La
isla
Pupuya
había sido hasta hace muy poco, un par de años tal vez, una comunidad
prácticamente aislada. Situada en la Región del Libertador Bernardo O’Higgins, a
unos 180 kilómetros al suroeste de Santiago. Se ubica junto con otras pequeñas
localidades del litoral central en las cercanías de la desembocadura del río
Rapel, en el Océano Pacífico. Su nombre en mapudungun significa “lugar entre
puyas”. Vaya que no se quebraron ni un poco la cabeza para elegir el nombre. Lo
más probable es que, al ver el lugar, los nuevos moradores hayan pensado: “¿Cómo
llamaremos a este sitio que está plagado de puyas? ¡Ya sé! Pupuya, que quiere
decir “lugar entre puyas”. Es perfecto.”. La puya, por cierto, es una
planta de la familia de las bromelias originaria de las zonas áridas de Chile.
En
tiempos precolombinos, el área estuvo poblada por pequeñas tribus picunches,
cuyos restos arqueológicos aún pueden encontrarse incrustados en las piedras a
lo largo de la playa. En la actualidad, de acuerdo con el último Censo de
Población, la localidad cuenta con 1,592 habitantes: 766 mujeres y 826 hombres.
Entre ese pequeño número de pobladores se encuentran Vicente y su familia,
cuyos seis integrantes conforman apenas el 0.37% del total de la comunidad. La
familia Ibarra lleva ya siete generaciones sobreviviendo en este remoto rincón
de la Tierra. Los padres de Vicente continúan aferrándose con uñas y dientes a
su hogar, mientras que muchos otros pobladores han optado finalmente por
alejarse de ese lugar que consideran olvidado de la mano de Dios.
La
única escuela elemental que hay es apenas lo suficientemente grande para
albergar a todos los niños en edad escolar. Que, a decir verdad, no es que sean
muchos. Y la cifra se reduce aún más cuando parte de ellos se ve en la
obligación de trabajar para ayudar a sostener su casa. Los afortunados que
logran terminar estos primeros seis años de su vida académica deben tomar una
difícil decisión: recorrer un trayecto de 12 kilómetros diarios para asistir a
la secundaria en la comunidad vecina de Navidad o renunciar de una vez por
todas a su educación y dedicarse a trabajar de tiempo completo en las granjas
familiares. Nada complicado para un puberto de apenas 12 años.
Vicente
se había enfrentado a esa decisión a su debido tiempo y, como el resto de sus
amigos, optó por el camino largo. Literalmente, ya que cada día debían caminar
un total de 5 horas (ida y vuelta) hasta la secundaria. “Lo que sea con tal de no
volver a escuchar a papá cantar mientras aramos”, le había dicho un día a su
hermano menor, cuando este le preguntó si no estaba cansado de caminar y
caminar todos los días para ir a la escuela. Al final, no importó cuánto
deseara Vicente alejarse de la granja y de la poco melodiosa voz del patriarca
de la familia Ibarra. Su esfuerzo terminó en la basura apenas medio año después
de iniciadas las clases, cuando su padre decidió que lo mejor para todos era
que Vicente dejara de perder tiempo y dinero que no tenían y comenzara a
trabajar con él y sus hermanos mayores en la granja. Así fue. No había lugar
para la discusión ni mucho menos la desobediencia. Desde los 13 años Vicente se
dedicó a cuidar de los cultivos y los animales, los cuales en realidad no les eran
suficientes para auto sustentarse, así que conservaban una parte y lo demás lo
vendían en el pequeño mercado del pueblo o lo intercambiaban con sus vecinos
por cosas que necesitaran.
***
Durante
décadas el turismo en la zona fue prácticamente inexistente, aunque nunca se
debió a la falta de atractivos. De hecho Pupuya, con sus hermosos paisajes
capaces de robarle el aliento a cualquiera, sus espectaculares quebradas, sus caminos
pintorescos, sus extensas playas de arena gris y sus extrañas formaciones
rocosas (siendo “Los Arcos” la más conocida del lugar), tenía todo lo necesario
para convertirse en un destino turístico competitivo. Todo, excepto una cosa:
infraestructura. Y es que estamos hablando de una comunidad apenas
desarrollada. Sus habitantes cuentan con los servicios más básicos, como agua
potable y electricidad, pero la mayoría de los caminos son de terracería y la
vida en general es austera. Sin embargo, aún con estas limitaciones, de un
tiempo para acá la popularidad de este pequeño recoveco del mundo aumentó
significativamente y comenzó a llamar la atención de un gran número de amantes y
practicantes de los deportes extremos.
Poco
a poco fueron llegando más y más visitantes, sin prisas pero sin pausas,
atraídos por el intenso oleaje y el terreno escarpado característicos de la
región. Muy de vez en cuando, la pequeña infraestructura de Pupuya se veía
superada y no lograba albergar a todos los turistas que llegaban para
participar en las competiciones de surf, windsurf, buceo o ciclismo, ni mucho
menos a aquellos que acudían como simples observadores y acompañantes. Los
únicos dos hostales se llenaban hasta el tope y, aunque muchos de los
visitantes cargaban con sus propias casas de campaña y preferían dormir en las
inmediaciones del Parque Urbano, otros tantos no estaban dispuestos a renunciar
a ciertas comodidades como un techo sobre sus cabezas, una cama cómoda donde
pasar la noche y un baño con agua caliente. La familia de Vicente, y otras
pocas que contaban con espacio de sobra en sus casas, aprovecharon esta
oportunidad y decidieron alquilar cuartos a los extranjeros para granjearse un dinerito
más.
Vicente
nunca se sintió del todo cómodo con esta situación. El hecho de albergar
extraños en su hogar le resultaba de cierta manera inquietante, por decir lo
menos. Pero no podía negar que se trataba de un ingreso extra muy útil, y que
eso sin duda les hacía la vida un poco más llevadera a él y a su familia. Para
él incluso representaba un poco de libertad, pues gracias al dinero de esas
rentas lograba descansar, aunque fuera sólo por un par de días, del arduo
trabajo en la granja.
Aún
recordaba la primera vez que vio a un extranjero. Un europeo. Inglés, alemán,
noruego, ¿cómo podría saberlo? No entendía ni una sola palabra de lo que decía,
ni siquiera cuando el desconocido intentó comunicarse con ellos en un español bastante
rudimentario; tanto, que su única alternativa era hacerse señas para lograr entenderse.
Su pequeño yo de seis años quedó sorprendido ante la visión de aquel hombre
que, a sus ojos, parecía un gigante de seis metros de alto, con la piel tan blanca
como la yuca que crecía en el huerto, la cual ocasionalmente encontraba
flotando en su caldo, y los ojos tan grandes y azules como el mar en verano.
Desde
entonces había visto más de los que le gustaría, repartidos a lo largo de la
costa, en las montañas o en el centro del pueblo. En su casa, por lo menos,
sólo habían hospedado a cuatro. Cinco, con el que llegaba aquel día. Ninguno de
los que se habían quedado antes hablaba español, así que lo único que hacía
Vicente era observarlos a la distancia. Ponía especial atención en cómo se
veían, en las ropas que vestían, lo que cargaban en sus mochilas, entre otras
cosas. Y, aunque fingía que no, siempre había sentido curiosidad por saber más sobre
ellos. Se imaginaba hablándoles, haciéndoles mil y una preguntas sobre sus
vidas, aprendiendo sobre lo que había más allá del océano y las montañas que
cercaban Pupuya y la mantenían alejada de todo y de todos.
***
El
recién llegado sí hablaba español, y pronto se dio cuenta Vicente que quizá había
sido lo mejor nunca haber entablado conversación con los otros cuatro. Sin la
barrera del idioma este hombre, nada más llegar, saludó a Vicente como a un
viejo amigo que no viera en años y enseguida comenzó a contarle su vida.
—Mira
chaval, yo vengo de Málaga —dijo mientras iba siguiendo a Vicente por el
interior de la casa. Este se detuvo y le señaló con la mano cuál era el cuarto en
el que se iba a quedar.
Era
un espacio sencillo, igual que toda la casa de Vicente, igual que la misma
Pupuya. Paredes blancas sin ninguna clase de adorno, piso de madera oscura y
desgastada, una pequeña ventana con vistas al amplio patio frontal y a la calle
principal más allá. El mobiliario también era escaso: una cama matrimonial cubierta
con un edredón decolorado que sin duda había visto mejores días, una mesita de
noche con una lámpara sobre ella y un armario apenas lo suficientemente grande
para que cupiera apretujada la hermanita menor de Vicente. Por suerte el
“chaval” no cargaba con muchas pertenencias, así que el tamaño del armario no
sería un problema.
De
hecho, el extranjero parecía bastante complacido con su diminuta habitación. Sus
ojos brillaban mientras recorría el lugar de arriba hacia abajo, con una mirada
anhelante, como si no hubiera visto nada similar en mucho, mucho tiempo. Se
acercó a la cama, se sentó en ella y la sintió, pasando su mano por el edredón
descolorido y dando saltitos como para comprobar lo mullido del colchón. Por su
expresión de auténtica felicidad mezclada con un toque de placer, parecía que
el hombre se estuviera por quedar en un hotel 5 estrellas y no en la humilde
morada de los Ibarra.
—¿Málaga?
¿Y eso dónde queda? —Vicente hizo un esfuerzo por recordar sus clases de
geografía. El único recuerdo que le vino a la mente fue de él y sus amigos
partiéndose de risa al fondo del salón mientras la maestra Valentina hablaba
sin parar de algo que seguro les había parecido aburridísimo y por eso decidieron
ignorarlo. “¡Eh! ¡Los de atrás! Más vale que estén poniendo atención, que esto
va a venir en el examen final”. La profesora terminó por separarlos, sentándolo
a él y a sus tres amigos en esquinas opuestas del salón, pero ni así logró que
la información se quedara en su cabeza. La geografía no era lo suyo.
—¿Cómo
que dónde queda, tío? Pues en el sur de España, en Andalucía —se levantó de la
cama y empezó a sacar la ropa que traía en su mochila, colocándola con cuidado
en los cajones vacíos del armario sin parar de hablar—. Si me lo preguntas a
mí, te diría que es la capital de Andalucía. Vamos, que no lo es, pero… Quiero
decir, debería serlo, ¿no lo crees? Es una ciudad más desarrollada que Sevilla,
con mejor infraestructura, tiendas de lujo, turismo, playa. Y tiene tanta
historia y cultura como Sevilla, así que no vengan con que…
Mientras
él seguía y seguía con su cháchara, Vicente intentaba ubicar, en el mapa que se
estaba formando en su cabeza, dónde estarían esos lugares de los que le hablaba
el hombre. En su imaginación veía enormes ciudades repletas de coches, con
edificios tan altos que se perdían en las nubes. Luego recordó vagamente sus
lecciones de historia, sobre cómo Europa conservaba muchos de sus viejos
castillos de la era medieval, y la imagen se hizo muy confusa. Pestañeó y
regresó al presente, y fue entonces que se dio cuenta de que se había perdido más
de la mitad de la historia del recién llegado.
—…
entonces, apenas terminé el instituto, trabajé como esclavo en un bar del
centro y ahorré lo más que pude para tomarme un año sabático y recorrer el
mundo. Primero estuve en Colombia. Ahí visité Cartagena de Indias, Medellín,
Barranquilla y el Eje Cafetero. Después, en Venezuela, estuve en el Parque
Nacional Canaima, en Maracaibo y en Morrocoy. Luego me pasé al Perú, donde
obviamente recorrí Machu Picchu, Cusco, las Líneas de Nazca y Vinicunca. Y apenas
ahora acabó de terminar una estancia de dos meses en la Amazonia brasileña.
—¿Dos
meses? —Vicente estaba sorprendido. Eso explicaba porque el hombre parecía un
camarón andante, con la piel roja y reseca por el sol, tan delgado que daba la
impresión de que una ligera brisa lo tumbaría de espaldas en el suelo. También
explicaba el estado tan deplorable de su cabello y barba, que supuso en algún
momento habían sido dorados como el trigo estival, y que ahora se encontraban enredados
a tal punto que Vicente dudó que fuera posible pasar un peine por ellos sin que
este se quebrara—. ¿Y qué hiciste tanto tiempo en la selva, si no hay nada más
que árboles, lluvia y mosquitos?
—Exacto.
Ese era el punto —el hombre se rio al ver la expresión confundida de Vicente—.
Necesitaba estar en soledad para encontrarme a mí mismo y reconectar con mis
raíces, con mis ancestros y con la Pachamama.
Vicente
estaba a punto de preguntarle cómo era eso posible. Por lo que él sabía, la
Pachamama era una deidad andina, venerada principalmente en Perú, Bolivia,
Ecuador, y un poco también en Chile y en la Argentina. No estaba seguro de que
Brasil entrara en esa lista. Además, ¿qué ancestros podía tener aquel hombre en
una selva al otro lado del océano, tan lejos de su país? Tan sólo una mirada
bastaba para hacer evidente su ascendencia europea. Si tenía sangre Aché,
Korubo o Ticuna era apenas una gota. Pero antes de que pudiera decir nada, el
español agarró la toalla que la madre de Vicente le había dejado en el armario
y se dirigió al baño, alegando que necesitaba urgentemente una ducha. Vicente
no podía estar más de acuerdo con él.
***
El
español se llamaba Antonio Medina, pero desde que llegó les dejó en claro a
todos que prefería que le dijeran Bambú. “Me siento más identificado con
ese nombre. Evoca fuerza, estabilidad, resistencia y versatilidad… representa
mejor a mi yo físico y espiritual, me define como individuo”. Ni Vicente ni su
familia estaban muy seguros de que fuera así, pero no les quedó de otra más que
llamarlo como él quería, en especial porque no respondía al nombre de Antonio. Era
un hombre muy extraño, de eso nunca les quedó la menor duda. Hacía y decía
cosas muy raras.
Rezaba
todos los días, en un idioma desconocido para los oídos de Vicente, a una
estatuilla dorada que representaba a un hombre gordo sentado, tocándose la
panza y sonriendo con amabilidad. Por las mañanas se levantaba muy temprano
para hacer lo que llamaba el saludo al sol. Salía poco antes del
amanecer, cuando el cielo empezaba a pintarse de tonos azules, anaranjados y
rosas, con un tapete bajo el brazo y se acomodaba bajo un gran árbol cargado de
manzanas, cerca del granero, siempre mirando hacia el este, esperando bañarse
con los primeros rayos del sol.
Vicente
lo veía cuando iba de regreso a la casa, después de ordeñar a las vacas. A
veces lo encontraba parado de manos, o en alguna otra postura extraña que
resultaba muy incómoda a la vista, o simplemente sentado con las piernas
cruzadas, sin moverse, y ahí se quedaba largo, largo rato. Un día comía como si
no lo hubiera hecho en años, pero nunca carne, leche, huevo ni nada de origen
animal. De hecho, le explicó muy detalladamente a la madre de Vicente qué cosas
podía comer y cuáles no. “Soy crudivegano desde hace casi 3 años, y es muy
importante…”. Al día siguiente sólo bebía agua, y al siguiente ni eso. Lo único
que hacía era fumarse esos cigarrillos de olor extraño que guardaba en una
cajita de metal sobre la mesita de noche. Varias veces preguntó a Vicente cosas
para las que el pobre no tenía una respuesta, como si sabía dónde organizaban
ceremonias de ayahuasca o de cacao cerca de ahí. Pero con lo que más insistía
era con lo de la isla.
A
un par de kilómetros al noroeste de la costa se encontraba Isla Pupuya: un
montón de piedras sin nada en particular donde anidaban gran cantidad de
pelícanos, jotes, gaviotas, golondrinas y lobos marinos. Nada más. Aunque no
estaba lejos, tres o cuatro kilómetros cuando mucho, era demasiado complicado
llegar a ella por las fuertes corrientes y la gran cantidad de afiladas rocas
que la rodeaban. Sin duda por esa razón se había convertido en un santuario
para las especies que ahí habitaban, a salvo de la presencia del ser humano.
—Nadie
va ahí. Todas las embarcaciones evitan la zona y, aunque recorras el puerto de
punta a punta, dudo que encuentres a alguien lo suficientemente loco como para
querer llevarte —Vicente se lo explicó tal cual al español, pero este insistía sin
parar con que tenía que visitarla para completar su “ruta de templos y lugares
sagrados de Sudamérica”.
—Venga,
tío. Si ya somos casi como hermanos, ¿no? —Bambú le ofreció uno de sus
cigarrillos de olor raro. Vicente lo tomó y se lo guardó en la bolsa del
pantalón. Intentó darse la vuelta para marcharse de una vez por todas, pero Bambú
lo tomó del codo, obligándolo a quedarse—. ¿Qué te cuesta decirme?
Una
y otra vez Vicente le aseguró que no había ningún templo, ni ruinas, ni nada de
nada, pero el hombre estaba convencido de que en ese lugar alguna vez se
levantó orgulloso un templo picunche, que ahora yacía cubierto por la
vegetación.
—No
hay vegetación en la isla —Vicente, bastante harto ya, trataba de mantener un
tono de voz relajado—, sólo es una roca estéril en medio del mar.
El
español, Bambú, Antonio o como demonios se hiciera llamar parecía no escucharlo
y continuó hablando sobre la red interconectada de templos de América del Sur, de
cómo todos se habían construido con ayuda de alguna civilización ultra avanzada
y que por eso eran tan similares entre sí o se encontraban en lugares de
difícil acceso. Vicente dejó de escucharlo cuando la palabra aliens
salió por séptima vez de su boca. En algún punto, creyó entender que el idiota
se proponía nadar hasta la isla, pero no estuvo seguro hasta la tarde siguiente,
cuando empezó a correr el rumor de que el mar había arrastrado un cuerpo hasta
la playa. Un extranjero, decían.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.