jueves, 29 de mayo de 2025

- Relato 4B Sofía Portilla

 

La isla

Pupuya había sido hasta hace muy poco, un par de años tal vez, una comunidad prácticamente aislada. Situada en la Región del Libertador Bernardo O’Higgins, a unos 180 kilómetros al suroeste de Santiago. Se ubica junto con otras pequeñas localidades del litoral central en las cercanías de la desembocadura del río Rapel, en el Océano Pacífico. Su nombre en mapudungun significa “lugar entre puyas”. Vaya que no se quebraron ni un poco la cabeza para elegir el nombre. Lo más probable es que, al ver el lugar, los nuevos moradores hayan pensado: “¿Cómo llamaremos a este sitio que está plagado de puyas? ¡Ya sé! Pupuya, que quiere decir “lugar entre puyas”. Es perfecto.”. La puya, por cierto, es una planta de la familia de las bromelias originaria de las zonas áridas de Chile.

En tiempos precolombinos, el área estuvo poblada por pequeñas tribus picunches, cuyos restos arqueológicos aún pueden encontrarse incrustados en las piedras a lo largo de la playa. En la actualidad, de acuerdo con el último Censo de Población, la localidad cuenta con 1,592 habitantes: 766 mujeres y 826 hombres. Entre ese pequeño número de pobladores se encuentran Vicente y su familia, cuyos seis integrantes conforman apenas el 0.37% del total de la comunidad. La familia Ibarra lleva ya siete generaciones sobreviviendo en este remoto rincón de la Tierra. Los padres de Vicente continúan aferrándose con uñas y dientes a su hogar, mientras que muchos otros pobladores han optado finalmente por alejarse de ese lugar que consideran olvidado de la mano de Dios.

La única escuela elemental que hay es apenas lo suficientemente grande para albergar a todos los niños en edad escolar. Que, a decir verdad, no es que sean muchos. Y la cifra se reduce aún más cuando parte de ellos se ve en la obligación de trabajar para ayudar a sostener su casa. Los afortunados que logran terminar estos primeros seis años de su vida académica deben tomar una difícil decisión: recorrer un trayecto de 12 kilómetros diarios para asistir a la secundaria en la comunidad vecina de Navidad o renunciar de una vez por todas a su educación y dedicarse a trabajar de tiempo completo en las granjas familiares. Nada complicado para un puberto de apenas 12 años.

Vicente se había enfrentado a esa decisión a su debido tiempo y, como el resto de sus amigos, optó por el camino largo. Literalmente, ya que cada día debían caminar un total de 5 horas (ida y vuelta) hasta la secundaria. “Lo que sea con tal de no volver a escuchar a papá cantar mientras aramos”, le había dicho un día a su hermano menor, cuando este le preguntó si no estaba cansado de caminar y caminar todos los días para ir a la escuela. Al final, no importó cuánto deseara Vicente alejarse de la granja y de la poco melodiosa voz del patriarca de la familia Ibarra. Su esfuerzo terminó en la basura apenas medio año después de iniciadas las clases, cuando su padre decidió que lo mejor para todos era que Vicente dejara de perder tiempo y dinero que no tenían y comenzara a trabajar con él y sus hermanos mayores en la granja. Así fue. No había lugar para la discusión ni mucho menos la desobediencia. Desde los 13 años Vicente se dedicó a cuidar de los cultivos y los animales, los cuales en realidad no les eran suficientes para auto sustentarse, así que conservaban una parte y lo demás lo vendían en el pequeño mercado del pueblo o lo intercambiaban con sus vecinos por cosas que necesitaran.

***

Durante décadas el turismo en la zona fue prácticamente inexistente, aunque nunca se debió a la falta de atractivos. De hecho Pupuya, con sus hermosos paisajes capaces de robarle el aliento a cualquiera, sus espectaculares quebradas, sus caminos pintorescos, sus extensas playas de arena gris y sus extrañas formaciones rocosas (siendo “Los Arcos” la más conocida del lugar), tenía todo lo necesario para convertirse en un destino turístico competitivo. Todo, excepto una cosa: infraestructura. Y es que estamos hablando de una comunidad apenas desarrollada. Sus habitantes cuentan con los servicios más básicos, como agua potable y electricidad, pero la mayoría de los caminos son de terracería y la vida en general es austera. Sin embargo, aún con estas limitaciones, de un tiempo para acá la popularidad de este pequeño recoveco del mundo aumentó significativamente y comenzó a llamar la atención de un gran número de amantes y practicantes de los deportes extremos.

Poco a poco fueron llegando más y más visitantes, sin prisas pero sin pausas, atraídos por el intenso oleaje y el terreno escarpado característicos de la región. Muy de vez en cuando, la pequeña infraestructura de Pupuya se veía superada y no lograba albergar a todos los turistas que llegaban para participar en las competiciones de surf, windsurf, buceo o ciclismo, ni mucho menos a aquellos que acudían como simples observadores y acompañantes. Los únicos dos hostales se llenaban hasta el tope y, aunque muchos de los visitantes cargaban con sus propias casas de campaña y preferían dormir en las inmediaciones del Parque Urbano, otros tantos no estaban dispuestos a renunciar a ciertas comodidades como un techo sobre sus cabezas, una cama cómoda donde pasar la noche y un baño con agua caliente. La familia de Vicente, y otras pocas que contaban con espacio de sobra en sus casas, aprovecharon esta oportunidad y decidieron alquilar cuartos a los extranjeros para granjearse un dinerito más.

Vicente nunca se sintió del todo cómodo con esta situación. El hecho de albergar extraños en su hogar le resultaba de cierta manera inquietante, por decir lo menos. Pero no podía negar que se trataba de un ingreso extra muy útil, y que eso sin duda les hacía la vida un poco más llevadera a él y a su familia. Para él incluso representaba un poco de libertad, pues gracias al dinero de esas rentas lograba descansar, aunque fuera sólo por un par de días, del arduo trabajo en la granja.

Aún recordaba la primera vez que vio a un extranjero. Un europeo. Inglés, alemán, noruego, ¿cómo podría saberlo? No entendía ni una sola palabra de lo que decía, ni siquiera cuando el desconocido intentó comunicarse con ellos en un español bastante rudimentario; tanto, que su única alternativa era hacerse señas para lograr entenderse. Su pequeño yo de seis años quedó sorprendido ante la visión de aquel hombre que, a sus ojos, parecía un gigante de seis metros de alto, con la piel tan blanca como la yuca que crecía en el huerto, la cual ocasionalmente encontraba flotando en su caldo, y los ojos tan grandes y azules como el mar en verano.

Desde entonces había visto más de los que le gustaría, repartidos a lo largo de la costa, en las montañas o en el centro del pueblo. En su casa, por lo menos, sólo habían hospedado a cuatro. Cinco, con el que llegaba aquel día. Ninguno de los que se habían quedado antes hablaba español, así que lo único que hacía Vicente era observarlos a la distancia. Ponía especial atención en cómo se veían, en las ropas que vestían, lo que cargaban en sus mochilas, entre otras cosas. Y, aunque fingía que no, siempre había sentido curiosidad por saber más sobre ellos. Se imaginaba hablándoles, haciéndoles mil y una preguntas sobre sus vidas, aprendiendo sobre lo que había más allá del océano y las montañas que cercaban Pupuya y la mantenían alejada de todo y de todos.  

***

El recién llegado sí hablaba español, y pronto se dio cuenta Vicente que quizá había sido lo mejor nunca haber entablado conversación con los otros cuatro. Sin la barrera del idioma este hombre, nada más llegar, saludó a Vicente como a un viejo amigo que no viera en años y enseguida comenzó a contarle su vida.

—Mira chaval, yo vengo de Málaga —dijo mientras iba siguiendo a Vicente por el interior de la casa. Este se detuvo y le señaló con la mano cuál era el cuarto en el que se iba a quedar.  

Era un espacio sencillo, igual que toda la casa de Vicente, igual que la misma Pupuya. Paredes blancas sin ninguna clase de adorno, piso de madera oscura y desgastada, una pequeña ventana con vistas al amplio patio frontal y a la calle principal más allá. El mobiliario también era escaso: una cama matrimonial cubierta con un edredón decolorado que sin duda había visto mejores días, una mesita de noche con una lámpara sobre ella y un armario apenas lo suficientemente grande para que cupiera apretujada la hermanita menor de Vicente. Por suerte el “chaval” no cargaba con muchas pertenencias, así que el tamaño del armario no sería un problema.   

De hecho, el extranjero parecía bastante complacido con su diminuta habitación. Sus ojos brillaban mientras recorría el lugar de arriba hacia abajo, con una mirada anhelante, como si no hubiera visto nada similar en mucho, mucho tiempo. Se acercó a la cama, se sentó en ella y la sintió, pasando su mano por el edredón descolorido y dando saltitos como para comprobar lo mullido del colchón. Por su expresión de auténtica felicidad mezclada con un toque de placer, parecía que el hombre se estuviera por quedar en un hotel 5 estrellas y no en la humilde morada de los Ibarra.

—¿Málaga? ¿Y eso dónde queda? —Vicente hizo un esfuerzo por recordar sus clases de geografía. El único recuerdo que le vino a la mente fue de él y sus amigos partiéndose de risa al fondo del salón mientras la maestra Valentina hablaba sin parar de algo que seguro les había parecido aburridísimo y por eso decidieron ignorarlo. “¡Eh! ¡Los de atrás! Más vale que estén poniendo atención, que esto va a venir en el examen final”. La profesora terminó por separarlos, sentándolo a él y a sus tres amigos en esquinas opuestas del salón, pero ni así logró que la información se quedara en su cabeza. La geografía no era lo suyo.

—¿Cómo que dónde queda, tío? Pues en el sur de España, en Andalucía —se levantó de la cama y empezó a sacar la ropa que traía en su mochila, colocándola con cuidado en los cajones vacíos del armario sin parar de hablar—. Si me lo preguntas a mí, te diría que es la capital de Andalucía. Vamos, que no lo es, pero… Quiero decir, debería serlo, ¿no lo crees? Es una ciudad más desarrollada que Sevilla, con mejor infraestructura, tiendas de lujo, turismo, playa. Y tiene tanta historia y cultura como Sevilla, así que no vengan con que…

Mientras él seguía y seguía con su cháchara, Vicente intentaba ubicar, en el mapa que se estaba formando en su cabeza, dónde estarían esos lugares de los que le hablaba el hombre. En su imaginación veía enormes ciudades repletas de coches, con edificios tan altos que se perdían en las nubes. Luego recordó vagamente sus lecciones de historia, sobre cómo Europa conservaba muchos de sus viejos castillos de la era medieval, y la imagen se hizo muy confusa. Pestañeó y regresó al presente, y fue entonces que se dio cuenta de que se había perdido más de la mitad de la historia del recién llegado.

—… entonces, apenas terminé el instituto, trabajé como esclavo en un bar del centro y ahorré lo más que pude para tomarme un año sabático y recorrer el mundo. Primero estuve en Colombia. Ahí visité Cartagena de Indias, Medellín, Barranquilla y el Eje Cafetero. Después, en Venezuela, estuve en el Parque Nacional Canaima, en Maracaibo y en Morrocoy. Luego me pasé al Perú, donde obviamente recorrí Machu Picchu, Cusco, las Líneas de Nazca y Vinicunca. Y apenas ahora acabó de terminar una estancia de dos meses en la Amazonia brasileña.

—¿Dos meses? —Vicente estaba sorprendido. Eso explicaba porque el hombre parecía un camarón andante, con la piel roja y reseca por el sol, tan delgado que daba la impresión de que una ligera brisa lo tumbaría de espaldas en el suelo. También explicaba el estado tan deplorable de su cabello y barba, que supuso en algún momento habían sido dorados como el trigo estival, y que ahora se encontraban enredados a tal punto que Vicente dudó que fuera posible pasar un peine por ellos sin que este se quebrara—. ¿Y qué hiciste tanto tiempo en la selva, si no hay nada más que árboles, lluvia y mosquitos?

—Exacto. Ese era el punto —el hombre se rio al ver la expresión confundida de Vicente—. Necesitaba estar en soledad para encontrarme a mí mismo y reconectar con mis raíces, con mis ancestros y con la Pachamama.

Vicente estaba a punto de preguntarle cómo era eso posible. Por lo que él sabía, la Pachamama era una deidad andina, venerada principalmente en Perú, Bolivia, Ecuador, y un poco también en Chile y en la Argentina. No estaba seguro de que Brasil entrara en esa lista. Además, ¿qué ancestros podía tener aquel hombre en una selva al otro lado del océano, tan lejos de su país? Tan sólo una mirada bastaba para hacer evidente su ascendencia europea. Si tenía sangre Aché, Korubo o Ticuna era apenas una gota. Pero antes de que pudiera decir nada, el español agarró la toalla que la madre de Vicente le había dejado en el armario y se dirigió al baño, alegando que necesitaba urgentemente una ducha. Vicente no podía estar más de acuerdo con él.

***

El español se llamaba Antonio Medina, pero desde que llegó les dejó en claro a todos que prefería que le dijeran Bambú. “Me siento más identificado con ese nombre. Evoca fuerza, estabilidad, resistencia y versatilidad… representa mejor a mi yo físico y espiritual, me define como individuo”. Ni Vicente ni su familia estaban muy seguros de que fuera así, pero no les quedó de otra más que llamarlo como él quería, en especial porque no respondía al nombre de Antonio. Era un hombre muy extraño, de eso nunca les quedó la menor duda. Hacía y decía cosas muy raras.

Rezaba todos los días, en un idioma desconocido para los oídos de Vicente, a una estatuilla dorada que representaba a un hombre gordo sentado, tocándose la panza y sonriendo con amabilidad. Por las mañanas se levantaba muy temprano para hacer lo que llamaba el saludo al sol. Salía poco antes del amanecer, cuando el cielo empezaba a pintarse de tonos azules, anaranjados y rosas, con un tapete bajo el brazo y se acomodaba bajo un gran árbol cargado de manzanas, cerca del granero, siempre mirando hacia el este, esperando bañarse con los primeros rayos del sol.

Vicente lo veía cuando iba de regreso a la casa, después de ordeñar a las vacas. A veces lo encontraba parado de manos, o en alguna otra postura extraña que resultaba muy incómoda a la vista, o simplemente sentado con las piernas cruzadas, sin moverse, y ahí se quedaba largo, largo rato. Un día comía como si no lo hubiera hecho en años, pero nunca carne, leche, huevo ni nada de origen animal. De hecho, le explicó muy detalladamente a la madre de Vicente qué cosas podía comer y cuáles no. “Soy crudivegano desde hace casi 3 años, y es muy importante…”. Al día siguiente sólo bebía agua, y al siguiente ni eso. Lo único que hacía era fumarse esos cigarrillos de olor extraño que guardaba en una cajita de metal sobre la mesita de noche. Varias veces preguntó a Vicente cosas para las que el pobre no tenía una respuesta, como si sabía dónde organizaban ceremonias de ayahuasca o de cacao cerca de ahí. Pero con lo que más insistía era con lo de la isla.

A un par de kilómetros al noroeste de la costa se encontraba Isla Pupuya: un montón de piedras sin nada en particular donde anidaban gran cantidad de pelícanos, jotes, gaviotas, golondrinas y lobos marinos. Nada más. Aunque no estaba lejos, tres o cuatro kilómetros cuando mucho, era demasiado complicado llegar a ella por las fuertes corrientes y la gran cantidad de afiladas rocas que la rodeaban. Sin duda por esa razón se había convertido en un santuario para las especies que ahí habitaban, a salvo de la presencia del ser humano.  

—Nadie va ahí. Todas las embarcaciones evitan la zona y, aunque recorras el puerto de punta a punta, dudo que encuentres a alguien lo suficientemente loco como para querer llevarte —Vicente se lo explicó tal cual al español, pero este insistía sin parar con que tenía que visitarla para completar su “ruta de templos y lugares sagrados de Sudamérica”.

—Venga, tío. Si ya somos casi como hermanos, ¿no? —Bambú le ofreció uno de sus cigarrillos de olor raro. Vicente lo tomó y se lo guardó en la bolsa del pantalón. Intentó darse la vuelta para marcharse de una vez por todas, pero Bambú lo tomó del codo, obligándolo a quedarse—. ¿Qué te cuesta decirme?

Una y otra vez Vicente le aseguró que no había ningún templo, ni ruinas, ni nada de nada, pero el hombre estaba convencido de que en ese lugar alguna vez se levantó orgulloso un templo picunche, que ahora yacía cubierto por la vegetación.

—No hay vegetación en la isla —Vicente, bastante harto ya, trataba de mantener un tono de voz relajado—, sólo es una roca estéril en medio del mar.

El español, Bambú, Antonio o como demonios se hiciera llamar parecía no escucharlo y continuó hablando sobre la red interconectada de templos de América del Sur, de cómo todos se habían construido con ayuda de alguna civilización ultra avanzada y que por eso eran tan similares entre sí o se encontraban en lugares de difícil acceso. Vicente dejó de escucharlo cuando la palabra aliens salió por séptima vez de su boca. En algún punto, creyó entender que el idiota se proponía nadar hasta la isla, pero no estuvo seguro hasta la tarde siguiente, cuando empezó a correr el rumor de que el mar había arrastrado un cuerpo hasta la playa. Un extranjero, decían.  

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