La
intrusa
Cuando sientas
que tus pensamientos intrusivos están dominando tu cabeza, echa la vista atrás
todo lo que puedas para intentar comprender cuándo empezaron a surgir. Abandona
tu cuerpo de treintañera frustrada y de vejez anticipada e intenta hacer un
viaje de conciencia hacia tiempos pasados. Visualiza a tus padres discutiendo
desde primera hora de la mañana; continuando con su show en la sobremesa; y
deseándote las buenas noches a los pies de tu cama, favoreciendo tu descanso
con un audio libro relajante de gritos y recriminaciones, recomendando por los
mejores expertos en sueño. A pesar de esa imagen clara, siéntete bloqueada
emocionalmente y dite a ti misma que no tienes ninguna respuesta acerca de la
procedencia de tus pensamientos intrusivos en los caneas vivo a cualquier ser
humano que se pose por delante. En ningún caso lo relaciones como una respuesta
adaptativa al estrés. En su lugar, aférrate a la culpabilidad cada vez que
alguien te resalte lo, especialmente, buena persona que eres, y, por supuesto,
no olvides mirarte al espejo y ver ante ti a la intrusa más despreciable y
potencialmente peligrosa de tu entorno.
Aprovecha el viaje a tu “yo” mellado y vete hacia uno de los primeros
escenarios en los que notaste que una sensación extraña se apoderaba de ti.
Obsérvate en tu pupitre, en clase de matemáticas, en primero de primaria. Recuerda
que, por tu buen comportamiento, eres la favorita de cualquier profesor que se
ponga. Piensa ahora en tu amiga Matilde Román, en lo tremendamente simpática
que es su madre y en lo dulce que le habla y, en cómo, en ese momento, Matilde
está parada junto a la pizarra, con la voz temblona, intentando recitar la
tabla del uno sin éxito. Mírala. Fíjate en cómo se muerde el labio y se piensa
cada operación matemática como si del más difícil logaritmo neperiano se
tratase. Sé consciente de cómo se acelera tu corazón, de todos los pensamientos
que vienen a tu mente, de esas ganas de levantarte y zarandearle la cabeza
durante minutos, al son de un “Matilde, que es la tabla del uno, por Dios. Eres
mongolita o qué te pasa”. Siéntete mal porque nadie podría jamás sospechar de
tu instinto violento bajo esa apariencia angelical.
Dile adiós a tu versión de bolsillo y vuelve otra vez a ti. Habita tu
cuerpo actual y observa tu alrededor. Mira la pila de platos que tienes por
fregar, la hora que es y cómo el tiempo se te echa encima para preparar el
táper para comer mañana en la oficina. Repara ahora en el dolor de ciática que
te está entrando por la pierna derecha. A continuación, maldice tu existencia,
pero no demasiado, porque no tienes, tampoco, demasiado tiempo que perder.
Ponte a fregar y, mientras tanto, piensa en la razón por la que tus
pensamientos intrusivos se han ido disparando cada vez más a medida que has ido
creciendo, siendo ahora de adulta, prácticamente, un aluvión constante.
Termina de cenar, lávate los dientes, métete en la cama y apaga la luz de
la mesita de noche. Permanece con los ojos como un búho hasta las tres de la
mañana y cambia de posición cada, aproximadamente, cinco minutos. Piensa en el
serio problema que tienes y en, quizás, lo más responsable por tu parte, para
ti y los que te rodean, sería pedir el encierro voluntario en cualquier centro
psiquiátrico o, para más seguridad, en prisión preventiva.
A la mañana
siguiente, cuando por fin hayas podido conciliar el sueño, maldice de nuevo tu
nacimiento cuando suene la alarma del móvil. Tantea toda la superficie de tu
mesilla hasta alcanzarlo, tirando todo al paso de tu mano, incluido el propio
teléfono. Empieza el día con una raja en la pantalla de tu móvil recién
comprado para el que has tenido que ahorrar durante meses, raja la cual,
posiblemente, no cubra tu garantía de seguros.
Sal pitando de tu piso compartido a coger el autobús para ir a tu trabajo
precario en el que aún eres becaria y cobras 500 euros al mes, a tus treinta
años. Quédate los primeros veinte minutos de camino de pie, apretujada entre el
resto de pasajeros, intentado no salir despegada en cada frenazo que da el
autobús. Observa el sitio que se ha quedado libre y avanza hacia él, pero,
cuando estés a punto de sentarte, date cuenta de la presencia de una señora
mayor que ha entrado en el autobús y, con una sonrisa, cédele tu sitio. Cuando
ella te agradezca el gesto y tu amabilidad, visualízate en tu mente, a modo de
pensamiento automático, de flash rápido como una gacela, agarrándola del brazo
y empujándola al suelo, a grito de un “¿No ves la cara de cansancio que llevo?
El sitio me lo tendrías que ceder tú a mí, hija de puta”. En ese momento,
sacude tu cabeza para alejar el pensamiento de ti y pasa el resto del trayecto
sintiéndote la mayor impostora sobre la faz de la Tierra. Por si acaso, analiza
los comportamientos y conversaciones de los demás viajeros, para así comprobar
si son peores personas que tú y sentirte algo mejor en caso afirmativo.
Cundo llegues a tu trabajo, tu jefe te hará llamar a su despecho y te
recibirá con su mejor sonrisa. Extráñate en un principio, pero después, piensa
en que, seguramente, te sonríe de esa forma tan vehemente por la gran labor que
estás haciendo en la empresa. Abre bien los ojos cuando se levante de su silla,
se acerque a ti y te diga:
—¡Buenos días, Elena! Oye, quería agradecerte, personalmente, lo bien que
estás trabajando y lo contentos que estamos contigo. Da gusto contar con un
equipo de personas tan comprometidas y buenas personas como tú, porque ya sabes
que, sin la calidez humana, esta empresa no tendría sentido. —Respira aliviada.
Fíjate, incluso, en el sex appeal que tiene tu jefe y en lo que bien que le
queda ese rayo de luz que entra por la ventana.
—¡Ay, muchas gracias! —No olvides sonreír como una auténtica tonta a la
que podrían pedirle cualquier cosa.
—Como ya habrás escuchado, desafortunadamente, tu otra compañera ha
renunciado a su contrato en prácticas. Por nuestra parte, queremos que tú sueltes
todo el potencial que sabemos, de sobra, que tienes. Te informo que, desde hoy, te encargarás
también de todas sus tareas. —Empieza a notar que te tiembla el ojo, pero
sonríe, tú sigue sonriendo. Siente como los pensamientos empiezan a llamar a tu
puerta. Habla sin saber tan siquiera qué estás diciendo.
—¡Estaré encantada de afrontar este reto!
—Gracias, de verdad. Por gente como tú esta empresa sigue avanzando. —Mira
la mano de tu jefe aproximarse hacia ti y duda de si está estirando el brazo;
quiere apartar un mosquito que te anda rondando; o va a darte unas palmaditas
en los mofletes a ritmo de “Mira que eres ilusa, eh”. Mira la mano fijamente y
piensa en cómo se la retorcerías, en cómo te transformarías en un as de las
artes marciales y le placarías hasta que gritara de dolor. En su lugar, agita la
cabeza para apartar ese pensamiento de ti y despístalo con tu movimiento de cráneo.
Aprovecha este momento de ensalzamiento hacia tu persona para preguntar eso que
tanto tiempo llevas queriendo saber.
—Y bueno, quería preguntarte, preguntarle…—Empieza a balbucear, trábate
en todas las palabras y órdenes sintácticos. Desorienta a tu jefe con tu
torpeza y siente cómo tu ojo empieza a palpitar cada vez más rápido—. Me gusta,
perdón, me gustaría preguntar si se ha barajado ya el tema de mi contratación
oficial…
—Eh…Se ha barajado, claro que se ha barajado. Pero tú ahora céntrate en
trabajar como lo llevas haciendo hasta ahora, en demostrar todo lo que sabes,
y, en un futuro, ya veremos lo que podemos hacer. —Examina otra vez la mano de
tu jefe. Observa su movimiento, como si de una cámara lenta se tratara, y
comprueba cómo se va acercando cada vez más y más a ti. Prepara tu cara para
esa pequeña cachetada: arquea las cejas y cierra, anticipadamente los ojos.
Cuando los tengas totalmente cerrados, nota, sorprendida, la mano de tu jefe en
tu hombro derecho. —Gracias, Elena. Por todo.
Queda con tus
amigas de toda la vida al salir de trabajar. Sé consciente de como han hecho
caso omiso al hecho de que eres pobre como una rata y han elegido la cafetería
de especialidad más cara de toda la ciudad. Bébete cada sorbo de ese café de
cinco euros, quemado, como si fuera oro líquido. Intenta, sin éxito, contarles
lo sucedido en tu trabajo de mierda, pero, en su lugar, escúchalas quejarse de
sus sueldos dosmileuristas y hablar de sus deseos de ser madres. Analiza a cada
una de tus amigas de pies a cabezas, como si fuera la primera vez que las ves.
Intenta adivinar sus pensamientos, meterte dentro de su subconsciente. Haz un
diagnóstico rápido, pero exhaustivo, de su estabilidad mental y de las buenas
madres que serían en comparación contigo. Piensa en el peligro que sería para
cualquier criatura tenerte a ti como madre, un ser demente camuflado con el
mejor disfraz de corderito. Mientras te comes un pedazo de croissant rancio de
seis euros que ha dejado una de tus amigas, levanta la mirada del plato y
escucha cómo una de ellas, Patricia, te dice que, ahora que se acerca el verano,
quizás lo mejor sería controlar un poquito más lo que comes. Siente como tu
corazón se acelera y tus pensamientos intrusivos vuelven. Visualízate
acercándote a esa camarera primeriza que lleva la bandeja a rebosar de cafés e
imagínate volcándoles todos y cada uno de ellos en la cabeza de Patricia,
mientras que esta chilla de dolor al achicharrarse el cuero cabelludo. Piensa
en cómo te acercarías a ella y, mientras se retuerce, le escupirías a los pies
de su cara, migaja a migaja, todo ese croissant mordisqueado. Después, sacude
tu cabeza para apartar de tu mente ese cruel, pero atractivo, escenario y mira
a tu amiga a los ojos. Deja en su sitio ese pedazo de croissant manido y dile
que tiene razón.
Cuando la velada
haya acabado rechaza cualquier invitación, improbable pero posible, de alguna
de tus amigas, en la que te ofrezca llevarte a casa en su coche. En lugar de
eso, di que prefieres caminar y que te dé un poco de aire fresco en la cara,
pero nunca confieses que no aguantarías ni un solo segundo más escuchándolas.
Para el camino de vuelta, desenrolla tus auriculares enredados en el
bolso y elige la canción más deprimente de tu playlist. Nota como las
lágrimas van cayendo por tu cara y, sin saber el por qué, piensa en tu madre y
en cuánto te gustaría, aunque solo fuese por un día, tener una relación tan
buena y estable como las que tus amigas tienen con las suyas. Aún así, échala
mucho de menos. Después, recuerda la conversación sobre maternidad que has
tenido horas atrás y sentencia que nunca podrás cuidar de otro ser humano
teniendo la cabeza que tienes. Siente un pellizco en el pecho y otro en la boca
del estómago. Cuando llegues a tu piso; metas la llave en la cerradura; y
cruces el vestíbulo, saluda a tus compañeras de piso con desgana y vete a la
cama sin cenar. Llora a moco tendido durante, al menos, dos horas, y, como de
costumbre, no pegues ojo en toda la noche hasta que falte una hora para que
suene el despertador.
Pasa los
siguientes días con el cuerpo raro y ansiedad constante. Huye de niños y
mayores y procura aislarte también del resto de la sociedad. Cuando salgas a
pasear por la tarde después del trabajo, vestida con ropa deportiva de cuando
tenías trece años, y veas parejas felices cogidas de la mano, pregúntate si,
habiéndose disparado de esa forma tus pensamientos cruentos, tú también podrías
tener una relación sentimental sin suponer un peligro para alguien. Haz memoria de la última vez que intentaste
tener algo con alguien y revive la frustración de cada uno de tus fracasos
sentimentales. Después, trae a tu cerebro tu mejor colección de peores pensamientos
intrusivos y, finalmente, decreta tu incapacidad para querer a alguien. Suspira
y acepta la derrota.
Aunque es lo
último que te apetece, acude ese día a ese treinta y un cumpleaños de tu amiga Patricia.
Entra por la puerta del establecimiento y que el barullo de gente te pille por
sorpresa. Por un momento, duda de si te has equivocado de dirección o de mesa
de celebración. Ve, de lejos, a tu amiga con una corona ridícula que pone
“Birthday princess” y verifica que el lugar es el correcto. Piensa, entonces,
en quien es toda esa gente y en cómo narices puede tener tantos amigos que,
parece que, hasta ese momento, habían permanecido en la sombra.
Acércate al grupo. Saluda tímida,
evitando el contacto visual, y comprueba que tus amigas se han sentado juntas y
que ya no quedan sitios libres a su lado. Insúltate mentalmente por llegar
siempre tarde a todos lados. Haz un barrido rápido de la panorámica festiva y
contabiliza, en cuestión de segundos, qué sillas quedan libres y quienes son
las personas que están sentadas al lado, examinando su grado de simpatía y
capacidad para sacar tema de conversación sin que existen silencios demasiado
incómodos. Empieza a notar las miradas de la gente porque llevas un tiempo extrañamente
prolongado de pie, sin hablar y mirando a la mesa, así que dirígete, ya sin
pensarlo demasiado, a la primera silla vacía que veas.
Una vez sentada, acomódate y saca tu teléfono. Al cabo de un minuto,
cuando ya no te quede ni una sola notificación que revisar y la opción de
meterte en cualquier red social para achicharrarte la cabeza viendo lo que
personas que no te importan absolutamente nada están haciendo con su vida, te
resulte impensable, mira hacia los lados. Primero, hazlo para tu derecha y
observa como un subgrupo de personas que no has visto en tu vida cotillean
sobre asuntos personales, y después, gira tu cabeza para la izquierda. Cruza
miradas con un chico de barba ligeramente descuidada y sobrecamisa abierta de
cuadros. Devuélvele la sonrisa y duda de si es preciso o no iniciar una
conversación.
Tras unos segundos de indecisión, preséntate. Explícale que, por lo
visto, has acudido al cumpleaños de tu amiga, pero que desconocías su faceta de
relaciones públicas y te ha asombrado ver tantas caras desconocidas, entre
ellas, la suya. Sorpréndete de tu propio desparpajo.
—Que, por cierto, ¿tú quién eres? —pregúntale directa.
—Vengo de parte del novio.
—Esto parece una boda. —Ríete. Sigue sin saber de dónde estás sacando esa
comunicación oral tan fluida.
—Totalmente. Nada, la mitad somos amigos de Javi. —Piensa en lo sumamente
mal que te cae el novio repelente de Patricia. Como si de una revelación se tratase,
date cuenta que es exactamente igual de insoportable que ella—. Y esa mitad, ha
traído a sus parejas. Bueno, esa mitad menos yo…—Mira bien al chico. De arriba
a abajo, de forma disimulada. Encuentra adorable su colmillo levemente montado sobre
la paleta derecha. —Y bueno, ¿a qué te dedicas?
—Soy becaria en una empresa de marketing cultural, ¿y tú?
—Psicólogo. —Siente cómo tus ojos se expanden involuntariamente al
escuchar esa respuesta—. Pero tranquila, que no todavía no puedo leer las
mentes.
Sin saber muy
bien cómo, llega a casa con un aire renovado. Mira lo desordenada que tienen la
casa tus compañeras de piso y disfruta, incluso, de la porquería que te rodea. Desbloquea
tu móvil y regodéate en esa nueva notificación de solicitud de amistad. Acéptala
y revisa cada una de las fotos de su perfil, con cuidado de no dejar tu huella
en ninguna publicación antigua. Vuelve a encontrar aún más adorable cómo su
colmillo se monta sutilmente sobre su paleta derecha.
Ármate de valor,
haz ese viaje en solitario que tenías pendiente y escápate un fin de semana a
un pueblo perdido a desconectar. Coge una habitación en un hostal rural y pasa
el día leyendo, comiendo y paseando por el campo. Observa lo tranquilos que
están tus pensamientos y lo bien y relajada que te sientes. Pregúntate el porqué
de tu sosiego mental. Además, adereza esa
sensación de bienestar y tranquilidad con momentos de euforia por empezar a
hablar con cierto chico de cierto cumpleaños. Intercambia mensajes con cada vez
más frecuencia. Sonríe como una tonta a la pantalla. Siéntete, incluso, capaz
de querer a alguien.
A la vuelta de
tu escapada fugaz, recibe un mensaje de tu casero en el que te comunica, con
sus reglamentarios dos meses de antelación, que, pasado ese tiempo, tú y tus
compañeras os tenéis que marchar del piso porque uno de sus hijos necesita
usarlo. Mírate al espejo y asquéate de la treintañera irrisoria que eres, pero
no te detengas demasiado porque tienes que buscar un nuevo alojamiento que pueda
pagar tu, también irrisorio, salario de becaria.
Pasa el resto de
semana con un oleaje de pensamientos violentos como nunca antes has tenido,
totalmente indiscriminados e incontrolables. Percíbete, de nuevo, como un
peligro para la sociedad, así que ignora los mensajes de cierto chico de cierto
cumpleaños. Compadécele por pensar que puedes ser un buen partido para él.
Cuando, al tercer día ignorándolo, recibas otro mensaje por su parte en
el que te pregunte si te ha incomodado en algún momento, siéntete muy culpable
por tu comportamiento, así que queda con él cara a cara y ponle punto y final a
eso que se estuviera gestando entre ambos.
—Lo siento por
las expectativas que te haya podido crear, pero creo que lo mejor es dejarlo
aquí.—Date cuenta que tan siquiera os habéis besado y, quizás, tus palabras
estén sonando un pelín excesivas. Siente algo de vergüenza, pero mantente
firme.
—Eh…Bueno, vale. Si es lo que quieres, lo respeto. Pero, ¿puedo saber la
razón?—Asómbrate de lo calmada que suena su voz. Moléstate incluso por su paz
inquebrantable. “Maldito psicólogo de mierda, vete a estar tranquilo a otra
puta parte”, piensa.
—Mira. Yo puedo parecer buena persona, pero tienes que saber que no lo
soy.
—¿Y eso por qué? Si puede saberse. —Plantéate qué estás haciendo.
Siéntete tan cansada que notas tu cabeza y tu cuerpo como si tuvieras encima
una borrachera curiosa y no tuvieras nada que perder.
—Tú me ves normal, pero todo el rato tengo pensamientos horribles.
—¿Horribles?
—Pensamientos intrusivos. Violentos. Muy violentos. Todo el tiempo. Pego
palizas incluso a viejas en el autobús.
Obsérvalo
reírse. Entiende entre poco y nada.
—¿Te hace gracia? —Frunce el ceño.
—¿Tienes mucho estrés? —Al escuchar su pregunta, abre los ojos y haz un recorrido
rápido por toda tu vida.
—Eh… no, no mucho. —Piénsalo otra vez. Traga saliva—. ¿Eso puede ocasionarlos?
—¿Quieres dar un paseo?
Mira cómo su
mano se extiende hacia la tuya. En tu halo de embriaguez, agárrala sin saber
aún muy bien lo que estás haciendo. Entrelaza tus dedos con los suyos y empieza
a caminar.
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