, con lo que la
limitaba a un par de lavados gatunos semanales, uno al inicio de semana y otro
antes del finde, para que las pibitas de los antros que frecuentaba pudieran
disfrutar, en primicia, de las nuevas fragancias de Eau de Gañan.
Además
de su habitual manchurrón negro, esparcido por el párpado con los mismos dedos
con los que se rascaba el culo y disfrutaba de su posterior olor, ese día, Edu
se aplicó su nueva base blanquecina en el tono 666 Tormented soul, de la
que había estado leyendo desde hacía un tiempo. Gracias a esa base de
maquillaje, Edu consiguió la tonalidad vampírica que llevaba meses buscando,
sintiéndose un ser todavía más interesante y especial, si cabía.
—
Somos la resistencia, tía, la puta residencia, y eso les jode. —Segundos
después, Edu cerró los ojos y sacó su lengua temblona y amarillenta,
propinándole un beso de tornillo a la chica con la que llevaba hablando en la
barra tres cuartos de hora. Todo ese tiempo, ella lo había estado escuchando
atenta, feliz de ser el objeto de deseo del chico más misterioso de todo el
local.
En
líneas generales, a Edu le asqueaba el mundo en el que vivía, a excepción de
esos locales de luces rojizas en los que, acompañado de su grupo, podía tocar
la guitarra y alguna que otra tetilla. Las pocas veces que se dignaba a salir
en horario diurno, sin contar los días que hacía acto de presencia en la
Universidad, se dedicaba a mirar con cara de asco a la gente que paseaba por la
calle, pensando en cómo podían vivir tan alineados con el Sistema, totalmente
presos a un Capitalismo infame que los asfixiaba. Por ese motivo, él había
decidido no participar en esas dinámicas y resistir como ser independiente fiel
a su propio pensamiento crítico e ideología. Las letras de su grupo serían la
resistencia a ese mundo infecto que intentaba contaminarles. La revolución
estaba en ellos.
Después
de, para muchos, berrear en el escenario durante una hora seguida, Edu y sus
colegas ligaron toda la noche. Todas las chicas del lugar se les acercaban,
entre chillidos histéricos, a pedirles autógrafos en las zonas de su cuerpo que
ellos prefiriesen firmar. Edu se sentía en la cresta de la ola, orgulloso de
haber optado por la vía de la ruptura de lo establecido. Las luces brillaban a
su paso y todo el ruido del local se condensaba en alabanzas hacia el grupo,
hasta que, de pronto, un ruido ensordecedor irrumpió en el local.
—Pero
¿tú qué pasa, que hoy tampoco te vas a poner a estudiar? ¿La carrera que te
pago se va a sacar sola o cómo va la cosa? —dijo Carmen, mientras subía la
persiana. Una lástima que, la noche anterior, Edu se hubiese quedado dormido, maqueado
como estaba, encima de la cama, con el móvil entre sus manos. Todos esos
discursos tan bien armados y deconstruídos con los que había hecho babear a
todas sus fans, solo habían quedado en su imaginación. El principal problema
fue que, la noche anterior, había cenado el famoso estofado de su madre, su
perdición, y él sabía que, ya desde pequeño, un médico le prescribió cenar
ligerito si no quería tener consecuencias fatales. «Este niño no tiene el
estómago preparado para mucha cosa, eh. Se va a tener que cuidar mucho. Para
estrella de rock, como que no va». Edu echó de mala gana a su madre de su
habitación. En su móvil tenía 40 llamadas perdidas de sus colegas.
—Tío,
para el próximo bolo tenemos que pillar—dijo Elías, el amigo de Edu. Elías
tocaba la batería en el grupo. Le gustaba recogerse el pelo en una coleta,
pintarse las uñas de negro y asistir a clubes de lectura del Movimiento
Anarquista. Sus padres trabajaban como abogados del Estado. Elías había
asistido a clases de hípica todos los findes de semana hasta los dieciséis
años, cuando se mudó a Estados Unidos a terminar Bachillerato. Ahora vivía solo
en un piso cercano a la Universidad donde podía pasarse el día tocando y viendo
películas de culto, costeado por sus odiosos padres.
—Sí,
sí, tío, pillamos. —Edu se calló unos segundos, pero su pasado de niño de
polito y jersey atado al cuello parecía hacer mella—. Pero ¿qué pillamos?
—No
sé, tío. Le voy a preguntar a unos amigos a ver qué nos recomiendan. Pero es
importante, ¿sabes? El colocón en este mundo anestesiado es otra forma de revolución.
—¡Totalmente!
¿Tienes pasta para pillar? —preguntó Edu.
—Claro,
tío. Los pesados de mis padres me dieron trescientos pavos el otro día. Estos
se creen que con dinero me van a quitar lo de revolucionario. Van jodidos. Oye
tío, si quieres esta vez las pillas tú y la próxima yo—dijo Elías.
—Ahora
es que me pillas un poco, tío. Estoy pensando en buscarme un curro o algo.
—Pero,
¿qué dices? ¿Vas a dejar que te la meta por el culo el Capitalismo? No te
preocupes, la pasta la pongo yo, pero tú pasa del curro.
Antes
del bolo, Edu se aplicó con ahínco su base 666 Tormented Soul. Cuando
consiguió el tono blanquecino que quería, propio de aquel que está sufriendo
una hemorragia interna, procedió a buscar su lápiz negro, pero no lo encontraba
por ninguna parte.
—¿Quién
coño ha cogido mi lápiz negro? —Edu salió al salón. Allí, su madre, padre y
abuela veían una película de Manolo Escobar a todo volumen.
—¿Qué
dice el niño? —preguntó la abuela de Edu. Estaba sorda como una tapia.
—Que,
si hemos cogido su lápiz negro, mamá—le explicó Carmen. La tele permanecía al
mismo volumen.
Gritando,
la abuela responde:
—¿Qué
dices? —Es incapaz de escuchar con claridad entre tanto estímulo.
—¡Que
si hemos cogido su lápiz negro!
—¡Ahhh!
—La abuela de Edu dio una palmada con las manos y se levantó del sillón
sorprendentemente rápido. Después, salió disparada a su cuarto a pasos rápidos
y cortos, los cuales hacían resaltar su figura cifótica—¡Chiquillo, que tenía
yo que bajar a comprar el otro día y no encontraba mi lápiz! ¡Y tú sabes que no
voy a bajar como una vieja pelona a que las otras viejas pelonas se rían de mí
por fea!
Edu
y sus amigos pillaron esa noche antes del bolo. Mientras tocaban, ellos se
visualizaban como auténticos seres decadentes y amantes de lo obsceno, pero,
ante ojos sobrios, lucían más como enfermos de gastroenteritis, a punto de
tener que salir corriendo al baño más cercano. Al terminar el concierto, Edu
decidió enterrar definitivamente su pasado de niño frágil engominado y esnifarse
otro par de rayitas de coca.
La
noche avanzaba y con esta, las palpitaciones y los sudores en la frente de Edu,
que revolucionó tanto que acabó desmayado en el suelo de ese antro insalubre, con
las piernas para arriba, poniéndose al nivel de las cucarachas que lo
habitaban. Elías, tan heroico como de costumbre, consiguió encontrar ese
“Aapapá” que tanta falta hacía en ese momento.
—¿Pero
a ti esto te parece normal? Me cago en la puta ¡Yo es que m-e c-a-g-o e-n l-a
p-u-t-a! — El padre de Edu conducía de camino al hospital, mientras maldecía su
existencia. Edu, ya consciente, luchaba por no vomitarse encima. La matraca de
su padre le revolvía las tripas. No entendía cómo podía ser tan pesado. «Somos
la resistencia, tío, la puta residencia, y eso les jode», pensaba.
Cuando
llegaron al Hospital a las cinco de la madrugada, a Edu le atendió un equipo de
médicos y enfermeras que llevaban veinte y dos horas trabajando. Después de dar
positivo en consumo de tóxicos, la doctora concienció a Edu sobre el peligro de
las drogas, pero este aún batallaba entre la vida y defecarse encima, con lo
que no podía prestar mucha atención. Cuando procedían a estabilizarle y ponerle
medicación, Edu comenzó a escupirles y a golpearles, en un intento de escapar. «Somos
la resistencia, tío, la puta residencia, y eso les jode».
Edu
se quedó esa noche en observación. En el camino de vuelta a casa, su padre le
advirtió que todo lo sucedido tendría unas consecuencias. Además, a partir de
ese momento, apuntaría en una libreta todos los días que su hijo faltara a
clase, de manera que, a la tercera falta consecutiva, le pondría de patitas en
la calle. “Y si tienes algún problema, meneas los cojones y te buscas un trabajo”,
le dijo a la par que entraban por la puerta de su casa. Edu no podía escuchar
ni un minuto más a la ametralladora de su padre, y para su eterna desgracia,
ese día había otra vez puchero para comer.
—¡Y
el pavo me ha dicho que me quiere echar de mi casa si no voy a clase! —dijo
Edu. Esa tarde, fue a visitar a Elías a su piso, todo sucio, desordenado y
envuelto bajo una fragancia de adulto rico disfuncional con complejo de
puberto— ¡Puto castrador de mierda! En el fondo me dan pena, tío, no se dan
cuenta que son unos simples sumisos.
—Tío,
sal de ahí ya. Para que te echen ellos, te vas tú ¿Para qué quieren que vayamos
a clase? ¿Para ser unos putos alineados a los que tienen la mente sorbida? Nosotros
somos libres, tío. —Cada vez que Elías hablaba, daba la sensación de que estaba
dando un discurso.
—¿Me
voy, entonces? —preguntó Edu.
—Claro.
—Pero
no tengo pasta.
—No
me esperaba oírte hablar como uno de ellos. —El tono de Elías era de decepción.
—Ya,
tío, pero no tengo nada ¿Me podría quedar en tu piso? —preguntó Edu.
—No
sé, tío, esta semana sí, pero después tendrías que buscarte otra cosa. Tú sabes
que este es mi espacio creativo. Lo digo por el bien del grupo, eh. Si fuera
por mí…—Elías fue a la nevera y cogió una cerveza—¿Y por qué no le coges pasta
a tus padres?
—¿Robar
a mis viejos? —preguntó Edu.
—¿No
querían que te largaras? Pues ahí lo tienen. Atentar contra el modelo
vinculativo de la familia hegemónica es otra forma de revolución, así que ya
sabes. Tío, tú ten siempre en mente que somos la resistencia.
Desde
hacía años, los padres de Edu guardaban una parte de su sueldo en un sobre
escondido en un libro de recetas, custodiado en el primer cajón del mueble de
la cocina. Nadie nunca dijo nada al respecto, pero toda la casa sabía que eso
era así. Esa noche, el plan de Edu era robar el dinero y, después, meter toda
su ropa en una mochila y largarse, con su guitarra y ordenador, antes de que
sus padres lo pillaran.
Edu
llegó a la cocina. Abrió el primer cajón y vio allí el libro de recetas y el
sobre de dinero de su interior. Lo sostuvo entre sus manos, dudoso. En este
instante, miró hacia la mesa de la cocina y vio que en ella había un táper del
famoso estofado de su madre, su perdición. Primero cenaría y, después,
terminaría de consumar el hurto, se dijo. Edu se apartó un gran plato de
estofado, el cual se comió con ímpetu. Tras el primer plato, se apartó un
segundo. Después de semejante cena, su rostro no lucía tan blanquecino como a
él le gustaba; su botón del pantalón no estaba tan holgado como de costumbre; y
sus ojos no estaban tan despiertos como se necesitaba. Así, con el estómago tan lleno, hasta al mejor
vampiro le costaría resistir.
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