Cuando
sabes que alguien va a morir
Silvia
lleva desde el domingo sintiéndose miserable. ¿Motivo? Está menstruando. El
clima no le ayuda para nada. Llueve, como ha llovido toda la semana, todo el
mes, lo que no hace más que aumentar su tristeza. De verdad se encuentra en un
estado deplorable. Hipersensible. Cualquier cosa automáticamente le provoca
ganas de llorar: la serie que está viendo, la música que escucha, un recuerdo,
la visión de un paisaje…
El
jueves hace un viento tremendo, como de tornado. Viene a limpiarlo todo. Barre
incluso la tristeza de Silvia. Por una tarde se permite disfrutar de ese
sentimiento de paz. Respira el frío aire de invierno y camina por la calle,
entre los árboles, viendo como las últimas hojas que se aferran con furia a sus
ramas son arrancadas sin piedad por el furioso vendaval.
Viernes,
tarde. El cielo se despeja por un rato. Incluso el sol logra asomarse un poco y,
por un instante, parece que todo va a mejorar. Silvia incluso se atreve a hacer
planes para el fin de semana. Tiene que aprovechar que por fin escampó y
disfrutar de un día al aire libre. Pero no. Todo es un engaño, una ilusión. La
calma que precede a la tormenta. Sin ninguna advertencia de por medio llega por
mensaje la triste noticia, como ave de mal agüero. Todo estalla alrededor de
Silvia, cual bomba, cual granada, como si lanzaran un fósforo a un montón de
hierba seca y al instante quedara consumida por las llamas. Pero en seguida se
apaga. De repente salir ya no apetece, se siente como un insulto, como una
burla, como una traición. Cómo va a andar por ahí divirtiéndose como si nada,
como si no acabara de recibir un augurio de muerte.
El
cielo parece comprender. Siente empatía por Silvia, o igual es que también le
causa tristeza, quién puede aventurarse a adivinar. Pero de un momento a otro
se acaba el buen clima. Todo se llena de una espesa neblina y es imposible ver
a más de tres pasos de distancia. La ciudad queda cubierta con una capa blanca,
entretejida con girones grises. Pero no llueve. Igual que Silvia no llora. Está
llena de dudas y miedos y remordimientos, pero afín a las nubes, no los suelta.
No hay con quién desahogarse, así que cae en una especie de adormecimiento, de
letargo. Silvia se acuesta, se cubre el cuerpo con el manto de niebla y se
queda ahí, pensando y dándole vueltas y vueltas a la misma pregunta: ¿qué se
hace cuando sabes que alguien va a morir?
Bueno,
en un sentido estricto, Silvia es consciente de que todos vamos a morir. Eventualmente.
Sin importar los esfuerzos que se hagan, la muerte es certera. Ya lo dijo
Gorostiza:
Desde
mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me asecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
Entiende
que algunos morirán más pronto que otros, sí. Pero también sabe que siempre se tiene
la idea de la muerte como algo lejano. El ciclo de la vida y todo eso. Nacer,
crecer, reproducirse y morir. Por algún motivo se piensa que sí o sí la muerte les
llega sólo a los viejos. Es un mecanismo de defensa, supone Silvia. Pura
supervivencia. Sería imposible llevar una vida normal si todo el tiempo se
invirtiera en pensar en la muerte inminente que a todos aguarda. Pero es así.
En cualquier momento todos pueden morir. Mientras Silvia escribe esto le podría
dar un paro cardíaco, o podría ahogarse con lo que está comiendo, o mañana
cuando se bañe podría resbalar en la regadera, golpearse en la cabeza y morir.
O ser atropellada mientras cruza la calle rumbo al supermercado. O sufrir un
asalto violento. O simplemente irse a dormir hoy por la noche, como cualquier otro
día, y no despertar más. Queda claro, ¿no? Silvia sabe que en cualquier momento
todos pueden morir, pero todos hacen su vida como si la muerte no les fuera a
llegar nunca. O al menos lo intentan.
Entonces
vuelve a lo mismo. ¿Qué pasa cuando sabes que alguien está a punto de morir? Y
dice a punto como si fuera ya, ahora, de un momento a otro. Pero en realidad no
lo sabe. No tiene la seguridad de cuándo sucederá. Podría ser hoy, mañana, en
una semana, en dos meses o en seis, en un año. ¿Cómo puede vivir con esa clase
de incertidumbre? ¿Tiene derecho a seguir con su vida, a hacer sus actividades
cotidianas como si nada, simplemente aguardando el momento en el que le digan
que aquella persona se ha ido? ¿O lo mejor sería que se detuviera por completo?
Que no haga nada y sólo espere. Espere. Espere ¿a qué? ¿A que la muerte llegue?
Silvia
siente que debería volver a casa, estar con su familia en estos momentos tan
difíciles. Pasar con él, todos juntos, el tiempo que le quede. Alguna vez
escuchó decir que saber (más o menos con precisión) que la muerte está cerca,
es una bendición porque así se puede hablar sobre ello, aunque no se quiera, y
no quedarán cosas por decirse. No existirá el arrepentimiento que se da en una
muerte espontánea, porque habrá tiempo de sobra para expresarlo todo. Hacerle
saber a quien se va que es amado profundamente y que sin duda será siempre
recordado. Se podrán pedir todas las disculpas que sean necesarias y despedirse,
quizá con la convicción de volverse a encontrar en el más allá. O quizá no. Por
muy doloroso que sea, suena como la mejor alternativa. El mejor de los
escenarios.
Pero
no sucede. Porque nadie tiene el corazón, el valor suficiente, para decirle a
él que su tiempo en esta tierra está llegando a su fin. ¿Quién podría? Silvia
sabe que explicarle eso a un adulto es de por sí ya una labor monumental.
Ahora, explicárselo a un niño… ¿se puede? ¿Realmente se puede hablar con un
niño sobre la muerte? Hacerle entender su significado, la finalidad que
representa. Ya que lo piensa, Silvia ni siquiera está segura de que los adultos
lo entiendan por completo. De hecho, se inclina a pensar que él sabe más que todos
ellos juntos, que comprende mejor las cosas porque su mente es más sencilla,
más instintiva, y no está sujeta por las cadenas de la razón y la lógica occidental.
Quizá eso explica las visiones que ha estado experimentando desde que su
enfermedad llegó a un punto crítico. Primero, cuando sufrió la última crisis
que lo mandó de emergencia al hospital: mientras se desvanecía en los brazos de
Mauricio dijo haber visto el rostro de Jesucristo. Luego, una vez estabilizado
lo suficiente para pasarlo a terapia intermedia, decía a quienes se quedaban a
cuidarlo que veía a un sacerdote parado al pie de su cama. Tal vez fuera sólo
la falta de oxigenación al cerebro y la cantidad inmensa de sedantes lo que le
provocó tales visiones. O tal vez no. ¿Quién puede saberlo con certeza?
¿Qué
hacer, entonces? Silvia cree que debería volver a casa. Está convencida de que
no puede existir con normalidad, seguir su rutina diaria como si nada pasara. Y
a la vez… quizá es justo eso lo que tiene que hacer. Porque son estos momentos
de cercanía con la muerte los que le recuerdan que está viva. Está viva hoy,
mañana quizá ya no lo esté. Carpe diem: exhortación a aprovechar el presente ante
la constancia de la fugacidad del tiempo. Todo puede cambiar en cuestión de
nada; para él bastaron un par de días. Góngora lo expresa mejor:
Goza
cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lirio, clavel, cristal luciente,
no sólo en plata o víola troncada
se vuelva, más tú y ello, juntamente,
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
Pero
qué difícil es para Silvia tratar de aprovechar el día cuando el mismo cielo
llora mañana, tarde y noche por la noticia. Qué difícil le es levantarse de la
cama; el manto de niebla, pena y nubes pesa demasiado. Qué difícil la
incertidumbre de no saber lo que pasa al otro lado del océano, no poder
preguntar por temor a la respuesta y aún así vivir esperando la llamada o el
mensaje que confirmen el inminente final. Es imposible, insostenible, inviable.
Ahora lo sabe. Debe volver a casa antes de que sea demasiado tarde.
***
A
principios de mes, antes de la fatídica noticia, la familia de Silvia se
encontraba enfrascada en los preparativos de una gran fiesta de cumpleaños.
Para él, obviamente, quien desde hace ya algún tiempo soñaba con ella. La
habían intentado realizar en años previos, pero por un motivo u otro terminaba
siempre por cancelarse. Y en lo que los textos de teoría literaria catalogarían
como un ejemplo cruel de justicia poética o quizá un inesperado giro de tuerca,
resulta que el año en que por fin va a suceder, él recibe su diagnóstico
terminal. Silvia piensa que la historia de su familia sería uno de esos relatos
que la gente no disfrutaría al considerarlo predecible. Ningún autor escribiría
una historia así porque sería muy fácil de discernir el final. Sin embargo, a
veces la vida tiene esa particularidad de ser un tanto ridícula. De esa clase
de historias es de lo que está hecha la realidad.
Una
vez en casa, Silvia convence a su familia de hacer la fiesta. Los ánimos de
todos están por los suelos, pero es necesario hacer un último esfuerzo
conjunto. Por él. Mientras se dedica a organizar, Silvia piensa que no hay nada
más triste que una fiesta de cumpleaños falsa. Un evento destinado a celebrar
la vida y las infinitas posibilidades que ofrece un año más de experiencias en
esta tierra se transforma en un acto solemne de despedida, de preparación para
el encuentro con la muerte. Es cierto que, si se es optimista y se mira desde
otra perspectiva, se puede seguir considerando como una festividad que honra la
vida. Una familia que se reúne sí para decir adiós, pero también para agradecer
por el tiempo concedido. Aunque probablemente sea mucho pedir.
Llegado
el día de la celebración, Silvia no puede evitar recordar una de las tantas
bromas privadas que comparte con su familia: la maldición de las fiestas de
cumpleaños. No es que sea una norma infalible, pero ha sucedido las suficientes
veces como para notar un curioso patrón. El cumpleaños de alguien se aproxima;
la familia decide festejarlo en grande, con música en vivo, comida y bebida en
abundancia. Un tiempo después, pueden ser semanas o incluso meses, el festejado
enferma de gravedad y, al poco tiempo, muere. Comenzó a decirse, a modo de broma,
que dichas celebraciones traían mala suerte, y que, si se buscaba deshacerse de
alguien, lo mejor era realizarle una gran fiesta de cumpleaños. Todo era un
chiste, obviamente, pero a raíz de la situación actual, Silvia piensa que la
coincidencia es demasiado grande como para ignorarla. Claro que el caso en
cuestión presenta marcadas diferencias con los anteriores, pero la esencia se
mantiene. Silvia cree conveniente que toda la familia se someta a una limpia
espiritual, con gallina negra, romero e incienso.
***
En
algún punto de la fiesta, Silvia se aparta de todos. No quiere que la vean
llorar. Se supone que debe ser fuerte, pero verlo consumido por la enfermedad
es demasiado para ella. La última vez que lo vio fue en Navidad, y en ese
entonces se encontraba en perfecto estado. El cambio es demasiado drástico:
está terriblemente delgado, apenas huesos y piel, pálido y ojeroso. Su
movilidad se redujo sobremanera, confinado a una silla de ruedas o a la cama. Por
mucha tristeza que le cause, Silvia no puede dejar de pensar en todo lo que él no
pudo hacer. En todas las cosas que jamás verá, ni sentirá, ni experimentará, ni
comerá. En todos los lugares que nunca conocerá. Porque el mundo es grande y
hermoso y, sin embargo, el nació y murió en el mismo rincón y jamás tendrá la
oportunidad de ver más allá de ese pedacito de tierra que llaman hogar. Intenta
consolarse pensando y agradeciendo lo que sí tuvo: las experiencias que vivió,
el amor que recibió. Nació y murió en el mismo rincón, sí, pero qué rincón más
hermoso es México. Nacer aquí es una bendición, y si Silvia pudiera elegir
donde morir, sería también aquí. Como dice la canción:
México
lindo y querido, si muero lejos de ti
Que digan que estoy dormido
Y que me traigan aquí
Silvia
contempla el paisaje que se extiende frente a ella: el patio de su casa,
cubierto de un recién retoñado pasto. La casa de sus abuelos, con esas láminas
que alguna vez fueron rojas. La calle empedrada; el terreno de enfrente, en el
que alguna vez crecieron orgullosas varias jacarandas, las cuales fueron
cruelmente arrancadas para cederle el paso a la casa que aún sigue en
construcción. Los cerros que se extienden hasta donde alcanza la vista y que en
el horizonte se funden con las nubes. Continúa tarareando en voz baja la
canción, cuando de fondo alcanza a escuchar las oraciones que el sacerdote ofrece
a su familia de consuelo. Se detiene para prestar atención a una en particular:
¡Señor,
haz de mí un instrumento de tu paz!
Que allí donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya ofensa, ponga yo perdón;
donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya error, ponga yo verdad;
donde
haya duda, ponga yo fe;
donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
donde haya tinieblas, ponga yo luz;
donde haya tristeza, ponga yo alegría.
¡Oh,
Maestro!, que no busque yo tanto
ser consolado como consolar;
ser comprendido, como comprender;
ser amado, como amar.
Porque
dando es como se recibe;
olvidando, como se encuentra;
perdonando, como se es perdonado;
muriendo, como se resucita a la vida eterna.
No
es la primera vez que escucha esa oración. Intenta recordar de dónde la conoce,
sin éxito. Lo más seguro es que la oyera alguna vez en misa, cuando su madre
aún la obligaba a asistir. O quizá la leyó en un libro, o la vio en una
película. No importa. Lo que importa en verdad es lo que le provoca escucharla.
Algo se remueve en su interior y de pronto siente miedo como nunca en su vida. Y
vaya que ha sentido miedo, pero este es diferente. Más visceral, como si una
garra le recorriera la columna y le helara el cuerpo a su paso. Tiene miedo de
la muerte. Miedo a morir. Siente miedo por él al imaginarse lo que será cuando
el momento final llegue. ¿Cómo será morir? Silvia reza porque la muerte le
llegue sin dolor, sin sufrimiento. Que sea rápida y amable con él. Pero aún
así, aunque muera en la paz del sueño… ¿cómo será? ¿Estará consciente? ¿Sentirá
el tacto que le separará el alma del cuerpo? ¿Su espíritu se elevará al cielo y
vivirá por la eternidad en la gracia de Dios? ¿Atravesará el túnel de la
reencarnación mientras olvida esta vida para entrar en la siguiente? O
simplemente… nada. La absoluta nada de la que todo emerge. Qué aterrador.
Un
nuevo estremecimiento recorre a Silvia. Al miedo insondable por la muerte lo eclipsan
sentimientos más terrenales: arrepentimiento por cómo lo trató, culpa por no
ser una mejor sobrina para él, pesar por no apreciarlo en vida. Le vienen a la
mente todas aquellas veces que fue grosera, engreída y desagradable. Todas las
ocasiones que tuvo para estrechar su relación, para generar un lazo de
confianza y apoyo mutuo, desperdiciadas. Todas las pláticas que para ella
representaban un fastidio, pero que para él eran necesarias para no verse
consumido por la soledad, desaprovechadas. Es un cliché tan viejo como la
humanidad misma, pero todas las veces termina siendo cierto: nunca sabes lo que
tienes hasta que lo pierdes. Y ahora Silvia tiene que aprender a vivir con las
decisiones que tomó y las consecuencias que trajeron a su vida. Tiene que vivir
con el arrepentimiento de no haber sido una mejor persona, de que cuando
intentó cambiar ya era demasiado tarde. En su mente se repite, una y otra vez, la
escena de la muerte de la madre de Ofelia en El laberinto del fauno. Las
palabras que se dicen durante el funeral están grabadas de memoria en su
cerebro y salen a causa del dolor:
Porque
son inescrutables los caminos del Señor. Porque en su palabra y en su misterio
se encierra la esencia de su misericordia. Porque si bien Dios nos envía el
mensaje, está en nosotros el descifrarlo. Porque al abrirnos los brazos, la
tierra se lleva sólo un cascarón vacío y sin sentido. Lejana está ya el alma en
la gloria eterna. Porque es en el dolor donde encontramos el sentido de la vida
y el estado de gracia que perdemos al nacer. Porque Dios, en su infinita
sabiduría, pone en nuestras manos la solución. Y porque sólo en su ausencia
física se reafirma el lugar que ocupa en nuestras almas.
La
fiesta termina como un brutal recordatorio de que la vida que celebraron pronto
llegará también a su fin. Silvia mira a sus abuelos y siente pena por ellos.
Los padres no deberían enterrar a sus hijos. No es natural. Mira a su mamá y a
sus tías y es como si le clavaran una lanza en el pecho. Siente su dolor como
propio. Silvia, como hermana mayor, preferiría mil veces arrancarse el corazón
antes que ver morir a sus hermanitos. La muerte es parte de la vida, pero ojalá
no lo fuera. Ojalá nadie tuviera que experimentar jamás el dolor de ver morir a
sus seres queridos. Pero es así.
***
No
hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
[…]
No
perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
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