Días de bruma de calor
Cuando Touji consulta por un instante la hora en la pantalla de su teléfono móvil, comprueba que hace ya unos treinta minutos que ha quedado atrás el mediodía solar. Él mismo ya sospechaba que la mañana había terminado hacía un rato: pues la característica sensación térmica del verano japonés —tan singularmente árida y asfixiante— se había ido acentuando progresivamente en ese tiempo. Es ahora, con su camisa ya ligeramente sudada, que el joven alerta súbitamente su conciencia, buscando hallar en la hora que ve en la pantalla de su móvil las razones que diesen cuenta de aquella tangiblemente grávida torridez.
Las 12:28 del 15 de
agosto. Touji apaga la pantalla y suspira. Cada vez que hace calor siente una
inexplicable sensación de fatiga. Se trata de una especie de malestar en la que
el muchacho se ve pasivamente consumido, incluso por sus esfuerzos más ligeros.
Con todo, pese a tratarse de un día particularmente cálido, esa misma sensación
penetrante e invasiva no se encuentra presente en el grado en que había llegado
a estar otras jornadas más templadas. Hay, sin embargo, algo en el espeso
crisol de esa seca bruma de calor envolviéndole que lo alerta. Una sensación
casi premonitoria, como de aciago malestar: un ligero desconcierto que no llega,
en cualquier caso, a semejarse a aquella incomodidad fisiológica que había
sentido en otras ocasiones.
—Bueno… Ya sabes que es
por días como estos que odio el verano —se escucha una voz dulce a su lado
derecho. Él orienta su cuello hacia ella para descubrir, de nuevo, el rostro
ligeramente sonriente de Kaede. Le parece una sonrisa sincera, a pesar de poder
barruntar, sin embargo, cierto nerviosismo en la composición ligeramente rígida
de sus facciones. En ese momento, a Touji le parece que hay cierta belleza en
la honesta sencillez de aquel gesto amable.
Antes de darse cuenta,
Touji le devuelve simpáticamente el gesto. Apartando ahora la mirada, pero manteniendo
su sonrisa anterior, se pregunta cómo puede escuchar tan vívida y
estridentemente el canto de las cigarras en aquel pequeño descampado desierto.
No hay en él ni un solo árbol para ellas —ni siquiera un tramo de césped más
alto que el ras del suelo, en que intentar sutilmente ocultarse— y, sin
embargo, se siente para Touji como una pertinaz e inmisericorde tentativa de
perforar a bocajarro la envoltura con que protege los órganos internos de su oído.
—Lo extraño sería no
odiar el verano en días como este —apostilla el muchacho, prolongando su mirada
azabache nuevamente hacia el rostro de la joven. Sus pupilas se cruzan, y Touji
siente una indescriptible complicidad. Puede percibir una reconfortante
simetría en sus sonrisas arqueadas, la espontánea distensión de sus diafragmas
y en el afable entrecierre de la comisura de sus ojos encontrados. Ella baja la
mirada hacia el gato negro al que acaricia monótonamente sobre sus rodillas, y
este le devuelve por un instante la mirada.
Se suceden unos
segundos de absoluto silencio, interrumpidos intermitentemente por el ruidoso
cantar de las cigarras y algún vehículo transitando despistadamente la calle
contigua. Un silencio suele ser incómodo e indeseable. Suele aparecer cuando no
se halla la oración adecuada en una situación que requiera alguna palabra medida.
Touji piensa, sin embargo, que este silencio es totalmente diferente a
aquellos: no se trata de un silencio privativo, construido desde la incapacidad
de decir. En la opinión de Touji, aquel era un silencio de la plenitud. Un
silencio en que no faltan palabras. Uno en el que la mente ajena se hace tan
diáfana que se siente innecesaria cualquier oración. Es un silencio —o, al
menos, así lo piensa el muchacho— que solo podría darse en la complicidad entre
dos profundos y radicales confidentes.
Touji repara en ello,
nuevamente sin necesidad de las palabras, mientras mueve pendularmente sus
piernas suspendidas en el aire. Examina nuevamente las tres tuberías huecas, verticalmente
apiladas, y superpuestas entre sí con forma de pirámide, sobre las que los dos
se encuentran sentados en ese momento. Siempre le han fascinado. Nunca ha
llegado a saber acerca de su origen o propósito; ni siquiera sobre el material
del que están hechas. Siempre ha conocido aquel descampado con esas tuberías
grisáceas, tal vez de cemento u hormigón, o quizá de alguna variedad de piedra
pulida acerca de la cual no hubiese oído hablar con anterioridad. En algún
momento, decidió que aquellas tuberías habrían de ser su trono, y esa era la
única forma en que él las había visto desde entonces.
Mientras Touji continúa
examinando tímidamente aquellas extrañas tuberías, y en presencia aún de
aquella plácida atmósfera —que podría decirse que había hecho al joven olvidar
casi totalmente la abrasadora llamarada estival en que se encontraba inmerso—,
el gato negro salta de forma súbita del lecho conformado en las rodillas de
Kaede, en el cual se hallaba mansamente acomodado. Unos segundos atrás se
encontraba totalmente domado, con la distendida somnolencia propia del felino
que no detecta ninguna amenaza próxima en su reposo. Sin embargo, antes de que
cualquiera de los dos hubiese podido reparar en algún estímulo que incitase su
alerta, el gato se había escurrido entre las medias oscuras de la muchacha
hacia el suelo del descampado, y huía raudo hacia la única salida, en el vacío espacio
contenido entre los muros de diorita de las viviendas anexas.
—¡Kuro! —Kaede se puso
abruptamente en pie, y comenzó a perseguir al fugitivo felino en su huida.
—¡Si corres tanto, lo
vas a asustar más! —Touji intenta mantener la calma, pese a que, antes de darse
cuenta, ya se ha puesto torpemente en pie. El gato y la chica le aventajan ya
en medio solar de distancia. Él tiene la intención de correr inmediatamente
tras ellos, pero el imprevisto esfuerzo en la flexión le ha devuelto el más
arduo de los síntomas de la fatiga térmica, ante la cual se siente ahora
repentinamente desfallecido. Por un momento, contempla a los dos corredores alejarse,
vibrantemente refractados por el calor y por su mareo. Le parecen ajenos y
distantes, como si se tratasen de un espejismo causado por la exposición ante
aquella infernal atmósfera de calor incesante.
Kaede parece demasiado
absorta en la persecución de su objetivo como para llegar a prestar atención a
sus palabras. En el momento en el que se recupera de su aturdimiento, Touji
avanza raudo hacia la joven y el gato; tan rápido como le permiten sus aún trémulas
extremidades. Sus enormes zancadas permiten al joven recortar rápidamente la
distancia que los separa, pero la ventaja que ellos le habían sacado en los
segundos anteriores fue suficiente para permanecer distante todavía en el
culmen de su esfuerzo por alcanzarlos. Cuando Touji logra finalmente abandonar
aquel solar descampado, puede percibir como los dos incansables velocistas
conservan todavía media calle de separación respecto a su emplazamiento.
Touji sigue estando aun
algo mareado. Su camisa blanca está anegada en sudor de un modo cada vez más
perceptible, y su media melena castaña tiene, debido a la constante
transpiración que la empapa, cada vez un menor volumen. Para cuando llega a
contemplar al gato y a la muchacha a una distancia realmente corta, se
sorprende a sí mismo con un intenso jadeo, y con un incipiente y agudo tremor
en los gemelos. Sin embargo, y pese a ello, el muchacho persevera en su
esfuerzo. Debe estar tan solo a algo más de dos metros respecto de la chica y
el animal. Por ello, continúa corriendo en línea recta, hacia los dos corredores
que acaban ahora de doblar la esquina de la calle.
Sin haber llegado
siquiera a doblar la esquina, el joven escucha un sonido seco: el frenazo de
unos neumáticos sobre el pavimento abrasado. A este sonido estridente le sigue inmediatamente
el de un corto y duro golpe metálico. Touji se detiene y, tras eso, un hondo silencio
perfora su reposo. No se trata de un silencio hospitalario, como el que sentía
en aquel recíproco mutismo en el solar. Sería más preciso, incluso, equipararlo
a la sordera. En aquella zona, las cigarras estaban cantando con mayor vigor en
su timbre, y con una más sofisticada polifonía en su orquesta. Pese a ello,
Touji es incapaz de escuchar ni un solo sonido. Después de haberse parado, sus
piernas comienzan a temblar de un modo en que nunca antes lo habían hecho. Su
visión se vuelve borrosa, y comienza a refractarse de nuevo. Los contornos del
paisaje urbano se difuminan, y su conciencia se siente cada vez más pesada.
Unos instantes después,
el gato negro dobla de nuevo la esquina. Parece asustado, y busca refugio
alrededor de los tobillos de Touji. Cuando el chico lo observa, comienza a hiperventilar
violentamente por la boca, de una forma aparatosamente intermitida. Su camisa
está totalmente anegada en su propio sudor, y cada vez siente una mayor presión
en la zona de su nuca. En mitad de este episodio, el joven puede intuir de
manera confusa la silueta de una sombra de color carmesí en el frente del cruce.
Puede notar su incólume e impertérrita presencia, y parece sentir como esta le está
observando telescópicamente.
—Adelante —le parece
oír decir, con un tono burlesco, a aquella escarlata figura.
El muchacho la mira por
un instante. Está tan mareado que todo cuanto observa le da vueltas en la
cabeza. Con todo, y sin llegar a tener claras las razones, decide aceptar aquel
consejo. En aquel momento, una parte de él parece creer que no existe
alternativa a hacerle caso. Adelanta por primera vez su pierna izquierda, justo
antes de reparar en el surco líquido de color granate que mana de la esquina a
la que se dirige su movimiento. El férrico olor que invade la escena ha
devorado totalmente el olor del sudor de su cuerpo. Cada paso que Touji afronta
le demanda una cantidad mayor de energía. Después de un hercúleo esfuerzo por
llegar a aquella esquina maldita, consigue finalmente doblarla, tras haber
apoyado su cuerpo en el muro que la conforma.
—Recuerda: esto no es
un sueño. —La sombra parece reír después de haber dicho aquello. Touji se
intenta tapar la boca con la mano, antes de liberar igualmente un torrente de
vómito que no llega a ser capaz de contener. El surco líquido color burdeos
llega ahora hasta sus pies, formando un espeso charco a su alrededor. El gato
retrocede por instinto, asustado. La sombra riente se ha colocado a la derecha
del joven, y este gira su cuello con horror hacia ella. La sombra no se inmuta.
Touji comienza a temblar cada vez con más agitación, ante la siniestra sonrisa
de aquella nebulosa silueta. Cada vez la ve más difusa, hasta que, finalmente, la
deja de ver por completo. Entonces, su propio cuerpo extenuado, sumergido ya en
su propio sudor, se precipita sin conciencia de frente ante el asfalto, para apostarse
así en el creciente océano grana en cuyo lecho se hunde.
***
Acuciado por un impelente malestar,
Touji se revuelve inquieto entre las sábanas de su cama. En el preciso instante
en que abre los ojos y recobra la conciencia, se flexiona de manera violenta.
Un vasto océano de sudor macera el colchón sobre el que se encuentra yaciendo
en reposo. El perforante sonido de las manecillas del reloj se clava en su
mente con cada nueva percusión de su sucesión ininterrumpida. Después de
expectorar varios suspiros intermitentes, el chico se abalanza sobre su
teléfono móvil. Las 12:04 del del 14 de agosto.
Lo primero que recuerda
es haberse comprometido a quedar al día siguiente con Akizuki Kaede: una
compañera del club de tiro con arco de su instituto que es un año mayor que él.
Por un momento, Touji piensa en cómo lleva esperando aquella fecha con impaciencia
desde el momento en que la había apalabrado, hacía ahora algo más de una
semana. Sin embargo, turbado por esa extraña razón que no es capaz de
comprender del todo, al joven le resulta inevitable evitar pensar en aquel
desconcertante sueño que había tenido la noche anterior, y que está ahora comenzando
a carcomer su mente con lentitud. Poniéndose en pie y dirigiéndose al cuarto de
baño, el joven trata de evitar pensar en ello. Tal vez solo esté algo más
nervioso de lo que creía, y ese sea el motivo por el que no deja de pensar
monomaníacamente en una imagen tan disparatada. Al fin y al cabo, aquellos
sucesos nunca habían llegado a ocurrir en realidad, como parte de un futuro que
aún no había podido acontecer.
Enjuagándose la boca
frente al espejo, repara unos instantes en su figura. Todavía a duras penas se
puede distinguir a sí mismo, dado que todavía no ha colocado las lentillas
sobre la superficie de sus ojos. Con todo, únicamente su reflejo difuso, junto con
aquella antífona infernal que entonan con rítmica monotonía las molestas cigarras,
bastan para producirle un misterioso escalofrío que se atraviesa centelleante a
través de su médula.
Cuando pasan de las 12:20 del 15 de agosto, Fubuki Touji se siente sobrepasado. Hoy es uno de esos días de verano que le estremecen de forma visceral. Se encuentra algo nervioso, y más callado de lo habitual. Su camisa blanca —que ya había decidido llevar de antemano, y que por orgullo decidió mantener— estaba ligeramente sudada sobre las regiones de su axila y espalda. Desde que aquel salvaje gato negro se acercó a las piernas de Kaede en el solar en que se hallaban, sabía que algo estaba fuera de lugar —más aun después de que hubiese proclamado que lo bautizaría como Kuro, debido al oscuro color de su pelaje—. Quizá fuese por tozudez, o quizá por algo semejante a la cobardía, que el muchacho se negaba a aceptar ningún indicio premonitorio en aquella aparición.
—¿Te encuentras bien? —interrumpe
su pensamiento con suavidad la concernida voz de Kaede, mientras orienta sus
ojos cristalinos hacia el rostro esquivo del adolescente.
—Yo… Sí, no te
preocupes. —La voz del muchacho suena insegura, cavilante. Levanta la mirada un
único segundo hacia ella, antes de bajarla furtivamente en dirección opuesta a
la joven—. Aunque, bueno…
—¡Suéltalo! —Kaede
suena firme, implacable. Cuando Touji descubre de perfil la resolución de su
mirada, siente que no le queda otra alternativa más que hablarle del asunto. El
joven, abnegado, comienza así a hablar con la muchacha.
—Es una tontería. Pero
es un poco extraño, ¿sabes? —Touji sacude repetidamente la palma abierta de su
mano, en posición oblicua a su semblante relajado—. Es solo que ayer tuve un
sueño en el que… Bueno, en el que tú…
—¡Kuro! —interrumpe
Kaede de manera abrupta. El felino se había escapado de sus brazos, y corría
libremente a lo largo del vasto descampado. Touji traga pesadamente saliva, y
analiza fugazmente la panorámica con horror. Antes de haber tenido tiempo para
comenzar a perseguirlo, el chico agarra con firmeza la muñeca de la joven. Su
cuerpo ya estaba predispuesto a la carrera, por lo que se gira, sorprendida, al
haber encontrado una resistencia en el brazo anclado del chico.
—Déjalo estar, por
favor —suplica Touji con deferencia —. Vámonos a casa.
Kaede parece extrañarase.
Touji piensa que tal vez le deba parecer injusto no poder salvaguardar al
indefenso animal, al que, pese a haber conocido hacía escasos minutos, parecía
haber aprendido a apreciar como a su propia mascota. Sin embargo, quizá al ver
los vidriosos ojos negros que el chico sabía estar tratando de esconderle, la
muchacha comprendiese que el joven debía poseer razones relevantes para aquella
solicitud. Tal vez, a su modo de ver, Touji le pareciese entonces un animal tan
indefenso como aquel solitario felino.
—Está bien,
marchémonos. No haré ninguna pregunta. —Touji sabe que lo primero que debe
haber podido ver Kaede tras responder de dicha manera es su rostro de alivio
profundo. De una cabeza gacha y una mirada esquiva había pasado a buscar sus
ojos; a remitir a ellos una seña sincera de agradecimiento verdadero. No se ha
molestado siquiera en intentar ocultar las lágrimas incipientes que, ahora, se
deslizan con timidez a través de las comisuras externas de sus ojos. Kaede
suspira, y Touji le suelta la muñeca para comenzar a caminar a su lado.
La primera sensación que
embarga a Touji una vez abandonado aquel solar es un sosiego sobrecogedor. Según
Kaede le había corroborado, su domicilio se encontraba en dirección opuesta al
lugar en que había imaginado aquella fatal pesadilla. A pesar de sentir una
debilidad y una fatiga crecientes, el chico insiste en acompañar a la muchacha
hasta la puerta de su vivienda. Al
principio, a ella parece asustarle aquel ímpetu, pero, justo de igual manera en
que Touji había sabido inútil guardar silencio sobre sus preocupaciones ante
ella, él parece ver en el gesto resignado de Kaede la comprensión de no tener
otra alternativa a permitirlo. De todos modos, si algo hay claro sobre él es
que Touji nunca ha sido un mal muchacho.
Cuando los dos jóvenes
llevan un par de calles atravesadas, Touji siente una súbita debilidad. Puede
notar nuevamente el temblar de sus piernas, y vuelve a asediarle aquella
molesta refracción en la visión que llevaba noches atormentándolo. Después de
agacharse ligeramente, siguiendo la tendencia natural que su propio cuerpo le
demanda, se lleva la mano al hemisferio derecho de su rostro. Kaede, dándose
cuenta de su malestar, le ayuda a caminar hacia la explanada de cemento de la
construcción en obras contigua. Sobre ella apoya, con ayuda de la muchacha, su
castigado cuerpo enfermizo por unos instantes.
—Me estás empezando a
preocupar —expectora la chica, con tanta comprensión y ternura como su visible desconcierto
le permite profesar. Sin embargo, él no la escucha. Él ya no podía escucharla. Una
vez más, aquella sordera absoluta. Mientras temblaba con terror, aquella sombra
escarlata aparecía riendo de nuevo a la espalda de Kaede.
Antes de que el joven
pudiese sostenerse por sí mismo, percibe un fuerte empujón en su torso. En
mitad de su abstracción, aquella fuerza le impelió de nuevo al entorno en que
se hallaba materialmente circunscrito. Era Kaede: Kaede le había empujado. Él
puede ver, cayendo de espaldas, y ya sin fuerza alguna, como la chica se aleja
indefectiblemente de su cuerpo tieso, en sereno reposo, con sus brazos totalmente
extendidos. Sus cuerpos se alejan con lentitud; con superlativa lentitud, como
a cámara lenta.
—¿Kae…? —El chico no
puede terminar la oración antes de que una viga de acero descendente perfore
transversalmente la espalda de la joven. Puede ver con claridad como todo sucede
antes de caer en el suelo, antes de mantener su ojiplática mirada suspendida
hacia el árido azul del cielo estival. Puede percibir la sangre caliente que la
joven había salpicado sobre su ropa sudada y su piel albugínea. Siente la
necesidad de gritar, pero no encuentra le fuerza. Cada vez el cielo azul se ve
más refractado, y recuerda aquella densa atmósfera de polución térmica, bajo cuyos
confines se halla indefectiblemente atrapado.
Con el último ápice de
su conciencia, Touji gira su cuello a la derecha. Con ello encuentra el gesto sonriente
de aquella difusa figura bermeja. Su tonalidad saturada le horroriza. Al verla
parada frente a él, abre trémulamente la boca, como queriendo decir algo. Aquel
intenso terror, sin embargo, paraliza totalmente cada uno de los músculos de su
cuerpo. La presencia parece encontrar particularmente divertida aquella
reacción, por lo que, frívolamente, y como queriendo ser partícipe de lo que
para ella parece ser una broma intrascendente, se acerca hacia él.
—No es mi trabajo ser buena
persona, y nunca repito el mismo consejo. —Su voz suena misteriosa. Es un tono
oscilante, que rectifica cadentemente en cada momento su anterior entonación. —Solo
diré que te iría mejor siendo menos escéptico.
Tras oír esto, el
cuello de Touji se relaja. Sus ojos se cierran, y su coronilla cae de golpe
contra la acera en que su cuerpo estaba ya completamente tendido. Lo último en lo
que piensa antes de perder la conciencia es en esa sonrisa siniestra. Cree
estar volviéndose loco por aquella nebulosa maldita. En ese momento le parece
recordar que incluso Kaede estaba riendo antes de haberlo empujado.
Varios 14 de agosto más tarde, Fubuki Touji no alberga ya ninguna duda: no hay manera de que aquella extraña maldición pueda ser un sueño.
Hasta aquel momento, Touji
ya había intentado salvar a Kaede de cuántas formas le había sido posible.
Había probado a alertarla acerca de la presencia del gato, intentando
espantarlo antes de que pudiese yacer plácidamente en el lecho entre sus
piernas. Lo único que había logrado de ese modo había sido el enfado de la chica.
También había intentado escoltarla invasivamente hasta su casa, en muchas
ocasiones haciendo de tripas corazón ante la flaqueza de su cuerpo, para no
desviarse así ni media pulgada de su ruta. El mayor de sus logros con esos
intentos había sido una alteración en los medios, pero el desenlace había
pervivido siendo siempre el mismo. Incluso cuando el joven había sencillamente
intentado cancelar la citación entre ambos durante aquella fecha fatídica, no
había logrado encontrar para Kaede un final alternativo que la liberase de lo
que, cada vez con mayor certeza, parece ser un destino inexorable.
Pese a ello, Touji, que
siempre ha sido un muchacho singularmente obstinado, se niega a creer que exista
un destino fatalmente tallado sobre piedra. Sabe que, con cada 14 de agosto,
sus opciones parecen estrecharse un poco más, hasta el punto en que parece
estarse acercando ahora a un punto crítico de no retorno. Hay, sin embargo, una
opción que él mismo sabe que aún no ha probado. Pese a haberse dicho a si mismo
que aquella debía de ser la última de las opciones, considerando que el resto
de ellas se encuentran prácticamente extintas, el joven repara por primera vez con
cierto detenimiento sobre esa alternativa.
***
El 15 de agosto a las 12:28 del mediodía, Touji y Kaede conversan en el solar en que llevan dialogando por meses en ese mismo día. Touji está ligeramente nervioso, pero tiene la conciencia tranquila; más diáfana que en las ocasiones en que anteriormente había confrontado esa misma situación. El muchacho se encuentra totalmente determinado con su propósito: sabe qué es lo que ha de hacer, y conoce cuándo y cómo proceder con el fin de efectuar con total diligencia su propósito. Ese pensamiento le permite hacer acopio de un poco de serenidad, y mantener relajadamente en el coloquio un tono propositivo que hacía bastantes 15 de agosto que se había dejado de ver. En ese momento le dan igual las cigarras, y siente un extraño vestigio de dulzura en el ligero sudor adolescente con que se humedece la camisa blanca a la que, durante todo ese tiempo, se había negado a renunciar.
A las 12:29 pasadas,
Kuro se escurre nuevamente con agitación entre las medias de Kaede. Touji
estaba ya preparado para este movimiento. Así, con una ágil respuesta, el
muchacho lleva las manos al hombro de la joven, evitando así que se ponga en
pie.
—Yo me encargo. —Mantiene
sostenida con firmeza la mano reposada sobre su hombro derecho, momentos antes
de comenzar a correr hacia el gato que se escapa.
—¡Espera! ¡Vuelve! —La
joven suena desesperada, pero Touji no se detiene. Ella intenta alcanzarle
corriendo detrás suyo, pero Touji, que es más rápido, consigue sacarle pronto
una ventaja insalvable.
Cuando Touji dobla la
esquina de la calle, cierra los ojos y detiene sus piernas. El gato escala
hacia el muro derecho, en que se encuentra sentada la sonriente sombra rojiza.
Esta agudiza aún más la curvatura de su sonrisa puntiaguda.
—Parece ser que ya te
has percatado. —Touji cree escuchar cierto deje de orgullo parental en la forma
de enunciar aquella observación. Como Touji había supuesto, todo allí se
encontraba de igual forma que la primera vez.
Cuando el cuerpo de
Touji recibe el impacto, acaba siendo torpemente despedido de vuelta hacia
atrás. En sus últimos segundos de conciencia, puede ver el rostro lloroso de
Kaede teñido de rojo —probablemente se deba a que los vasos sanguíneos de sus
ojos se encuentren completamente reventados—. Le da algo de lástima pensar en
que le habría gustado ver con monocromática claridad la hermosa amabilidad de
su sonrisa otra vez. Pese a ello, el
joven se encontraba completamente satisfecho con aquel desenlace. Nunca antes
el canto de una cigarra le había parecido ser tan sereno y majestuoso. Todos
aquellos pensamientos invaden su mente mientras cae hacia el asfalto, para
yacer, entonces, sobre el rígido hormigón ensangrentado de la calzada.
Cuando se levanta el 14 de agosto un poco después del mediodía, se pone en pie con agitación. Recogiendo con una coleta su melena azabache, se levanta con una seria turbación en su semblante. Al escuchar como un gato blanco, preocupado, le maúlla, ella tiende su nívea mano, respondiendo a su balada con una breve caricia afectuosa.
Mientras camina hacia
el cuarto de baño, escucha otra vez el monótono cantar de las cigarras. No
puede dejar de pensar que ese sonido es una de las razones principales por las
que más odia aquella tórrida estación. Una vez que ya ha entrado en el cuarto
de baño, cierra con violencia la puerta, mientras suspira y acaricia con sus
manos la frente de su cabeza agachada.
—He vuelto a fallar —rumia,
dolida, frente al espejo, mientras pugna por contener un hondo llanto de
impotencia visceral—. Otra vez no he podido salvarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.