Olor a mandarinas
El
agua está sorprendentemente limpia para ser septiembre, solo algunas hojas la
acompañan en su movimiento. Cuando era pequeña, a estas alturas del año ya
solía estar repleta de pequeña vegetación y demás criaturas. Me siento en el bordillo de la piscina y
acaricio el hormigón rugoso del que se compone, trazando pequeños círculos en
él. Me paro en cada una de sus pequeñas piedras. Después, trazo esos mismos
círculos en mi vientre, deteniéndome en cada pliegue de mi piel, observándolo
con detenimiento. Ahora tengo treinta y dos años y no soy esa niña pequeña,
pero sigo permaneciendo en silencio, clavando la vista en puntos fijos, como
entonces.
Miro
a la piscina de nuevo. Allí pasaba mis días de verano adolescente, cuando uno
de mis pocos entretenimientos consistía en flotar en ella durante horas mientras
las nubes descansaban en el cielo. Desde esa posición, un chorro agitado de
aire siempre llegaba a mi frente, antes o después, en forma de aliento cálido.
En ese momento abría mis ojos y ahí estaba él, con la lengua fuera, dando
saltos. Entonces, yo comenzaba a agitar mis brazos con fuerza en el agua y él,
después de unos segundos dando brincos en el bordillo, se lanzaba al agua.
Batía sus piernas con rapidez, pero su cuerpo no conseguía mantenerse a flote.
Yo lo ayudaba con la tarea, cogiéndole del lomo. Él levantaba la cabeza y
sacaba la lengua con más ahínco. Yo me reía a carcajadas.
Mi
madre posa la cena sobre la mesa. Mi hermano, mi madre, mi padre y yo nos
sentamos en la mesa a cenar. No nos reuníamos desde la Navidad pasada.
—¿Te
pongo más? —me pregunta mi madre. Su gesto serio permanece intacto. Se limita a
coger los platos, cargar el cucharón de comida y devolverlos llenos.
—No,
gracias. Así está bien—le digo. Mis padres, mi hermano y yo comemos en
silencio. El único sonido perceptible es el de los cubiertos chocando con los
platos. En estas cuatro paredes ya no se escuchan ladridos.
—¿El
trabajo bien? —Mi padre rompe el silencio. Su mirada permanece en la cena.
—Si,
muy bien. —Primero, bebo agua y, después, respondo.
—¿Thomas
bien? —Con su pregunta, mi padre levanta la vista del plato y me mira.
—Sí,
genial. Le han prolongado el contrato en el laboratorio. Está muy contento. —Desvío
la mirada y me seco la boca con la servilleta—. Voy un momento al baño,
disculpad.
Cierro
la puerta del baño con pestillo. Suspiro y me siento en el váter durante unos
minutos. Inspiro y espiro de forma controlada. Me echo agua en la cara y vuelvo
a abrir la puerta del baño.
Desde
la puerta, grito:
—¿Traigo
el postre? —Desde allí, miro la casa. No hay tan siquiera un marco con alguna
foto familiar. Me dirijo de nuevo al comedor—¿Traigo el postre entonces?
—vuelvo a preguntar.
—Voy
yo. —Mi madre se levanta de la mesa y comienza a apilar todos los platos
sucios.
—Te
acompaño—le digo, mientras le pongo una mano en su hombro. Mi madre dirige su
mirada hacia mi mano, la cual quito de su hombro.
—Como
prefieras.
Acompaño
a mi madre a por el postre y mi boca se torna en sonrisa de forma automática al
ver ese frutero lleno de mandarinas. Entre risas, llevo el montón de frutas a
mi hermano y a mi padre. Mi hermano se ríe y mi padre hace una mueca.
—¿Y
habéis pensado ya algún lugar concreto para esparcir las cenizas? —lanzo al
aire.
—Aún
no. Nos hemos reunido para eso, ¿no? —Mi madre se ríe irónicamente.
Seguidamente, se mete un gajo de mandarina en la boca.
—Sí,
claro. Era solo por preguntar—digo.
—¿Tú
cuando te vas? —me pregunta mi padre.
—El
domingo—le digo.
—¿Dos
días solamente? No sé, yo lo veo poco tiempo ¿No lo has pensado antes de
gastarte ese dineral en aviones? —Mi padre coge su servilleta y después la tira
a la mesa.
—Bueno,
aún tenemos dos días. No creo que nos lleve mucho tiempo. Seguro que
encontramos rápido un lugar bonito para Río. —Mi hermano habla por primera vez
en toda la cena.
A
los diez años dejamos la ciudad y nos mudamos a un pueblo recóndito a que mis
padres ejercieran de médicos rurales. En las calles de ese pueblo no se veían
apenas niños. Vicente era el padre de mi, entonces, nuevo compañero de colegio
rural. Ese señor de manos grandes y ásperas tenía a su cargo una plantación de
mandarinas, y como regalo, algunos días llevaba al colegio un saco a compartir
entre toda la mescolanza de niños, de todas las edades y niveles, que
comprendía la clase en la que estudiaba. De entre toda la maraña de niños de la
clase, yo era una de las pocas que se acercaba al montón de mandarinas, acumulándolas
en mis bolsillos y manos, a modo de as bajo la manga. A partir de ese momento,
el olor a mandarinas pasó a formar parte de mí.
Terminamos
de tomar el postre y nos retiramos cada uno a dormir. Subo la mochila de viaje
y entro a mi habitación. Me siento en mi colchón de muelles. Miro a mi
habitación y sonrío. «Por fin en mi guarida». Me levanto y acaricio cada uno de
mis libros de romance adolescente de la estantería. Cojo algunos. Los abro y
acerco mi nariz a ellos.
Río
llegó a mi vida a los dieciséis años. Por aquel entonces, pasaba horas
encerrada, diariamente, en un autobús que me traslada del pueblo recóndito al instituto
comarcal y viceversa. Mis trayectos consistían en mirar por la venta mientras
escuchaba música en mi Walkman. Nunca había nadie en el asiento
contiguo. Adoptamos a Río de cachorro, nada más nacer. La perra de nuestros
vecinos, aficionados a la caza, acababa de dar a luz a un montón de perros, así
que estos nos cedieron a una de esas crías. Río, proveniente como era de una
raza cazadora, tenía una anatomía muy específica: un cuerpo desproporcionado
con unas patas muy cortas y unas orejas muy largas. Además, perro sabueso como
era, iba olfateando todo a su paso. En sus primeros meses en la casa, me
dedicaba a tocarle las orejas y a darle besos en la cabeza, a lo que este
respondía, inmediatamente, con su huida y posterior retorno, en cuanto notaba
que la caricia se había alejado. Cada vez que lo mimaba y este salía corriendo,
mis padres ponían los ojos en blanco y me tachaban de pesada y de tener un
carácter asfixiante. Cuando ellos abandonaban la estancia, Río volvía a asomar
su cabeza en la habitación, sobre todo si mis dedos olían a mandarinas.
Cada
día, era la primera en salir corriendo del autobús en cuanto llegábamos al
pueblo. Para cuando llegaba a mi parada, ya apenas quedaban estudiantes, pero
nunca llegué a despedirme de ninguno de ellos. De hecho, durante mi estancia en
el instituto, nunca llegué a despedirme de nadie, en general. De la parada de
autobús a mi casa, apenas había cinco minutos de trayecto. Mi rutina diaria
consistía en, nada más bajarme del bus, coger una mandarina de mi mochila y
pelarla allí mismo, pegada a la señal de tráfico de autobús. Una vez pelada,
iniciaba mi marcha y me la iba comiendo de camino a casa.
Al
llegar a casa, Río venía corriendo a recibirme, olfateando todo mi cuerpo hasta
llegar a mis dedos, cargados de un fuerte olor a mandarinas. Jadeante, lamía
todos mis dedos mientras movía daba pequeños saltos. Cuando yo le miraba con
ojos amorosos, se quedaba quieto, me devolvía la mirada y salía corriendo. Yo
me quedaba unos segundos parada y después sonreía, mientras que mi madre, que
miraba de reojo, negaba con la cabeza y suspiraba.
Observo
de nuevo a mi estantería llena de libros cursis, a mi silla de estudio y a mi
escritorio. Cojo uno de los libros y lo ojeo. En mis tardes de estudio, también
pasaba la mayoría del tiempo leyéndole fragmentos empalagosos a Río en voz
alta. Dejo el libro de nuevo en la estantería. Durante unos minutos, detengo mi
mirada en el hueco de debajo de la mesa. Sonrío. Después, miro mi móvil. No hay
ningún mensaje. Desactivo la conexión Wi-fi y conecto los datos de mi teléfono,
pero no llega ningún mensaje de Thomas. Suspiro. Me meto en la lista de
contactos y detengo mi dedo sobre el suyo sobre el botón de llamada, pero
finalmente, bloqueo el móvil, me desvisto, me meto en la cama y apago la luz.
Escucho
unos golpes a lo lejos.
—¡Buenos
días! —Abro mis ojos y veo a mi hermano entrar por la puerta. Se sienta a los
bordes de mi cama. Me desperezo e intento quitarme las legañas.
—
Perdona, he dormido regular y me he quedado dormida ya por la mañana. No he
escuchado la alarma ¿Habéis desayunado ya o qué?
—Mamá
y papá han desayunado, pero yo no tengo hambre. —Sonríe.
—¿Cuándo
llegaste tú?—le pregunto.
—El
jueves. —Suspira él—Un día más de sufrimiento.
—Están
exactamente igual de insoportables, eh. —Arqueo las cejas y me río.
—¿Crees
que nos llegaremos a poner de acuerdo?
—pregunta él.
—¿Crees
que mamá se enfadará si le digo que quiero que las cenizas de Río se queden en
el hueco de debajo de mi mesa?
— ¿En
ese hueco? Pero ¿qué dices, loca?
Antes
de ir al instituto me mordía las uñas durante un rato. Me las comía
compulsivamente, de un lado a otro, sentada en la silla de mi escritorio. Mi
respiración era agitada. Después del destrozo diario de mis uñas, frotaba mis
manos y miraba el reloj. Río solía dormir en mi habitación, en el hueco de
debajo de la mesa. Cada día, me observaba llevar a cabo mi rutina matutina
desde ese sitio. Antes de salir, se acercaba a mí y rozaba su cabeza contra mi
mano, pero, cuando yo me aproximaba, sus patas comenzaban a correr. Yo,
entonces, sonreía y cogía mi mochila para marcharme. A la vuelta del instituto,
después de mi primera merienda, mi correspondiente mandarina, me volvía a
sentar en mi escritorio a comerme un par de tostadas. Mientras, Río descansaba
en el hueco de la mesa. En cada bocado, caían algunas migas de las tostadas al
suelo. Mi perro sacaba la lengua y empezaba a olfatear todo el suelo,
lamiéndolo de un lado en otro, limpiando las migas que quedaban en él, a la par
que ladraba enérgicamente y movía el rabo. En ese momento, mi madre llegaba a
la habitación. «Tu padre está echándose la siesta ¿No te das cuenta que estás
molestando?»
Mi
hermano se ríe con la idea de guardar las cenizas en ese rincón.
—Sí,
tío. Este rincón era el sitio preferido de Río. A él le encantaría descansar
aquí el resto de sus días. Además, no tendría que escuchar las “borderías” de
mamá y papá—le digo a mi hermano.
—Yo
creo que, si se lo dices, mamá te mata, la verdad.
—Bueno,
así podría estar con mi perro y no en esta mierda de mundo—digo riéndome— A ver
si lo hace pronto. —Cojo el móvil de la mesilla de noche. Lo miro y suspiro.
—Oye.
—Mi hermano se calla durante unos segundos—¿Todo bien con Thomas?
—Sí,
¿por? —Carraspeo.
—No
sé. Ayer te vi rara en la cena.
—Tú
sigues igual de analizador que siempre, ¿no? —Me rio— ¡Desde los diez años
cultivando el don! Casi veinte años de oficio ya…
—¿Entonces
estáis mal?
—Bueno,
es complicado. —Suspiro—. Voy a cambiarme, ¿vale?
—Eh…
sí, claro. Creo que dijeron de salir en media hora. —Mi hermano mira el reloj.
—Quieren
ir a la Sierra, ¿no?
—Sí—responde.
—Pero,
¿¡Desde cuando le ha gustado a Río la Sierra?! —exclamo—. Mi perro corría hacia
casa cada vez que intentaban darle un paseo por el exterior.
Nos
montamos en el coche. Nos quedan cuarenta minutos de camino hasta llegar a la
Sierra. Mi padre conduce y mi madre está en el asiento del copiloto. Mi hermano
y yo nos sentamos en los asientos traseros, dejando un hueco en medio sobre el
que descansar nuestros bártulos. Después de veinte minutos de camino, el coche
sigue en completo silencio. Mi madre pone la radio, pero mi padre la quita.
“Después me duele la cabeza”, dice. Llevo la urna de Río entre las manos. La
acaricio mientras miro por la ventana. Compruebo mi móvil. Ningún mensaje.
Aprieto la urna contra mi pecho, me muerdo el labio e inhalo son sonoridad. Mi
hermano me mira y yo sonrío de forma escueta.
Me
bajo del coche por el lateral derecho. Caminamos cinco minutos por el sendero
de tierra hasta llegar a la zona verde, donde iniciamos una ruta. Mis padres
andan delante y, mi hermano y yo, caminamos y cuchicheamos detrás. Llevamos
veinte minutos de cuestas.
—¿A
dónde estamos yendo, exactamente? —digo. Mis padres se giran y me miran
fijamente. A mi madre se le escapa una risa.
—¿A
dónde vamos a estar yendo? —me dice mi madre. El viento empieza a soplar
fuerte.
—Ya,
mamá. Me refiero a que podríamos buscar un lugar que nos guste por aquí, que no
hace falta andar sin rumbo toda la montaña. —Me travo al hablar.
—Para
que lo sepas —interrumpe mi padre—, un compañero me dijo que a mitad de ruta
hay un mirador muy famoso. No estamos andando sin rumbo, estamos yendo hacia
allí, lista, que eres muy lista.
—Ah
vale, perdona. No lo sabía. —Agacho la cabeza.
—Que
es para tu perrito, vaya. Si quieres
cojo la urna y la dejo aquí mismo. Que lo estamos haciendo, principalmente, por
ti, a ver si te enteras. —Mi madre se acerca a mí.
—Vale,
mamá. Ha sido un malentendido —dice mi hermano. Se mete entre ambas. Aleja a mi
madre y la sosiega.
—Es
que tu hermana me molesta. No se da cuenta de nada. Se va de la casa, del país,
y nos deja con el perro a cuestas. Ahora llega, con todo por delante,
intentamos buscarle un buen sitio para echar las cenizas de su perro, y encima,
pone pegas.
—Mamá,
¡el perro era de todos! —replico.
Mi
madre sube la voz.
—¡Pero
si tenías todo el día al perro encima, por Dios! ¿Qué me estás hablando, ahora?
Que era al único, ¡al único!, al que tenías un poquito en cuenta. —Mi madre
sacude los brazos.
—¿Qué
era al único al que tenía en cuenta? ¿Y a mí, quién me tenía en cuenta a mí? —Mi
respiración es agitada.
—Ya
se enterarán tus hijos de lo que es bueno—dice mi madre. El viento sopla cada
vez más fuerte. Hace frío y a mí se me empiezan a caer las lágrimas.
A
los dieciocho años fui admitida en la carrera de Biología en la Universidad. Por
una cuestión de distancias, ingresé en una residencia de estudiantes donde
compartía mi pequeño apartamento con dos chicas más. Cuando me mudé, imprimí
una foto de Río para guardarle en mi cartera, la cual miraba todas las noches
antes de dormir, sumida en lágrimas. A los veintitrés años dejé la ciudad para
irme a vivir a Inglaterra. Fui el mejor expediente de la promoción de Biología
y me concedieron una beca de investigación para la Universidad de Exeter. Lo
que antes se limitaba a visitas al pueblo los findes de semana, se vio,
obligatoriamente reducido, a un par de encuentros anuales en fechas señaladas. La
mañana en la que me mudaba a Inglaterra, desayuné un par de mandarinas. A la
hora de salir, cargada de maletas, Río se abalanzó hacia mí entre ladridos.
Olisqueó todo mi cuerpo y chupó mis dedos, a lo que yo le respondí con un gran
abrazo y sendos besos en la frente. Ese día, mi perro no salió corriendo a
ninguna parte después de mi muestra de cariño. Después, cogí todas mis cosas, pedí
un taxi y me fui al aeropuerto. Nadie me despidió en la puerta de embarque. No
tenía ninguna cara amiga a la que lanzarle besos, a excepción de la foto de Río
en mi cartera.
Conocí
a Thomas a los pocos meses de instalarme en Exeter. Él investigaba en el
laboratorio contiguo al mío y compartíamos los tiempos de descanso. A mis
veinticuatro años, nunca antes me había vinculado a alguien sentimentalmente. En
nuestras primeras citas, yo miraba hacia el suelo continuamente. Mi inglés aún
no era muy fluido, así que me limitaba a escucharlo. Una de las preguntas que
surgieron en esas primeras citas, en las que tan siquiera nos habíamos besado aún,
fue en relación a nuestro deseo o no de tener hijos. Entre cervezas, él me dijo
que una de sus mayores ilusiones en la vida era la de ser padre. Yo sonreí, y
después, seguimos bebiendo. Después de esas citas, Thomas y yo nos adentramos
en una relación de cuatro años.
El
sol incide sobre la piscina. En cuestión de días, mi padre la tapará hasta el
próximo verano. Me siento en el bordillo. Compruebo mi móvil y, de nuevo,
descubro el silencio en él. Meto un dedo en el agua. Está congelada. Miro hacia
mi vientre. Levanto mi camiseta y poso mis manos en él. Veo a mi hermano aparecer a lo lejos. Camina
hacia mí. Quito las manos de mi abdomen rápidamente.
—¿Cómo
estás? —me dice. Se sienta junto a mí y posa su mano en mi espalda.
—Ahí
vamos. —Sonrío—¿Qué van a hacer al final con las cenizas?
—No
lo sé. Anoche me dijeron que ya las esparcirían ellos donde viesen. —Mi hermano
suspira.
—Bueno.
—El aire mueve mi pelo—. Mete un pie.
—¿Qué
dices? ¡Está helada! —Mete un dedo en la piscina y se ríe —. Definitivamente,
no.
—Venga,
un poquito. Lo meto yo también. Dame la mano. Lo metemos juntos. —Me descalzo y
mi hermano hace lo mismo.
—Estás
tarada—replica.
—A
la de una, dos y tres…—Metemos los pies en la piscina. Estallamos en sofocos y
comenzamos a reírnos a carcajadas. Me río durante un minuto y después, empiezo
a llorar.
—¡¿Qué
te pasa?! —pregunta mi hermano. Su gesto ha cambiado radicalmente.
—Estoy
embarazada.
—¡Joder!
Pero eso es una buena noticia, ¿no? —Su gesto ha vuelto a cambiar totalmente.
—Creo
que no quiero tenerlo. —Me seco las lágrimas. Absorbo la mucosidad de mi nariz.
—¿Por
qué? —Arquea las cejas.
—No
quiero ser como mamá. —Lloro con más fuerza—. Me da mucho miedo. —Mi hermano pasa
su brazo por mi espalda. Poso mi cabeza en su hombro y permanecemos en
silencio.
—¿Qué
dice Thomas? —Mi hermano interrumpe el silencio.
—El
sí quiere tenerlo.
Me
despierto antes que el resto de mi familia. La mochila de viaje se quedó
preparada la noche anterior. Me visto y guardo en mi bolso uno de mis antiguos
libros de romance adolescente de mi estantería. Bajo las escaleras de puntillas
y busco en la casa la urna de las cenizas de Río. Están en el salón, junto al
mueble de la televisión. A los quince minutos, un taxi me espera en la puerta.
Son las ocho de la mañana y mi primer vuelo sale a las cuatro.
Llego
al aeropuerto con siete horas de antelación. Busco un asiento en el que refleje
el sol y antes de sentarme, coloco mis cosas. Mi mochila en el asiento
izquierdo contiguo, y la chaqueta en el derecho. Me siento y, por último, pongo
entre mis pies la urna de Río. Abro mi libro y comienzo a leer.
El
segundo vuelo tiene retraso. Veo el mensaje de mi hermano al aterrizar.
Después, cojo un taxi hacia nuestro piso. Dejo los bártulos y me dirijo hacia
el dormitorio. Abro el armario: falta mucha ropa de Thomas. Voy hacia mi
pequeño despacho en la habitación de invitados. Miro a la estantería y al
escritorio. Coloco mi libro de adolescente en la estantería y la urna de Río en
el hueco del escritorio. Salgo a la entrada. Es de noche y hace frío. Toco mi
vientre y, de pronto, toda la calle huele a mandarinas.
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