jueves, 29 de mayo de 2025

Relato 6.1: Haydeliz Ramírez

 Che disastro!

La mansión Hunter se erige como un gigante silencioso en la cima de una colina olvidada, envuelta en una niebla perpetua que parece atrapar cada suspiro del viento. Sus muros de piedra, oscuros y agrietados, llevan el peso de décadas sin abandonar el pasado ni entregar el presente. Desde lejos, su silueta se recorta contra un cielo siempre encapotado, como un espectro que vigila sin descanso.

Al cruzar el umbral, el tiempo se diluye. Los pasillos largos y estrechos se extienden hacia la penumbra, y el eco de los pasos retumba entre paredes tapizadas con cuadros antiguos, cuyos retratos te observan con ojos que parecen saber demasiado. El aire es denso, impregnado de polvo y un aroma a madera quemada, a secretos que nunca fueron susurrados en voz alta.

Las lámparas colgantes oscilan levemente, como si la mansión respirara y murmurara sus propias historias. La alfombra que cubre el suelo es un mosaico de colores desteñidos, cambiando con cada año, como si la casa misma renegara de lo que fue, rehuyendo sus memorias. Cada puerta cerrada guarda un enigma, cada habitación parece esperar algo, o alguien.

En la sala principal, un enorme ventanal da al bosque que rodea la propiedad, un mar verde oscuro y silencioso que parece querer reclamar lo que la mansión ha arrebatado. Los muebles, viejos y gastados, se mantienen en su lugar como guardianes de un tiempo detenido, mientras las sombras juegan entre ellos, invitando a perderse en el laberinto de la historia que allí se esconde.

La mansión Hunter no es solo una construcción; es un refugio de fantasmas, un testimonio vivo de secretos y mentiras, un escenario donde el pasado y el presente colisionan en un perpetuo duelo silencioso. Dentro de sus muros, las voces del ayer susurran y esperan ser escuchadas.

Llegas.
Empujas la verja oxidada que chirría con un quejido largo, familiar. Sientes cómo cruje bajo la fuerza de tus manos, como un viejo lamento del tiempo que ha pasado. Respiras el aire húmedo del bosque que rodea la mansión Hunter, ese aroma a tierra mojada y hojas secas que siempre le devuelve a este lugar, como un eco de su juventud.

Subes los escalones de piedra con cuidado, con esa mezcla de respeto y nostalgia que se siente cuando se pisa un sitio que, aunque se visita todos los años, siempre parece nuevo. Como si cada vez fuera la primera.

Desde el porche, una voz conocida rompe el silencio.
—Ya llegó —dice alguien, su tono es casual pero con ese dejo de anticipación que solo tienen los que esperan a los viejos amigos.

Miras hacia arriba y ve a Mongus, con su cabello despeinado y esa sonrisa burlona que siempre le ha gustado. Pero no está solo. Koale está al lado, sujetando una pequeña consola que parece su inseparable compañero.

—Por fin —respondes con una sonrisa cansada—. Creí que me habían olvidado.

Mongus se ríe, y Koale levanta la vista del aparato para saludarte con un gesto.

—¿Olvidarte? Imposible. Esta mansión no sería lo mismo sin ti —responde Koale—. Pero ya sabes cómo es Escobar, debe estar armando su discurso eterno.

—Nunca cambia —añade Mongus mientras le da una palmada en el hombro—. Aunque este año parece más entusiasmada que nunca.

Dejas caer la mochila al suelo y te estiras un poco, disfrutando el momento. El ruido de tus amigos te resulta reconfortante, como una melodía que nunca pasa de moda.

—¿Y los demás? —preguntas mientras te giras hacia el camino que lleva a la entrada principal—. No esperaba que todos llegaran tan temprano.

—Ahí vienen —responde Koale señalando hacia el sendero por donde empiezan a aparecer figuras familiares—. Loopy está luchando con su caballete como siempre, y Yoryett trae ese té que dice ser milagroso.

Desde el borde del bosque, asoman Bambola y Nemo, charlando animadamente. Bambola lleva una cámara colgada del cuello, siempre atenta a capturar momentos, mientras Nemo se arregla el cabello con cuidado, sin dejar de mirar el reflejo en su pequeño espejo.

—¿Listos para otro año de risas, peleas y esa paz incómoda que solo nosotros sabemos crear? —bromea Bambola acercándose con una sonrisa traviesa.

—Eso espero —respondes, sintiendo cómo una ligera sonrisa se dibuja en tus labios—. Aunque después de tantos años, esta paz a veces pesa más que cualquier problema.

Koale se cruza de brazos y dice, mirando a los que llegan—:

—Ya saben cómo es Escobar, una vez que empieza, no hay quien la calle. Prepárense para aguantarla un rato.

Todos ríen, el ambiente se llena de esa energía que solo un grupo unido puede generar.

Respiras hondo, te dejas llevar por el sonido de las voces, el crujir de las hojas bajo los pies, y por un instante, olvidas lo que hay más allá de esta mansión.

Aquí, en Hunter, los nombres verdaderos no importan. Solo quedan ellos.

Y hoy, como cada año, vuelves a casa.

Entras.

Pisas el mármol pulido de la mansión Hunter, frío bajo tus botas, como un suelo que no perdona ni el tiempo ni las ausencias. No saludes. No expliques. No hace falta. Ellos ya saben. Como cada año, viniste a vacacionar con los diez de siempre. Los de la universidad. Los que una vez quemaron sus nombres reales en la chimenea del primer verano, dejando atrás identidades que aquí no tienen peso ni significado.

Aquí, en esta casa aislada del mundo, no eres más que One para ellos. 

Y ellos… ellos tampoco son quienes fueron.

Un leve suspiro atraviesa el vestíbulo. La luz de la lámpara de araña se refleja en los ojos de Escobar, que aparece al final del pasillo con su bata blanca impecable, como si viniera de un quirófano y no de una reunión de amigos.

—Dame tu teléfono —ordena sin titubear.

Frenas el paso, sacas el móvil del bolsillo, lo miras un instante, casi como calculando si vale la pena discutir con ella. Pero no.

—¿Para qué? —preguntas con la voz baja, buscando un mínimo resquicio de negociación.

Escobar se acerca, imponente. 

—Reglas son reglas. Nada de nombres, nada de redes, nada de pasado. —Su tono no admite réplica, es ley y basta.

Entregas el teléfono, sin rechistar, y lo ves desaparecer en el bolsillo de la bata de Escobar.

—Eso siempre me recuerda a la primera vez que viniste —murmura Escobar con una sonrisa sin alegría—. Estabas tan rígido, tan atento a cada detalle. Como si temieras que alguien te reconociera en la sombra.

Sonríes débil, recordando. 

—Tal vez tenía razón —dices.

De repente, un ruido desde la escalera anuncia que alguien más llega. Blink aparece con esa mezcla de cansancio y sarcasmo que siempre la define.

—¿Otra vez con las reglas? —se queja—. Ya quisiera yo poder ser libre aunque sea un rato.

—Aquí no hay libertad, Blink —responde Kyra desde la puerta del comedor—. Solo pacto y silencio.

Bambola baja la escalera con su cámara colgada al cuello, como lista para inmortalizar cualquier instante. —Yo solo vengo por las fotos. Todo lo demás me aburre.

Loopy, Yoryett y Nemo ya están en el salón, hablando en voz baja, tratando de arrancar la magia que los inspire para esos días.

Koale y Mongus, los dos técnicos del grupo, ajustan un equipo electrónico en la esquina, sin prestar mucha atención a la conversación.

Observas todo en silencio, sintiendo cómo la casa vuelve a latir con la presencia de todos.

—¿Sigues con esa idea del cuento? —le pregunta Yoryett, con su taza de té en las manos—. Dicen que este año escribirás algo más oscuro.

Asientes sin mirar. 

—No lo sé todavía —empiezas a decir—. Solo sé que aquí, en esta mansión, las historias no son lo único que cambia. Nosotros también.

Escobar regresa con el móvil en la mano. Lo deja sobre la mesa del vestíbulo, como un recordatorio de que fuera de estas paredes nada importa.

—Ahora, por favor, prepárense. La cena será en una hora. Y recuerden, lo que pase aquí, aquí se queda.

Uno a uno, todos asienten. Ya no hay vuelta atrás.

Aquí, en la mansión Hunter, los nombres y los pasados se olvidan, pero las sombras siempre quedan.

Y tú, One, estás listo para enfrentarlas otra vez.

Obedeces.

Miras a tu alrededor. Los retratos siguen igual de torcidos, como si alguien se negara a enderezarlos, a mantener el orden en esta casa donde la memoria parece deshilacharse.

Las lámparas, cubiertas por el polvo de mil inviernos, proyectan sombras en las paredes que danzan con el movimiento de las velas. La alfombra, diferente, casi nueva, estrena colores y texturas. Cada año cambia, como si la mansión se negara a recordar lo anterior, a aferrarse a lo que ya pasó.

Memorizas. No es un juego ni una petición. Es la regla.

Escobar, la doctora, con su porte serio y esa mirada que puede atravesarte sin que te des cuenta.

Blink, la veterinaria, sarcástica, siempre lista para soltar una broma cortante.

Loopy, la artista, frustrada y silenciosa, con sus pinceles a medio uso.

Yoryett, la profesora, la voz de la razón y el consuelo, siempre con una taza de té en las manos.

Bambola, la fotógrafa, atrapando momentos con su cámara, pero incapaz de detener el tiempo.

Nemo, la modelo, que en el espejo busca más que un reflejo.

Kyra, el enfermero, firme y protector, guardando secretos que no cuenta.

Koale, el programador, con sus manos siempre inquietas sobre un teclado invisible.

Mongus, el otro, un enigma dentro del grupo, siempre en las sombras.

Y tú. One.

—Qué bueno que viniste —dice Yoryett, ofreciéndote una taza de té sin mirarte. La voz suave, casi un susurro, pero cargada de sinceridad.

Tomas la taza, sientes el calor a través de tus dedos. No dices nada, solo asientes.

Desde la escalera, Bambola bromea con esa sonrisa que siempre parece esconder algo:

—Creí que este año te rajarías.

Miras hacia arriba, sin levantar la taza. 

—No me lo perdería por nada —respondes, sin pestañear, dejando que tu voz suene firme, impenetrable.

Escobar se acerca, con la bata blanca que parece absorber toda la luz.

—Bienvenido de nuevo, One. Este lugar no sería lo mismo sin ti.

Koale murmura desde la esquina, casi sin apartar los ojos de su pantalla:

—¿Sigues con ese cuento? ¿O al final te venció el bloqueo?

Loopy, sentada en un sillón, niega con la cabeza, sin levantar la mirada de su lienzo en blanco.

—Inspiración no hay, solo vacío.

Yoryett sonríe y dice:

—No te rindas, lo que no llega hoy puede llegar mañana.

Kyra se acerca con pasos firmes y ordena, como siempre:

—Denle su espacio. No la molesten.

Nemo, maquillándose frente al espejo, agrega con voz distraída:

—Si lo escribes, quiero comprar uno de esos cuadros que nunca terminas.

Mongus se ríe bajo, casi inaudible, desde el fondo del salón.

Miras todo esto y sientes que la mansión vuelve a cobrar vida con cada palabra, con cada risa, con cada silencio compartido. Aquí no hay pasado, ni futuro, solo este instante suspendido en el tiempo.

Un año más, juntos. Uno más en la cuenta.

Y tú, One, sabes que nada será igual cuando caiga la noche.

Porque aquí, en la mansión Hunter, las historias solo empiezan cuando la luz se apaga.

Recuerdas: Aquí nadie pregunta quién eres. Aquí, tu nombre estorba.

Escuchas.

Permites que Escobar, la doctora de renombre, la anfitriona orgullosa, alce la voz como un rito que repite sin falta.

—Un año más me place decirles que bienvenidos nuevamente a esta bella mansión —declama, estirando cada palabra como si no hubiese un mañana, con esa sonrisa perfecta que oculta siglos de secretos.

No reacciones.

Déjala hablar. Ya lo hace Blink por ti.

—No puede ser —murmura desde el sofá, cruzando los brazos, los ojos en plena voltereta, el gesto cansado y exacto que repite desde hace años, quizá desde siempre.

Miras.

Ese ceño fruncido que no cambia, esa incredulidad gastada, como si la mansión repitiera sus errores en bucle.

—Ya saben cómo es ella, una vez que empieza, no hay quien la calle —añade Bambola desde su esquina, cámara en mano, capturando momentos sin disparar, esa sonrisa pícara que envuelve todo en un halo de complicidad.

Ríes.

Hazlo con el grupo. Hazlo con Bambola. Tiene razón.

Ríes porque es más fácil que cuestionar, porque es mejor dejar que la vida se deslice sin preguntas.

—Te juro que lo cronometro este año —susurra Koale, con voz entre divertida y cansada, mientras Mongus asiente con gravedad técnica, como si su juramento fuera un experimento científico.

—Va a batir su propio récord —respondes con una sonrisa ladeada, y aunque la frase es simple, carga con el peso de un ritual repetido.

Deja que la risa te envuelva.

Porque en este lugar, eso es lo que toca.

La mansión Hunter no tolera el silencio aún.

Deja pasar dos noches.

No preguntes por qué.

No busques señales.

No trates de justificar lo que ya está escrito.

Solo deja que se vayan.

Acompaña a Loopy mientras maldice el lienzo en blanco.

—No tengo inspiración para nada —dice, la voz rasposa de frustración, mirando la tela como si la hubiera traicionado, como si esperara que el blanco le devolviera algo perdido.

Permite que Yoryett le dé un sorbo de calma entre palabras, ese té tibio que sabe a paciencia y a promesas.

—Ya te llegará en alguno de los tres días faltantes, solo no te rindas —respondes con esa voz tibia que tiene, té en mano, esperanza en la otra.

Ignoras a Nemo.

La modelo ya se delineó los ojos, ahora pinta los labios con esa precisión obsesiva que parece un acto de resistencia.

—Que quiero comprarte uno de tus cuadros —se queja con voz melancólica, como si el arte fuera una prenda de vestir que solo hay que desear para tenerla.

Sigues a Kyra.

No lo cuestiones.

—Que ya dejen de molestarla y denle su espacio —dice firme, como quien da un diagnóstico sin réplica, como si sus palabras fueran órdenes médicas.

Hazles caso.

Despejas la sala.

Cedes el aire.

Loopy necesita respirar sin miradas encima, sin expectativas.

Caminas.

Cruzas el pasillo.

Entras a la sala de estar.

Escuchas.

—¡Te gané! —grita Koale, con dedos llenos de migas, la voz llena de triunfo infantil.

—¡Hiciste trampa! —responde Mongus, ajustándose las gafas al borde de la nariz, indignado pero divertido.

No los interrumpas.

Ellos siguen siendo ingenieros.

Siguen siendo niños.

Siguen siendo parte del decorado de este ritual anual, un eco en las paredes viejas.

Quédate en silencio.

No digas tu nombre.

No lo uses aún.

Piensa tu cuento.

Dibújalo en la mente.

Afílalo sin palabras.

Diseña la historia.

Deja que los días se traguen a sí mismos.

Deja que parezca normal.

Que se llame “vacaciones”.

Paz.

Felicidad.

Una promesa más para el año siguiente.

Pero ahora, miras al comisario a los ojos. No titubees. Él te encara con esa mirada que mezcla cansancio y reproche, un peso que sabe a años de secretos mal guardados, de palabras dichas a medias y promesas rotas.

—¿Hasta cuándo seguirás contando la misma falsa historia, One? —pregunta, la voz firme pero cargada de esa frustración que solo quienes han visto demasiado pueden sostener.

Devuélvele la sonrisa, serena, casi burlona. No hay miedo, ni arrepentimiento, solo esa calma inquebrantable que sabe cómo tocar el nervio correcto.

—Según usted, ¿qué cosas son falsas, mi querido comisario? —dices, manteniendo las manos esposadas, entrelazadas como un juego entre la calma y el desafío, un casi reto que pica la dignidad y la paciencia.

El silencio pesa unos segundos. Él frunce el ceño, la mirada clavada en ti, esperando que la coraza se quiebre, que caiga la máscara. Pero no.

—Prepárate para el desfile —advierte, como si recitara un guion que lleva años aprendiendo—. El disparo a Escobar, apenas abrió la boca. El cable desde la segunda planta para Blink. La sierra para Loopy y Yoryett, partidas en dos. El veneno que usaste con Kyra.

Cada nombre que pronuncia es una daga invisible, afilada con precisión y memoria impecable. Él sabe. Conoce cada detalle, cada horror, y los enumera con la frialdad de quien ha estudiado la maldad.

Hace una pausa, sus ojos fríos no entienden el silencio que sigue, esperan una confesión, un arrepentimiento, una explicación que nunca llegará.

—No seguiré. Las demás no merecen ser arrastradas por la mugre de tus actos —agrega con desprecio, como si tu nombre fuera suciedad bajo sus zapatos, un peso demasiado insoportable para seguir pronunciando.

Escucha sin pestañear.

—Bueno, gracias por ese cumplido —respondes, encogiéndote de hombros con indiferencia, sin apartar la mirada ni perder la compostura.

Sientes el frío del pinchazo en el brazo, una aguja que introduce el fin en tus venas. No te mueves. No demuestras debilidad.

—¿Quieres decir algo antes de que comencemos? —pregunta el Dr. Morte, su voz grave y pausada, anunciando la sentencia inevitable.

Miras al médico con una sonrisa que desafía el final, casi un susurro que atraviesa el aire denso de la habitación:

—Che disastro.

El líquido helado se extiende por tus venas, lento, implacable, una ola de muerte que avanza sin prisa pero sin pausa.

Cierras los ojos por última vez.

“Che disastro.”

Repites esa frase una vez más en tu mente, mezcla de burla y aceptación, despedida con sabor a tragedia inevitable.

Sientes cómo el frío se apodera de ti, envolviéndote en un manto que disuelve el dolor, las voces, los gritos.

El mundo se vuelve tenue, las luces se difuminan y los sonidos se apagan uno a uno.

Solo queda ese silencio que tanto buscaste, el silencio que alguna vez soñaste como redención o castigo, pero que ahora simplemente es.

Tu último pensamiento es un suspiro, mezcla extraña de desafío y calma, eco distante que se pierde en la nada.

Y entonces, solo queda el vacío.

El comisario permanece unos segundos más, sus ojos fijos en el cuerpo que se va apagando, pero sin entender del todo qué fue lo que realmente vio.

One... —murmura, pero la palabra queda suspendida en el aire, sin dueño, sin respuesta.

Dr. Morte recoge la jeringa con profesionalismo, mientras un silencio pesado llena la sala, un silencio cargado de preguntas que nadie hará.

El comisario se acerca al médico, la voz baja pero tensa:

—¿Y ahora qué hacemos?

El doctor responde sin mirar, sin prisa:

—Ahora, dejamos que el vacío haga lo suyo.

Fuera, la ciudad sigue su ritmo indiferente, ajena al fin de ese instante, al cierre de un ciclo que nadie celebrará.

Solo queda el vacío.

Un vacío que contiene todo lo que quedó sin decir, sin explicar, sin perdonar.

Y en ese vacío, la historia se guarda como un secreto oscuro, como un susurro que solo el viento se atreve a repetir.

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