San Manuel Maldonado
Era una de esas tardes de otoño en
que la llovizna azota con suavidad las fachadas vetustas de los pardos hogares
de piedra musgosa. Los tejados castaños, rozando con deje altivo la comisura de
los muros, contenían los pequeños estanques que se formaban, más por
acumulación que por enjundia, en la constante caída de aquella precipitación
sutil. El pueblo, silencioso como un sepulcro, rezumaba un aura borrascosa, condensada
en el monótono cantar de la lluvia que percutía tiernamente en calzadas
empedradas y monumentos centenarios. Cuando Hermida corría entre aquellas
calles guijarrosas, el sonido de sus botas contra los charcos creados en los
surcos del terreno resonaba como un eco solitario. Podría haber parecido la última
palabra que hubiese exhalado la tierra: pues el ventoso temporal, que arreciaba
a las gotas de llovizna suave, y que agitaba con violencia la tela negra del
paraguas de la mujer, dotaba a la escena de un extraño aire de misión
apocalíptica.
Fue
cuando Hermida alcanzó el liso pavimento de piedra pulida frente a la iglesia
que detuvo por un instante su marcha. Muchas eran las personas que tendían a
detener su paso ante el añejo frontispicio de aquel recinto sagrado, pero no
era habitual una persona tan próxima al llanto como lo parecía la mujer en ese
entonces. Tras haber permanecido durante unos breves instantes demorada en su postura,
ante los arrebatos torrenciales del temporal inclemente, sus piernas avanzaron
finalmente hacia la magna puerta de caoba humedecida. Sin mediar ahora un
instante de vacilación, la abrió y se introdujo tras ella, cerrando torpemente
el paraguas oscuro contra el viento que empujaba en su contra.
—Buenas tardes, Don
Manuel. —Se dirigió con presteza hacia el confesionario, en el ala derecha del
recinto. Los cortísimos tacones de sus botas reverberaban al marchar a través
de la estancia con un estridente estruendo intermitido, mientras ella se movía
con evidente agitación en su paso.
—Buenas tardes, hija. —Una
grave voz manaba, con dulzura paternal, desde una sencilla cabaña de madera
oscura, coronada ceremonialmente con una cruz en su cénit. —Puede usted pasar.
—¡Ay, padre! Debe usted
escuchar mis confesiones, padre —se derrumbó penosamente la mujer, con progresiva
debilidad en su voz, mientras apoyaba sus rodillas quejosamente sobre el raído reclinatorio
de cuero bermejo—. He pecado de obra, padre. He pecado de obra y también de
omisión. He realizado una acción imperdonable. —Su voz sonaba cada vez más
trémula e insegura—. Pero sé que, si alguien pudiese perdonarme, ese habría de
ser Dios, ¿cierto, padre? Siendo así, debo hablar con usted, don Manuel. Preciso
que caiga sobre mí el juicio del Supremo cuanto antes… y, solo Dios sabe, acaso
pudiese también recaer su absolución.
—Ave María purísima —inauguró
el párroco, asintiendo con firmeza.
—Sin pecado concebida —replicó
la feligresa.
—Oh, es usted, doña
Hermida. —La neutralidad de su tono afectivo se tradujo a un timbre más serio y
grave, abandonando así la apariencia deontológicamente amable a la cual su
oficio le compele—. Dígame, ¿de qué se trata en esta ocasión?
—Se trata de mi marido,
padre —replicó la mujer, con una aparente intranquilidad—. Mi marido… Mi
marido…
—Cálmese, cálmese, doña
Hermida. —Le tendió un pañuelo de tela gris ante la incipiente intensidad de sus
sollozos acentuados—. Pero, respóndame a una cosa, antes que nada. ¿Tiene otra
vez alguna relación con ese amante suyo?
Tras
haber oído aquello, la mujer no pudo seguir contenido un llanto violento que parecía
pugnar contra su diafragma por ser expectorado. El sonido de sus quejos
reverberó durante unos instantes con fuerte eco entre las amplias paredes de la
añeja eucaristía. Las débiles llamas de los cirios rituales se zarandearon
ondularmente durante un momento, mientras a través de las translúcidas
vidrieras diminutas se distinguía el influjo de alguna centella extraviada en
su errático camino hacia tierra.
Después
de aquellos sollozos, la mujer pareció hacer acopio de su determinación para
tratar de recobrar la compostura que había perdido totalmente al escuchar la
alusión del párroco. Secándose las lágrimas de sus mejillas rosadas con el
pañuelo que el padre anteriormente le había tendido, comenzó de nuevo a hablar.
—¡Ay, padre! Sí, lo ha
usted adivinado. Pero nada tiene que ver con la confesión que ya le he
entregado anteriormente a Dios sobre el asunto. Solamente de pensarlo… —Agachó
la cabeza, como si estuviese tratando de ocultar un súbito arranque de
debilidad.
—¿Nada que ver? —interrogó
el párroco—. Está bien, cuénteme. Estoy aquí para ayudar. ¿En qué podría
interceder por usted ante Él?
—Mi marido… Bueno, ya le
he hablado yo a usted acerca de la naturaleza temperamental de mi marido —repuso
la mujer—. Pues, la cuestión es que, de algún modo… —Hermida hizo una pausa— se
ha terminado enterando. ¡Se ha enterado, padre! ¡Está al tanto de lo de don Esteban!
—Cielo santo. Eso no
son buenas noticias —añadió el clérigo, sin ápice de vacilación en su tono—. Ya
le he dicho que no creía que fuese buena idea que se siguiesen viendo. Una vez
dicho esto, ¿está usted segura de que su marido lo sabe, Hermida? ¿Sabe usted cómo
habría podido descubrirlo?
—Sí, padre, no me cabe
duda alguna de que lo sabe. ¡Ha debido de decírselo alguna de esas lagartas cotillas
en la villa! —acusó Hermida—. Todo el día ociosas, de aquí para allá. Y la
manera en que pasan las mañanas cotorreando de aquí para allá en la plaza de
abastos… ¡Le garantizo a usted que esas mujeres no han de ser trigo limpio!
¡No, señor!
—Tranquilícese —repuso
con pausa geométrica el cura—. Modere su lenguaje: recuerde que estamos en casa
del señor.
—Lo lamento, padre. —Bajó
nuevamente la cabeza hacia el reclinatorio—. Sucede que no me resulta sencillo
pensar en el modo en que ha podido enterarse; en quién ha podido filtrarle
dicha información, si no fuese alguna de ellas. Aunque desconozco cómo podrían
haber llegado a estar al tanto de lo sucedido entre nosotros, si no fuese por esa
densa red de información.
—¿Y bien? —reorientó el
cura—. Antes ha hablado del carácter de su marido. ¿Cómo ha reaccionado al
haber recibido la nueva?
—¡Ese es el problema,
padre! —replicó—. ¡Después de haberme interrogado sobre ello, agarró el trabuco
del coto y marchó sin decir palabra! Yo no fui capaz de mentirle. No he podido
negarle nada, padre. Tampoco he confesado nada, pero tantos años de matrimonio
sobran para que las miradas de una sean diáfanas, que puedan leerse como libro
abierto.
—Qué inconveniente —dijo
él, con impertérrita serenidad.
—Tampoco he podido
detenerle. —En sus ojos podía apreciarse un evanescente reguero, como una
estela de salobre remordimiento—. Una parte de mí teme por la locura que sea
capaz de hacer contra don Esteban en uno de sus arranques de furia.
—¿Y no ha hecho nada
más por intentarlo, hija? —interrogó el párroco de nuevo.
—¿Por qué clase de
cristiana me toma, padre Manuel? —replicó, con tono visiblemente ofendido—. ¿No
me ve aquí, confesando mis pecados y rezando por la pureza de su alma?
—¿Y no piensa hacer
nada más? —reprochó, con un mimo ligeramente inquisitivo.
Varios segundos de
silencio. La aldeana, sin haber aun respondido, parecía haber quedado cavilando
por unos instantes, ensimismada. Tras haber elongado aquel momento por varios momentos,
una voz grave rompió la atmósfera sepulcral del recinto, retomando de nuevo el
pulso del diálogo.
—Pues esta es la
voluntad de Dios —entonó rapsódicamente el sacerdote—: que haciendo bien hagáis
callar la ignorancia de los hombres insensatos; como
libres siervos de Dios.
—Primer libro de Pedro—.
La voz de la mujer sonaba recia—. Capítulo 2. Versículo 16.
—¿Considera estar
haciendo el bien en esta situación, doña Hermida? —inquirió el padre sin
tapujos—. No hace falta que me responda: piense sobre su respuesta, y actúe
usted en consecuencia a ella.
La
mujer, que ya había abierto la boca, volvió a cerrarla nuevamente después de haber
escuchado aquello. Se produjeron unos instantes de silencio, en que el único
sonido discernible en la estancia era el de las gotas de lluvia deslizándose
por el escaso cristal de las vidrieras translúcidas. Tras varias miradas
consecutivas cargadas de lenguaje no dicho, la mujer finalmente se puso en pie
con firmeza.
—Muchas gracias por
todo, padre—. Su cuerpo estaba totalmente orientado hacia él, sin haber
emprendido aún movimiento alguno—. Es usted realmente un santo.
—Puede ir con Dios,
hija —anunció el párroco, con ceremoniosidad, oficiando una fugaz persignación—.
Un rosario, algo de propósito de enmienda y la resolución de sus cuentas
pendientes. Será todo cuanto hará falta por esta vez.
Después
de haber dicho aquello, la mujer cogió sus cosas y emprendió su rumbo hacia la
puerta principal de la salida. El padre Manuel abandonó también el
confesionario, marcando sus pasos en dirección hacia la humilde sacristía
ubicada en el ala opuesta. A mitad de camino, sin embargo, se detuvo a
contemplar la firme marcha de la mujer sobre aquella losa empedrada con patrón
ajedrezado. Después de unos segundos de silencio, en los que permaneció inmóvil
observándola, esbozó una sonrisa y retomó su camino hacia la sacristía.
Una vez fuera del edificio, Hermida
comenzó a caminar con velocidad. El sonido de sus botas al golpear en los
charcos sedimentados sonaba con una frecuencia continua: cada nuevo paso
devoraba sin clemencia la fugaz reverberación del paso previo. Con este ritmo
caminaba la mujer, alejándose cada vez más de aquella solemne eucaristía.
Cuando
Hermida se hubo adentrado en el pueblo, detuvo sus pasos ante un añejo portón
de madera, recubierto por una pátina de pintura de color verde oscuro.
Pertenecía a una casa antigua, de irregulares ladrillos de piedra que
alternaban su patrón cromático entre diferentes tonos de marrón de distinta
intensidad. Una vez allí, sin permitir que antes transcurriesen más que un par
de segundos de demora, la vecina percutió decidida tres veces aquellas magnas
puertas desgastadas.
—¡Esteban! ¡Soy yo,
Esteban! —gritó, ante el creciente son de una lluvia que impactaba furibunda
ante los rústicos techos de teja y de pizarra—. ¡Abre la puerta, Esteban!
A
pesar de la insistencia de la mujer, no hubo respuesta en el interior de la
estancia. Ella siguió percutiendo con sus nudillos desnudos aquel magno portón.
La lluvia seguía cayendo con fuerza sobre sus paredes musgosas. Sin cesar en su
empeño, la mujer siguió llamando monomaníacamente ante aquel portón. Tocó con
fuerza y con intensidad, hasta que, súbitamente, su puerta derecha cedió y
comenzó a abrirse. Nadie más que Hermida había podido causar aquello: pues
nadie había tras la entrada que pudiese haberla retirado; nadie que hubiese
podido invitarla a pasar. Aquel portón debía haber sido mal cerrado la última
ocasión en que alguien había salido por él.
Tras
varios instantes de pausa, la mujer se adentró en la oscura estancia. Su cuerpo
temblaba, como si le hubiese estremecido el mal fario de una adversa
premonición. Sin embargo, avanzaba. Atravesó el pasillo del recibidor que en
más de una ocasión había ya visitado. Esta vez estaba ungido en una espesa
atmósfera tenebrosa. A duras penas podía llegar a él la luz natural a través de
las ventanas, debido a aquel nuboso firmamento, a tal grado encapotado con
firmeza y densidad. La luz de la estancia permanecía apagada, y, en aquel
instante, Hermida no parecía tener la prioridad de localizar algún interruptor.
El ritmo saturado del flujo continuo de la lluvia, que se acentuaba por
momentos, y que había dejado de ser llovizna hacía un largo rato ya, dotaba a aquella
escena de un bajo continuo de constante e ininterrumpida inquietud.
Una
vez pasado el recibidor, la mujer se descubrió penetrando en el salón vacío. Al
haber llegado allí, se le abrieron cuantas posibilidades aquella casa podía ofertarle.
La mujer se detuvo, y reposó varias miradas intermitentes a cuantas puertas y
accesos aquella estancia se encontraba ofreciendo. A la izquierda, la cocina y
el comedor; un aseo en el frente y a la derecha, la salita junto a la
habitación de invitados. Sin embargo, cuando sus ojos repararon en aquellas
escaleras por tramos de cedro libanés, escondidas en el fondo de la estancia,
entre la cocina y el austero cuarto de baño, reposaron fulminantemente sobre
ellas. Casi como consecuencia de unos segundos de grave observación, el cuerpo
de la mujer comenzó a orientarse hacia esa dirección. Ella ya había pasado a
través de ellas para llegar a la habitación de don Esteban en más de una
ocasión. Sin embargo, el lento e indeciso ritmo del movimiento que había
entonces comenzado parecía evidenciar que, en aquella ocasión, lo hacía con un
ánimo que en nada consonaba con sus previas incursiones.
Cuando
estaba comenzando a caminar por aquella escalera, detuvo su mirada por un
instante sobre los escalones. Estaban mojados. Había sobre ellos impreso un
rastro de agua y tierra mojada, marcados con el inequívoco dintorno de una
suela de calzado para la lluvia. A juzgar por el grado de humedad de las
huellas, alguien había estado allí en las últimas horas. Después de tragar
saliva de una forma ostensible, Hermida prosiguió en su camino hacia la segunda
planta con estremecida lentitud. Dobló la esquina arrimada a la barandilla, con
trémula flaqueza en las piernas, e inició su ascenso a través de los últimos peldaños
hasta el piso superior.
Una
vez en aquel altillo, la ausencia de iluminación en la atmósfera era todavía
mayor. Se trataba de un pequeño pasillo mal iluminado que afluía, en su
desembocadura, a un pequeño baño y al dormitorio principal de la casa. Las
únicas ventanas de la planta se encontraban dentro de aquella aislada
habitación, que Hermida ya había tenido ocasión de conocer en oportunidades
anteriores. La puerta estaba abierta, y la mujer dirigió hacia ella su mirada.
Se pausó por unos segundos, y exhaló un breve suspiro entrecortado antes de
retomar su camino hacia ella.
—¿Esteban? —Su voz
sonaba insegura mientras abría la puerta—. ¿Hay alguien ahí?
Tras
haber empujado suavemente la puerta con su mano izquierda, esta comenzó a
abrirse con lentitud. Con el súbito y estridente golpe de luz de un relámpago,
la escena se iluminó por un instante. Quedó lo suficientemente iluminada como
para permitir a la mujer descubrir el cuerpo sin vida de un hombre tendido de
bruces sobre la revuelta cama de matrimonio. Su tronco yacía desmadejado sobre
el colchón, mientras permanecía a la vez apoyado en sus rodillas, hincadas sin
resistencia sobre el umbrío parqué. Aquel suelo de madera estaba,
concéntricamente a su alrededor, maculado por un líquido que manaba desde la
parte inferior e izquierda de su abdomen. El mismo líquido parecía manchar unas
sábanas albugíneas, alrededor de las cuales el cuerpo inerte se hallaba
descuidadamente arropado.
La
primera reacción de Hermida fue de sobresalto: se estremeció con rapidez hacia
atrás y, yaciendo sobre sus rodillas en la tarima, hundió su rostro hacia
abajo, hacia aquella grisácea tarima, descendiendo con el peso de su cuerpo al
juntar las palmas de sus manos encima de su frente. Permanecía en aquella
posición, a unos dos pasos aproximados del marco de la puerta, cuando abrió su
boca escondida tras sus hombros. Sin embargo, no llegó a decir nada antes de
ponerse de vuelta en pie. Sus piernas ya no estaban temblando. Tras liberar un
suspiro profundo de sus pulmones, se puso en pie y entró en el dormitorio.
Antes
de avanzar ante el lecho en el que yacía sin vida el cuerpo de aquel hombre,
tendió su mano hacia el mueble a la izquierda de la entrada. Extrajo de él una
cajetilla de fósforos y, sin mediar medio instante, prendió uno de los
contenidos en ella. La penumbra de la escena se desvaneció, y comenzó a poder
observarse que aquel líquido que irrigaba el lugar era, efectivamente, un
caudal rojizo de sangre manante del cadáver. Hermida no dejo de avanzar hasta
la cama, hasta que pudo contemplar con detalle aquel inerte cuerpo que yacía
bocabajo. En el lateral del costado tenía una herida de arma blanca, y había en
su piel impresos claros signos de lucha y forcejeo.
Cuando lo tuvo al
alcance de su mano, lo volteó y contemplo su rostro con horror: no se trataba de
Esteban, sino de Fernando, su marido. Su marido estaba muerto sobre la cama de
su amante. Esa misma cama en la que tantas veces ella y Esteban habían retozado
juntos, bajo alegación de cualquier pretexto al marido para marchar del hogar
sin levantar sospecha. Al contemplar directamente el rostro sin vida de su
esposo, la mujer profirió un grito. La resolución que parecía haber acopiado
momentos atrás se desvaneció con aquel encuentro insospechado. Rompió a llorar
con intensidad, persignándose agitadamente con la cadencia ininterrumpida de
una ametralladora ligera. Hincando las rodillas de nuevo, juntó las palmas de
sus manos y, previa extracción de un rosario de su bolsillo, comenzó a orar con
devoción.
Era la última hora de la tarde
cuando la lluvia amainó, y los cielos comenzaron a abrirse. Las calles
musgosas, totalmente anegadas en el agua estancada en charcos discontinuos,
seguían estando desiertas. Algunos jilgueros se atrevían a cantar en el cielo,
mientras que en el suelo empapado solo se escuchaban los pasos discontinuos de
un hombre contra la guijarrosa calzada. Era un hombre de mediana edad, con el
pelo oscuro y la barba corta, aunque ligeramente descuidada y asimétrica.
Caminaba con dificultad, con la mano zurda apoyada en su costilla derecha, en el
pliegue de la comisura entre su pectoral y la región superior de su abdomen.
Después
de caminar durante varios minutos, sus pasos se detuvieron. Finalmente había
arribado en su destino. Surcó con celeridad su liso pavimento de piedra pulida,
sin detenerse a contemplar su explanada, y se plantó frente al grandioso portón
de madera de caoba. Observó un segundo sus simétricos grabados con forma de
cruz, antes de rebasar, al fin, el umbral que separaba el interior del edificio
de su fachada exterior.
Una vez allende las puertas, el hombre alzó la
vista por el lugar. Pudo distinguir a otro hombre, totalmente ataviado en una larga
túnica de color azabache, con las palmas de sus manos recostadas sobre el altar
central en lo alto del presbiterio. Tras devolver al observador una mirada
profunda, aquel hombre esbozó una sonrisa.
—Le estaba esperando —comentó
el hombre del altar, con un deje ligeramente desafiante en su tono—. Pero ha
tardado usted más de lo que me esperaba. Aunque tal vez debiese haberlo pensado
como algo estimable: el rey solo se desplaza de casilla en casilla.
—¡Tú! ¡Tú has sido el
que se lo ha contado! —Avanzaba renqueante y con lentitud entre los bancos que
abrían un pasillo central, y a través de las baldosas blanquinegras de aquel
desgastado patrón en el suelo—. Tú ya sabías que todo esto pasaría. Él intentó
acabar con mi vida… Y, ahora, él…
—“Entonces Jesús dijo —replicó
aquel hombre, solemnemente—: vuelve tu espada a su lugar; puesto que aquellos
que han tomado una espada, por mor de otra espada perecerán”. Evangelio según
San Mateo. Capítulo 26, versículo 52
Aquella
intervención descolocó momentáneamente al visitante. Sin embargo, tras un fugaz
instante de cavilación, este repuso de nuevo su compostura, ahora con una furia
más evidente en sus facciones, y se dispuso a tomar nuevamente la palabra.
—¡Tú sabrías que todo
esto pasaría! —Su tono sonaba cada vez más vehemente, mientras proseguía en su
camino a través de filas paralelas de cirios litúrgicos y bancos de madera
oscura—. ¡Sabías que uno de los dos acabaría muriendo!
—Una partida termina
cuando cae uno de los reyes —contestó, con inalterable severidad sobre su
rostro—. Y siempre es emocionante ver cómo comienza una nueva partida.
—Serás… Maldito…
¡Maldito seas! —Habiendo
rebasado la mediatriz del transepto, el hombre detuvo su paso e hincó la
rodilla en el suelo. Jadeó con dificultad por un instante, justo antes de
retirar la mano izquierda de su costado, que con tanta fuerza había estado
presionando anteriormente. Pudo observar en la palma retirada la sólida estela
del granate oscuro coagulado antes de devolverla velozmente a su posición
anterior.
—Aunque una partida
también pueda acabar con tablas —retomó el hombre apoyado en el altar,
esbozando ahora una sonrisa sarcástica—. Siempre y cuando se den en el tablero
las condiciones adecuadas.
—¡Eres un monstruo! —gritó
el hombre desmadejado, mientras apretaba sus dientes con intensidad.
—“De hecho, la ley
exige que casi todo sea purificado con sangre. —El hombre del altar sonreía
distendido, mientras abandonaba su posición inmóvil y se aproximaba al hombre
tendido sobre su rodilla—. Pues sin derramamiento de sangre no existe perdón”.
Epístola de san Pablo a los hebreos. Capítulo 9, versículo 22.
Después
de haberse acercado a no más de dos pasos del hombre herido, el hombre
desplazado se detuvo en silencio a observarlo. Abatido aun en el suelo, reaccionó
colérico a la última intervención de su hablante, mientras descargaba
intermitidos y recurrentes sonidos quejumbrosos, como de un intenso dolor a
duras penas podía contenido. Cuando el hombre doblegado reparó en la mirada de
aquel hombre, apuntó fulminantemente sus pupilas hacia él. Como con un oprobioso
gesto feral, le descubrió sus dientes apretados al alzar los finos labios,
ocultos tras su barba, bajo cuyo seno se escondían.
El
hombre en pie apuntó hacia él una tierna mirada, a la vez que esbozaba una
sonrisa que parecía rezumar compasión manifiesta. Fue tras unos instantes de
silencio que el hombre en pie tomó otra vez la palabra.
—Sí, hijo mío —confesó—.
Fui yo el que informó a don Fernando acerca de su encuentro con doña Hermida.
—¿Qué es lo que buscas?
—Estaba visiblemente debilitado, y a duras penas podía ahora mantener la grávida
firmeza de su voz—. ¿Qué es lo que pretendes conseguir?
Al
escuchar aquello, el hombre se llevó el índice y el pulgar a la barbilla.
Comenzó a dar vueltas en silencio alrededor del débil yaciente, mientras
acariciaba con parsimonia su mentón con los dos dedos. Tras un par de
rotaciones protocolares, el hombre devolvió a su interrogante otra pregunta.
—¿Usted cree en Dios,
don Esteban? —Parecía profundamente serio por primera vez en aquel intercambio
de palabras—. ¿Cree que Dios es real? ¿Cree que Cristo se hizo carne y que
nosotros fuimos creados a su imagen y semejanza?
Tras
haber formulado aquella pregunta, el semblante del recostado viró hacia el
desconcierto en un movimiento radical. Ya no parecía intuirse en sus facciones
un odio incontenido, consumido por la impotencia. Permaneció en silencio,
manteniendo por unos momentos el complejo semblante hacia el rostro enternecido
del hombre que desde arriba le vigilaba.
—Yo sí que creo en Dios
—retomó la palabra el mismo hombre que había formulado la pregunta—. Creo en la
inmortalidad del alma, en la vida eterna y en la prisión del cuerpo. Y creo
también en Cristo, por supuesto. Creo en Cristo, sobre todo. Si es que hay algo
en lo que verdaderamente creo, es precisamente en Jesucristo. Le confieso ahora
que siempre ha habido, desde mi más tierna y fascinable infancia, una verdad
inefable en su figura que me ha causado un indecible deleite.
—¿A dónde pretendes
llegar con todo esto? —interrumpió el hombre tendido, con una voz seca y
cortante, a la vez que algo afectada.
—Cristo fue un ser
humano —continuó el hombre en pie, mirando al frente, y obviando una
interrupción que, durante un instante, había parecido resultarle molesta—. Fue
un ser humano como usted y como yo: un ser humano con un núcleo de divinidad en
su interior. Aun así, como hombre, también fue un pobre sufriente condenado…
condenado por su propio pueblo a una muerte humana; a vivir la corpórea tortura
de la carne… ¡Jesucristo fue realmente un auténtico sangrador!
Después
de varios minutos pugnando por tratar de flexionarse, Esteban finalmente abdica
impotente a mitad del esfuerzo, facilitando así la caída de su herido cuerpo
hacia delante. El otro hombre, sin embargo, lo intercepta con sus brazos
abiertos, obstruyendo así con su torso su trayectoria. Dejando caer
miserablemente su cuerpo contra el otro, sin hallar la fuerza de oponer
resistencia alguna, Esteban, cada vez más débil, termina siendo finalmente
puesto en pie por el hombre de la túnica negra. Este, envolviendo el magullado
cuerpo del amante entre sus brazos, apoya su malherida cabeza sobre su hombro. Después
de haberlo acomodado adecuadamente, el hombre retoma nuevamente la palabra.
—Cada vez que pienso en
su tortura… En su corona de espinas, y en la belleza desnuda de su cuerpo
demacrado… —el orador fantaseaba con aquellas palabras —¡Qué pasión más humana
y más pura! ¡Y qué divino fulgor yacía en el seno de aquel sufrimiento!
—¿Qué…? —La fatigada
mirada del moribundo se proyectaba más allá de las paredes de la estancia; tal
vez más allá del mundo terreno del que partía. Sus palabras pugnaban por ser
expectoradas, en un vano esfuerzo que habría de morir lúgubremente sin que
pudiese ser realizado.
—Lo único que soy
—repuso con un tono lúdico el primero— es un esteta. Creo que hay belleza en el
sufrimiento humano; en la dignidad indomable del espíritu. Creo también que es
debido a esa belleza que esta vida humana adquiere un sentido. Este mundo es un
valle de lágrimas. Y, sin embargo, al verte caminar a través del vía crucis de
esta iglesia… ¡tú realmente eres un hermoso cristiano!
—¿Quién…eres? —exhaló
de vuelta, con el último hálito con que penosamente sus fríos labios se pudieron
condensar.
—¿Yo? —respondió el
interrogado, besando con ternura su mejilla derecha—. Tan solo un hombre devoto
buscando la santidad de este mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.