La muerte lenta
El reloj cuelga en la pared tras Samuel, es imposible mirar uno a uno sin ver al otro. Parece que se haya sentado intencionalmente en su trayectoria. La aguja corta titubea hacia el cielo, esperando a sus hermanas.
―Puedes decirme si tienes miedo.
―¿Miedo? ―Le enseño los dientes cuando sonrío. Si tuviera la boca más grande enseñaría hasta las encías―. Sabes que no es miedo.
El traje está colgado en una percha fuera del armario. Samuel respira por la nariz. Juega con la corbata entre las manos. La pliega y la despliega. Aplana el largo estirándola con los pulgares, luego la tiende sobre su mano. Solo la acaricia en el sentido del tejido.
―Tampoco es que me apetezca. ―Hablo para escuchar mi voz por encima del sonido de la tela y de los viejos engranajes a los que la aguja alta no da tregua. A veces se atasca y el tiempo se detiene. Luego transcurren tres segundos de una vez. Esta mañana lo han puesto en hora, solo para asegurarse. Samuel lo ha puesto en hora. De pie, al lado de mi cama. Ha puesto en hora el reloj viejo, por precaución.
Se encoge de hombros. Sus ojos siguen fijos en la dirección de las hebras de la corbata.
―No va a ser tan difícil como crees.
―No puedes saber eso.
―Antes de que te des cuenta el deber reemplazará al amor. Y cuando tengas un deber, el riesgo extinguirá el deseo.
Tras su cabeza gacha, las tres agujas chasquean y se alinean en las doce. Guardamos silencio hasta que tres segundos avanzan de una sola vez.
―Deberías descansar. ―Cierra la puerta tan suavemente que el resbalón no emite ningún sonido al encajar. Antes de irse ha dejado la corbata en la mesita de noche. En el centro hay una arruga con el diámetro exacto de la yema de su pulgar.
La boca de Samuel es una línea llana como el horizonte de Sevilla. Lo único que veo de sus ojos es la sombra que las pestañas cortas y gruesas proyectan en sus mejillas. Mi padre está a su lado. Ha abrillantado tanto las medallas de su chaqueta que reflejan el rostro cubierto de la novia, su cara deformada por el escudo de España no es diferente a la que vería si la mirase a los ojos.
El cura bendice nuestra unión en un latín precario. Mis labios se mueven con los suyos. No hay una oración que mi memoria muscular sea incapaz de replicar. La boca de mi padre sonríe en el espacio entre su bigote y la medalla. Los labios de Samuel solo se abren en el Amén. El único momento en el que su expresión parece cambiar es cuando la llama de los cirios tiembla y con ella titubea la sombra de sus pestañas. No levanta la mirada. En la medalla de mi padre veo que ha sido el movimiento de mis propias manos levantando el velo lo que ha balanceado el fuego. Cierro los ojos para besar a la novia, así que no sé si entonces mira. Tampoco sé si con la cara al descubierto ella ha visto la arruga redonda que no he planchado.
Escucho una frase solemne, vítores, y ya no miro atrás. «El deber reemplazará al amor; el riesgo extinguirá el deseo». Tengo arroz en los zapatos y el brazo de una mujer entrelazado con el mío. Sonrío a los objetivos de las cámaras y cuando alzo la mano para saludar la mantengo a la altura de la corbata. Justo delante.
Me quito los zapatos sentado en la cama y vacío el arroz en el suelo. Los granos se esparcen hasta llegar a los pies desnudos de la desconocida que es legalmente mi mujer. Se ha hecho la pedicura. Levanto un poco los ojos. También la cera. Se ha quitado el vestido de novia, pero lo ha sustituido por un camisón. También es blanco, con encajes de costuras gruesas y remates puntiagudos alrededor del cuello y en las mangas. Cae con gracia desde sus caderas, y las pinzas en los pechos y la cintura unen la decoración del cuello con la del dobladillo inferior.
—Buenas noches. —Su voz es aguda y apenas audible. Se mira los pies y mueve los dedos. El esmalte de sus uñas refleja la luz de la mesilla de noche.
Aparto los granos de arroz con el pie descalzo. El reloj se salta tres segundos. Tengo una cucharada de vino bajo la lengua. Trago antes de responder. Me limpio los labios con el dorso de la mano. Cuando me incorporo ella levanta un talón y arrastra la planta hacia atrás sin dar el paso.
—Puedes decirme si tienes miedo. —Huelo el vino en mi propio aliento. Doy la espalda al reloj.
—No sé qué hacer.
Se cubre la cara con las manos, hundiendo los dedos en sus ojos. Rozo mis propias pestañas con las yemas de los dedos.
—No va a ser tan difícil como crees.
—¿Me ayudarás?
Extiendo la mano hacia ella. Rozo mi pulgar con mi índice antes de abrirla y tendérsela. Está temblando cuando me toca. Cierro los dedos en torno a los suyos y vamos a la cama, donde se tiende sin desvestirse. Presiono los labios cerrados sobre los suyos. El aire de su nariz calienta mis mejillas. «¿Y cuando el amor y el deseo mueran, qué hacemos con el cadáver? ¿Qué hacemos con esto?». Toco el vello fino y corto de sus muslos y extiendo los nudillos abriendo la palma de la mano.
Separa los labios cuando toco la tela de su ropa interior. Junta las rodillas y se baja las bragas con una mano. La otra sigue apretando la mía. Sigue temblando. «Después de la boda volveré al taller de mis padres. Lo enterraré entre las raíces del almendro y rezaré un padre nuestro cada vez que florezca».
—¿No te vas a quitar la ropa? —Sus labios rozan los míos al hablar.
Me siento sobre mis talones y meto los dedos por el cuello de mi camisa para deshacer el nudo de la corbata. La dejo sobre mi palma y la pliego alrededor de mis nudillos, de vuelta a la palma. Ella me desabotona la camisa mientras me quito los pantalones. Luego abre las piernas. Me arrodillo entre ellas. Una mano en la suya. La otra mano junto a la almohada. El puño cerrado.
Al flexionar las piernas el camisón resbala sobre su vientre hasta quedar bajo su ombligo. «Cualquiera que te viera pensaría que estás en mi velatorio más que en mi boda». Cierro los ojos cuando me inclino sobre su cuerpo. No los vuelvo a abrir. «Puede que no fuera tuyo, pero era un velatorio». Me corro dentro de ella. Tengo los nudillos de la mano blancos y no me siento los dedos. La corbata corta el flujo sanguíneo. Aun así, no abro el puño. Unas palmas se apoyan en mi pecho. El reloj salta tres segundos.
El sol aún está alto en el cielo cuando bajamos del coche. Los padres de Samuel salen a la puerta. El coche repiquetea en la gravilla suelta de la carretera. Nos invitan a entrar. Su madre con aspavientos. Su padre con los labios tan rectos como la espalda y una leve reverencia.
—Qué bien conoceros. Samuel siempre nos escribía sobre ti cuando estábais en las filas. —Su madre me da dos besos en las mejillas. Su padre carraspea y me aprieta la mano con los músculos de la cara contraídos. Tiene las cejas bajas y fruncidas. Su voz es grave.
—Un honor. Y felicidades.
—Gracias.
Samuel está besando las mejillas de mi mujer, cuyo vientre redondo y duro comienza a inclinarse hacia abajo. Se ríe. Dice algo. Pone las manos sobre sus hombros. Luego levanta los ojos. Se acerca a mí andando detrás de sus padres y me tiende la mano.
—Felicidades.
—Gracias.
—¿Quieres entrar?
—Me gustaría verla antes, si no te importa.
—Claro.
Los rayos de sol entran parcheados entre las hojas verdes del almendro. Los capullos están cerrados todavía. Mi mujer entra con sus padres. Samuel me da la espalda. Camino tras él hasta el taller. Sus hombros son anchos. Tiene callos en las manos que las hacen más amplias. En su nuca el corte brusco de la maquinilla se ha desvanecido. Su pelo castaño y corto se riza tras las orejas. Huele a serrín y barniz. Abre la puerta con llave y me deja pasar primero. Levanta los ojos y contrae los párpados cuando el sol impacta en ellos, pero no los cierra. Sus pupilas imitan mis movimientos hasta que estamos dentro y el resbalón vuelve a encajar sin más sonido que el de las bisagras hastiadas.
Paso la mano por la estructura de madera. Es suave, está recién lijada.
—Quería que me diérais el visto bueno antes de terminar. Todavía se puede arreglar… lo que queráis.
Niego con la cabeza. Cierro la mano en torno a uno de los barrotes.
—Es perfecta así.
—Podríais haberla encargado a un carpintero que trabajara con mejor madera. Seguro que tu madre tenía…
—Nos ha regalado el moisés. Pero prefiero trabajar con alguien de confianza para esto.
Samuel suelta una carcajada por la nariz.
—Trabajar.
Tiene los brazos cruzados. Bajo la luz sus ojos casi pierden el color y solo se ven en ellos las vetas marrones de la madera desnuda interrumpidas por dos pupilas contraídas.
—Samuel.
—Dime.
Como el reloj de pared, salto tres segundos y contesto tarde.
—Empiezo a temer no poder matarlo sin morir.
Sacude la cabeza, baja las cejas y frunce el ceño. Sus pestañas casi acarician sus pómulos. Se lleva dos dedos al entrecejo.
—No. No has venido a eso.
Repito su nombre. Tres segundos y lo vuelvo a repetir. La palma de su mano me cubre la boca antes de que haya una cuarta vez.
—No.
Doy un paso hacia atrás y retira la mano. Entonces vuelvo a avanzar el pie. Esta vez suelta el aire por la boca. Sus pupilas ruedan sobre la cuna antes de volver a levantarse.
—Te arrepientes.
Asiento.
—No es mi problema.
—Pero es tu culpa.
Otra carcajada, esta vez en voz alta. Levanta la barbilla como la última manilla del reloj aquella noche.
—Sabía que no ibas a ser civil. No, pensaba que ibas a serlo, esa noche pensé que ibas a ser civil. Cuando aguantaste ahí, sin moverte, sin decirme nada, pensé que ibas a ser civil.
—¿Eso es lo que te preocupa a estas alturas? ¿Ser civil?
—Hay una cosa que te tengo que conceder. Es imposible no reírse contigo. Vienes a casa de mis padres con tu mujer embarazada, a ver la cuna que me habéis encargado, y pretendes… ¿qué pretendes exactamente? Porque no hay por dónde cogerlo.
—Sabes que nunca quise esto.
—Sí. Y sé que aun así lo elegiste.
—Samuel.
—Estaba dispuesto a irme. A dejar a mi familia, a aprender el idioma que fuese si hacía falta. Busqué todas las salidas que ganaran más tiempo que fingir hepatitis con un informe comprado.
Ha ganado peso estos meses. Sus mejillas están más llenas. Acumulo saliva en los carrillos y separo los brazos de mis costillas. Cuando me yergo soy más alto que él. Esta vez sus ojos no se apartan de los míos. Reflejan un rostro delgado, distorsionado. Baja la voz, no en volumen sino en tono.
—¿Y sabes lo peor? No lo hice ni por amor. Lo hice porque sabía que no ibas a ser civil. No ibas a aguantar un matrimonio. Estuve esperándote toda la noche. A tu lado. Hasta que dieron las doce y fue demasiado tarde. Tú te quedaste.
Se toca los nudillos con el pulgar, baja los ojos hasta sus propias manos. Mis nudillos estuvieron morados durante una semana después de la boda. Dije que me había tropezado borracho.
—Me dijiste que no iba a ser tan difícil.
—Perdóname por intentar consolarte.
Aprieto el puño, solo hinco las uñas en mi propia carne. Me trago la saliva cuando me toca la campanilla. Sabe al vino de la noche de bodas.
—¿Y tú? ¿Ya lo has enterrado, aunque todavía respirase?
—¿Desde cuándo te importa a ti lo que yo haga?
—Eso no es muy civil.
—¿Sabes lo que no es civil? Pasarte toda la ceremonia mirando a uno de los padrinos. Poner a un compañero de la mili al lado de tu padre y darle la espalda a todos los invitados. Ni en los votos giraste la cabeza, ¿a ti te parece normal? ¿Te parece que pueda ni presentarme a tu familia después de eso?
—Y tú no me miraste una sola vez.
—¡Lo que nos faltaba!
Samuel se mete los dedos entre los rizos cortos. Cierra los ojos. Respira por la nariz. Se apoya en la cuna, que no cede. La estructura es resistente. estable. Abrocho y desabrocho el último botón de mi camisa.
—¿A qué has venido en realidad?
—A decirte la verdad. Que tenías razón.
—Vale, gracias. Ya sabía que tenía razón, pero aprecio el gesto.
—Todavía estamos a tiempo.
El viento se levanta y las hojas del almendro chocan contra la ventana. Los capullos se desprenden al impacto.
—No, no lo estamos.
—No hay deber, ni riesgo, ni nada que ponga fin a esto.
Samuel se presiona las sienes con las yemas de los dedos.
—El amor y el deseo tienen una esperanza de vida corta. Si eso no funciona, sufrirán una muerte natural. Y entonces podrás mirar a tu mujer a la cara.
—¿Quieres que suplique de rodillas?
Los hombros de Samuel se levantan un instante, como un reflejo, pero sus ojos no se levantan con ellos.
—Lo que me pides no vale las vidas de un niño y una esposa abandonados.
Alargo la mano y clavo los dedos en los huecos entre sus nudillos. Samuel está quieto. Su aliento está caliente. Se humedece los labios con la lengua.
—Cuando tu hijo nazca el almendro ya estará en flor. Arrodíllate en sus raíces cuando vengas a por la cuna.
Aprieto los dedos sobre su mano. Extiendo el pulgar para aplanar una de las venas azuladas que sobresalen en el dorso. Su pulso percute contra mi piel.
—Si sigues mirándome así se te van a salir los ojos. —Samuel levanta el pulgar hasta la piel bajo mi ojo, arrastrándola levemente. Presiona el dedo contra el hueso de mi pómulo. Adelanto la cabeza en la otra dirección, pero Samuel hace fuerza y abre la mano para sujetarme la cabeza—. No.
—¿Qué pensarían tus padres?
Ambos permanecemos inmóviles, haciendo fuerza contra el otro.
—¿Es una amenaza?
—Es una pregunta.
—Lo mismo que los tuyos.
—Los míos tendrán un heredero.
—Y los míos un taller bien mantenido.
Parpadeo. Mis ojos no terminan de cerrarse por la presión de su mano en mi cabeza. El reflejo de unos ojos desorbitados se alinea con sus pupilas, que se mueven ligeramente de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. De un ojo a otro. Parpadeo otra vez. Y otra vez. Su pulgar se levanta y se mueve sobre mi ojo, posándose sobre el párpado superior para cerrarlo. Suelto aire por la boca con los ojos cerrados. La yema de su dedo se arrastra sobre mi pupila y hasta mi entrecejo y levanta los músculos fruncidos. Baja hasta el puente de mi nariz, donde se detiene un instante, y vuelve a subir. No abro los ojos.
—¿De verdad no lo hiciste por amor?
El pulgar desciende finalmente trazando el puente de mi nariz hasta la punta. Luego el calor de la mano desaparece, y sin su fuerza mi cabeza se ladea por un momento. El taller está en silencio. El viento ha cambiado de dirección y las hojas del almendro murmuran como una colonia de ratones afónicos lejos de la ventana.
—No. Pero no vas a hacerme esto.
—¿Puedo decirte si tengo miedo?
Samuel abre la boca, sus pupilas siguen repitiendo el mismo movimiento lento y sutil.
—Solo esta vez.
Cierro la boca y bajo la barbilla. Samuel me toca el hombro.
—Vas a estar bien.
—No puedes…
—Tu mujer es un encanto. Mírala aunque sea una sola vez.
—¿Lo es?
Asiente con la cabeza.
—Es dulce, y guapa, y está muy embarazada. Vais a estar bien.
Trago saliva, pero tengo la boca seca y mi nuez acaba golpeándome la garganta sin lubricación.
—Si un día decides que no quieres vivir así no me llamarás a mí. —Miro los barrotes de la cuna, los bulbos que forma la madera. Samuel niega con la cabeza—. Y si yo decido lo mismo, no te buscaré. —Sus párpados bajan hasta que las pestañas oscurecen sus mejillas—. Te prometo que rezaré en las raíces cuando vuelva a recogerla. Aunque no haya muerto. Y no te diré si ha muerto.
Samuel me aprieta el hombro, su pulgar casi en mi cuello.
—Da igual. Da igual lo que me digas, te lo puedo ver en la cara.
—¿Y por qué yo no puedo vértelo a ti?
Sonríe enseñando solo una intuición de blanco entre los labios.
—Porque no tienes paciencia para mirar. Intenta practicar, tienes deberes.
—Deberes que no reemplazan nada.
—Pero te van a ocupar el tiempo suficiente.
Se separa de la cuna. Yo permanezco de pie, mirándola. Paso la mano por uno de los postes. Hay tallado un rostro sonriente. Le meto la uña en la boca antes de darme la vuelta y seguir a Samuel. Contamos tres segundos en silencio antes de abrir la puerta.
Cuando nos despedimos tengo entre las manos una lata de dulces que la madre de Samuel insiste en regalarnos por la visita. Su padre me da una palmada en el centro de la espalda cuando me estrecha la mano. El viento ha parado y el almendro se alza inmóvil en el centro del jardín. Escucho la risa de Samuel, está hablando con mi mujer. En ese momento la veo reflejada en sus ojos claros. Está sonriendo.
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