jueves, 22 de mayo de 2025

-Relato 3B de Óscar García

 

San Manuel Maldonado

 

Era una de esas tardes de otoño en que la llovizna azota con suavidad las fachadas vetustas de los pardos hogares de piedra musgosa. Los tejados castaños, rozando con deje altivo la comisura de los muros, contenían los pequeños estanques que se formaban, más por acumulación que por enjundia, en la constante caída de aquella precipitación sutil. El pueblo, silencioso como un sepulcro, rezumaba un aura borrascosa, condensada en el monótono cantar de la lluvia que percutía tiernamente en calzadas empedradas y monumentos centenarios. Cuando Hermida corría entre aquellas calles guijarrosas, el sonido de sus botas contra los charcos creados en los surcos del terreno resonaba como un eco solitario. Podría haber parecido la última palabra que hubiese exhalado la tierra: pues el ventoso temporal, que arreciaba a las gotas de llovizna suave, y que agitaba con violencia la tela negra del paraguas de la mujer, dotaba a la escena de un extraño aire de misión apocalíptica.

            Fue cuando Hermida alcanzó el liso pavimento de piedra pulida frente a la iglesia que detuvo por un instante su marcha. Muchas eran las personas que tendían a detener su paso ante el añejo frontispicio de aquel recinto sagrado, pero no era habitual una persona tan próxima al llanto como lo parecía la mujer en ese entonces. Tras haber permanecido durante unos breves instantes demorada en su postura, ante los arrebatos torrenciales del temporal inclemente, sus piernas avanzaron finalmente hacia la magna puerta de caoba humedecida. Sin mediar ahora un instante de vacilación, la abrió y se introdujo tras ella, cerrando torpemente el paraguas oscuro contra el viento que empujaba en su contra.

—Buenas tardes, Don Manuel. —Se dirigió con presteza hacia el confesionario, en el ala derecha del recinto. Los cortísimos tacones de sus botas reverberaban al marchar a través de la estancia con un estridente estruendo intermitido, mientras ella se movía con evidente agitación en su paso.

—Buenas tardes, hija. —Una grave voz manaba, con dulzura paternal, desde una sencilla cabaña de madera oscura, coronada ceremonialmente con una cruz en su cénit. —Puede usted pasar.

—¡Ay, padre! Debe usted escuchar mis confesiones, padre —se derrumbó penosamente la mujer, con progresiva debilidad en su voz, mientras apoyaba sus rodillas quejosamente sobre el raído reclinatorio de cuero bermejo—. He pecado de obra, padre. He pecado de obra y también de omisión. He realizado una acción imperdonable. —Su voz sonaba cada vez más trémula e insegura—. Pero sé que, si alguien pudiese perdonarme, ese habría de ser Dios, ¿cierto, padre? Siendo así, debo hablar con usted, don Manuel. Preciso que caiga sobre mí el juicio del Supremo cuanto antes… y, solo Dios sabe, acaso pudiese también recaer su absolución.

—Ave María purísima —inauguró el párroco, asintiendo con firmeza.

—Sin pecado concebida —replicó la feligresa.

—Oh, es usted, doña Hermida. —La neutralidad de su tono afectivo se tradujo a un timbre más serio y grave, abandonando así la apariencia deontológicamente amable a la cual su oficio le compele—. Dígame, ¿de qué se trata en esta ocasión?

—Se trata de mi marido, padre —replicó la mujer, con una aparente intranquilidad—. Mi marido… Mi marido…

—Cálmese, cálmese, doña Hermida. —Le tendió un pañuelo de tela gris ante la incipiente intensidad de sus sollozos acentuados—. Pero, respóndame a una cosa, antes que nada. ¿Tiene otra vez alguna relación con ese amante suyo?

            Tras haber oído aquello, la mujer no pudo seguir contenido un llanto violento que parecía pugnar contra su diafragma por ser expectorado. El sonido de sus quejos reverberó durante unos instantes con fuerte eco entre las amplias paredes de la añeja eucaristía. Las débiles llamas de los cirios rituales se zarandearon ondularmente durante un momento, mientras a través de las translúcidas vidrieras diminutas se distinguía el influjo de alguna centella extraviada en su errático camino hacia tierra.

            Después de aquellos sollozos, la mujer pareció hacer acopio de su determinación para tratar de recobrar la compostura que había perdido totalmente al escuchar la alusión del párroco. Secándose las lágrimas de sus mejillas rosadas con el pañuelo que el padre anteriormente le había tendido, comenzó de nuevo a hablar.

—¡Ay, padre! Sí, lo ha usted adivinado. Pero nada tiene que ver con la confesión que ya le he entregado anteriormente a Dios sobre el asunto. Solamente de pensarlo… —Agachó la cabeza, como si estuviese tratando de ocultar un súbito arranque de debilidad.

—¿Nada que ver? —interrogó el párroco—. Está bien, cuénteme. Estoy aquí para ayudar. ¿En qué podría interceder por usted ante Él?

—Mi marido… Bueno, ya le he hablado yo a usted acerca de la naturaleza temperamental de mi marido —repuso la mujer—. Pues, la cuestión es que, de algún modo… —Hermida hizo una pausa— se ha terminado enterando. ¡Se ha enterado, padre! ¡Está al tanto de lo de don Esteban!

—Cielo santo. Eso no son buenas noticias —añadió el clérigo, sin ápice de vacilación en su tono—. Ya le he dicho que no creía que fuese buena idea que se siguiesen viendo. Una vez dicho esto, ¿está usted segura de que su marido lo sabe, Hermida? ¿Sabe usted cómo habría podido descubrirlo?

—Sí, padre, no me cabe duda alguna de que lo sabe. ¡Ha debido de decírselo alguna de esas lagartas cotillas en la villa! —acusó Hermida—. Todo el día ociosas, de aquí para allá. Y la manera en que pasan las mañanas cotorreando de aquí para allá en la plaza de abastos… ¡Le garantizo a usted que esas mujeres no han de ser trigo limpio! ¡No, señor!

—Tranquilícese —repuso con pausa geométrica el cura—. Modere su lenguaje: recuerde que estamos en casa del señor.

—Lo lamento, padre. —Bajó nuevamente la cabeza hacia el reclinatorio—. Sucede que no me resulta sencillo pensar en el modo en que ha podido enterarse; en quién ha podido filtrarle dicha información, si no fuese alguna de ellas. Aunque desconozco cómo podrían haber llegado a estar al tanto de lo sucedido entre nosotros, si no fuese por esa densa red de información.

—¿Y bien? —reorientó el cura—. Antes ha hablado del carácter de su marido. ¿Cómo ha reaccionado al haber recibido la nueva?

—¡Ese es el problema, padre! —replicó—. ¡Después de haberme interrogado sobre ello, agarró el trabuco del coto y marchó sin decir palabra! Yo no fui capaz de mentirle. No he podido negarle nada, padre. Tampoco he confesado nada, pero tantos años de matrimonio sobran para que las miradas de una sean diáfanas, que puedan leerse como libro abierto.

—Qué inconveniente —dijo él, con impertérrita serenidad.

—Tampoco he podido detenerle. —En sus ojos podía apreciarse un evanescente reguero, como una estela de salobre remordimiento—. Una parte de mí teme por la locura que sea capaz de hacer contra don Esteban en uno de sus arranques de furia.

—¿Y no ha hecho nada más por intentarlo, hija? —interrogó el párroco de nuevo.

—¿Por qué clase de cristiana me toma, padre Manuel? —replicó, con tono visiblemente ofendido—. ¿No me ve aquí, confesando mis pecados y rezando por la pureza de su alma?

—¿Y no piensa hacer nada más? —reprochó, con un mimo ligeramente inquisitivo.

Varios segundos de silencio. La aldeana, sin haber aun respondido, parecía haber quedado cavilando por unos instantes, ensimismada. Tras haber elongado aquel momento por varios momentos, una voz grave rompió la atmósfera sepulcral del recinto, retomando de nuevo el pulso del diálogo.

—Pues esta es la voluntad de Dios —entonó rapsódicamente el sacerdote—: que haciendo bien hagáis callar la ignorancia de los hombres insensatos; como libres siervos de Dios.

—Primer libro de Pedro—. La voz de la mujer sonaba recia—. Capítulo 2. Versículo 16.

—¿Considera estar haciendo el bien en esta situación, doña Hermida? —inquirió el padre sin tapujos—. No hace falta que me responda: piense sobre su respuesta, y actúe usted en consecuencia a ella.

            La mujer, que ya había abierto la boca, volvió a cerrarla nuevamente después de haber escuchado aquello. Se produjeron unos instantes de silencio, en que el único sonido discernible en la estancia era el de las gotas de lluvia deslizándose por el escaso cristal de las vidrieras translúcidas. Tras varias miradas consecutivas cargadas de lenguaje no dicho, la mujer finalmente se puso en pie con firmeza.

—Muchas gracias por todo, padre—. Su cuerpo estaba totalmente orientado hacia él, sin haber emprendido aún movimiento alguno—. Es usted realmente un santo.

—Puede ir con Dios, hija —anunció el párroco, con ceremoniosidad, oficiando una fugaz persignación—. Un rosario, algo de propósito de enmienda y la resolución de sus cuentas pendientes. Será todo cuanto hará falta por esta vez.

            Después de haber dicho aquello, la mujer cogió sus cosas y emprendió su rumbo hacia la puerta principal de la salida. El padre Manuel abandonó también el confesionario, marcando sus pasos en dirección hacia la humilde sacristía ubicada en el ala opuesta. A mitad de camino, sin embargo, se detuvo a contemplar la firme marcha de la mujer sobre aquella losa empedrada con patrón ajedrezado. Después de unos segundos de silencio, en los que permaneció inmóvil observándola, esbozó una sonrisa y retomó su camino hacia la sacristía.

 

Una vez fuera del edificio, Hermida comenzó a caminar con velocidad. El sonido de sus botas al golpear en los charcos sedimentados sonaba con una frecuencia continua: cada nuevo paso devoraba sin clemencia la fugaz reverberación del paso previo. Con este ritmo caminaba la mujer, alejándose cada vez más de aquella solemne eucaristía.

            Cuando Hermida se hubo adentrado en el pueblo, detuvo sus pasos ante un añejo portón de madera, recubierto por una pátina de pintura de color verde oscuro. Pertenecía a una casa antigua, de irregulares ladrillos de piedra que alternaban su patrón cromático entre diferentes tonos de marrón de distinta intensidad. Una vez allí, sin permitir que antes transcurriesen más que un par de segundos de demora, la vecina percutió decidida tres veces aquellas magnas puertas desgastadas.

—¡Esteban! ¡Soy yo, Esteban! —gritó, ante el creciente son de una lluvia que impactaba furibunda ante los rústicos techos de teja y de pizarra—. ¡Abre la puerta, Esteban!

            A pesar de la insistencia de la mujer, no hubo respuesta en el interior de la estancia. Ella siguió percutiendo con sus nudillos desnudos aquel magno portón. La lluvia seguía cayendo con fuerza sobre sus paredes musgosas. Sin cesar en su empeño, la mujer siguió llamando monomaníacamente ante aquel portón. Tocó con fuerza y con intensidad, hasta que, súbitamente, su puerta derecha cedió y comenzó a abrirse. Nadie más que Hermida había podido causar aquello: pues nadie había tras la entrada que pudiese haberla retirado; nadie que hubiese podido invitarla a pasar. Aquel portón debía haber sido mal cerrado la última ocasión en que alguien había salido por él.

            Tras varios instantes de pausa, la mujer se adentró en la oscura estancia. Su cuerpo temblaba, como si le hubiese estremecido el mal fario de una adversa premonición. Sin embargo, avanzaba. Atravesó el pasillo del recibidor que en más de una ocasión había ya visitado. Esta vez estaba ungido en una espesa atmósfera tenebrosa. A duras penas podía llegar a él la luz natural a través de las ventanas, debido a aquel nuboso firmamento, a tal grado encapotado con firmeza y densidad. La luz de la estancia permanecía apagada, y, en aquel instante, Hermida no parecía tener la prioridad de localizar algún interruptor. El ritmo saturado del flujo continuo de la lluvia, que se acentuaba por momentos, y que había dejado de ser llovizna hacía un largo rato ya, dotaba a aquella escena de un bajo continuo de constante e ininterrumpida inquietud.

            Una vez pasado el recibidor, la mujer se descubrió penetrando en el salón vacío. Al haber llegado allí, se le abrieron cuantas posibilidades aquella casa podía ofertarle. La mujer se detuvo, y reposó varias miradas intermitentes a cuantas puertas y accesos aquella estancia se encontraba ofreciendo. A la izquierda, la cocina y el comedor; un aseo en el frente y a la derecha, la salita junto a la habitación de invitados. Sin embargo, cuando sus ojos repararon en aquellas escaleras por tramos de cedro libanés, escondidas en el fondo de la estancia, entre la cocina y el austero cuarto de baño, reposaron fulminantemente sobre ellas. Casi como consecuencia de unos segundos de grave observación, el cuerpo de la mujer comenzó a orientarse hacia esa dirección. Ella ya había pasado a través de ellas para llegar a la habitación de don Esteban en más de una ocasión. Sin embargo, el lento e indeciso ritmo del movimiento que había entonces comenzado parecía evidenciar que, en aquella ocasión, lo hacía con un ánimo que en nada consonaba con sus previas incursiones.

            Cuando estaba comenzando a caminar por aquella escalera, detuvo su mirada por un instante sobre los escalones. Estaban mojados. Había sobre ellos impreso un rastro de agua y tierra mojada, marcados con el inequívoco dintorno de una suela de calzado para la lluvia. A juzgar por el grado de humedad de las huellas, alguien había estado allí en las últimas horas. Después de tragar saliva de una forma ostensible, Hermida prosiguió en su camino hacia la segunda planta con estremecida lentitud. Dobló la esquina arrimada a la barandilla, con trémula flaqueza en las piernas, e inició su ascenso a través de los últimos peldaños hasta el piso superior.

            Una vez en aquel altillo, la ausencia de iluminación en la atmósfera era todavía mayor. Se trataba de un pequeño pasillo mal iluminado que afluía, en su desembocadura, a un pequeño baño y al dormitorio principal de la casa. Las únicas ventanas de la planta se encontraban dentro de aquella aislada habitación, que Hermida ya había tenido ocasión de conocer en oportunidades anteriores. La puerta estaba abierta, y la mujer dirigió hacia ella su mirada. Se pausó por unos segundos, y exhaló un breve suspiro entrecortado antes de retomar su camino hacia ella.

—¿Esteban? —Su voz sonaba insegura mientras abría la puerta—. ¿Hay alguien ahí?

            Tras haber empujado suavemente la puerta con su mano izquierda, esta comenzó a abrirse con lentitud. Con el súbito y estridente golpe de luz de un relámpago, la escena se iluminó por un instante. Quedó lo suficientemente iluminada como para permitir a la mujer descubrir el cuerpo sin vida de un hombre tendido de bruces sobre la revuelta cama de matrimonio. Su tronco yacía desmadejado sobre el colchón, mientras permanecía a la vez apoyado en sus rodillas, hincadas sin resistencia sobre el umbrío parqué. Aquel suelo de madera estaba, concéntricamente a su alrededor, maculado por un líquido que manaba desde la parte inferior e izquierda de su abdomen. El mismo líquido parecía manchar unas sábanas albugíneas, alrededor de las cuales el cuerpo inerte se hallaba descuidadamente arropado.

            La primera reacción de Hermida fue de sobresalto: se estremeció con rapidez hacia atrás y, yaciendo sobre sus rodillas en la tarima, hundió su rostro hacia abajo, hacia aquella grisácea tarima, descendiendo con el peso de su cuerpo al juntar las palmas de sus manos encima de su frente. Permanecía en aquella posición, a unos dos pasos aproximados del marco de la puerta, cuando abrió su boca escondida tras sus hombros. Sin embargo, no llegó a decir nada antes de ponerse de vuelta en pie. Sus piernas ya no estaban temblando. Tras liberar un suspiro profundo de sus pulmones, se puso en pie y entró en el dormitorio.

            Antes de avanzar ante el lecho en el que yacía sin vida el cuerpo de aquel hombre, tendió su mano hacia el mueble a la izquierda de la entrada. Extrajo de él una cajetilla de fósforos y, sin mediar medio instante, prendió uno de los contenidos en ella. La penumbra de la escena se desvaneció, y comenzó a poder observarse que aquel líquido que irrigaba el lugar era, efectivamente, un caudal rojizo de sangre manante del cadáver. Hermida no dejo de avanzar hasta la cama, hasta que pudo contemplar con detalle aquel inerte cuerpo que yacía bocabajo. En el lateral del costado tenía una herida de arma blanca, y había en su piel impresos claros signos de lucha y forcejeo.

Cuando lo tuvo al alcance de su mano, lo volteó y contemplo su rostro con horror: no se trataba de Esteban, sino de Fernando, su marido. Su marido estaba muerto sobre la cama de su amante. Esa misma cama en la que tantas veces ella y Esteban habían retozado juntos, bajo alegación de cualquier pretexto al marido para marchar del hogar sin levantar sospecha. Al contemplar directamente el rostro sin vida de su esposo, la mujer profirió un grito. La resolución que parecía haber acopiado momentos atrás se desvaneció con aquel encuentro insospechado. Rompió a llorar con intensidad, persignándose agitadamente con la cadencia ininterrumpida de una ametralladora ligera. Hincando las rodillas de nuevo, juntó las palmas de sus manos y, previa extracción de un rosario de su bolsillo, comenzó a orar con devoción.

 

Era la última hora de la tarde cuando la lluvia amainó, y los cielos comenzaron a abrirse. Las calles musgosas, totalmente anegadas en el agua estancada en charcos discontinuos, seguían estando desiertas. Algunos jilgueros se atrevían a cantar en el cielo, mientras que en el suelo empapado solo se escuchaban los pasos discontinuos de un hombre contra la guijarrosa calzada. Era un hombre de mediana edad, con el pelo oscuro y la barba corta, aunque ligeramente descuidada y asimétrica. Caminaba con dificultad, con la mano zurda apoyada en su costilla derecha, en el pliegue de la comisura entre su pectoral y la región superior de su abdomen.

            Después de caminar durante varios minutos, sus pasos se detuvieron. Finalmente había arribado en su destino. Surcó con celeridad su liso pavimento de piedra pulida, sin detenerse a contemplar su explanada, y se plantó frente al grandioso portón de madera de caoba. Observó un segundo sus simétricos grabados con forma de cruz, antes de rebasar, al fin, el umbral que separaba el interior del edificio de su fachada exterior.

             Una vez allende las puertas, el hombre alzó la vista por el lugar. Pudo distinguir a otro hombre, totalmente ataviado en una larga túnica de color azabache, con las palmas de sus manos recostadas sobre el altar central en lo alto del presbiterio. Tras devolver al observador una mirada profunda, aquel hombre esbozó una sonrisa.

 

—Le estaba esperando —comentó el hombre del altar, con un deje ligeramente desafiante en su tono—. Pero ha tardado usted más de lo que me esperaba. Aunque tal vez debiese haberlo pensado como algo estimable: el rey solo se desplaza de casilla en casilla.

—¡Tú! ¡Tú has sido el que se lo ha contado! —Avanzaba renqueante y con lentitud entre los bancos que abrían un pasillo central, y a través de las baldosas blanquinegras de aquel desgastado patrón en el suelo—. Tú ya sabías que todo esto pasaría. Él intentó acabar con mi vida… Y, ahora, él…

—“Entonces Jesús dijo —replicó aquel hombre, solemnemente—: vuelve tu espada a su lugar; puesto que aquellos que han tomado una espada, por mor de otra espada perecerán”. Evangelio según San Mateo. Capítulo 26, versículo 52

            Aquella intervención descolocó momentáneamente al visitante. Sin embargo, tras un fugaz instante de cavilación, este repuso de nuevo su compostura, ahora con una furia más evidente en sus facciones, y se dispuso a tomar nuevamente la palabra.

—¡Tú sabrías que todo esto pasaría! —Su tono sonaba cada vez más vehemente, mientras proseguía en su camino a través de filas paralelas de cirios litúrgicos y bancos de madera oscura—. ¡Sabías que uno de los dos acabaría muriendo!

—Una partida termina cuando cae uno de los reyes —contestó, con inalterable severidad sobre su rostro—. Y siempre es emocionante ver cómo comienza una nueva partida.

—Serás… Maldito… ¡Maldito seas! —Habiendo rebasado la mediatriz del transepto, el hombre detuvo su paso e hincó la rodilla en el suelo. Jadeó con dificultad por un instante, justo antes de retirar la mano izquierda de su costado, que con tanta fuerza había estado presionando anteriormente. Pudo observar en la palma retirada la sólida estela del granate oscuro coagulado antes de devolverla velozmente a su posición anterior.

—Aunque una partida también pueda acabar con tablas —retomó el hombre apoyado en el altar, esbozando ahora una sonrisa sarcástica—. Siempre y cuando se den en el tablero las condiciones adecuadas.

—¡Eres un monstruo! —gritó el hombre desmadejado, mientras apretaba sus dientes con intensidad.

—“De hecho, la ley exige que casi todo sea purificado con sangre. —El hombre del altar sonreía distendido, mientras abandonaba su posición inmóvil y se aproximaba al hombre tendido sobre su rodilla—. Pues sin derramamiento de sangre no existe perdón”. Epístola de san Pablo a los hebreos. Capítulo 9, versículo 22.

            Después de haberse acercado a no más de dos pasos del hombre herido, el hombre desplazado se detuvo en silencio a observarlo. Abatido aun en el suelo, reaccionó colérico a la última intervención de su hablante, mientras descargaba intermitidos y recurrentes sonidos quejumbrosos, como de un intenso dolor a duras penas podía contenido. Cuando el hombre doblegado reparó en la mirada de aquel hombre, apuntó fulminantemente sus pupilas hacia él. Como con un oprobioso gesto feral, le descubrió sus dientes apretados al alzar los finos labios, ocultos tras su barba, bajo cuyo seno se escondían.

            El hombre en pie apuntó hacia él una tierna mirada, a la vez que esbozaba una sonrisa que parecía rezumar compasión manifiesta. Fue tras unos instantes de silencio que el hombre en pie tomó otra vez la palabra.

—Sí, hijo mío —confesó—. Fui yo el que informó a don Fernando acerca de su encuentro con doña Hermida.

—¿Qué es lo que buscas? —Estaba visiblemente debilitado, y a duras penas podía ahora mantener la grávida firmeza de su voz—. ¿Qué es lo que pretendes conseguir?

            Al escuchar aquello, el hombre se llevó el índice y el pulgar a la barbilla. Comenzó a dar vueltas en silencio alrededor del débil yaciente, mientras acariciaba con parsimonia su mentón con los dos dedos. Tras un par de rotaciones protocolares, el hombre devolvió a su interrogante otra pregunta.

—¿Usted cree en Dios, don Esteban? —Parecía profundamente serio por primera vez en aquel intercambio de palabras—. ¿Cree que Dios es real? ¿Cree que Cristo se hizo carne y que nosotros fuimos creados a su imagen y semejanza?

             Tras haber formulado aquella pregunta, el semblante del recostado viró hacia el desconcierto en un movimiento radical. Ya no parecía intuirse en sus facciones un odio incontenido, consumido por la impotencia. Permaneció en silencio, manteniendo por unos momentos el complejo semblante hacia el rostro enternecido del hombre que desde arriba le vigilaba.

—Yo sí que creo en Dios —retomó la palabra el mismo hombre que había formulado la pregunta—. Creo en la inmortalidad del alma, en la vida eterna y en la prisión del cuerpo. Y creo también en Cristo, por supuesto. Creo en Cristo, sobre todo. Si es que hay algo en lo que verdaderamente creo, es precisamente en Jesucristo. Le confieso ahora que siempre ha habido, desde mi más tierna y fascinable infancia, una verdad inefable en su figura que me ha causado un indecible deleite.

—¿A dónde pretendes llegar con todo esto? —interrumpió el hombre tendido, con una voz seca y cortante, a la vez que algo afectada.

—Cristo fue un ser humano —continuó el hombre en pie, mirando al frente, y obviando una interrupción que, durante un instante, había parecido resultarle molesta—. Fue un ser humano como usted y como yo: un ser humano con un núcleo de divinidad en su interior. Aun así, como hombre, también fue un pobre sufriente condenado… condenado por su propio pueblo a una muerte humana; a vivir la corpórea tortura de la carne… ¡Jesucristo fue realmente un auténtico sangrador!

            Después de varios minutos pugnando por tratar de flexionarse, Esteban finalmente abdica impotente a mitad del esfuerzo, facilitando así la caída de su herido cuerpo hacia delante. El otro hombre, sin embargo, lo intercepta con sus brazos abiertos, obstruyendo así con su torso su trayectoria. Dejando caer miserablemente su cuerpo contra el otro, sin hallar la fuerza de oponer resistencia alguna, Esteban, cada vez más débil, termina siendo finalmente puesto en pie por el hombre de la túnica negra. Este, envolviendo el magullado cuerpo del amante entre sus brazos, apoya su malherida cabeza sobre su hombro. Después de haberlo acomodado adecuadamente, el hombre retoma nuevamente la palabra.

—Cada vez que pienso en su tortura… En su corona de espinas, y en la belleza desnuda de su cuerpo demacrado… —el orador fantaseaba con aquellas palabras —¡Qué pasión más humana y más pura! ¡Y qué divino fulgor yacía en el seno de aquel sufrimiento!

—¿Qué…? —La fatigada mirada del moribundo se proyectaba más allá de las paredes de la estancia; tal vez más allá del mundo terreno del que partía. Sus palabras pugnaban por ser expectoradas, en un vano esfuerzo que habría de morir lúgubremente sin que pudiese ser realizado.

—Lo único que soy —repuso con un tono lúdico el primero— es un esteta. Creo que hay belleza en el sufrimiento humano; en la dignidad indomable del espíritu. Creo también que es debido a esa belleza que esta vida humana adquiere un sentido. Este mundo es un valle de lágrimas. Y, sin embargo, al verte caminar a través del vía crucis de esta iglesia… ¡tú realmente eres un hermoso cristiano!

—¿Quién…eres? —exhaló de vuelta, con el último hálito con que penosamente sus fríos labios se pudieron condensar.

—¿Yo? —respondió el interrogado, besando con ternura su mejilla derecha—. Tan solo un hombre devoto buscando la santidad de este mundo.


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