Sangre espesa diluida en cloro
El azúcar de los licores envuelto en la aguda pestilencia de la fritanga del bar mata el leve olor a cloro que aún quedaba en su pelo. Es una experiencia sensorial a la que Daniel no consigue acostumbrarse. Sus amigos están sentados en dos mesas de metal arañadas que han arrastrado juntas. Han pedido su bebida por él. Aún no se ha sentado cuando levanta el vaso empañado de vaho frío para llevárselo a la boca, los colores cobrizos que se mezclaban en él se enturbian con el movimiento; como meterse en un estanque de carpas con los pies sucios.
—Eh, Dani, ¿y a ti qué te pasa? —Enrique le toca el brazo. Su mano es grande y está caliente. Uno de sus dedos llega a rozar bajo la manga corta de la camiseta de Daniel. Si quisiera, seguramente podría cerrar la mano y en ella cabría toda la circunferencia de su brazo. En la otra sostiene un vaso con contenido negro, infinito. Coca-cola mezclada con tantos chupitos como admita el vaso, seguramente. En ese bar mezclan todo lo que pueden—. No has dicho nada desde que has llegado.
—Voy a dejar la natación.
Sobre la barra se anuncian cócteles escritos con rotuladores de colores en una pizarra a mano. En la otra pizarra hay impresas fotos de hamburguesas y perritos calientes. Es una combinación absurda y grotesca. No es un sitio para empezar la noche; es el carrito donde terminas después de haber vomitado la primera vez. Pero Daniel empieza su noche allí todas las noches últimamente. El dueño del bar es un hombre grande, tiene la espalda ancha, «más ancha que la mía» piensa Daniel; y una barriga que se presiona contra la barra cuando se asoma a atender a clientes. No es español, aunque Daniel no es capaz de identificar su procedencia. Cuando está allí suele beber demasiado para llegar a ninguna conclusión determinante. No suelen pedir comida, solo van a emborracharse. Es un sitio barato y tienen botellas que no hay en ninguna otra parte. «Es un local polifacético», habían dicho para convencerlo a entrar. El dueño le contó alguna vez, cuando preguntó por las bebidas, que las traía de todo el mundo. Amigos que visitaban las traían desde sus países y el resultado era un expositor como no se encontraba en ningún otro local de la zona.
Todo es de metal. Los marcos de los carteles, la barra, las vigas que sostienen el tugurio, las sillas, las mesas… Debieron estar patrocinados por alguna marca de cerveza hace años, pero el tiempo ha acabado con la publicidad. Daniel se apoya contra el respaldo de la silla y deja que los tornillos expuestos se le claven en la espalda. Cierra los ojos. Hay hombres mayores sentados sin mesa, comiendo hamburguesas junto a la máquina de tabaco. Sus manos están grasientas, se meten los dedos como chistorras en la boca para lamer los líquidos que han chorreado de entre el papel albal que envuelve su comida. Daniel se pregunta si están allí porque no tienen dónde volver o precisamente para evitar volver a algún otro lugar. Probablemente mejor que éste, probablemente demasiado bueno para personas como ellos. Luego se pregunta por qué está él allí. Puede que por no estar en algún otro lugar, demasiado bueno para alguien como él. Su vaso ya está vacío. No recuerda haber pedido nada más cuando encuentra otro delante. Como está recién servido, ve el rojo y el amarillo cuando aún no se han mezclado. Lo remueve con el dedo y se lo mete en la boca como los hombres de la máquina de tabaco.
Enrique arquea las cejas y mira a su alrededor, buscando una reacción. Daniel sigue los arañazos de la mesa con las yemas de los dedos para luego ver la grasa que han impreso sus huellas dactilares.
Cuando se alcanza el consenso sin palabras de que no parece ser una broma el volumen se levanta a su alrededor. El pulgar de Enrique se hinca en su hombro y Daniel se zafa de él sacudiéndose con un movimiento inesperadamente violento. Le cuesta respirar. Mira a Enrique y a los demás un instante, avergonzado tanto por su reacción como por sus palabras. Se levanta arrastrando las patas de la silla y se aleja de la mesa hacia la barra. Nadie le sigue.
—¿Vas a dejar la uni también? —Sandra tiene la cabeza apoyada en su pecho. Si Daniel baja la cabeza podría verle el torso casi desnudo, pero no lo hace. «Sabes que te van a quitar la beca». Las dos manos de Daniel están abiertas sobre el colchón.
Llevan saliendo tres meses, pero hace dos que no tienen sexo. Cada vez que Sandra le sacaba el tema Daniel le decía que estaba cansado de entrenar. Ya no va a tener esa excusa. No sabe si eso ha hecho más fácil o más difícil tomar la decisión. No mentir está bien, pero le gustaba tener a Sandra. Era guapa, simpática y siempre la llevaba consigo a todas partes. Con ella podía tener vida social sin que fuese su responsabilidad. Sin ella se acababan las mentiras y se terminaba tener que besarle la comisura de la boca como si fuese un beso de verdad, pero también se terminaba toda la apariencia de normalidad y estabilidad que había conseguido construir simplemente por ser su pareja.
—No la quiero dejar. —Sandra se apoya sobre los codos encima de su pecho, inclina la cabeza. Tiene tirabuzones y todavía no se ha limpiado el maquillaje de la cara. Su cuarto huele a melocotón en almíbar gracias a una vela aromática encendida en la mesita de noche.
Sandra suspira y rueda por la cama lejos de él. El colchón se hunde como un trampolín cuando se sienta en el borde. Está a punto de saltar, de sumergirse en una vida que está lejos de él. Daniel piensa en levantar las manos y tocarle la espalda, la curva de la columna, el teclado de costillas, clavarle en el estómago los dedos y devolverla a la cama lejos del abismo. No sería justo para ninguno de los dos. Sabe que si la toca sería como meter las manos en merengue roto.
—¿Por qué no me lo habías contado antes?—La luz de la calle entra en la habitación. La silueta de Sandra está perfilada por las farolas y las velas. A contraluz, una sombra. Daniel no cree que vaya a volverle a ver la cara otra vez. Se da cuenta de que seguramente nunca la haya mirado de verdad, y se arrepiente.
—No lo sé.
Sandra gira la cabeza hacia él, pero en la oscuridad, tan lejos, apenas adivina la curvatura amarilleada de su nariz y el perfil claroscuro de sus labios.
—¿Por qué vas a dejarla?
Es extraño que no haya empezado esa pregunta. Que sea una última oportunidad para excusar lo que está haciendo y no lo primero que le vino a la cabeza. Si pudiera verle la cara puede que fuese capaz de adivinar sus intenciones. Pero no la ve, ya ni siquiera la mira. Tiene los ojos clavados en el techo.
—Al final, la natación era cosa de mi hermano.
Apoya los dos codos en la barra de metal. El dueño del bar se seca el sudor del bigote con los nudillos.
—Hola, ¿no hay amigos hoy?—Su pelo ya no huele a cloro, solo a sudor. El bar huele como siempre. Hay dos borrachos sentados junto a la máquina de tabaco, sus caras están picadas como piel de lima y rojas como las rodillas de una monja.
—No, hoy vengo por libre.
Pide una hamburguesa, Se sienta en el suelo pringoso a comérsela, la grasa cae sobre el papel de aluminio, y uno de los borrachos le pone la mano en el hombro.
—La máquina está estropeada. —Le faltan dientes. Daniel mastica con los labios para comprobar cómo efectivamente la carne se deshace nada más entrarle en la boca. Podría ser comida para bebés. Tiene un deje amargo y trozos nudosos que no se pueden partir—. Si quieres un cigarro nos lo tienes que pedir a nosotros.
—No fumo.
—No, nosotros tampoco. —El otro borracho habla con la boca llena y cuando el kétchup le mancha los labios y le gotea por la barba parece que la propia boca se le estuviera deshaciendo. Se palpa a tientas los bolsillos de los vaqueros. Tiene la sonrisa descolgada como una repisa con el aglomerado estropeado.
La primera calada del cigarro sabe a kétchup, vinagre y saliva amarga. El humo es un alivio cuando le llena los pulmones. Daniel nunca ha fumado. Para nadar hay que tener los pulmones sanos. No sabe si los hombres siguen borrachos cuando le dan unas palmadas en la espalda. Daniel les devuelve el cigarro.
—Tranqui, estás en buenas manos. —La pared en la que está apoyado huele a orina, y a su lado uno de los hombres se baja la cremallera de los pantalones y deja que un chorro caliente y anaranjado le manche las botas. «¿Estás seguro de que es lo que tú quieres?». Daniel levanta un pie y espera que los adoquines desvíen el charco—. Puede que no lo parezca, pero nosotros sí somos hombres de verdad. Nada de niñatos, ni maricones…
Da un trago a su bebida y agradece que no se la hayan pedido sus amigos. No soportaría darle un trago a algo de ese color ahora mismo. En cambio, la copa entre sus manos es roja con un chorreón de azul. Sabe dulce, ácida y fría. No podría pedir algo así delante de ellos, pero con los borrachos de la máquina de tabaco lo único que importa es tener las manos llenas.
El taxi es tan caro que Daniel se encuentra demasiado avergonzado para mirar la cifra cuando le tiende la tarjeta y paga con los fondos de una beca que sabe que le van a retirar. Se tropieza al bajar y cierra de un portazo. Permanece en el borde de la carretera hasta que el vehículo da la vuelta a la rotonda y desaparece en la noche. La naturaleza de su urbanización es tan exuberante como la recordaba. Los cipreses desaparecen en el cielo. Le da su DNI al portero, que apenas lo mira porque le conoce.
—¿Tú no estabas en el colegio? —Su discreta barriga redonda, propia de un hombre emocionalmente estable y con trabajo fijo que frecuenta una cerveza en las tardes perezosas, se infla y se desinfla con las carcajadas mudas. «Mis padres pueden pagar, pero después de esto no sé si querrán»—. Qué pellas más intempestivas.
—A estas horas no—responde Daniel, con las comisuras tensas, sostenidas por sedales. Sostiene la bobina de hilo hasta que ha cruzado la cancela metálica.
—¡Está bien tener presente a la familia, pero la próxima vez madruga y coge un tren de los normales!
El portero se despide con la mano al otro lado de las barras negras. Daniel corresponde al gesto, se gira, y suelta la manivela de su expresión. El anzuelo se descuelga y cae al suelo. Su boca se queda entreabierta. Baja la carretera rozando con los dedos la reja de la pista de tenis. Su casa está en la curva, y la ocupa entera. El jardín está en la parte de atrás, así que se encuentra directamente ante la pared de la fachada principal. Todas las ventanas están oscuras. Abre la pesada puerta blindada con las llaves y se asegura de introducir el código de seguridad antes de que salte la alarma. Son cuatro dígitos. El año en el que nacieron su hermano y él.
La casa está oscura. Agita las manos, pero las luces automáticas no se dan por aludidas. Deben haber cambiado los ajustes mientras estaba fuera. Que las luces le ignoren le hace sentir como un extraño, un intruso.
Esa ya no es su casa. Antes de ir a su habitación atraviesa la entrada, el salón, y sale a la piscina del patio trasero. No suelen abrir el porche hasta verano, así que sigue cerrado. El agua refleja el techo blanco. Es tan larga como el pasillo de su dormitorio. Se arrodilla en el bordillo de baldosas de barro blanco y acaricia la superficie quieta. El olor a cloro es más suave que en la universidad. No debe tener mucho uso ahora que ni su hermano ni él están en casa. En invierno, las visitas ni siquiera la suelen frecuentar, y desde que su hermano se fue sus padres han disminuido severamente la constancia con la que solían celebrar fiestas o reuniones en casa. Intentan evitar las preguntas y las especulaciones. Daniel ha asistido a eventos que se han celebrado sin su hermano porque tiene menos escrúpulos de los que le gustaría, pero arrodillado frente a las aguas artificialmente cristalinas ve otro rostro en su reflejo y parece que la piscina se desborde y lo ahogue delante de su hermano. Parece que haber vuelto a casa lo vaya a asesinar porque es el único destino que merece. Y lo entiende. Lo acepta.
Saca la cabeza del agua cuando se queda sin aire. Siente arañazos en el cuero cabelludo. Enrique le dijo que había oído hablar de él, que coincidieron en un campeonato una vez. Daniel supo que lo estaba confundiendo, pero no le corrigió. «Al final, la natación era cosa de mi hermano».
Saca una carta de su escritorio. La única que recibió de su hermano. Si hubo más después, sus padres se lo han dicho. Está sucia. Su hermano nunca estaba sucio, pero la carta lo está. Todavía tiene las manos húmedas cuando despliega el papel y la tinta se corre bajo sus dedos. Intenta leerla, pero las palabras no tienen sentido. Lee la sucesión de letras una y otra vez y no consigue asignarles ninguna acepción, aunque sabe que existen. Busca por su habitación un diccionario, porque podría buscar una por una: buscarlas una por una y juntarlas todas y entender las frases que se deshacen bajo sus manos mojadas.
—Daniel, ¿qué haces aquí?
Su madre está en la puerta. Lleva una bata, y está extrañamente calmada para haberse despertado con un intruso en el cuarto de su hijo. Porque Daniel no sabe si es ya su hijo. Si su hermano no lo es, ¿puede serlo él?. No enciende la luz, pero los ojos de los dos están acostumbrados a la oscuridad, y entre los grises se distinguen a la perfección.
—Voy a dejar la natación. —La boca le sabe dulce y agria y a alcohol y a sangre y a pis.
—Vale. —Tiene los ojos vidriosos y arrastra las palabras, pero al mismo tiempo hay algo extrañamente claro en su mirada. Mantenerla es doloroso, como observar fijamente una luz estroboscópica.—. ¿Eso es de tu hermano? —Daniel le tiende la carta medio destruida. Le gotea la barbilla y la ropa. Las manos de su madre están secas y son suaves, aunque no tanto como las de Sandra. Definitivamente más que las de Enrique. Detrás de ella, al otro lado del pasillo, está la puerta cerrada de una habitación que hace tiempo que está vacía. De pequeños los dos la compartían. Su madre ojea la carta, los párpados bajos como si le pesaran las pestañas—. ¿Has venido a por más?
—¿Ha escrito más? —Hay algo áspero en su voz. Algo que le duele. Esperanza y culpa. Quiere leer, no quiere que no le haya escrito. Sabe que él nunca le respondió.
—No, pero hablamos por teléfono dos veces a la semana. Si no da problemas le dejan llamar los martes y los domingos.
—¿Y da problemas?
En lugar de las luces automáticas, su madre ha encendido una lamparilla de luz anaranjada. Daniel siempre pensó que era solo decoración, no recuerda haberla visto encendida. La bombilla no es led, y su luz es tenue y vacilante como la de una colilla. Su madre está sirviendo dos vasos de coñac.
—¿Y papá?
—Durmiendo. No vas a despertarlo aunque lo intentes.
—No lo iba a intentar.
—Ya lo sé.
Su madre da un trago al coñac caliente. Daniel acaricia el borde del vaso. Es uno de los normales, de los de zumo. Su madre lo ha cogido del lavavajillas, ni siquiera se ha preocupado por abrir la alacena.
—Siento no haber avisado.
Su madre lo mira por encima del líquido amielado. No se limpia los labios húmedos antes de hablar.
—Da igual.
—Siento haber entrado sin permiso, tan tarde.
—Es tu casa.
—Lo siento.
Daniel agarra el vaso con las dos manos. Las lágrimas saladas le caen por la barbilla e intenta atraparlas con el vaso antes de pegarle un trago.
—No fue culpa tuya. —Se encoge de hombros. La bata es fina, con un diseño verde de cachemira. Tiene desgarros en los puños y el cuello—. No fue culpa tuya.
El guarda de seguridad le explica que debe dejar todas sus pertenencias en la taquilla y luego le registrarán para pasar. Es demasiado educado, seguramente conozca a su madre y le parezca demasiado guapa y con demasiada clase para estar en un lugar así. Daniel escribe su nombre completo y firma en el registro, luego pasa a la taquilla. Deja la cartera y su móvil se alumbra con una notificación que ve de refilón antes de cerrar la puerta dejándolo dentro.
Le hacen pasar a una sala a solas.
—¿El hermano, entonces? —La pregunta no es necesaria, pero la hace igualmente.
—Sí.
—Tendremos que preguntarle si quiere venir.
—De acuerdo, sí. Claro.
Entonces cierra la puerta. Se queda a solas en esa habitación de hormigón, sentado frente a una mesa blanca y vacía. El mensaje era de Enrique. Decía que no era lo mismo sin él. Que volviera. Sandra lleva desde que se fue sin escribirle.
—Pasa.
La puerta se abre, un chico cabizbajo entra. Lleva un conjunto marrón de chándal que no le pertenece. El emblema del centro penitenciario está bordado en el pecho sutilmente, con buen gusto. No es obvio, tosco. No hay palabras gruesas ni nombres delatores, solo un dibujo casi abstracto.
No le saluda, y Daniel tampoco dice nada. El olor de los productos de limpieza le quema la nariz. Su hermano tiene los ojos rojos abiertos y desencajados como los de un petauro.
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