El impulso secreto de las cosas
Todos queríamos volver a casa. Clarita llevaba su mochila rosa fucsia a los hombros y se balanceaba sobre los talones, tenía la cara roja por el sol de mediodía. Su manita sudaba apretando la mía. Frente a nosotros, los coches atravesaban el cruce como buques de guerra en un mar de asfalto. El semáforo era viejo, pintado de un verde que se desgastaba a gris. Una silueta humanoide anunciaba desdibujada y abollada un botón azul.
Me sobresalté cuando sentí a alguien apoyarse en mi brazo. Vi a mi lado un hombre balanceándose de un lado a otro, doblando las rodillas. Él ni siquiera había notado que en su baile me empujaba levemente. Llevaba un traje de chaqueta, las gotas de sudor sobresalían por el cuello de su camisa como un collar de perlas. De vez en cuando se reajustaba en las ingles un elástico que yo no alcanzaba a intuir. Adelanté un poco el cuerpo para intentar cobijar a Clarita de su paquete inquieto.
El semáforo titubeó, la luz roja se apagó un instante. anunciando el ámbar. Clarita dio un paso hacia delante, pero le sujeté la mano con fuerza. Estaba empezando a repetirle que no se cruzaba hasta que estuviese en verde cuando el hombre en traje de chaqueta me empujó al lanzarse al cruce. La luz roja volvió a encenderse, aunque eso no lo vi, estaba hablándole a Clarita cuando volví a mirar al frente al escuchar el estruendo. Y aunque miré, lo único rojo que ocupó mi atención fue la sangre caliente que brotaba sobre las líneas blancas. Apreté la mano de Clarita, pero mis dedos solo tocaron mi propia palma sudada.
Su mochila rosa asomaba tras el capó del coche. Salté sobre él en lugar de rodearlo, con la mano abriéndose y cerrándose como si todavía esperase encontrar la suya. Estaba encima del hombre, agazapada como un animal sobre su cuerpo sangrante, moviendo las manos sobre su cabeza y haciéndole dibujos en la cara ― boca abierta, ojos vueltos―con las perlas de sudor.
―Clarita, ¿Estás bien? ―Abracé sus hombros con el brazo, pero ella me apartó.
―¡Papi, déjame, lo estoy salvando!
El hombre comenzó a lanzar los pies y las manos al aire de forma errática. Clarita seguía tocándole la cara, haciendo espirales con los pulgares, la espalda torcida como un buitre, las luces en las suelas de sus zapatitos blancos empapados se habían encendido y se reflejaban en el charco de sangre y orina. La agarré por las asas de su mochila y la levanté sobre el suelo con ella colgando. Dando pasos hacia atrás nos fundimos con la congestión de personas que aumentaba por momentos. Cruzamos la calle así. Clarita gritaba e intentaba zafarse. Con cada patada los zapatitos lanzaban gotas sucias.
Hacía solo unos meses que había empezado a comportarse de forma extraña. Esas Navidades Olivia y yo habíamos amanecido ante un portal de Belén vacío. La lavandera fregaba en el río de papel albal, el pastorcillo arreaba a unos corderos hacia el prado de musgo, el carnicero anunciaba sus chorizos duros en una calle sin terminar, pero al final del camino, el establo bajo la estrella de oriente de cartulina estaba vacío. San José me miraba lastimero, abandonado, y el ángel Gabriel tocaba su trompeta de cerámica para anunciar el divorcio del bueno del carpintero.
Encontramos a la Virgen y al niño Jesús bajo la almohada de Clarita. Fue Olivia quien discutió con ella; mientras dejaba al bebé en su pesebre duro escuché que lo había hecho para protegerlos, para darles calor. Con la voz tierna con la que se riñe a un niño que ha hecho algo mal por querer hacerlo demasiado bien, Olivia le dijo que la familia tenía que estar junta.
Olivia pasó todas las noches acostándose con ella hasta asegurarse de que se había dormido. Para proteger la sagrada familia, bromeaba. Clarita se dormía tocándole la barriga, las dos palmas apoyadas en el bulto redondo que se pronunciaba, quieto, en su vientre. Olivia consiguió proteger el Belén, pero luego vinieron las estampitas. Nunca he sido religioso, la mayoría de santos que entraban en casa venían con mis suegros, que con la mejor de las intenciones nos traían un San Ramón, un San Antonio, y últimamente habían empezado a decantarse por alguna virgencita que yo no reconocía, pero iba también al tocador del dormitorio, donde Olivia los guardaba bajo el rosario de la abuela. Su madre se lo regaló cuando se quedó embarazada de Clarita.
Lo malo de las Navidades es que los niños están desocupados, y que de una a otra han crecido tanto que ni siquiera son el mismo niño. Ese año no pudimos preveer que Clarita tomaría como pasatiempo investigar la casa, abrir todos los cajones. A veces se llevaba una tuerca suelta de un mueble que aún no habíamos montado; un dedal de la caja de costura. Cuando nos dimos cuenta escondimos los regalos de Reyes en el coche y comprobamos que la medicina estuviera fuera de su alcance. La curiosidad parecía una buena alternativa al aburrimiento, antes que ver la televisión nuestra hija reconocía el espacio que habitaba. Era una niña inteligente. Entonces llegó a nuestra habitación.
Las estampitas estaban garabateadas con ceras blandas. Esparcidas por su alfombra de juegos. Esta vez fui yo quien le quitó los rotuladores y la senté en la cama mientras Olivia recogía a los Santos en silencio. Clarita empezó a dar explicaciones e intuí que serían las mismas que había escuchado darle a su madre. La dejé castigada en su cuarto, con los ojos rojos y los labios temblorosos y apretados. Olivia estaba en el pasillo, mirando los dibujos.
―Se ha pintado en todas.
De la mano de San Ramón, a hombros de San Antonio, abrazando a las Vírgenes. Era ella, el pelo corto y marrón, los zapatos de luces que había pedido por Reyes, aunque entonces aún no los tuviera. Olivia pasó esa tarde encerrada en nuestra habitación intentando limpiar el papel satinado de las estampitas.
―Yo también puedo hacer milagros, papi. ―Clarita se había sentado contra la puerta sollozando como un cachorro que se ha meado en la cama. No sé si le respondí. Lo bueno de las Navidades es que cuando eres adulto son cortas.
Cuando llegamos a casa Olivia se había quedado dormida en el sofá. Tenía la cara y los tobillos hinchados por el embarazo cada vez más pesado. Sus ojos estaban hundidos. Parecía que no tuviera fuerzas para nutrir un nuevo cuerpo sin consumir el suyo propio.
Clarita entró corriendo, me soltó la mano y fue a despertarla. Solo hablaba de sangre y coche entre llantos. Le quité los zapatitos y los dejé en el patio, ella se acurrucó en el pecho de su madre. Me temblaban las manos cuando sujeté la de Olivia entre las mías. Le conté lo que había pasado entre susurros, intentando que Clarita no lo escuchara aunque ella hubiera estado allí también. Aunque fuera ella quien tocó el cuerpo.
―Ya estáis en casa. Vamos a estar bien aquí, ¿vale? Nada de coches, solo siestas.
Olivia nos acariciaba el pelo, desenredando los nudos del de Clarita y deshaciendo, con los dedos aún atrapados por los míos, los mechones aglomerados por el sudor en el mío. Reposé la cara sobre su pecho. Estaba duro, preparándose para lactar. Sobre la curva de su vientre vi uno de los pulgares de Clarita haciendo movimientos circulares sobre él. Los mismos garabatos que había visto en el sudor del cadáver atropellado esa misma tarde ahora dibujados en las arrugas del vestido de Olivia.
Me incorporé agitado por la náusea. En un instante, movido por la confusión y el miedo sentí rabia. Creí genuinamente que ese bebé que no conseguía crecer estaba matando a su madre por culpa de Clarita. Creí que su poder era real, la destrucción inmadura de alguien que no es capaz de entender las consecuencias. Vi maldad en sus ojos aclarados por el llanto, fijos en la barriga de su madre. Tuve la impresión visceral de estar frente a un depredador, un ser despiadado que me había quitado a mi primera hija y venía a por el resto de mi familia.
El cráneo roto contra el asfalto, las luces parpadeando en la suela de los zapatos, las estampitas desgastadas, las dos espirales como cuernos de carnero que el sol que comenzaba su caída en picado proyectaba sobre la tela de satén. El cuello de Olivia estaba limpio, olía a talco, rosas y alcohol. De la nariz de Clarita caían mocos negros por el humo negro de los coches, olía a sudor, sangre y orina. Apretó las manos contra el vientre de Olivia.
―Clarita… ―Se separó de su madre para mirarme―. Vamos a bañarnos y hacer la cena, que le prometimos a mamá que hoy no iba a tener que levantarse.
Esa mañana le habíamos llevado el desayuno a la cama, Clarita había hecho los honores llevando la bandeja. Esa niña y la que estaba ahora tendida en el sofá no parecían la misma. No daban aún las cuatro de la tarde, pero saqué una sartén de la alacena y no dejé de mirar a Clarita hasta que subió el primer peldaño de las escaleras.
No volví a ver esas espirales bizcas hasta el día del hospital. Olivia estaba mucho más pálida, su barriga mucho más dura pero no mucho más grande. Ni siquiera las temperaturas cada vez más altas eran capaces de arrastrar la sangre hasta sus mejillas. Arrugas más profundas de lo que hasta entonces pensaba que su piel fina podría soportar se habían incrustado en su rostro con una mueca de dolor perpetua.
Tanto ella como el bebé estaban sanos según los médicos. Había pasado la noche allí y las horas se alargaban demasiado para que una persona sana ocupara una cama en un hospital público. No concebía qué tipo de salud era esa que me intentaban justificar, una que no significaba que estuviese fuera de peligro ni libre de dolor; que me explicaban, como si yo no hubiese sido padre antes, la delicadeza de su estado.
Después de todo lo que pasamos con Clarita los dos sabíamos los riesgos de tener otro. Pero a la niña le hacía muchísima ilusión tener un hermanito, y Olivia no había vuelto a tener problemas de salud. Durante el primer trimestre, en cada ecografía Olivia me aguantaba la mano esperando el momento en el que el técnico tragase saliva e intentase que no le temblase la voz al decirnos que no era nuestra culpa que el bebé hubiese dejado de tener latido. Como nunca llegaba, tampoco me la soltaba. Así que pasamos los primeros meses haciendo manitas esperando no tener que explicarle lo que era un aborto a Clarita. Antes de ella hubo varios, yo había empezado a organizar los puntos clave de la explicación, qué conceptos y palabras podría entender una niña de su edad… para que cuando el día llegara el luto no tomase la palabra en la conversación. Por suerte no habíamos tenido que hacerlo, el embarazo casi había llegado a término. Aun así, Olivia y yo seguíamos agarrados de la mano, el catastrofismo cataclísmico que había seguido a la euforia de la concepción se había convertido en una feroz desconfianza, y detrás de ella nos habíamos encontrado ante un miedo atroz.
Olivia me estaba sujetando la mano cuando nos dimos cuenta de que Clarita no estaba en la habitación con nosotros. Ella estaba demasiado dolorida y cansada para estar pendiente de la niña, yo estaba demasiado asustado para apartar los ojos de mi mujer. Pero tuve que dejarla sola, en esa habitación de sábanas de papel, para buscar a Clarita.
Estaba más frenético por volver a la habitación que por encontrarla. Esperaba toparme con un celador que se hubiese visto asaltado por una niña inquieta, pero en los pasillos solo había enfermeros apresurados y camillas aparcadas. La encontré en una habitación abierta. Con ella había una anciana en silla de ruedas, delgada como si hubieran envasado sus huesos al vacío. Hablaba con una voz baja y temblorosa. Clarita estaba arrodillada frente a ella, con una mano en cada rodilla, haciendo espirales con los pulgares en sus rótulas. El pellejo desnudo de la anciana era colgón y rígido, y conservaba la forma que Clarita le daba con mucha más integridad que el sudor o la tela.
―Clarita, ¿qué haces aquí? Vámonos. Discúlpela, señora, por favor.
―¿Usted es su padre? Qué gusto conocerlo, me llamo Conchi. Clarita, qué nombre más bonito, ¿de qué viene?
Sonreí incómodo, sin atreverme a entrar en la habitación.
―De Clara. Se llama Clara. Clarita, que tenemos que volver con mamá.
Clarita me daba la espalda, no reaccionaba.
―Ay, claro, qué cosas tiene una. Ay, la edad. Yo me llamo Conchi pero viene de Concepción. Inmaculada Concepción, ya se lo he contado a Clarita, no tengo ningún familiar que se llame como yo, no vaya a creer, aunque me arrepiento de no habérselo puesto a mi hija, no, a mí…
Di un paso dentro de la habitación. La anciana había comenzado a recitar nombres, no estaba muy claro cuál pertenecía a quién.
―Clarita, que mamá nos está esperando ―No quería interrumpir a Conchi, suficiente habíamos perturbado su día por hoy, pero Clarita seguía sin mirarme, hundiendo los pulgares contra los huesos.
―Clarita.
Cada vez tenía más prisa. El parlamento atropellado de Conchi me encharcaba el cerebro. Concepción, Rosario, Aurora, Maria de Gracia, Soledad, Don Antonio, Jesús María, María Jesús, Jose María, Juan, Kevin era su nieto y hasta que le demostraron que tenía santo lo llamó Querubín, Paca, bueno, Francisca, Dorleta, Jimena, Carmelo, Doña Ana, Triana, Maria del Pilar. Clara.
―¡Clarita, te he dicho que nos vamos!
Terminé de entrar en la habitación y cogí a Clarita por el brazo, apartándola de la anciana y dándome la vuelta. Si tenía que llevármela a rastras, lo haría. El suelo resbalaba y aunque intentaba pararse la suela de luces no tenía una buena sujeción.
―¡Papi, no! ¡Papi! ¡La estaba curando!
―¡Es un milagro!
Estábamos en la puerta cuando escuchamos el grito de Conchi. No sabía en qué momento había dejado de hablar. Su voz sonó clara por primera vez, sus ojos velados de cataratas fijos en algún lugar detrás de mi cabeza, más allá de las paredes del hospital. Estaba de pie, con los brazos extendidos. Los dos pies descalzos apoyados en el suelo. Paré en seco sin soltar a Clarita, que se tropezó contra mi pierna.
Conchi se desplomó como un peso muerto.
―La estaba ayudando. Le dolían las piernas.
―Clarita. Para.
Olivia tendría que pasar esta noche también en el hospital. Sola. No me atrevía a dejar a Clarita con sus abuelos, no en estas condiciones. Estaba sentada en su sillita en la parte trasera del coche mientras yo conducía. Conchi, Inmaculada Concepción, la anciana de la habitación abierta, se había partido la cadera. Tenía demencia, no era la primera vez que hacía algo así. Los médicos no nos relacionaron con el accidente más allá de ser testigos desafortunados. Pero yo vi las espirales en sus rodillas dislocadas antes de ser rodeada por batas blancas.
―¿Por qué no me crees?
Cogí aire.
―No tienes poderes, Clara.
Permaneció unos segundos en silencio. Sorprendida por su propio nombre.
―Eso ya lo sé ―En voz baja, preparándose para confesar algo que sabía que no debería decirme; que yo no quería que me dijera―. Soy una Santa.
Quise frenar. Parar el coche allí mismo. En medio de la carretera. En medio de un cruce en el que seguro que habían atropellado a muchísimos hombres que confiaron en la integridad de los semáforos. Apreté el volante, seguí conduciendo. Fijé los ojos en la carretera negra. La noche era cálida.
―Papi.
―Suficiente.
Quería preguntarle si no estaba satisfecha con lo que había hecho. Quería explicarle la gravedad. Que la vida de esa mujer no iba a ser la misma. Quería decirle que yo tendría que estar con su madre y sin embargo estaba en la carretera y su madre estaba sola. Quería decirle que era egoísta. Quería decirle que Dios no existe, que los santos no existen. Que es todo una mentira. Que sus abuelos son unos mentirosos y esas estampitas las podemos sacar en cualquier copistería. Que nada tiene significado.
También quería querer abrazarla y decirle: eres muy pequeña. No pasa nada. Eres pequeña e inocente. Quieres ayudar a los demás y no puedes y eso es difícil. Todos tenemos que descubrir de qué forma podemos hacerlo, es parte de la vida. Estoy aquí para ayudarte.
Cuando Clarita volvió a hablar la boca se me abrió antes de que me diera cuenta. No recuerdo qué le dije exactamente, pero mientras lo decía supe que era todo lo que jamás debería nadie decirle a su hija. Cuando llegamos a casa se encerró en su habitación sin decir nada. No le miré la cara. Estaba furioso y avergonzado.
Me senté en el patio a mirar el cielo sin estrellas. El móvil apoyado en el muslo. Pensé en hablar con Olivia, desahogarme, pedirle ayuda, llamarla, escribirle un mensaje… pero sabía que no podía. Olivia necesitaba descansar. Necesitaba que la cuidasen. Todas las luces de casa estaban apagadas.
No sé cuánto tiempo llevaba buscando algo que brillase sobre mi cabeza cuando el móvil comenzó a sonar. Se me había olvidado llamar a Olivia al llegar para darle las buenas noches. Al descolgar apenas podía escuchar su voz, dejaba todas las palabras a medias. Se había puesto de parto.
Llamé a mis suegros para que se quedaran con Clarita. Fui a despertarla, pero dudé. No sabíamos cuánto podría alargarse el parto. Era tarde. Entré en su cuarto tentativamente. Estaba despierta. Me miró preocupada, asustada.
―¿Le ha pasado algo a mamá?
Tragué saliva.
―No, no, Clarita. Solo es tu hermanito, que viene antes de tiempo.
Rompió a llorar, se levantó y se abrazó a mis piernas. Tenía ese llanto que más que un llanto son una serie de gritos desgarrados, y las lágrimas le caían como cuentas de rosario por las mejillas. No paraba de decir que mamá estaba malita, que su hermanito se tenía que esperar a que estuviera bien. Quería ir a verla, quería hablar con su hermano y pedirle que se quedara en su barriga un poquito más. Hablar con los médicos, explicarles que no podía. No ahora.
Me incliné hacia ella y dejé que trepara hasta colgarse de mi cuello con los brazos y se agarrase a mi cintura con las piernas. Intenté explicarle que los médicos cuidarían a su madre y yo me aseguraría de que no le pasara nada. Le prometí que los abuelos la llevarían a ver a Olivia y a su hermano en cuanto pudieran. Que no soltaría el teléfono en todo el tiempo que estuviera allí para llamarles lo antes posible. Su llanto era casi un aullido.
Le sujeté la cabeza y le besé la frente. Íbamos a estar todos juntos pronto. Los cuatro por fin. Le conté que cuando ella nació, yo también estaba asustado. Que Olivia también se puso muy enferma, pero entonces nació ella.
―¿Y por qué la dejaste?
―Tu mamá quería tenerte.
―Pero yo no quería ponerla malita.
Claro que no. Lo sabía. Apoyé la mejilla contra la suya. Había sido un mal padre. Había mirado a mi hija sin reconocerla. Esa noche repetí los mismos consuelos, las mismas palabras de ánimo una y otra vez, y cada vez supe que no era suficiente, que Clarita estaba pidiéndome algo más. Algo real. Fui consciente por primera vez de que no sabía cómo dárselo. Empezaba a pesar demasiado para llevarla en brazos tanto tiempo. Había crecido muchísimo.
―Quiero salvar a mamá.
Mis suegros llegaron por fin, Clarita no se soltaba, pero yo necesitaba irme. Antes de arrancarla de mis propios brazos subí a mi habitación y saqué el rosario de Olivia del tocador.
―Dile a los abuelos que te enseñen a usarlo.
Asintió con un llanto que ni le dejaba llorar, cada vez que intentaba hablar su garganta sonaba a pompas de lágrimas, saliva y mocos que burbujeaban y le daban tos.
―No quiero que mamá se muera. ―Fue lo último que consiguió decir antes de que me fuera. Haciendo el mismo camino que hacía unas horas vi su sillita vacía por el retrovisor. Se le empezaba a quedar pequeña. Todo empezaba a quedarse pequeño. O ella estaba creciendo demasiado.
En el hospital le agarré la mano a Olivia, y nos notamos en los dedos el mismo miedo que habíamos compartido en las ecografías. El mismo miedo a la pérdida, a la muerte. El mismo miedo al que Clarita había estado enfrentándose sin que supiéramos cómo hacer por ella lo que hacíamos el uno por el otro.
Cristos crucificados. Vírgenes clavándose puñales. El hombre del cruce. La anciana sola en el hospital.
Pudimos estar con nuestro hijo antes de que lo pasaran a la incubadora. Su manita no alcanzaba a cerrarse en torno a mi dedo. Clarita entró en la habitación andando muy despacio y le dio un beso en la mejilla a su madre con mucha suavidad. Olivia la agarró con fuerza y le besó aplastándole la cabeza. Clarita se rió por fin. La acompañé a conocer a su hermano, vaciló antes de levantar la mano y trazar con el pulgar una espiral sobre el cristal entre los dos, luego me miró de reojo. Apreté su manita dentro de la mía, y ella la apretó de vuelta.
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